sábado, 29 de junio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 32
Supo el momento en que Alfonso llegó a su lado, aunque se había movido muy sigilosamente. No necesitó abrir los ojos para saber que estaba junto a ella. Percibió su calor y su aroma y acercó más su cuerpo al de él. Abrió los ojos y vio que él la miraba hambriento.
—¿Es suficientemente lento y seductor? —le preguntó él en un susurro.
Paula asintió. Sin decir nada, se quitó los zapatos y agarró a Alfonso de la mano. Él entrelazó los dedos con los de ella y la ayudó a subir a la barra del bar. Luego se subió él también.
—¿Bailas? —le preguntó a Paula.
Mecida por la sensual música, ella asintió y se abrazó a él. Y entonces todo desapareció, salvo aquel momento, aquel lugar y aquel hombre.
Sus cuerpos encajaban perfectamente, como si estuvieran hechos el uno para el otro. Habían compartido momentos íntimos, pero nunca habían estado tan cerca el uno del otro. El contacto de sus cuerpos era tremendamente erótico.
—Ten cuidado, vamos a movernos —le dijo él comenzando a seguir el ritmo de la música.
—Tú no permitirás que caiga —contestó ella.
Se refería a mucho más que a bailar sobre la barra.
Los ojos de él brillaron bajo la luz roja de una lámpara cuando contestó.
—No, Paula, no permitiré que caigas.
Volvieron a quedarse en silencio. Paula apoyó la cabeza sobre el hombro de él, junto a su cuello.
No pudo contenerse y probó el sabor de aquella suave piel con la lengua. Él gimió levemente.
Paula inspiró su aroma cálido y especiado y la invadió una profunda relajación. Se entregó a la música, acompañando a Pedro en cada uno de sus movimientos. No le extrañó que supiera bailar, ya que se movía, respiraba y pensaba con ritmo.
Lo que ella no se imaginaba era que bailar lento con él sería como hacer el amor: un acto dulce, cargado de deseo y muy erótico.
—Esta música me gusta —murmuró él.
—Pues no es exactamente AC/DC.
Él rió suavemente.
—Pero es la mejor para este momento.
Sí que lo era.
Él la sujetaba por la cadera con una mano y con la otra le acariciaba la espalda. Bajó un poco más y metió la mano por debajo de la cintura de los pantalones. Comenzó a dibujar círculos y ella supo que estaba siguiendo el dibujo de su tatuaje. Paula recordó lo que él había dicho en su apartamento que le gustaría hacer con su tatuaje y se estremeció imaginándoselo.
—¿Tienes frío? —le preguntó él.
Ella negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Toda su energía estaba concentrada en seguir moviendo los pies, seguir sintiendo sus muslos junto a los de él, seguir rozando sus senos contra el poderoso pecho de él.
La canción terminó, pero ellos continuaron moviéndose en el silencio. Enseguida sonó el zumbido de la máquina colocando un nuevo disco y los acordes de otra melodía inundaron el ambiente. Era un tema tan lento y seductor como el otro.
—Bésame, Alfonso —susurró ella.
Él la complació: se inclinó y unieron sus labios, y luego sus lenguas, en otra danza igualmente erótica. Paula se entregó por completo a aquella deliciosa sensación. Sin pensar, acercó sus manos a la cintura de él y le quitó la camiseta.
Luego, recorrió su torso desnudo centímetro a centímetro con la palma de las manos, recreándose en su calidez y su firmeza. Era un cuerpo bellísimo. Y estaba un poco resbaladizo por el sudor del concierto ofrecido y el calor de los focos. Y por aquel baile.
Alfonso igualó las cosas un poco quitándole a Paula la camiseta con la misma calma con que ella le había quitado la suya y recorriendo palmo a palmo la piel que quedaba al descubierto.
Paula gimió de placer ante su tacto suave y cálido. Entonces él le desabrochó el sujetador y ella terminó de quitárselo. Lo lanzó al suelo junto con las camisetas y se apretó contra él mientras seguían bailando.
