sábado, 7 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 5




TODAVÍA estaba aturdida cuando volvió a la tienda. Colocándose la agenda sobre el pecho, entró por la puerta de atrás y se dirigió directamente a la pequeña oficina, situada debajo de las escaleras.


—Paula, ¿eres tú? —llamó Connie.


—Sí, he vuelto —respondió Paula, sorprendida de que su voz sonara normal, cuando su vida había dado un giro tan repentino—. Tengo papeleo que resolver —añadió, sabiendo lo mucho que Connie odiaba el papeleo.


—Está bien —respondió, y permaneció en silencio.


Paula colocó las hojas del inventario a un lado y puso la agenda en el centro de la mesa. Puso los codos encima, apoyó la barbilla en las manos y se puso a mirar el libro que guardaba los secretos de la vida de Pedro Alfonso.


Una vida bastante activa y ajetreada. Eso ya lo sabía. Se había sabido rodear de gente de confianza y muy atractiva.


Miró la voluminosa agenda, recordando la cantidad de papeles que había dentro. Pedro era la típica persona que provocaba las cosas que le ocurrían. Paula era la típica persona que permanecía a la espera de los acontecimientos.


Pero nunca le había ocurrido nada, excepto aquella mañana, en la que encontró la agenda que le mostraba la vida de Pedro Alfonso.


Había sido una señal. Ante ella se abría una oportunidad. Podía dejarla pasar y dejar la agenda a la recepcionista y olvidarse de Pedro Alfonso, o llamar a la puerta de la vida de Pedro y ver si le permitía entrar.


Y eso era lo que deseaba hacer. Aunque no sabía nada de él, estaba segura de que había vivido de la forma que a ella le hubiera gustado, pero que no había sabido cómo conseguir.


Levantó la agenda, se la acercó a la mejilla, suspiró y olió su aroma. Olía a cuero, por supuesto, pero a más cosas. Olía a ajo. Sonrió, imaginándose las comidas de negocios en los restaurantes italianos. También olía a loción de después del afeitado, o a perfume de mujer. A menta. También a humo de tabaco y a algo que no pudo distinguir y que Paula pensó que era el olor característico de Pedro.


El destino le había enviado aquella agenda, decidió Paula. Si lo ignoraba, era como ir contra ese destino. Pero leer los detalles personales de la vida de Pedro sería una intromisión en su vida privada. Estaba mal, pero era algo que tenía que hacer, si quería saber algo sobre él. Utilizaría aquella agenda como una guía en un mundo desconocido. El mundo de Pedro.


Miró por la puerta, para ver lo que estaba haciendo Connie y abrió la agenda personal de Pedro Alfonso. Esperó a que apareciera algún sentimiento de culpabilidad. Pero, sorprendentemente, no apareció. Como ella misma había sospechado, era el destino.


Había un chicle de menta entre unas tarjetas, lo cual explicaba el olor. Paula decidió que fotocopiar todo aquello sería lo mejor, pero no era igual.


Al principio, se limitó a leer el diario semanal de Pedro. Allí estaban apuntadas todas las citas, tanto profesionales como personales, desde el mes de enero. Pedro tenía la costumbre de utilizar las iniciales, en vez de anotar el nombre completo de las personas. Paula las copió todas.


Al cabo de las dos horas, durante las que algunos clientes interrumpieron su trabajo, Paula ya tenía un cuadro bastante preciso de la vida de Pedro.


Era un hombre organizado al que le gustaba la rutina. Pedro prefería la comida italiana y frecuentaba, en concreto, dos restaurantes. Iba a un gimnasio y jugaba al tenis. Se enteró de dónde iba de compras, quién era su mecánico, su dentista, su médico, el nombre de la floristería y dónde vivían sus padres. Incluso supo dónde vivía él.


El único detalle que no pudo averiguar de Pedro fue su estado financiero. Y fue porque no quiso mirar al apartado bajo el título de finanzas. No necesitaba saber el estado financiero de Pedro para llegar a formar parte de su vida. Invadir su privacidad había sido necesario, fisgonear no.


