viernes, 17 de mayo de 2019

DUDAS: SINOPSIS




Pedro Alfonso era de corazón generoso e increíblemente sexy, pero era un agente de la ley… igual que el hombre que había roto el corazón de Paula Chaves en el pasado. Ella intentó no fijarse en él, pero su hijo pequeño tenía otras ideas. Quería un papá y había elegido al nuevo sheriff como candidato perfecto. ¿Qué podía hacer una madre sola?


Una esposa y un hijo eran lo último que tenía Pedro en la cabeza al llegar a la ciudad. Pero Paula y su adorable hijo le habían mostrado lo que se perdía. Un hogar. Una familia. El tipo de amor del que un hombre era incapaz de alejarse. ¿Qué podía hacer un sheriff reacio al matrimonio?




jueves, 16 de mayo de 2019

TRAICIÓN: EPILOGO




–Cómo te sientes, mi inteligente y hermosa esposa?


Paula alzó la vista de la cabecita negra que acunaba contra su pecho y se encontró con los ojos brillantes de su esposo fijos en ella.


Era una pregunta difícil. ¿Cómo expresar con palabras el millón de sentimientos que la habían embargado durante el largo parto, que había terminado una hora atrás, con el nacimiento de su hijo? Alegría, satisfacción, incredulidad… Y también la determinación absoluta de que siempre querría y protegería a aquel bebé con todo su ser. Teo Pablo Alfonso. Sonrió y acarició con un dedo su mejilla morena.


–Me siento la mujer más afortunada del mundo –dijo con sencillez.


Pedro asintió. Él sentía lo mismo. Ver a Paula pasar por el parto le había enseñado el verdadero significado de la impotencia y había maldecido en silencio por no poder compartir el dolor con ella. Sin embargo, también había sido otra demostración de la fuerza formidable de su esposa. Una esposa que planeaba trabajar con él en el negocio familiar en cuanto fuera el momento oportuno. Recordó la reacción de ella cuando se lo había propuesto y su alegría incrédula. ¿Pero por qué no iba a querer a una mujer tan capaz a su lado, con un horario que resultara apropiado para el niño y para ella? ¿Por qué no iba a querer disfrutar de su compañía todo lo posible, sobre todo porque cada día hablaba mejor el griego?


Pero le había dicho que lo estudiaba con pasión, no porque tuviera miedo de quedarse al margen, sino porque quería hablar el mismo idioma que su hijo y porque la familia era más importante que ninguna otra cosa. Un hecho que habían constatado con la muerte repentina de su madre, que había producido a Paula una especie de gratitud triste porque Vivienne Turner estaba en paz por fin. Y había hecho que ambos pensaran en las cosas que de verdad importaban. Habían decidido instalar su casa en Lasia, en aquel paraíso exquisito con sus verdes montañas y su mar de color zafiro y cielos de un azul interminable.


Pedro pensó lo hermosa que estaba, pálida y agotada todavía después del largo parto, con el cabello rubio rozando sus mejillas y sonriéndole con confianza.


–¿Quieres tomar en brazos a nuestro hijo? –preguntó.


Él sintió una opresión en la garganta. Tenía la sensación de llevar toda la vida esperando ese momento. Tomó al niño dormido en sus brazos y, cuando se inclinó a besarle el pelo negro, lo embargó una oleada de amor fiero. Aquel era su hijo. Miró los ojos llenos de lágrimas de su esposa.


–Efaristo –dijo con suavidad.


–¿Gracias por qué? –preguntó ella, temblorosa, cuando él le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.


–Por mi hijo, por tu amor, y por darme una vida con la que jamás había soñado.


Paula no consiguió reprimir las lágrimas, que empezaron a rodar por sus mejillas. Pedro las fue secando una a una con los labios, con su hijo dormido pacíficamente en sus brazos.




TRAICIÓN: CAPITULO 43




Paula se había jurado no volver a colocarse nunca en una posición donde pudiera volver a ser rechazada, pero lo había hecho porque era joven y se sentía herida y humillada. Ahora era una mujer adulta que pronto tendría un hijo. Y lo que se debatía allí era si tenía el valor de dejar a un lado su orgullo y sus miedos e intentar conseguir lo único que quería.


–Quiero tu confianza –dijo–. Quiero que creas en mí cuando te digo cosas y dejes de imaginar lo peor. Quiero que dejes de intentar controlarme y me des libertad para ser yo misma. Quiero dejar de sentir que nado contracorriente cuando intento acercarme a ti. Quiero que nuestro matrimonio funcione, que estemos los dos dispuestos a trabajar en eso. Quiero que seamos iguales, Pedro. Iguales de verdad.


Él entrecerró los ojos.


–Parece que has pensado mucho en esto.


–Oh, bastante –respondió ella con sinceridad–. Pero no sabía si alguna vez tendría ocasión de decirlo.


Hubo otro silencio y la expresión atormentada de él le oprimió el corazón a Paula porque veía sus propios miedos e inseguridades reflejados allí. 


Le daban ganas de abrazarlo, de ofrecerle su fuerza y sentir la de él. Pero no dijo nada que rompiera el conjuro o la esperanza de que él mostrara lo que escondía en su corazón en lugar de esconderlo como hacía siempre. Porque ese era el único modo de que pudieran ir hacia delante. Que los dos fueran lo bastante sinceros para dejar brillar la verdad.


–No quería dejar que te acercaras porque percibía un peligro, el tipo de peligro con el que no sabría cómo lidiar –dijo él al fin–. He pasado años perfeccionando un control emocional que me permitió recoger los pedazos y cuidar de Pablo cuando se fue nuestra madre. Un control que mantenía el mundo a una distancia segura. Estaba tan ocupado protegiendo a mi hermano y su futuro, que no tenía tiempo para nada más. No quería nada más. Y luego te encontré y todo cambió. Empezaste a acercarte. Me atrajiste por mucho que yo intentara combatirlo y reconocí que tenías el poder de hacerme daño.


–Pero yo no quiero hacerte daño –dijo ella–. No soy tu madre y no puedes juzgar a todas las mujeres por el mismo patrón. Quiero estar a tu lado en todos los sentidos. ¿No me vas a dejar hacerlo?


–No creo que tenga elección –admitió él con voz ronca–. Porque mi vida sin ti ha sido un infierno. Mi apartamento y mi vida están vacíos sin ti. Tú me dices la verdad de un modo que a veces resulta doloroso, pero de ese dolor ha crecido la certeza de que te amo. De que quizá te he amado siempre y quiero seguir amándote el resto de mi vida.


Paula se acercó a él y lo abrazó. Y por fin él la abrazó también con fuerza y ella cerró los ojos para reprimir las lágrimas.


–Paula –susurró él, con los labios en la mejilla de ella–. Me he mentido a mí mismo desde el principio –se apartó y le acarició los labios temblorosos–. Me atrajiste desde el primer momento, pero me resultaba más fácil convencerme de que te despreciaba. Decirme que eras igual que tu madre y que solo quería sexo contigo para apagar el ansia ardiente que había dentro de mí. Pero tú seguías reavivando las llamas. Y cuando te quedaste embarazada, una parte de mí se alegró mucho porque así tenía una razón para estar cerca de ti. Pero luego llegó la realidad y lo que me hacías sentir era más de lo que había sentido nunca. Y…


–Y te dio miedo –terminó ella. Se apartó un poco para mirarlo a los ojos–. Lo sé. También me daba miedo a mí. Porque el amor es precioso y raro y la mayoría no sabemos cómo lidiar con él, sobre todo cuando hemos crecido sin él. Pero somos personas inteligentes. Los dos sabemos lo que no queremos, hogares rotos, niños perdidos y heridas amargas que nunca se curan del todo. Yo solo quiero querer a nuestro hijo y a ti y crear una familia feliz. ¿No quieres tú lo mismo?


Pedro cerró los ojos un instante y, cuando volvió a abrirlos, ella seguía allí, y seguiría siempre. 


Porque había cosas que se sabían solo con que uno bajara sus defensas el tiempo suficiente para que se impusiera el instinto. Y el instinto le decía que Paula Alfonso lo querría siempre, aunque quizá no tanto como la quería él.


La abrazó.


–¿Podemos irnos a la cama para empezar a planear nuestro futuro? –preguntó.


Paula se puso de puntillas y le echó los brazos al cuello.


–Creía que no lo preguntarías nunca.




TRAICIÓN: CAPITULO 42




Él la miró y de pronto se quedó sin palabras. De camino allí había pensado lo que iba a decir, pero, llegado el momento, no podía hablar. Sin embargo, sabía lo que quería, ¿no? Y dominaba el arte de la negociación. ¿No era el momento de ponerlo en práctica?