Notar el pecho de él contra sus pezones a través de la ropa había sido una sensación increíble, pero sin ropa era glorioso.
—Eres preciosa —murmuró él.
Sujetó uno de sus senos con una mano y acarició el pezón hasta que la encendió un poco más.
—Quiero saborearte —le dijo él, como si le hubiera leído la mente.
Ella respondió con su cuerpo: se inclinó hacia atrás y se ofreció a él. Él comenzó a lamerla y besarla por el cuello y fue bajando hasta llegar a uno de sus senos. Acarició el pezón con la boca y Paula no pudo contener un grito de placer.
—Sabes tan bien como prometes —murmuró él.
Se metió el pezón en la boca y chupó con pasión. Paula agradeció que la tuviera bien sujeta por la cintura, porque las piernas comenzaron a temblarle.
—Te tengo bien sujeta, no te preocupes —susurró él.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 31
Paula decidió que seduciría a Alfonso en cuanto supo que estaba desempleado y que vivía al día.
Lo seduciría cuanto antes, esa misma noche.
De hecho, llevaba planteándose la idea desde que había terminado de hablar con Luciana por teléfono y se había encontrado con su mirada desde el escenario. Algo había sucedido en ese momento, una chispa cargada de emoción y totalmente inesperada. Paula no lograba sacudirse la sensación de que entre ellos estaba construyéndose algo que tenía que suceder.
Cuando sus miradas se habían cruzado, la atracción sexual que sentían desde el viernes se había convertido de pronto en algo más.
Menos mal que no había compartido con nadie sus planes de convertirse en una persona madura y responsable, porque con su decisión actual creerían que se había vuelto loca.
Conocer la situación de Alfonso debería haberle hecho salir corriendo en dirección opuesta. Pero no.
La nueva Paula tendría que esperar. Se dio cuenta de que se había marcado demasiados objetivos difíciles. ¿Cómo había creído que podría soportar la pérdida del negocio y al mismo tiempo un cambio radical en su vida personal? Decir adiós al legado familiar ya era suficientemente duro como para encima plantearse una vida casta. Lo haría, pero más adelante. En cuanto el bar cerrara, dejaría de fijarse en los hombres con aire de chicos malos.
Pero eso sería después. De momento, iba a disfrutar al máximo los últimos días de La Tentación con un hombre que representaba esa palabra en su totalidad.
—Una última aventura —se dijo mientras terminaba de secar la última copa y fijaba la vista en él.
El hombre alto y delgado que estaba recogiendo cables en el escenario era el candidato ideal para tener una aventura desenfrenada. No tenía ataduras y vivía con despreocupación.
Seguramente no se podría confiar en él y sería alguien impredecible. Alguien como Alfonso tan pronto se marcharía como se quedaría a su lado. Lo que significaba que no esperaría nada, no exigiría nada y no querría nada a cambio.
Paula sabía que entre ellos no se crearía nada duradero, por lo que su corazón no peligraría. Si él tuviera un empleo, una casa o raíces que lo ataran a algún lugar, entonces sí sería alguien peligroso, porque tal vez quisiera una vida estable y una relación de pareja.
Si él fuera ese tipo de hombre, lo habría apartado de su vida sin pensarlo. Prefería evitar la posibilidad de terminar con el corazón roto.
Pero no lo era, así que ella podía entregarse a aquella aventura completamente.
La siguiente media hora, Paula terminó de limpiar el bar mientras Alfonso y el resto de la banda cargaban el equipo en la furgoneta. Paula advirtió las miradas curiosas y algo lascivas que sus compañeros dirigían a Alfonso. Él no mostró arrogancia por ir a quedarse cuando todos ellos se marcharan.
Seguramente, él no estaba seguro de por qué se quedaba. No debía de saber si ella se lo había pedido porque necesitaba su ayuda... o porque deseaba acostarse con él.
Paula lo había hecho por las dos cosas. Lo deseaba con locura desde que lo había visto entrar en el local el viernes, y también necesitaba alguien que la ayudara a clausurar el bar. Él necesitaba un empleo y un lugar donde quedarse al menos dos semanas. Y luego seguiría su camino por el mundo, en otra ciudad, en otros bares. Y quizás con otras mujeres.
Paula desechó ese último pensamiento: la ponía muy triste. No tenía sentido que le importara lo que Alfonso hiciera al marcharse de allí. Eso significaría que él le importaba.
«Eso es imposible», intentó convencerse a sí misma. Si había decidido permitirse tener una aventura era por la clausura del bar y porque necesitaba sexo. No tenía nada que ver con que él le gustara o que ella estuviera más vulnerable.
Y desde luego no tenía que ver con amor. Ella no permitiría que eso sucediera, o terminaría con el corazón roto cuando él se marchara. Y él se marcharía, inevitablemente. ¿No se habían marchado de su lado todas las personas que le importaban?
—Buenas noches, Paula —se despidió el músico más joven, el batería que había intentado que le sirviera cerveza—. Me pasaré por aquí a haceros una visita antes de la clausura definitiva.
—Tendré los refrescos preparados para ti —contestó Paula con una sonrisa.
Y de pronto, tan rápidamente que no tuvo tiempo de prepararse mentalmente, y mucho menos físicamente, Alfonso y ella se quedaron solos. Él cerró la puerta después de despedir a sus amigos y se giró lentamente hacia Paula.
Ella se estremeció, no sabía si de nervios o de expectación, pero le gustó la sensación.
—Teniendo en cuenta que has llenado el local todo el fin de semana, ¿no has pensado en abrirlo de nuevo en otro lugar? —dijo él rompiendo el silencio.
Paula se encogió de hombros.
—Se me ha pasado por la cabeza —respondió ella acariciando la vieja barra de madera, pulida por el uso de tantos años—. Pero no sería igual. Lo importante es este edificio.
Él asintió, la comprendía perfectamente. Luego pulsó los interruptores de luz que había junto a la puerta y dejó la sala iluminada solamente con las luces de seguridad.
Paula esperó conteniendo el aliento. ¿Habría notado Alfonso lo que ella estaba pensando?
Supo que sí cuando él echó las persianas de las ventanas, aislándolos del exterior.
—Gracias —murmuró ella.
Él no dijo nada, sólo esperó a que ella diera el siguiente paso. Y Paula lo dio.
—¿Te he dado las gracias por atravesar esa puerta el viernes por la noche? —comenzó ella y se humedeció los labios—. ¿Y te he dicho lo mucho que me gusta que te quedes aquí... conmigo?
Eso fue suficiente. Él asintió y ella esperó a que él se le acercara. Pero en lugar de eso él se dirigió hacia la vieja máquina de discos, que llevaba en el local desde que se abrió y contenía la música original de aquella época. Ya no se usaba porque los clientes preferían el karaoke que había en la esquina opuesta. Pero la máquina seguía en buen estado y Alfonso parecía saberlo.
Estudió la lista de canciones, introdujo varias monedas y pulsó algunos botones. Luego se giró hacia Paula y la miró con tal intensidad, que no necesitó decir nada.
Paula apenas oyó el sonido de la máquina seleccionando el disco: el latido acelerado de su corazón era mucho más potente. Una seductora melodía de jazz comenzó a sonar por los viejos altavoces. Paula cerró los ojos y se dejó invadir por la suave música.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 30
Pedro no sabía qué hacer primero, si confesarle la verdad a Paula o golpear a su antiguo mejor amigo. Paula lo miraba fijamente, con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada, como si estuviera planteándose algo muy seriamente.
—¿Eso es cierto? —le preguntó ella por fin.
Pedro se preguntó por qué la voz de ella había temblado un poco.
—No, no lo es.