Estiró los brazos y se los colocó en el cuello, acariciándoselo. Echó la silla para atrás y se levantó. Tenía que ir a buscar algo que ponerse, algo adecuado para ir a ver a Pedro.


Entró en la tienda y se dirigió a una estantería con vestidos, mientras el reloj de pared daba una campanada, indicando las tres y media. 


Tenía que darse prisa si quería encontrar a Pedro antes de que se fuera de la oficina.


—¿Qué estás buscando? —preguntó Connie, levantando la cabeza de una pila de libros de consulta.


—Algo para ponerme, para una cita —respondió Paula, dudando si pedirle consejo o no.


—¿Qué clase de cita?


—Una muy importante


—Un traje —apuntó Connie.


Recordando la sofisticada mujer que había ido a la cita con Pedro, Paula se dio cuenta de que Connie tenía razón. Se fijó en el traje de tonos grises y azules que había junto a la ropa de invierno.


—¿Vas a comer?


Aquella pregunta la dejó paralizada. Era muy posible que, cuando llegara a la oficina de Pedro, él ya se hubiera ido. Y si iba al día siguiente, seguro que la invitaría a comer en el restaurante italiano que a él le gustaba.


—Es posible —la idea de comer con Pedro era emocionante y terrible al mismo tiempo.


—¿Con un hombre o con una mujer?


—¿Qué? —Paula había elegido un vestido color azul marino, que había pertenecido a una abogada.


—Que si vas a comer con un hombre o con una mujer.


Paula estuvo a punto de responderle que con un hombre, pero no quiso dar más explicaciones, viniéndole a la mente otra vez la imagen de la recepcionista.


—Con un hombre y con una mujer.


Connie entonces le indicó el perchero donde estaban colocados los vestidos enviados por las mujeres de la alta sociedad de Houston.


—Entonces, será mejor que te pongas uno de estos.


—Pero esos no son para alquilar —le dijo Paula—. Son para vender.


—Pero ya están usados. Porque uses uno una vez más, no se va a notar —Connie se bajó de la banqueta donde estaba sentada, detrás del mostrador, y se acercó al perchero—. ¿Y qué tipo de cita es?


Estuvo a punto de contestarle que una cita con el destino.


—He estado pensando que tendríamos que hacer publicidad...


—¿En serio?


—Y la señora Donahue me facilitó el nombre de un amigo de su yerno. Uno de los padrinos de la boda. Tiene una empresa de publicidad.


—Entonces, tendrás que llevar un traje elegante —Connie sacó un vestido rojo de crepé del perchero. Paula intentó imaginarse con él puesto. No era el más indicado para ella.


—No —le dijo, dándoselo otra vez—. Es demasiado ostentoso.


—Dices que va a ir también una mujer, ¿no? —Connie le preguntó, mientras buscaba otro—. Entonces, esto es lo que necesitas —le dijo, mientras abría una bolsa de plástico que cubría uno.


—¡Yo no puedo ponerme eso! Es demasiado corto. Y además muy caro.


—Por supuesto que es caro. Es un Chanel —le dijo Connie, entregándoselo.


—Pero...


—Pruébatelo —Connie le tiró la chaqueta.


—Este vestido es de la señora Larchwood —le respondió, moviendo la cabeza.


—Lleva aquí más de un año y medio. No va a dejarnos que lo vendamos por debajo de ese precio y nadie va a pagar novecientos dólares por él, por mucho que lo intentemos —le dijo Connie, sujetándole la chaqueta, para que se la pusiera.


—No debería —a pesar de su protesta, Paula metió los brazos.


—Nunca entendí por qué la señora Larchwood se quiso librar de este traje —comentó Connie.


Paula, mientras tanto, se abrochó los botones de la chaqueta. Le quedaba muy ajustada y no se podría poner una blusa debajo.


