sábado, 7 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 3
Paula esperó a que llegara su ayudante, Connie Byrd, para marcharse. Connie estudiaba en la universidad y trabajaba por las tardes en la tienda.
—¿Ha habido mucha gente hoy? —preguntó Connie, mientras depositaba una pila de libros en el mostrador—. Tengo que hacer un trabajo para el viernes.
—La mañana ha estado muy tranquila —contestó Paula, que hubiera deseado todo lo contrario—. La madre de Stephanie ha venido a traer el vestido y lo voy a llevar a la tintorería.
—¿Tengo que hacer algo? —le preguntó Connie, ya con los libros abiertos.
Paula negó con la cabeza y fue a la parte de atrás de la tienda.
—Ya lo he hecho yo todo —puso los vestidos en la furgoneta y volvió a por el vestido de novia. Ese vestido había que llevarlo a una tintorería especial, que, por supuesto, era más cara—. Connie, también tengo que ir a la Galleria, así que estaré fuera toda la tarde. ¿Crees que podrás apañarte sola?
—Claro —contestó Connie.
—Recuerda que tienes que rellenar la hoja, si alguien quiere alquilar un vestido.
—Y que lo tiene que firmar. No te preocupes —protestó Connie, que ya había empezado a estudiar—. No volveré a cometer ese fallo.
La verdad era que no tenía que haberle dicho nada, porque Connie ya había aprendido la lección, aunque el error le había costado bastante caro a Paula. Pero Connie era una chica muy trabajadora y, además, no le pagaba mucho.
Al cabo de una hora más o menos, Paula ya estaba en la Galleria.
Aquel edificio reluciente y bullicioso contrastaba con la tranquila zona vecina de Village. Los coches inundaban las calles. La gente volvía de comer de uno de los restaurantes más de moda en aquella zona. Miró a su izquierda y vio que había cientos de coches en el aparcamiento del centro comercial. Delante de su tienda siempre había sitio libre casi para tres coches.
Pero estaba dispuesta a que aquello cambiara.
A cambio de aquella agenda, Pedro Alfonso tendría que darle algunos consejos. No quería dinero.
Empujó la puerta de uno de los edificios de oficinas, entró y se acercó al directorio. El aire informal de Paula contrastaba con la elegancia de la gente que se veía en aquel edificio.
Durante unos segundos, pensó en dejar la agenda en recepción y marcharse. Pero se lo pensó mejor y buscó la oficina de Alfonso and Bernard. Una vez localizada, se dirigió al ascensor.
Dentro, se dio cuenta de que Alfonso and Bernard ocupaba toda una planta. ¿Toda una planta en un edificio de oficinas? Aquello la intimidó un poco. Cuando llegó, respiró hondo y, con decisión, entró en la oficina.
—Me llamo Paula Chaves. Quisiera ver a Pedro Alfonso, por favor —anunció, antes de que la recepcionista le pudiera preguntar. Antes de que ella misma se pudiera volver atrás.
Con una sonrisa muy profesional, con unos labios pintados de rojo, la rubia recepcionista empezó a hojear la relación de citas.
—¿Tiene una cita con el señor Alfonso?
Paula se quedó mirando la arregladísima uña de la recepcionista recorrer el registro. ¿Cómo no habría pensado que Pedro Alfonso podría ser un hombre bastante ocupado?
—No, no tengo —Paula le enseñó la agenda—. Pasaba por aquí y pensé que podría tener unos minutos libre.
—¿En relación con...?
Paula no se lo quería decir a la recepcionista y que ella se ofreciera a dársela personalmente.
Después de haberse tomado la molestia, haber tenido que soportar todo el tráfico, negociar un aparcamiento y dejar su tienda en manos de una ayudante inexperta, Paula se creyó con derecho a dársela ella en persona a Pedro Alfonso.
—En referencia a la boda de los Donahue —fue lo primero que se le ocurrió.
—Un asunto personal —aquella explicación pareció satisfacer a la recepcionista, que rápidamente miró el registro—. En estos momentos, está con unos clientes y no le gusta que le molesten. Dentro de veinte minutos tiene una cita con otra persona. Pero es una entrevista rápida. Si quiere, puede esperar.
—Está bien. Esperaré. No le moleste —Paula se dirigió hacia una zona de espera. Cuando llegó, se sentó en uno de los sillones. ¿Pero qué estaba haciendo? Lo que tenía que hacer era dejar aquella agenda a la recepcionista y marcharse a su tienda.
Pero no lo hizo. Y la única razón era porque se sentía intimidada por aquella recepcionista. Si le dejaba la agenda a ella, estaba segura que le preguntaría su número de teléfono y dirección.
Era de esas secretarias eficientes que siempre lograba sacar la información que le interesaba.
Lo que tenía que hacer era mandársela por correo, de forma anónima.
Eso era lo que tenía que hacer. Aquel hombre era un hombre muy ocupado. Por las litografías que había enmarcadas en las paredes, estaba claro que llevaban a cabo campañas publicitarias para marcas muy importantes.
Paula las conocía, lo cual decía mucho de la eficacia de Alfonso and Bernard's.
Y allí estaba ella, intentando robar unos minutos a aquel hombre tan importante. De pronto, se sintió avergonzada.
Estaba a punto de levantarse, cuando dos mujeres, vestidas con unos elegantes trajes, entraron en la oficina por las puertas de cristal, saludaron a la recepcionista y se sentaron al lado del teléfono.
Una de las mujeres se quitó un pendiente y utilizó un bolígrafo de oro para marcar los números de teléfono. Se cruzó de piernas y enseñó sus relucientes y elegantes zapatos. La otra mujer sacó unos papeles del maletín y se inclinó hacia la primera, tan pronto como terminó la llamada.
Como se habían colocado entre ella y las puertas, Paula se vio bloqueada, por lo que decidió ponerse a leer un ejemplar atrasado de una revista.
Llegó un mensajero a recepción y entregó un paquete. La recepcionista firmó una nota y abandonó su sitio.
Aquél era el momento. Era la oportunidad perfecta para escapar. Oyó que se abría una puerta y a unos hombres conversar. Se levantó, dio unos pasos, pero se olvidó de que había dejado el bolso a sus pies. Se le enredaron las correas y perdió unos preciosos segundos desenganchándolo.
Las voces masculinas cada vez se oyeron más cerca.
—Entonces, ¿quedamos para ese partido de tenis el viernes, Pedro?
De forma involuntaria, Paula levantó la mirada y trató de identificar a Pedro.
Había cuatro hombres al lado de las puertas.
Tres iban con traje y uno de ellos en mangas de camisa, cuya blancura contrastaba con el azul marino de las chaquetas de los trajes.
—Eso está hecho —contestó el hombre en mangas de camisa.
Ése, por tanto, era Pedro Alfonso.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario