sábado, 7 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 2
Una tarde, él la descubrió probándose el vestido y mirándose al espejo, para ver qué tal le quedaba. Hernan pensó que era un poco recargado. Pero Hernan tenía la misma opinión de toda la ropa que tenía Paula en la tienda.
Pensaba que pertenecían a un estilo de vida en decadencia. Y, en aquel momento, Paula se dio cuenta que ese hombre no entraba en sus sueños.
Hernan no estaba a la altura de aquella tela plagada de perlas y ella estaba decidida a no casarse con nadie que no lo estuviera. Mientras esperaba, Paula lo alquilaba a otras novias.
Paula lo estiró e inspeccionó la tela. No había mancha alguna. El vestido estaba otra vez en su posesión.
—¿Quiere que le ayude a traer los vestidos de las madrinas? —le preguntó a la señora Donahue, que se estaba secando los ojos.
La señora Donahue asintió y salió de la tienda, después de Paula.
—No puedo imaginarme cómo ha encontrado Stephanie su tienda —la señora Donahue abrió la puerta de su coche, un modelo muy antiguo, que había en uno de los huecos frente a la tienda de Paula—. Yo habría pasado de largo por esta calle. Yo creía que sólo había viviendas.
Paula abrió la puerta de atrás, para sacar los vestidos.
—Eran viviendas —de hecho, Paula vivía en la parte de atrás de su tienda—. Pero ahora forma parte de Rice Village —una zona pegada a Houston, con robles inmensos y cientos de azaleas.
—No hay muchas tiendas, sin embargo.
—Algunas. Hay un par de anticuarios, una tienda de fotografía y una librería —le contestó, mientras sacaba los vestidos del coche—. Y dentro de poco, se va a venir a vivir un decorador de interiores.
La señora Donahue cerró la puerta del maletero, cuando sacó la caja de cartón, donde estaban guardados los guantes y sombreros que las madrinas habían llevado puestos.
—Tiene una tienda encantadora —le dijo a Paula, mientras ésta sujetaba la puerta con el pie—. El problema es que está un poco a desmano. Debería anunciarse.
—Los anuncios cuestan muy caros —cuando la puerta se cerró, sonó la campanilla. Paula dejó la pila de vestidos en un pequeño sillón de terciopelo—. La gente me encuentra —le dijo, un poco a la defensiva, a pesar de que no tenía más remedio que reconocer que podían irle mejor las cosas. Le quitó la caja de cartón a la señora Donahue de las manos y sacó la hoja con la relación de los vestidos alquilados—. Vamos a ver. Cuatro pares de guantes... cuatro sombreros...
—Recuerdo cuando llevábamos estos sombreros. Ahora dicen que están pasados de moda. Yo no estoy pasada de moda.
Paula empezó a reírse, mientras emparejaba los guantes.
—¿Qué es esto? —debajo de uno de los guantes había un libro de cuero marrón—. Es una agenda —dijo, ya que ella tenía una similar—. ¿Es suya? —le preguntó.
—No —contestó la señora Donahue, moviendo al tiempo la cabeza.
La agenda estaba metida en una funda de cuero. Era evidente que pertenecía a alguien que la utilizaba bastante.
—Apuesto a que el dueño se está volviendo loco buscándola —comentó Paula, mientras abría la agenda—. Yo lo estaría —de pronto cayeron al suelo algunos papeles y tarjetas de visita. Paula se agachó y los recuperó—. ¿Pedro Alfonso? — preguntó, leyendo una de las tarjetas.
—¡Oh, Pedro! —dijo la señora Donahue—. Es uno de los padrinos. Se pasó toda la tarde llamando por teléfono. Llegué a pensar, incluso, que no iba a salir en las fotos.
—Esta tarjeta dice Alfonso and Bernard, agencia de publicidad —con una dirección, en una de las zonas más caras.
La señora Donahue miró la tarjeta, por encima del hombro de Paula.
—Alan, mi nuevo yerno, dice que Duncan trabaja en publicidad, pero nunca creí que tuviera su propia empresa. Siempre estaba pidiendo disculpas por las interrupciones, y yo pensé que lo hacía para impresionarnos —la señora Donahue hojeó la agenda, al tiempo que se miraba el reloj de pulsera—. La verdad es que no sé cuándo se la podré devolver —suspiró—. Todavía tengo invitados en casa. Tengo que prepararles la comida y llevar a mi prima al aeropuerto.
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo Paula, recuperando la agenda—. Yo tengo que ir a la tintorería de todas formas. Se la llevaré yo.
—Es muy amable, pero la verdad es que es una molestia para usted. No le coge de camino.
—No me importa—le sonrió—. A lo mejor así consigo que me dé algunos consejos para hacer publicidad de la tienda —porque la verdad era que la señora Donahue tenía razón. Tenía que anunciar el negocio.
—¿Está segura? —le preguntó la señora Donahue.
Paula asintió.
—No se preocupe —puso a un lado la agenda y señaló la caja de cartón—. Sigamos, cuatro pares de guantes...
Cuando la señora Donahue ya se había marchado, Paula se quedó sola en la tienda.
Mientras remataba los corchetes de la cintura, miró hacia la puerta. No había pasado un sólo coche en las dos horas que había estado ocupada con aquel vestido. A lo mejor había sido la conversación con la señora Donahue y la idea de hablar con Pedro Alfonso lo que la hizo ser más consciente de la falta de clientes. La época de mayores beneficios era cuando se celebraban los bailes de primavera y las fiestas de verano.
El resto del tiempo, los vestidos se quedaban colgados en sus perchas, los guantes guardaditos en los cajones y los artículos de joyería en sus cajas. En la tienda de Paula, se podía encontrar todo lo necesario para ir a una fiesta elegante.
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