En cuanto oyó los pasos de Pedro en la escalera, Paula se dejó caer de nuevo en la almohada. Exhaló con fuerza. Sin darse cuenta, había estado conteniendo la respiración.
Sabía que había metido la pata hasta el fondo.
No había nada como una reacción histérica como la que acababa de protagonizar para levantar aún más sospechas. No quería ni imaginarse que era lo que Pedro pensaba que guardaba en el armario. Quizá pensara que tenía allí drogas, joyas robadas o una bolsa de piel con un millón de dólares en su interior.
Estaba segura de que, en ese mismo instante, Pedro estaría pensando en todas las posibilidades.
Se levantó y fue hasta el armario. Debajo de la ropa estaba la bolsa de piel. No había ido a ninguna parte. Suspiró aliviada.
Decidió que lo mejor que podía hacer era vaciarla por completo y esconder el dinero en algún otro sitio.
Miró la cama. Podría meterlo debajo del colchón.
Sacó la bolsa de piel, la abrió y se quedó un instante mirando los fajos de billetes ordenados en su interior. Había algo más de un millón de dólares delante de sus ojos. Más dinero del que la mayoría de la gente llegaba a ver en toda su vida. Era suyo por derecho propio. Agustin le había robado todo lo que le pertenecía, hasta el último céntimo. Claro que él nunca podría haberlo hecho si ella no hubiera confiado en él como lo había hecho.
Agustin había aparecido en su vida en el momento oportuno, cuando más vulnerable estaba después de la muerte de su padre. Se había hecho un hueco en su corazón y le había hecho creer que el era el hombre de su vida.
Ese dinero tenía para Paula un significado muy especial, porque había conseguido ganárselo a Agustin con el mismo juego. Además de estar contenta por conseguir recuperar al menos una parte de su herencia, le encantaba ver que ella había tenido la última palabra y que le había ganado esa batalla.
Se dijo que debería estar celebrándolo con champán. Era toda una victoria.
Fue hasta el lavabo y se miró en el pequeño espejo. Lo cierto era que no sentía que tuviera nada que festejar. Había recuperado parte de su malogrado orgullo, pero eso no cambiaba en absoluto su situación. Era una mujer de treinta y tres años que había tenido una existencia cómoda y protegida, que no había trabajado nunca y que no sabía qué hacer con su vida a partir de ese instante.
***
Esa mujer estaba loca. Eso lo tenía claro.
Pedro no encontraba ninguna otra explicación para cómo había reaccionado al verlo abrir su armario, como si fuera a robarle sus pertenencias.
No podía dejar de pensar en ello mientras se metía en la cama unos minutos después.
Se dijo que o estaba loca o tenía algo que ocultar.
Lo último que necesitaba era preocuparse por algo así. El viaje ya se había complicado desde el principio. Tenía la esperanza de que Alejandro lo llamara en cualquier momento con buenas noticias sobre el paradero de su hija Gaby. Si así ocurría, tendría que abandonar el barco al momento y no necesitaba nada que obstaculizara más las cosas. Lo último que le convenía era que la guardia marítima les hiciera una inspección y encontraran algo ilegal a bordo.
Algo que ocultar. Se dio cuenta de que Paula Chaves había estado actuando como si tuviera algo que ocultar desde que llegara al barco.
Recordó la fuerza con la que había sujetado su bolsa de piel cuando la vio por primera vez en el muelle y lo nerviosa que se puso cuando el tomó sus bultos para llevárselos al camarote. Sus sospechas se veían confirmadas por cómo había reaccionado unos minutos antes. No le había alterado que él estuviera en su camarote en mitad de la noche, sino el hecho de que estuviera buscando algo en su armario.
Se levantó de la cama y se puso unos pantalones cortos. No quiso siquiera perder el tiempo poniéndose una camiseta. Si esa mujer tenía drogas a bordo del barco, estaba dispuesto a tirarla al mar junto con sus caras y exclusivas maletas.
Ella no había cerrado aún la puerta del camarote y él ni siquiera llamó con los nudillos. Entró y se plantó al lado de su cama.
—¿Qué llevas en la maleta? —le dijo con voz brusca y seria.
Ella se sobresaltó. Su cara estaba casi tan blanca como la funda de la almohada.
—¿Quién te ha dado derecho a entrar y salir de aquí cuando te da la gana? —preguntó ella.
—Estás ocultando algo.
—¡Estás loco!
—Creo que no. No sé que es lo que guardas en este camarote, pero espero que no sea nada ilegal —repuso él mientras iba hacia el armario, rebuscaba en su interior y sacaba la bolsa de piel.
Ella se quedó donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Adelante, adelante. ¡Ábrela! —le dijo fuera de sí.
—Gracias. Así lo haré.
Abrió la bolsa, metió la mano dentro y sacó varias prendas de ropa. Era la lencería más sexy que había visto en su vida. Confundido, las soltó rápidamente, como si estuvieran quemándole la piel.
Ella sonrió.
—¿Ya estás satisfecho?
Él se quedó mirándola fijamente durante algunos segundos. Sabía que tenía que disculparse por lo que acababa de hacer, pero no consiguió que le salieran las palabras.
Sin decir nada, se dio la vuelta y salió de allí tan rápidamente como había entrado.
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