—Porque este traje estuvo en las portadas de todas las revistas de moda esa primavera. 
Cuando la señora Larchwood decidió ponérselo, todo el mundo lo había visto y ya estaba pasado de moda. Además, Carolina Markham tiene el mismo traje en amarillo. Y las dos se presentaron en una ocasión llevando el mismo traje.


—¡Vaya! Pruébate la falda, anda —insistió Connie.


Paula se fue detrás de uno de los biombos que se utilizaban de probador y se puso la falda. Se miró en el espejo. Era increíblemente corta.


Connie asomó la cabeza por encima del biombo, para mirarla.


—¡Fabulosa!


—¿No crees que me queda muy ajustada?


—Para nada. Estás guapísima.


—No sé —Paula se miraba y pensó que no tenía el mismo aspecto que las dos chicas que vio en la recepción, por mucho vestido de diseño que fuera aquel.


—Te queda muy bien.


—No me encuentro cómoda.


—Porque no llevas zapatos —Connie se dirigió hacia el mostrador con los accesorios—. Estarás mucho mejor cuando encontremos unos zapatos y un bolso. Y también unos pendientes —le dijo, mientras buscaba por el cajón con los pendientes. Sacó unos de oro.


Al cabo del rato de probarse una cosa y otra, Connie no tuvo más remedio que aceptar la opinión de Paula. Había algo que no encajaba.


—Es el pelo —le dijo Connie.


—¿Qué le pasa a mi pelo? —le preguntó, echándoselo para atrás—. ¿Crees que debería recogérmelo?


—No sé, creo que tendrías que llevar un peinado más atractivo. Llamaré a Marcos —dijo Connie, yendo hacia el teléfono.


—¡No! —exclamó Paula, bajando inmediatamente su tono, cuando vio que Connie se sintió herida—. No te preocupes. Me pondré otra cosa —el novio de Connie, Marcos Mulot, era un peluquero muy vanguardista, que tenía una peluquería cerca de allí. Por eso a Connie le gustaba trabajar en la tienda de Paula. Pero Marcos era demasiado atrevido en sus conceptos y le costaba bastante trabajo hacerse con una clientela.


—Oh, Paula, por favor, a Marcos no le va a importar para nada arreglarte hoy.


—No te molestes, de verdad... —razonó, mientras se desabrochaba la chaqueta.


Pero Connie ya había marcado el número en el antiguo modelo de teléfono que había en la tienda y estaba hablando, muy emocionada, con su novio.


Paula colgó el traje en la percha, decidiendo no sacrificar su pelo con los cortes de pelo tan poco ortodoxos de Marcos, aunque con ello hiriera los sentimientos de Connie.


Paula se sentó en la silla de vinilo, con una capa alrededor de sus hombros.


—Yo creo que será suficiente si lo recortas un poco...


—Va a llevar puesto este traje —dijo Connie, enseñándoselo a su novio—. Mira.


—Un vestido así merece algo más que un recorte —dijo Marcos, mientras peinaba el pelo de Paula.


—Hazle un peinado un poco atrevido —añadió Connie, intentando ser útil.


Paula se sintió horrorizada, al pensar en lo que Marcos podría considerar atrevido.


—Yo creo que con unas mechas teñidas de rubio... 


Marcos la miró y de pronto pareció que se le había encendido la luz.


—A lo mejor un color oro —rectificó Paula—. En un tono tirando a marrón. Pero sólo unas mechas, yo creo...




CENICIENTA: CAPITULO 4




Todo lo que rodeaba aquella escena pareció quedar en un segundo plano, ante la presencia de Pedro, estrechando las manos de los otros tres hombres. Paula hubiera podido jurar que incluso se oía un coro de voces cantar su nombre. Pedro AlfonsoPedro Alfonso. Aquello era demasiado. Delgado de cara, con un hoyuelo en la barbilla, pelo negro y ojos azules. 


Su altura, sus hombros, su estómago, o ausencia del mismo. El tono grave de su voz.