Banks sacudió la cabeza pesaroso.
—No deberías ser tan orgulloso, amigo.
Pedro tuvo que contenerse para no golpearlo.
Paula carraspeó suavemente y lo sacó de sus pensamientos.
—Odio admitirlo —comenzó ella—, pero la verdad es que un poco de ayuda aquí me vendría bien.
Pedro se quedó inmóvil. De pronto su afán por negar la historia de Banks desapareció. Miró a Paula a los ojos buscando alguna intención oculta, pero no vio nada de eso. Lo que sí sucedió fue que ella se sonrojó al comprender lo que él le preguntaba con la mirada: ¿realmente ella necesitaba ayuda? ¿O había cambiado de opinión sobre no querer tener un amante?
Paula no esperó respuesta de él y se puso a secar algunas copas, ocultando así sus pensamientos.
—¿Puedes explicarte? —preguntó él.
—No quiero caridad —afirmó ella tajante—. Y tampoco la ofrezco.
—¿Y qué ofreces entonces? —preguntó él desafiante.
Ella terminó de secar una copa y lo miró a los ojos. Hubo un silencio tenso que hizo a Pedro preguntarse si ella estaría tomando alguna decisión crucial o simplemente escogiendo sus palabras.
—Un empleo. Si tú realmente necesitas trabajar, a mí me vendría bien un poco de ayuda.
—Paula...
—Sí que quiere el empleo —aseguró Banks, dando una palmada sobre la barra.
El hombre sonreía lleno de alegría. Se bajó del taburete.
—Os dejaré para que lo habléis entre vosotros —anunció y regresó al escenario, donde se puso a hablar con Jeremias.
Paula le pareció de pronto muy pequeña y delicada. Contemplaba el local con expresión de sentirse abrumada por lo que se le avecinaba.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
¿Realmente ella necesitaba ayuda? Nunca lo había mencionado. Por lo que él recordaba, Paula no era el tipo de persona que pidiera ayuda a menos que ya no pudiera más.
—No había reparado en que tendría que deshacerme de todos los objetos de este lugar y sacar todas mis cosas del piso de arriba. Hasta hoy no había asumido que voy a tener que hacerlo todo sola.
—Yo quiero ayudarte —murmuró Pedro.
¿Cómo podía ofrecerle su ayuda al mismo tiempo que le quitaba la idea de que él era un perdedor sin trabajo en busca de una limosna?
Ella se abrazó a sí misma y se restregó el torso con las manos, como si de repente tuviera frío.
—No puedo pagarte mucho, pero sería un trato ventajoso para los dos. Yo sé que vas a hacerme ahorrar dinero. Si le encargara el trabajo a un profesional, estoy segura de que me pediría más.
—No tienes que pagarme...
Ella dejó caer los brazos a los costados y elevó la barbilla.
—Como ya te he dicho, no necesito la caridad de nadie. Si necesitas un empleo, yo puedo ofrecerte uno de unas cuantas semanas.
Paula se sonrojó ligeramente y Pedro comprendió después a qué podía deberse.
—Puedo ofrecerte incluso alojamiento. Hay una pequeña habitación en la parte trasera con un cuarto de baño y una cama. Puedes comer todo lo que encuentres en la cocina, y te pagaré lo más que pueda.
Ella le estaba ofreciendo que se quedara allí, bajo el mismo techo y sabiendo que ella dormía en el piso de arriba. Si él había creído que tenía fuerza de voluntad, supo que esa cualidad no resistiría ni la primera noche estando cerca de Paula Chaves.
¿Y ella? ¿Podría resistirse?
—Bueno, ¿qué me dices?
Pedro no sabía qué responder. Miró a Paula detenidamente, estudiando su lenguaje corporal.
De nuevo ella estaba alerta, había fruncido el ceño y se movía más lentamente. Las manos le temblaban ligeramente, signo de que estaba agotada.
Pero había algo más... Un leve brillo en sus hermosos ojos verdes, una alegría contenida en su cuerpo en tensión.
