sábado, 7 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 5




TODAVÍA estaba aturdida cuando volvió a la tienda. Colocándose la agenda sobre el pecho, entró por la puerta de atrás y se dirigió directamente a la pequeña oficina, situada debajo de las escaleras.


—Paula, ¿eres tú? —llamó Connie.


—Sí, he vuelto —respondió Paula, sorprendida de que su voz sonara normal, cuando su vida había dado un giro tan repentino—. Tengo papeleo que resolver —añadió, sabiendo lo mucho que Connie odiaba el papeleo.


—Está bien —respondió, y permaneció en silencio.


Paula colocó las hojas del inventario a un lado y puso la agenda en el centro de la mesa. Puso los codos encima, apoyó la barbilla en las manos y se puso a mirar el libro que guardaba los secretos de la vida de Pedro Alfonso.


Una vida bastante activa y ajetreada. Eso ya lo sabía. Se había sabido rodear de gente de confianza y muy atractiva.


Miró la voluminosa agenda, recordando la cantidad de papeles que había dentro. Pedro era la típica persona que provocaba las cosas que le ocurrían. Paula era la típica persona que permanecía a la espera de los acontecimientos.


Pero nunca le había ocurrido nada, excepto aquella mañana, en la que encontró la agenda que le mostraba la vida de Pedro Alfonso.


Había sido una señal. Ante ella se abría una oportunidad. Podía dejarla pasar y dejar la agenda a la recepcionista y olvidarse de Pedro Alfonso, o llamar a la puerta de la vida de Pedro y ver si le permitía entrar.


Y eso era lo que deseaba hacer. Aunque no sabía nada de él, estaba segura de que había vivido de la forma que a ella le hubiera gustado, pero que no había sabido cómo conseguir.


Levantó la agenda, se la acercó a la mejilla, suspiró y olió su aroma. Olía a cuero, por supuesto, pero a más cosas. Olía a ajo. Sonrió, imaginándose las comidas de negocios en los restaurantes italianos. También olía a loción de después del afeitado, o a perfume de mujer. A menta. También a humo de tabaco y a algo que no pudo distinguir y que Paula pensó que era el olor característico de Pedro.


El destino le había enviado aquella agenda, decidió Paula. Si lo ignoraba, era como ir contra ese destino. Pero leer los detalles personales de la vida de Pedro sería una intromisión en su vida privada. Estaba mal, pero era algo que tenía que hacer, si quería saber algo sobre él. Utilizaría aquella agenda como una guía en un mundo desconocido. El mundo de Pedro.


Miró por la puerta, para ver lo que estaba haciendo Connie y abrió la agenda personal de Pedro Alfonso. Esperó a que apareciera algún sentimiento de culpabilidad. Pero, sorprendentemente, no apareció. Como ella misma había sospechado, era el destino.


Había un chicle de menta entre unas tarjetas, lo cual explicaba el olor. Paula decidió que fotocopiar todo aquello sería lo mejor, pero no era igual.


Al principio, se limitó a leer el diario semanal de Pedro. Allí estaban apuntadas todas las citas, tanto profesionales como personales, desde el mes de enero. Pedro tenía la costumbre de utilizar las iniciales, en vez de anotar el nombre completo de las personas. Paula las copió todas.


Al cabo de las dos horas, durante las que algunos clientes interrumpieron su trabajo, Paula ya tenía un cuadro bastante preciso de la vida de Pedro.


Era un hombre organizado al que le gustaba la rutina. Pedro prefería la comida italiana y frecuentaba, en concreto, dos restaurantes. Iba a un gimnasio y jugaba al tenis. Se enteró de dónde iba de compras, quién era su mecánico, su dentista, su médico, el nombre de la floristería y dónde vivían sus padres. Incluso supo dónde vivía él.


El único detalle que no pudo averiguar de Pedro fue su estado financiero. Y fue porque no quiso mirar al apartado bajo el título de finanzas. No necesitaba saber el estado financiero de Pedro para llegar a formar parte de su vida. Invadir su privacidad había sido necesario, fisgonear no.


Estiró los brazos y se los colocó en el cuello, acariciándoselo. Echó la silla para atrás y se levantó. Tenía que ir a buscar algo que ponerse, algo adecuado para ir a ver a Pedro.


Entró en la tienda y se dirigió a una estantería con vestidos, mientras el reloj de pared daba una campanada, indicando las tres y media. 


Tenía que darse prisa si quería encontrar a Pedro antes de que se fuera de la oficina.


—¿Qué estás buscando? —preguntó Connie, levantando la cabeza de una pila de libros de consulta.


—Algo para ponerme, para una cita —respondió Paula, dudando si pedirle consejo o no.


—¿Qué clase de cita?


—Una muy importante


—Un traje —apuntó Connie.


Recordando la sofisticada mujer que había ido a la cita con Pedro, Paula se dio cuenta de que Connie tenía razón. Se fijó en el traje de tonos grises y azules que había junto a la ropa de invierno.


—¿Vas a comer?


Aquella pregunta la dejó paralizada. Era muy posible que, cuando llegara a la oficina de Pedro, él ya se hubiera ido. Y si iba al día siguiente, seguro que la invitaría a comer en el restaurante italiano que a él le gustaba.


—Es posible —la idea de comer con Pedro era emocionante y terrible al mismo tiempo.


—¿Con un hombre o con una mujer?


—¿Qué? —Paula había elegido un vestido color azul marino, que había pertenecido a una abogada.


—Que si vas a comer con un hombre o con una mujer.


Paula estuvo a punto de responderle que con un hombre, pero no quiso dar más explicaciones, viniéndole a la mente otra vez la imagen de la recepcionista.