Ella, Paula Chaves, había encontrado al hombre perfecto. El único con el que se podía llevar puesto aquel vestido de perlas. Se olvidó de dónde estaba y la razón por la que había ido allí. 


Lo único que sabía era que tenía que conocerlo y vivir con él para siempre.


Pedro acompañó al resto de los hombres al ascensor y Paula observó todos sus movimientos. Después, giró sobre sus talones y se dirigió hacia ella.


Seguro que él también sentía lo mismo. Tenía que sentirlo. Paula suspiró y se preparó para que la tomara en brazos.


Pedro abrió las puertas de cristal y cargó la sala con su presencia.


—Trisha, Mary Lynn, siento haberos hecho esperar.


—Es que nos hemos adelantado —las mujeres se levantaron.


Paula se puso a temblar.


—Creo que ya hemos decidido lo que vamos a hacer —le dijo la que tenía un maletín en la mano.


Pedro murmuró algo y miró a Paula.


A Paula le temblaron las piernas. Ésa era la única explicación de haberse enganchado otra vez con el bolso. Dejó caer la agenda, cuando intentó desenredarse. Justo cuando se iba a caer, unos brazos con una camisa blanca y reluciente la agarraron de la cintura. Los brazos de Pedro.


Levantó la vista y se vio a milímetros del hombre más guapo que jamás había visto o imaginado. 


Sus ojos azules reflejaban preocupación, los labios, perfectos, entreabiertos. Paula cerró los ojos.


—¿Se encuentra bien? —Pedro la ayudó a ponerse en pie y retiró sus brazos.


Paula, que se había estado apoyando en ellos, casi se cae otra vez.


—Sí —suspiró, con los ojos muy abiertos.


Pedro se inclinó y recogió algo del suelo.


—Aquí tiene —le dijo, entregándole la agenda. Su agenda—. Hace poco perdí una igual y casi no puedo vivir sin ella.


Paula se quedó boquiabierta.


Pedro le sonrió una vez más, hizo un gesto con la cabeza a las otras mujeres y se marchó.


Paula quiso gritarle que no se fuera, pero no pudo. Se quedó mirando a Pedro caminar por el pasillo, junto a las dos mujeres.


No se volvió a mirar.


Paula se quedó como en trance, hasta que volvió la recepcionista.


—¿No ha podido hablar con el señor Alfonso? —le preguntó.


—Yo... —Paula empezó a decir, dándose cuenta de que todavía tenía la agenda en la mano. Se había olvidado de ella. La agarró con fuerza. Iba a dársela ella en persona.


—Lo llamaré —dijo la recepcionista, levantando el teléfono.


—¡No! —Paula agarró su bolso y metió la agenda dentro—. Hemos hablado.


El sonido del teléfono reclamó la atención de la recepcionista y Paula se marchó.


Volvería, se juró. Y la próxima vez iba a ir tan elegante y encantadora que seguro que Pedro Alfonso no se apartaría de ella.




CENICIENTA: CAPITULO 3




Paula esperó a que llegara su ayudante, Connie Byrd, para marcharse. Connie estudiaba en la universidad y trabajaba por las tardes en la tienda.


—¿Ha habido mucha gente hoy? —preguntó Connie, mientras depositaba una pila de libros en el mostrador—. Tengo que hacer un trabajo para el viernes.


—La mañana ha estado muy tranquila —contestó Paula, que hubiera deseado todo lo contrario—. La madre de Stephanie ha venido a traer el vestido y lo voy a llevar a la tintorería.


—¿Tengo que hacer algo? —le preguntó Connie, ya con los libros abiertos.


Paula negó con la cabeza y fue a la parte de atrás de la tienda.


—Ya lo he hecho yo todo —puso los vestidos en la furgoneta y volvió a por el vestido de novia.  Ese vestido había que llevarlo a una tintorería especial, que, por supuesto, era más cara—. Connie, también tengo que ir a la Galleria, así que estaré fuera toda la tarde. ¿Crees que podrás apañarte sola?