Algo más sucedía, él estaba seguro. Paula estaba ofreciéndole algo más que un empleo. Pero él no quería conjeturar qué podía ser.
—Banks es un mentiroso redomado, Paula —comenzó él intentando aclarar las cosas—. Te ha manipulado para que me ofrezcas el empleo.
Paula no se dio por aludida.
—No lo ha hecho. A mí no se me manipula fácilmente —aseguró.
Se apoyó en la barra y se acercó a él.
—No quiero hacer todo esto yo sola, Alfonso —le dijo en voz baja—. ¿Te quedarías conmigo, por favor?
¿Cómo resistirse? Él lo deseaba. No sólo quería pasar más tiempo junto a ella, además ella realmente necesitaba ayuda. Necesitaba alguien en quien apoyarse, lo estaba admitiendo en voz alta, seguramente por primera vez en su vida. Y quería que él fuera esa persona, aunque creyera que él era Alfonso, el músico en paro y sin hogar ni dinero.
Si él le confesaba la verdad de quién era, ella ya no querría su ayuda. Paula era demasiado orgullosa como para aceptar la caridad de nadie.
Levantaría una barrera y se escondería detrás de ella, y él tendría que marcharse y no volvería a verla.
Pedro se debatía en su interior. Si no aclaraba las cosas, estaría aceptando todas las mentiras que Banks había soltado hacía unos momentos.
Pero podría quedarse junto a Paula.
No le gustaba mentir, y menos a ella, pero no podía desaprovechar la oportunidad de ayudarla. Y no podía marcharse cuando aún les quedaban tantas cosas por conocer el uno del otro.
—¿Pedro? —preguntó ella.
Él supo de pronto lo que tenía que hacer. La forma en que ella pronunciaba su nombre lo hacía estremecerse.
«A por todas», se dijo.
Iba a tener problemas tanto si le descubría la verdad como si no, así que al menos disfrutaría de un tiempo junto a la mujer a la que deseaba desde hacía casi una década. Y que sucediera lo que fuera.
—De acuerdo, Paula —murmuró con voz firme—. Me quedo.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 34
Durante los siguientes días, Pedro hizo todo lo que pudo para ayudar a Paula. Le gustaba que ella realmente necesitara su ayuda. Él sabía que ella había querido que se quedara para tener sexo con él, y le gustó comprobar que también había sido sincera respecto a la cantidad de tareas que tenía que llevar a cabo. Pedro no sabía cómo ella se las habría arreglado sola.
Pero no le cabía duda de que al menos lo hubiera intentado.
Afortunadamente, el hecho de ser consultor y diseñador informático por cuenta propia le permitió apartarse un poco de su vida habitual sin grandes problemas. No tenía un jefe a quien rendir cuentas ni tampoco familia cerca que lo echara de menos. Y sus proyectos podían esperar.
Además, Banks estaba cuidando de su casa.
Su amigo había acudido a verlo el lunes a la hora de comer y le había llevado ropa y algunas otras cosas. Pedro fue a agradecerle su acción hasta que vio la ropa que le había llevado: lo más andrajoso que él había visto nunca.
—Como esta ropa contenga algún tipo de criatura viva, voy a hacer que te las comas una a una —lo había amenazado, apretando los dientes.
Banks rió con su buen humor de siempre.
—Está limpia. La he sacado del sótano de Rodrigo y Jeremias y la he lavado en tu lavadora esta mañana. Vamos, admítelo, encaja perfectamente con tu imagen de roquero temerario y despreocupado —dijo su amigo.
Señaló la Harley de Jeremias, que estaba aparcada en el aparcamiento del local.
—Y eso también encaja —añadió Banks, dándole las llaves de la moto.
Pedro puso los ojos en blanco.
—¿Cuánto va a costarte que Jeremias deje a su nena aquí?
Banks sonrió maliciosamente.
