sábado, 7 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 4




Todo lo que rodeaba aquella escena pareció quedar en un segundo plano, ante la presencia de Pedro, estrechando las manos de los otros tres hombres. Paula hubiera podido jurar que incluso se oía un coro de voces cantar su nombre. Pedro AlfonsoPedro Alfonso. Aquello era demasiado. Delgado de cara, con un hoyuelo en la barbilla, pelo negro y ojos azules. 


Su altura, sus hombros, su estómago, o ausencia del mismo. El tono grave de su voz.


Ella, Paula Chaves, había encontrado al hombre perfecto. El único con el que se podía llevar puesto aquel vestido de perlas. Se olvidó de dónde estaba y la razón por la que había ido allí. 


Lo único que sabía era que tenía que conocerlo y vivir con él para siempre.


Pedro acompañó al resto de los hombres al ascensor y Paula observó todos sus movimientos. Después, giró sobre sus talones y se dirigió hacia ella.


Seguro que él también sentía lo mismo. Tenía que sentirlo. Paula suspiró y se preparó para que la tomara en brazos.


Pedro abrió las puertas de cristal y cargó la sala con su presencia.


—Trisha, Mary Lynn, siento haberos hecho esperar.


—Es que nos hemos adelantado —las mujeres se levantaron.


Paula se puso a temblar.


—Creo que ya hemos decidido lo que vamos a hacer —le dijo la que tenía un maletín en la mano.


Pedro murmuró algo y miró a Paula.


A Paula le temblaron las piernas. Ésa era la única explicación de haberse enganchado otra vez con el bolso. Dejó caer la agenda, cuando intentó desenredarse. Justo cuando se iba a caer, unos brazos con una camisa blanca y reluciente la agarraron de la cintura. Los brazos de Pedro.


Levantó la vista y se vio a milímetros del hombre más guapo que jamás había visto o imaginado. 


Sus ojos azules reflejaban preocupación, los labios, perfectos, entreabiertos. Paula cerró los ojos.


—¿Se encuentra bien? —Pedro la ayudó a ponerse en pie y retiró sus brazos.


Paula, que se había estado apoyando en ellos, casi se cae otra vez.


—Sí —suspiró, con los ojos muy abiertos.


Pedro se inclinó y recogió algo del suelo.


—Aquí tiene —le dijo, entregándole la agenda. Su agenda—. Hace poco perdí una igual y casi no puedo vivir sin ella.


Paula se quedó boquiabierta.


Pedro le sonrió una vez más, hizo un gesto con la cabeza a las otras mujeres y se marchó.


Paula quiso gritarle que no se fuera, pero no pudo. Se quedó mirando a Pedro caminar por el pasillo, junto a las dos mujeres.


No se volvió a mirar.


Paula se quedó como en trance, hasta que volvió la recepcionista.


—¿No ha podido hablar con el señor Alfonso? —le preguntó.


—Yo... —Paula empezó a decir, dándose cuenta de que todavía tenía la agenda en la mano. Se había olvidado de ella. La agarró con fuerza. Iba a dársela ella en persona.


—Lo llamaré —dijo la recepcionista, levantando el teléfono.


—¡No! —Paula agarró su bolso y metió la agenda dentro—. Hemos hablado.


El sonido del teléfono reclamó la atención de la recepcionista y Paula se marchó.


Volvería, se juró. Y la próxima vez iba a ir tan elegante y encantadora que seguro que Pedro Alfonso no se apartaría de ella.




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