—Claro —contestó Connie.


—Recuerda que tienes que rellenar la hoja, si alguien quiere alquilar un vestido.


—Y que lo tiene que firmar. No te preocupes —protestó Connie, que ya había empezado a estudiar—. No volveré a cometer ese fallo.


La verdad era que no tenía que haberle dicho nada, porque Connie ya había aprendido la lección, aunque el error le había costado bastante caro a Paula. Pero Connie era una chica muy trabajadora y, además, no le pagaba mucho.


Al cabo de una hora más o menos, Paula ya estaba en la Galleria.


Aquel edificio reluciente y bullicioso contrastaba con la tranquila zona vecina de Village. Los coches inundaban las calles. La gente volvía de comer de uno de los restaurantes más de moda en aquella zona. Miró a su izquierda y vio que había cientos de coches en el aparcamiento del centro comercial. Delante de su tienda siempre había sitio libre casi para tres coches.


Pero estaba dispuesta a que aquello cambiara. 


A cambio de aquella agenda, Pedro Alfonso tendría que darle algunos consejos. No quería dinero.


Empujó la puerta de uno de los edificios de oficinas, entró y se acercó al directorio. El aire informal de Paula contrastaba con la elegancia de la gente que se veía en aquel edificio. 


Durante unos segundos, pensó en dejar la agenda en recepción y marcharse. Pero se lo pensó mejor y buscó la oficina de Alfonso and Bernard. Una vez localizada, se dirigió al ascensor.


Dentro, se dio cuenta de que Alfonso and Bernard ocupaba toda una planta. ¿Toda una planta en un edificio de oficinas? Aquello la intimidó un poco. Cuando llegó, respiró hondo y, con decisión, entró en la oficina.


—Me llamo Paula Chaves. Quisiera ver a Pedro Alfonso, por favor —anunció, antes de que la recepcionista le pudiera preguntar. Antes de que ella misma se pudiera volver atrás.


Con una sonrisa muy profesional, con unos labios pintados de rojo, la rubia recepcionista empezó a hojear la relación de citas.


—¿Tiene una cita con el señor Alfonso?


Paula se quedó mirando la arregladísima uña de la recepcionista recorrer el registro. ¿Cómo no habría pensado que Pedro Alfonso podría ser un hombre bastante ocupado?


—No, no tengo —Paula le enseñó la agenda—. Pasaba por aquí y pensé que podría tener unos minutos libre.


—¿En relación con...?


Paula no se lo quería decir a la recepcionista y que ella se ofreciera a dársela personalmente. 


Después de haberse tomado la molestia, haber tenido que soportar todo el tráfico, negociar un aparcamiento y dejar su tienda en manos de una ayudante inexperta, Paula se creyó con derecho a dársela ella en persona a Pedro Alfonso.


—En referencia a la boda de los Donahue —fue lo primero que se le ocurrió.


—Un asunto personal —aquella explicación pareció satisfacer a la recepcionista, que rápidamente miró el registro—. En estos momentos, está con unos clientes y no le gusta que le molesten. Dentro de veinte minutos tiene una cita con otra persona. Pero es una entrevista rápida. Si quiere, puede esperar.


—Está bien. Esperaré. No le moleste —Paula se dirigió hacia una zona de espera. Cuando llegó, se sentó en uno de los sillones. ¿Pero qué estaba haciendo? Lo que tenía que hacer era dejar aquella agenda a la recepcionista y marcharse a su tienda.


Pero no lo hizo. Y la única razón era porque se sentía intimidada por aquella recepcionista. Si le dejaba la agenda a ella, estaba segura que le preguntaría su número de teléfono y dirección. 


Era de esas secretarias eficientes que siempre lograba sacar la información que le interesaba. 


Lo que tenía que hacer era mandársela por correo, de forma anónima.


Eso era lo que tenía que hacer. Aquel hombre era un hombre muy ocupado. Por las litografías que había enmarcadas en las paredes, estaba claro que llevaban a cabo campañas publicitarias para marcas muy importantes. 


Paula las conocía, lo cual decía mucho de la eficacia de Alfonso and Bernard's.


Y allí estaba ella, intentando robar unos minutos a aquel hombre tan importante. De pronto, se sintió avergonzada.


Estaba a punto de levantarse, cuando dos mujeres, vestidas con unos elegantes trajes, entraron en la oficina por las puertas de cristal, saludaron a la recepcionista y se sentaron al lado del teléfono.


Una de las mujeres se quitó un pendiente y utilizó un bolígrafo de oro para marcar los números de teléfono. Se cruzó de piernas y enseñó sus relucientes y elegantes zapatos. La otra mujer sacó unos papeles del maletín y se inclinó hacia la primera, tan pronto como terminó la llamada.


Como se habían colocado entre ella y las puertas, Paula se vio bloqueada, por lo que decidió ponerse a leer un ejemplar atrasado de una revista.


Llegó un mensajero a recepción y entregó un paquete. La recepcionista firmó una nota y abandonó su sitio.


Aquél era el momento. Era la oportunidad perfecta para escapar. Oyó que se abría una puerta y a unos hombres conversar. Se levantó, dio unos pasos, pero se olvidó de que había dejado el bolso a sus pies. Se le enredaron las correas y perdió unos preciosos segundos desenganchándolo.


Las voces masculinas cada vez se oyeron más cerca.


—Entonces, ¿quedamos para ese partido de tenis el viernes, Pedro?


De forma involuntaria, Paula levantó la mirada y trató de identificar a Pedro.


Había cuatro hombres al lado de las puertas. 


Tres iban con traje y uno de ellos en mangas de camisa, cuya blancura contrastaba con el azul marino de las chaquetas de los trajes.


—Eso está hecho —contestó el hombre en mangas de camisa.


Ése, por tanto, era Pedro Alfonso.



CENICIENTA: CAPITULO 2




Una tarde, él la descubrió probándose el vestido y mirándose al espejo, para ver qué tal le quedaba. Hernan pensó que era un poco recargado. Pero Hernan tenía la misma opinión de toda la ropa que tenía Paula en la tienda. 


Pensaba que pertenecían a un estilo de vida en decadencia. Y, en aquel momento, Paula se dio cuenta que ese hombre no entraba en sus sueños.


Hernan no estaba a la altura de aquella tela plagada de perlas y ella estaba decidida a no casarse con nadie que no lo estuviera. Mientras esperaba, Paula lo alquilaba a otras novias.


Paula lo estiró e inspeccionó la tela. No había mancha alguna. El vestido estaba otra vez en su posesión.


—¿Quiere que le ayude a traer los vestidos de las madrinas? —le preguntó a la señora Donahue, que se estaba secando los ojos.


La señora Donahue asintió y salió de la tienda, después de Paula.


—No puedo imaginarme cómo ha encontrado Stephanie su tienda —la señora Donahue abrió la puerta de su coche, un modelo muy antiguo, que había en uno de los huecos frente a la tienda de Paula—. Yo habría pasado de largo por esta calle. Yo creía que sólo había viviendas.


Paula abrió la puerta de atrás, para sacar los vestidos.


—Eran viviendas —de hecho, Paula vivía en la parte de atrás de su tienda—. Pero ahora forma parte de Rice Village —una zona pegada a Houston, con robles inmensos y cientos de azaleas.


—No hay muchas tiendas, sin embargo.


—Algunas. Hay un par de anticuarios, una tienda de fotografía y una librería —le contestó, mientras sacaba los vestidos del coche—. Y dentro de poco, se va a venir a vivir un decorador de interiores.


La señora Donahue cerró la puerta del maletero, cuando sacó la caja de cartón, donde estaban guardados los guantes y sombreros que las madrinas habían llevado puestos.