–Voy a reducir mis horas de trabajo –dijo.


Ella pareció sorprendida, pero asintió.


–Está bien.


–Porque tienes razón. Trabajo demasiado.


La miró expectante, esperando que ella apreciara aquel gesto magnánimo y se echara en sus brazos. Pero ella permaneció inmóvil, con expresión cautelosa y el pelo rubio reluciendo en la luz otoñal que entraba por la ventana.


–¿Y qué quieres decir con eso? –preguntó.


–Que estaremos juntos más tiempo. Obviamente.


Ella le dedicó una sonrisa extraña.


–¿Y qué es lo que ha causado esa súbita revelación?


Pedro frunció el ceño, porque no era la reacción que esperaba.


–Me he permitido aceptar que la empresa va bien y es probable que siga así en el futuro inmediato –dijo con lentitud.


Paula se rascó la nariz.


–¿Y no ha sido siempre así?


Él negó con la cabeza.


–No. Cuando murió mi padre, descubrí que había dilapidado gran parte de la fortuna familiar. Por un tiempo no estuvo claro si lo conseguiríamos. De pronto me encontré mirando un gran agujero negro donde antes estaba el futuro y había muchas personas que dependían de mí. No solo Pablo, también los empleados. Gente en Lasia cuyo modo de vida dependía de nuestro éxito. Gente en ciudades de todo el mundo.


Respiró hondo.


–Por eso empecé a trabajar mucho todos los días. Hasta después de medianoche. Me costó un gran esfuerzo reflotar la empresa.


–Pero eso era entonces y esto es ahora. 
Alfonso es la naviera más grande del mundo.


–Lo sé. Pero el trabajo se convirtió en un hábito y dejé que me dominara. Y ya no lo haré más. Pasaré menos tiempo en la oficina y más en casa. Contigo. Eso es todo.


Siguió un silencio.


–Pero eso no es todo –dijo ella–. Tú trabajas tanto porque en el trabajo mandas tú y se hace lo que dices. Y te gusta llevar el control. No basta con que reduzcas tus horas.


–¿No basta? –repitió él, confuso–. ¿Qué más quieres de mí?




TRAICIÓN: CAPITULO 41




Ella le había dicho que sería justa y que podría ver al niño siempre que quisiera, y él la creía, pero la idea de vivir sin su hijo le producía dolor. 


Y sin embargo, la idea de una batalla legal por el niño de pronto no le parecía bien.


¿Por qué?


Durmió mal, algo que empezaba a convertirse en costumbre, y estaba ya esperando cuando Paula llegó al hospital.


Pedro –dijo. Y se sonrojó–. Llegas temprano.


–¿Y?


Ella dio la impresión de querer decir algo más, pero en vez de eso, sonrió, aunque su sonrisa no resultó muy convincente. Aun así, Pedro nunca la había visto tan hermosa, con una chaqueta de terciopelo verde a juego con sus ojos y el pelo cayéndose sobre un hombro en una trenza gruesa.


–¿Vamos a la sala de ecografías? –preguntó ella.


–Como quieras –gruñó él.


La cita fue muy bien. La radióloga les señaló, cosa que no era necesario que les señalara. El latido rápido del corazoncito y el pulgar metido en una boca monocroma. Pedro sintió el sabor salado de las lágrimas en la garganta y se alegró de que Paula estuviera ocupada limpiándose el gel del estómago y le diera tiempo para recuperar la compostura.


Y cuando salieron a la calle silenciosa, tuvo la impresión de haber entrado en otro mundo.


–¿Quieres ir a almorzar? –preguntó.


–No, gracias.


–¿Un café, pues?


Paula negó con la cabeza.


–No, gracias. Eres muy amable, pero ahora no tomo café y estoy cansada. Prefiero irme a casa, si no te importa.


–Le diré a mi chófer que te lleve.


–No, de verdad. Tomaré el autobús o el metro. No es ninguna molestia.


–No permitiré que cruces Londres en transporte público en tu estado. Te llevará mi chófer –repitió él, con un tono que no ocultaba su creciente irritación–. No te preocupes, yo tomaré un taxi. No se me ocurriría imponerte más tiempo mi presencia, puesto que te apetece tan poco. Vamos. Sube.


Abrió la puerta de una limusina que Paula ni siquiera había visto y que se había colocado sin ruido a su lado. Entró en el asiento trasero y miró los ojos azules de Pedro, aquellos ojos hermosos que tanto echaba de menos. Sintió la boca seca. ¿Debía invitarlo a ir de visita alguna vez? ¿Enviaría eso el mensaje equivocado o, mejor dicho, el mensaje verdadero de que no eran solo sus ojos lo que echaba de menos?


Pedro… –empezó a decir.


Pero él ya había cerrado la puerta y hecho una señal al chófer y el automóvil se puso en marcha.


Paula se volvió a mirarlo, pero él se dirigía ya hacia un taxi negro que acababa de apagar la luz amarilla y ella se mordió el labio inferior y se giró de nuevo en el asiento.


Lo que hacía era lo correcto. Ir a almorzar con él sería una tortura. No la amaba y no la amaría nunca. Podía tener el poder de convertirla en gelatina cuando la miraba, pero él era todo lo que ella despreciaba.


¿Pero por qué lo deseaba todavía con un anhelo que a veces la dejaba sin aliento por el dolor por lo que nunca podría ser?


Se recordó que hacía aquello por el niño. Tenía que construir respeto entre ellos y forjar una relación que demostraría lo que podían lograr dos adultos si se lo proponían.


Cuando llegó a su destino, se animó en el acto. 


Wimbledon Common había sido uno de esos lugares con los que había soñado cuando vivía en New Malden. Tenía una sensación de pueblo y un estanque, además de muchas tiendas pequeñas y restaurantes.


Entró en su casa con un suspiro. No quería vivir como antes ni sentirse como una muñeca mimada inmersa en la vida de otra persona. 


Quería conectar con el mundo real, no sentarse en un ático de lujo y verlo desde arriba. Y sobre todo, quería un hombre que no pensara que los sentimientos eran un veneno y que había que esquivarlos todo lo posible.


Encendió la cocina y acababa de poner agua a hervir cuando sonó el timbre. Miró por la mirilla y le sorprendió ver a Pedro con las manos en los bolsillos de los pantalones y una expresión sombría en el rostro.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó, después de abrirle la puerta.


–¿Puedo entrar? –preguntó él a su vez.


Paula dudó solo un instante.


–Por supuesto.


No le ofrecería un té ni fingiría que aquello era una visita de cortesía. Lo escucharía y luego él se iría. Pero sintió un escalofrío de aprensión porque una visita inesperada no auguraba nada bueno.


–¿Qué quieres, Pedro? –preguntó en voz baja–. ¿Por qué has venido?



miércoles, 15 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 40




El cielo de octubre era gris y pesado y Pedro tenía la vista fija en la lejanía cuando sonó el interfono de su escritorio y se oyó la voz de Dora, su secretaria.


–Tengo al jeque Azraq de Qaiyama en la línea uno.


Pedro tamborileó con el dedo en la superficie de la mesa. Esperaba esa llamada para que le confirmara un negocio por el que había trabajado mucho. Un negocio que podía incrementar las inversiones de la empresa en muchos millones de dólares. Se disponía a aceptar la llamada, cuando empezó a sonar el teléfono móvil y vio el nombre de Paula en la pantallita. El corazón le dio un vuelco.


–Dile al jeque que lo llamo más tarde.


–Pero Pedro


Era raro que la secretaria intentara llevarle la contraria, pero Pedro conocía la razón de su intervención. El jeque Azraq al-Haadi era uno de los líderes más poderosos de los países del desierto y no se tomaría bien su negativa a aceptar una llamada que había costado días organizar. Pero Pedro sabía sin la menor duda que era más importante hablar con Paula. 


Apretó los labios con satisfacción. ¿Se arrepentía ya de su decisión de dejarlo? ¿Había descubierto que la vida no era tan fácil sin la protección de su influyente esposo? ¿Se había dado cuenta de que la preocupación de él por la gente de la que se rodeaba se debía a la necesidad de protegerla? Aceptaría que volviera, sí, pero ella tenía que entender que no permitiría ese tipo de histeria en el futuro… por el bien de todos.


–Por favor, dile al jeque que removeré cielo y tierra para organizar otra llamada –dijo con firmeza–. Pero ahora tengo otra llamada, así que no me molestes hasta que yo lo diga, Dora.


Apretó el botón del teléfono móvil.


–¿Diga?


Hubo una pausa al otro lado.


Pedro –dijo la voz suave inglesa que le provocó una punzada de dolor en el corazón–. Has tardado tanto, que pensaba que no ibas a contestar.