—A mí no va a costarme nada. Pero tú le debes al chico un fin de semana en tu casa, con fiesta incluida.
Pedro gruñó. Un grupo de adolescentes iba a destrozar su casa... y todo, para que él pudiera fingir que era el propietario del ataúd con ruedas aparcado delante del bar de Paula. En su vida se subiría a ese armatoste. Aquello empezaba a ser ridículo.
Entonces recordó la noche anterior y cambió de idea. Todo eso merecía la pena.
Antes de que dijera nada más, Banks sacó algo más del coche. Era su antigua guitarra. Al verla, Pedro enarcó una ceja sin comprender.
—Con tu Fender no puedes darle una serenata —explicó su amigo—. Necesitas más que las notas del bajo para cantar esas canciones ñoñas que escribiste sobre ella cuando eras joven.
Pedro sacudió la cabeza.
—¿Una serenata?
Banks asintió y habló muy serio.
—Sé que estás furioso conmigo, pero te merecías una oportunidad. Y ahora lo has conseguido —dijo y le tendió la guitarra—. Haz que suceda algo, amigo mío, porque no me cabe duda de que vas a amarla hasta el día que te mueras.
Abrumado por la actitud de su amigo, que normalmente siempre estaba de broma, Pedro agarró la guitarra y lo observó marcharse. Se quedó en el aparcamiento un buen rato, pensando en lo que su amigo acababa de decirle.
Era cierto que él amaba a Paula desde que era un adolescente y que al reencontrarse seguía deseándola ardientemente. Pero amarla el resto de su vida... ¿sería eso posible? Y si así fuera, ¿qué iba a hacer al respecto, sobre todo cuando Paula conociera quién era él en realidad?
No pudo entretenerse mucho tiempo pensando en eso porque Paula lo puso a trabajar enseguida. Pedro registró el trastero y el almacén en busca de cosas de valor y otras para tirar a la basura. Luego, negoció con un vendedor de muebles usados y se aseguró de que compraba las piezas una a una, en lugar de fijar un precio por todo el lote, como el hombre pedía en un principio; así Paula obtendría mucho más dinero al final.
Ella valoró mucho su ayuda. Y desde luego supo cómo demostrárselo. En más posturas de las que él creía posibles.
Motivado por aquella gratitud, Pedro investigó en Internet sobre lámparas hechas a mano.
Encontró a una empresa especializada en lámparas como las que había en el bar y quedó en que pasaran a verlas. Incluso encontró a un electricista especializado en trabajos delicados para que las descolgara. Sólo el dinero de esas joyas mantendría a Paula durante una buena temporada después de que cerrara el bar.
Ella valoró eso también. Lo valoró tanto, que Pedro no supo si podría caminar el jueves por la mañana. Lo cual era decir mucho, ya que todas las noches anteriores habían sido magníficas.
Hacer el amor con Paula era algo tan perfecto, que se había convertido en una parte de él. Le parecía más natural estar tocándola que no hacerlo. Y daba igual dónde estuvieran: en la cama, en la barra del bar, en el salón, en la cocina del bar... Se deseaban intensamente y satisfacían sus impulsos.
El martes por la noche, Pedro disfrutó mucho haciendo realidad otra de las fantasías de ella. Bajó algunas mantas y sábanas al bar y le hizo el amor a Paula sobre el escenario, bañados por la luz de los focos de colores.
Fue increíblemente erótico y superó todo lo que habían imaginado.
Él estaba seguro de que los dos sentían la conexión mutua. Pasaban todo el día y toda la noche juntos y habían llegado a conocerse como si fueran novios de toda la vida.
Se rieron mucho, se amaron mucho, hablaron mucho. Hablaron de todo salvo del pasado, y poco del futuro. Pero él sí que se planteaba ambos a menudo y se preguntaba hasta cuándo podría seguir con aquello antes de sincerarse con ella.