—Tiene una tienda encantadora —le dijo a Paula, mientras ésta sujetaba la puerta con el pie—. El problema es que está un poco a desmano. Debería anunciarse.


—Los anuncios cuestan muy caros —cuando la puerta se cerró, sonó la campanilla. Paula dejó la pila de vestidos en un pequeño sillón de terciopelo—. La gente me encuentra —le dijo, un poco a la defensiva, a pesar de que no tenía más remedio que reconocer que podían irle mejor las cosas. Le quitó la caja de cartón a la señora Donahue de las manos y sacó la hoja con la relación de los vestidos alquilados—. Vamos a ver. Cuatro pares de guantes... cuatro sombreros...


—Recuerdo cuando llevábamos estos sombreros. Ahora dicen que están pasados de moda. Yo no estoy pasada de moda.


Paula empezó a reírse, mientras emparejaba los guantes.


—¿Qué es esto? —debajo de uno de los guantes había un libro de cuero marrón—. Es una agenda —dijo, ya que ella tenía una similar—. ¿Es suya? —le preguntó.


—No —contestó la señora Donahue, moviendo al tiempo la cabeza.


La agenda estaba metida en una funda de cuero. Era evidente que pertenecía a alguien que la utilizaba bastante.


—Apuesto a que el dueño se está volviendo loco buscándola —comentó Paula, mientras abría la agenda—. Yo lo estaría —de pronto cayeron al suelo algunos papeles y tarjetas de visita. Paula se agachó y los recuperó—. ¿Pedro Alfonso? — preguntó, leyendo una de las tarjetas.


—¡Oh, Pedro! —dijo la señora Donahue—. Es uno de los padrinos. Se pasó toda la tarde llamando por teléfono. Llegué a pensar, incluso, que no iba a salir en las fotos.


—Esta tarjeta dice Alfonso and Bernard, agencia de publicidad —con una dirección, en una de las zonas más caras.


La señora Donahue miró la tarjeta, por encima del hombro de Paula.


—Alan, mi nuevo yerno, dice que Duncan trabaja en publicidad, pero nunca creí que tuviera su propia empresa. Siempre estaba pidiendo disculpas por las interrupciones, y yo pensé que lo hacía para impresionarnos —la señora Donahue hojeó la agenda, al tiempo que se miraba el reloj de pulsera—. La verdad es que no sé cuándo se la podré devolver —suspiró—. Todavía tengo invitados en casa. Tengo que prepararles la comida y llevar a mi prima al aeropuerto.


—Le diré lo que vamos a hacer —dijo Paula, recuperando la agenda—. Yo tengo que ir a la tintorería de todas formas. Se la llevaré yo.


—Es muy amable, pero la verdad es que es una molestia para usted. No le coge de camino.


—No me importa—le sonrió—. A lo mejor así consigo que me dé algunos consejos para hacer publicidad de la tienda —porque la verdad era que la señora Donahue tenía razón. Tenía que anunciar el negocio.


—¿Está segura? —le preguntó la señora Donahue.


Paula asintió.


—No se preocupe —puso a un lado la agenda y señaló la caja de cartón—. Sigamos, cuatro pares de guantes... 


Cuando la señora Donahue ya se había marchado, Paula se quedó sola en la tienda. 


Mientras remataba los corchetes de la cintura, miró hacia la puerta. No había pasado un sólo coche en las dos horas que había estado ocupada con aquel vestido. A lo mejor había sido la conversación con la señora Donahue y la idea de hablar con Pedro Alfonso lo que la hizo ser más consciente de la falta de clientes. La época de mayores beneficios era cuando se celebraban los bailes de primavera y las fiestas de verano.


El resto del tiempo, los vestidos se quedaban colgados en sus perchas, los guantes guardaditos en los cajones y los artículos de joyería en sus cajas. En la tienda de Paula, se podía encontrar todo lo necesario para ir a una fiesta elegante.




CENICIENTA: CAPITULO 1





—¿QUÉ TAL la boda, señora Donahue? —Paula Chaves estiró el brazo, para recuperar la bolsa de plástico que la mujer estrechaba contra sí.