Algo en él lo impulsaba a intentar una reconciliación, pero la furia que había sentido cuando ella había cumplido su amenaza de dejarlo no lo había abandonado del todo.


–Pues ahora estoy aquí –dijo con frialdad–. ¿Qué es lo que quieres, Paula?


–Mañana me harán una ecografía –dijo ella, ahora con voz tan fría como la de él–. Y he pensado que quizá te gustaría venir. Sé que es muy precipitado y quizá no puedas hacer un hueco…


–¿Por eso has dejado la invitación para tan tarde? –preguntó él.


Oyó un suspiro de frustración al otro lado.


–No. Pero como no te has molestado en contestar ninguno de mis correos electrónicos…


–Sabes que no me gusta comunicarme por correo electrónico.


–Sí, ya lo sé –hubo una pausa–. No estaba segura de que quisieras verme. Pensé enviarte la foto de la ecografía más tarde, pero luego he pensado que no sería justo y…


–¿A qué hora es? –la interrumpió él.


–A mediodía. En el hospital Princess Mary.


–Allí estaré –declaró él. A continuación, la voz de su conciencia le hizo preguntar–: ¿Cómo estás?


–Muy bien. La matrona está contenta con cómo va todo y…


–Nos vemos mañana –dijo él. Y dio por terminada la conversación.


Después se quedó mirando el espacio, enfadado consigo mismo por ser tan brusco con ella, ¿pero qué esperaba Paula? ¿Que corriera tras ella como un cachorrito? Miró el cielo, donde nubes oscuras habían empezado ya a lanzar lluvia sobre los rascacielos circundantes. 


Después de la pelea, había pasado la noche en un hotel para darle tiempo a calmarse y, al volver a la mañana siguiente, esperaba una disculpa. Pero se había equivocado. Ella había insistido en marcharse.


Pedro había intentado ser razonable. No se había opuesto a los deseos de ella y le había dado libertad para mudarse a un apartamento propio, pensando que, si le daba la libertad que ella pensaba que quería y el espacio que creía necesitar, eso haría que volviera corriendo. Pero no había sido así. Al contrario, Paula se había hecho un nido hogareño en su casita alquilada de Wimbledon Common, como si pensara quedarse allí para siempre. En la única visita que le había hecho, Pedro había mirado con incredulidad la habitación amarilla que ella había convertido en un cuarto infantil perfecto adornando las paredes con conejos y otros animalitos. Un móvil brillante de peces plateados colgaba encima de una cuna nueva y en el pasillo había un carrito de bebé anticuado. Él había mirado por la ventana la hierba aparentemente interminable del Common y se le había encogido el corazón de dolor al darse cuenta de su exclusión. Y sin embargo, el orgullo le había impedido mostrarlo, y, cuando ella le había ofrecido un té, él lo había rechazado alegando una reunión de negocios.




TRAICIÓN: CAPITULO 39




La expresión de él era inescrutable y ella supo que lo había empujado hasta donde era posible.


Había dicho todo lo que tenía que decir, pero en su interior había todavía un asomo de esperanza que se negaba a morir. ¿Podía verla él en sus ojos? ¿Era capaz de ver el anhelo que ella sospechaba merodeaba en su mirada? La esperanza de que quizá aquel enfrentamiento hubiera despejado el ambiente de una vez por todas y él le permitiera acercarse lo bastante para ser la esposa que quería ser. Para mostrarle todo el amor que había en su corazón y quizá derribar algunas de las formidables barreras que él había erigido a su alrededor. 


Tragó saliva. Tal vez no pudiera amarla, ¿pero podría relajarse lo suficiente para apreciarla y confiar en ella?


Pero en cuanto él abrió la boca, Paula supo que sus esperanzas eran vanas.


–Creo que, dado tu estado de histeria actual, es mejor que lo consultes con la almohada. Esta noche me iré a un hotel para dejarte espacio y, con suerte, mañana te habrás calmado un poco –su voz se suavizó de pronto–. Porque alterarte de este modo no puede ser bueno para el bebé, Paula.


Ella quería aullar de frustración. Y de pena. Eso también. Le alegraba que él quisiera al niño aún no nacido, pero necesitaba que la quisiera también a ella, y eso no ocurriría nunca. Se volvió con rapidez, con miedo a que él viera su dolor o las lágrimas que empezaron a caer de sus ojos en cuanto echó a andar hacia la puerta.