Y qué sucedería cuando lo hiciera.
viernes, 28 de junio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 29
Pedro observó con pesar el dolor de Paula. Ella seguía sin aceptar la pérdida del local, estaba en el mismo punto que el viernes. Si acaso, parecía incluso más abatida, más agotada, cansada de luchar. Pedro sintió que su ira era reemplazada por un dolor insoportable.
No le gustaba ver sufrir a Paula. No le gustaba pensar que ella estaría sola en aquel lugar, contemplando cómo se desmantelaba pedazo a pedazo, mientras se preguntaba dónde iría y qué haría a continuación. Pedro se preguntó dónde demonios estaba su familia; estaban siendo muy injustos al dejar todo el peso de aquella situación sobre aquellos hombros frágiles.
—Hablando de despedirse, yo me voy ya —dijo Vicki—. Gracias por el trabajo, ¡hoy las propinas han sido extraordinarias!
—Gracias a ti —contestó Paula—. No sé qué habríamos hecho sin ti. Muchas gracias por haber venido.
Dina se unió a ellas.
—Nos has salvado la vida, cariño. Ven, Zeke y yo te acompañaremos a tu coche.
Las dos mujeres se marcharon hacia la cocina para salir por la puerta de atrás. Entonces Banks se sentó en uno de los taburetes y miró a Paula.
—Espero que sigas teniendo tanta ayuda como esta noche —comenzó—. Parece que va a haber mucho que hacer por aquí. Podrías obtener mucho dinero por esos carteles antiguos, por las jarras de cerveza, los pósters y esa vieja máquina de discos. Por no hablar de los apliques... ¿están hechos a mano?
Paula miró alrededor sin interés y asintió. Luego se pasó una mano por el pelo y se masajeó las sienes, como para aliviar su dolor de cabeza.
—Van a ser dos semanas muy largas, sin un momento de descanso —dijo.
Sacudió la cabeza y murmuró algo en voz muy baja:
—Gracias de nuevo, Luciana.
—Pues si necesitas ayuda, Alfonso es justo la persona que buscas. Y a él le iría bien el trabajo. Tocar en un grupo como el nuestro no da para comer —aseguró Banks con expresión seria.
Pedro quiso interrumpir pero su amigo lo detuvo con un gesto.
—Venga, Alfonso, ya sé que te da vergüenza reconocerlo, pero todo el mundo tiene malas rachas. Es una pena que esta vez no puedas vivir en tu coche, ya que lo cambiaste por ese cohete de dos ruedas.
Pedro lo escuchó boquiabierto.
—¿Cómo?
Banks continuó embelleciendo su historia para conmover a Paula.
—Alfonso se vuelve loco con su Harley.
Pedro gruñó sin poder creer lo que escuchaba.
—Nosotros, los músicos muertos de hambre, hacemos lo que podemos —añadió Banks.
Sonó tan ridículo, que Pedro estuvo esperando que Paula soltara una carcajada. No era posible que ella se creyera aquel cuento.
—Cállate de una vez, Bruno —le ordenó Pedro.
Su amigo lo ignoró.
—Yo le diría que se viniera conmigo, pero estoy alojado en casa de un amigo en Tremont —continuó con una sonrisa maliciosa—. Es una casa preciosa, con piscina y todo... pero está al completo.
Pedro no daba crédito a lo que oía. ¡Banks estaba hablando de su casa!
—Y Rodrigo y Jeremias viven con sus padres, así que ellos tampoco pueden ayudarle —terminó Banks.
Paula, que había escuchado a Banks con el ceño fruncido, se giró hacia Pedro.
—¿De verdad no tienes ningún lugar al que ir?
—Es un mentiroso —contestó Pedro—. La moto...
—No funciona bien últimamente, ya lo sé —le interrumpió Banks—. Tendrás suerte si no te deja tirado de nuevo esta noche.
Pedro no se subiría en la vida al ataúd con ruedas que era la moto de Jeremias. Ni siquiera aunque estuviera apagada. Y Banks lo sabía.
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