jueves, 16 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 41




Ella le había dicho que sería justa y que podría ver al niño siempre que quisiera, y él la creía, pero la idea de vivir sin su hijo le producía dolor. 


Y sin embargo, la idea de una batalla legal por el niño de pronto no le parecía bien.


¿Por qué?


Durmió mal, algo que empezaba a convertirse en costumbre, y estaba ya esperando cuando Paula llegó al hospital.


Pedro –dijo. Y se sonrojó–. Llegas temprano.


–¿Y?


Ella dio la impresión de querer decir algo más, pero en vez de eso, sonrió, aunque su sonrisa no resultó muy convincente. Aun así, Pedro nunca la había visto tan hermosa, con una chaqueta de terciopelo verde a juego con sus ojos y el pelo cayéndose sobre un hombro en una trenza gruesa.


–¿Vamos a la sala de ecografías? –preguntó ella.


–Como quieras –gruñó él.


La cita fue muy bien. La radióloga les señaló, cosa que no era necesario que les señalara. El latido rápido del corazoncito y el pulgar metido en una boca monocroma. Pedro sintió el sabor salado de las lágrimas en la garganta y se alegró de que Paula estuviera ocupada limpiándose el gel del estómago y le diera tiempo para recuperar la compostura.


Y cuando salieron a la calle silenciosa, tuvo la impresión de haber entrado en otro mundo.


–¿Quieres ir a almorzar? –preguntó.


–No, gracias.


–¿Un café, pues?


Paula negó con la cabeza.


–No, gracias. Eres muy amable, pero ahora no tomo café y estoy cansada. Prefiero irme a casa, si no te importa.


–Le diré a mi chófer que te lleve.


–No, de verdad. Tomaré el autobús o el metro. No es ninguna molestia.


–No permitiré que cruces Londres en transporte público en tu estado. Te llevará mi chófer –repitió él, con un tono que no ocultaba su creciente irritación–. No te preocupes, yo tomaré un taxi. No se me ocurriría imponerte más tiempo mi presencia, puesto que te apetece tan poco. Vamos. Sube.


Abrió la puerta de una limusina que Paula ni siquiera había visto y que se había colocado sin ruido a su lado. Entró en el asiento trasero y miró los ojos azules de Pedro, aquellos ojos hermosos que tanto echaba de menos. Sintió la boca seca. ¿Debía invitarlo a ir de visita alguna vez? ¿Enviaría eso el mensaje equivocado o, mejor dicho, el mensaje verdadero de que no eran solo sus ojos lo que echaba de menos?


Pedro… –empezó a decir.


Pero él ya había cerrado la puerta y hecho una señal al chófer y el automóvil se puso en marcha.


Paula se volvió a mirarlo, pero él se dirigía ya hacia un taxi negro que acababa de apagar la luz amarilla y ella se mordió el labio inferior y se giró de nuevo en el asiento.


Lo que hacía era lo correcto. Ir a almorzar con él sería una tortura. No la amaba y no la amaría nunca. Podía tener el poder de convertirla en gelatina cuando la miraba, pero él era todo lo que ella despreciaba.


¿Pero por qué lo deseaba todavía con un anhelo que a veces la dejaba sin aliento por el dolor por lo que nunca podría ser?


Se recordó que hacía aquello por el niño. Tenía que construir respeto entre ellos y forjar una relación que demostraría lo que podían lograr dos adultos si se lo proponían.


Cuando llegó a su destino, se animó en el acto. 


Wimbledon Common había sido uno de esos lugares con los que había soñado cuando vivía en New Malden. Tenía una sensación de pueblo y un estanque, además de muchas tiendas pequeñas y restaurantes.


Entró en su casa con un suspiro. No quería vivir como antes ni sentirse como una muñeca mimada inmersa en la vida de otra persona. 


Quería conectar con el mundo real, no sentarse en un ático de lujo y verlo desde arriba. Y sobre todo, quería un hombre que no pensara que los sentimientos eran un veneno y que había que esquivarlos todo lo posible.


Encendió la cocina y acababa de poner agua a hervir cuando sonó el timbre. Miró por la mirilla y le sorprendió ver a Pedro con las manos en los bolsillos de los pantalones y una expresión sombría en el rostro.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó, después de abrirle la puerta.


–¿Puedo entrar? –preguntó él a su vez.


Paula dudó solo un instante.


–Por supuesto.


No le ofrecería un té ni fingiría que aquello era una visita de cortesía. Lo escucharía y luego él se iría. Pero sintió un escalofrío de aprensión porque una visita inesperada no auguraba nada bueno.


–¿Qué quieres, Pedro? –preguntó en voz baja–. ¿Por qué has venido?



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