—¡Mi hija estaba preciosa! —la señora Donahue apretó aún más la bolsa, aplastando el vestido de novia que había dentro, el más caro que había en la tienda de ropa de alquiler—. Incluso sin zapatos y sin velo, estaba preciosa. Es un vestido hecho para ella.


Pero no había sido hecho para la hija de la señora Donahue. Con aquel vestido, ya se habían casado siete jóvenes más. Pero eso no se lo iba a decir a la madre de la novia.


La señora Donahue dio un suspiro profundo, mientras miraba la tienda de Paula.


—Ojalá pudiera...


—¿Quedárselo? —Paula terminó la frase por ella—. Está a la venta —añadió, sonriéndola al mismo tiempo. Pero era un vestido caro y Paula sabía que no lo iba a poder comprar. En realidad, ni ella misma estaba segura de querer venderlo.


—Lo sé —la señora Donahue suspiró y soltó la bolsa.


Aunque el vestido estaba hecho con una tela de primera calidad, cada vez que Paula lo alquilaba, tenía que reforzarle las costuras y los botones, antes de poder alquilarlo otra vez.


—Mi hija no es nada sentimental —dijo la señora Donahue, dándole al fin el vestido a Paula—. Yo todavía conservo mi vestido de novia —añadió—. Pero Stephanie es mucho más alta que yo y no podía usarlo.


—Por lo menos, conservará el velo que usted le regaló —comentó Paula, mientras colocaba el vestido en una percha—. Será un bonito recuerdo.


—Tiene razón —le dijo, más aliviada—. Además, los novios han estado alquilando trajes desde hace años —comentó.


La señora Donahue era como la mayoría de las madres de novias que acudían a la tienda de alquiler de ropa de Paula en la zona de Rice Village, Houston. Al principio, les horrorizaba la idea de que sus hijas pudieran llevar puesto un vestido de segunda mano en un día tan señalado. Pero Paula tenía unos vestidos flamantes. Las novias iban como si se fueran a casar con el príncipe encantado.


Paula sonrió, mientras abría la cremallera de la bolsa donde estaba guardado el vestido, para comprobar que no tuviera daño alguno. Aquél era siempre un momento un tanto delicado.


—Es tan bonito —murmuró la señora Donahue, mientras ayudaba a Paula a sacar el vestido.


—Sí —el vestido todavía conservaba el perfume de Stephanie.


Como era normal, los hombros estaban manchados de maquillaje, testigo de los abrazos que la novia había recibido. Paula parpadeó, imaginándose la felicidad de Stephanie.


Cuando compró aquel vestido, Paula lo había escondido, pensando que sería el vestido con el que acabaría casándose ella misma. Nunca se ponía la ropa que compraba para la tienda, pero con aquel vestido estaba dispuesta a hacer una excepción.


Desde el momento en que lo vio, soñó con llevarlo puesto mientras recoma el pasillo de la iglesia hasta el altar, para encontrarse allí con su futuro esposo. En aquel tiempo, había estado saliendo con el propietario de un almacén que había en la misma calle de su tienda. Era gracioso, precisamente cuando compró aquel vestido se dio cuenta de que no estaba enamorada de Horacio.



CENICIENTA: SINOPSIS




Aunque Paula Chaves siempre había querido casarse, todavía no había encontrado el hombre con el que deseara compartir el resto de su vida. 


Entonces, conoció a Pedro Alfonso y supo que era la persona que había estado esperando. El problema era que Pedro pertenecía a la clase aristocrática y Paula temía que eso pudiera separarlos. Como la joven no tenía hada madrina y tampoco confiaba excesivamente en el destino, se puso en manos de sus amigas, que la convirtieron, en un abrir y cerrar de ojos, en la mujer perfecta para el elegante señor Alfonso. Paula estaba dispuesta a hacer todo lo necesario para conseguir llevarlo al altar, o casi todo...