—Con un hombre y con una mujer.


Connie entonces le indicó el perchero donde estaban colocados los vestidos enviados por las mujeres de la alta sociedad de Houston.


—Entonces, será mejor que te pongas uno de estos.


—Pero esos no son para alquilar —le dijo Paula—. Son para vender.


—Pero ya están usados. Porque uses uno una vez más, no se va a notar —Connie se bajó de la banqueta donde estaba sentada, detrás del mostrador, y se acercó al perchero—. ¿Y qué tipo de cita es?


Estuvo a punto de contestarle que una cita con el destino.


—He estado pensando que tendríamos que hacer publicidad...


—¿En serio?


—Y la señora Donahue me facilitó el nombre de un amigo de su yerno. Uno de los padrinos de la boda. Tiene una empresa de publicidad.


—Entonces, tendrás que llevar un traje elegante —Connie sacó un vestido rojo de crepé del perchero. Paula intentó imaginarse con él puesto. No era el más indicado para ella.


—No —le dijo, dándoselo otra vez—. Es demasiado ostentoso.


—Dices que va a ir también una mujer, ¿no? —Connie le preguntó, mientras buscaba otro—. Entonces, esto es lo que necesitas —le dijo, mientras abría una bolsa de plástico que cubría uno.


—¡Yo no puedo ponerme eso! Es demasiado corto. Y además muy caro.


—Por supuesto que es caro. Es un Chanel —le dijo Connie, entregándoselo.


—Pero...


—Pruébatelo —Connie le tiró la chaqueta.


—Este vestido es de la señora Larchwood —le respondió, moviendo la cabeza.


—Lleva aquí más de un año y medio. No va a dejarnos que lo vendamos por debajo de ese precio y nadie va a pagar novecientos dólares por él, por mucho que lo intentemos —le dijo Connie, sujetándole la chaqueta, para que se la pusiera.


—No debería —a pesar de su protesta, Paula metió los brazos.


—Nunca entendí por qué la señora Larchwood se quiso librar de este traje —comentó Connie.


Paula, mientras tanto, se abrochó los botones de la chaqueta. Le quedaba muy ajustada y no se podría poner una blusa debajo.


—Porque este traje estuvo en las portadas de todas las revistas de moda esa primavera. 
Cuando la señora Larchwood decidió ponérselo, todo el mundo lo había visto y ya estaba pasado de moda. Además, Carolina Markham tiene el mismo traje en amarillo. Y las dos se presentaron en una ocasión llevando el mismo traje.


—¡Vaya! Pruébate la falda, anda —insistió Connie.


Paula se fue detrás de uno de los biombos que se utilizaban de probador y se puso la falda. Se miró en el espejo. Era increíblemente corta.


Connie asomó la cabeza por encima del biombo, para mirarla.


—¡Fabulosa!


—¿No crees que me queda muy ajustada?


—Para nada. Estás guapísima.


—No sé —Paula se miraba y pensó que no tenía el mismo aspecto que las dos chicas que vio en la recepción, por mucho vestido de diseño que fuera aquel.


—Te queda muy bien.


—No me encuentro cómoda.


—Porque no llevas zapatos —Connie se dirigió hacia el mostrador con los accesorios—. Estarás mucho mejor cuando encontremos unos zapatos y un bolso. Y también unos pendientes —le dijo, mientras buscaba por el cajón con los pendientes. Sacó unos de oro.


Al cabo del rato de probarse una cosa y otra, Connie no tuvo más remedio que aceptar la opinión de Paula. Había algo que no encajaba.


—Es el pelo —le dijo Connie.


—¿Qué le pasa a mi pelo? —le preguntó, echándoselo para atrás—. ¿Crees que debería recogérmelo?


—No sé, creo que tendrías que llevar un peinado más atractivo. Llamaré a Marcos —dijo Connie, yendo hacia el teléfono.


—¡No! —exclamó Paula, bajando inmediatamente su tono, cuando vio que Connie se sintió herida—. No te preocupes. Me pondré otra cosa —el novio de Connie, Marcos Mulot, era un peluquero muy vanguardista, que tenía una peluquería cerca de allí. Por eso a Connie le gustaba trabajar en la tienda de Paula. Pero Marcos era demasiado atrevido en sus conceptos y le costaba bastante trabajo hacerse con una clientela.


—Oh, Paula, por favor, a Marcos no le va a importar para nada arreglarte hoy.


—No te molestes, de verdad... —razonó, mientras se desabrochaba la chaqueta.


Pero Connie ya había marcado el número en el antiguo modelo de teléfono que había en la tienda y estaba hablando, muy emocionada, con su novio.


Paula colgó el traje en la percha, decidiendo no sacrificar su pelo con los cortes de pelo tan poco ortodoxos de Marcos, aunque con ello hiriera los sentimientos de Connie.


Paula se sentó en la silla de vinilo, con una capa alrededor de sus hombros.


—Yo creo que será suficiente si lo recortas un poco...


—Va a llevar puesto este traje —dijo Connie, enseñándoselo a su novio—. Mira.


—Un vestido así merece algo más que un recorte —dijo Marcos, mientras peinaba el pelo de Paula.


—Hazle un peinado un poco atrevido —añadió Connie, intentando ser útil.


Paula se sintió horrorizada, al pensar en lo que Marcos podría considerar atrevido.


—Yo creo que con unas mechas teñidas de rubio... 


Marcos la miró y de pronto pareció que se le había encendido la luz.


—A lo mejor un color oro —rectificó Paula—. En un tono tirando a marrón. Pero sólo unas mechas, yo creo...




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