domingo, 14 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 15
Pedro decidió que el día siguiente se lo tomarían libre para celebrar los resultados de la subasta.
Cuando Paula salió de la ducha él ya lo había preparado todo y una hora más tarde estaban en Port Douglas Marina, subiéndose a un catamarán de diez metros de eslora.
Navegaron hasta Low Isles y bucearon por el impresionante jardín submarino de la Gran barrera de arrecifes de coral. Al final de la mañana la zona estaba atestada de turistas y decidieron ir a una pequeña ensenada para disfrutar del almuerzo que iba incluido en el alquiler del barco.
El tiempo era perfecto, hacía sol y el mar estaba tranquilo. Y Pedro se puso muy contento al darse cuenta de que, en el agua, la humedad ya no lo molestaba. O eso, o se había acostumbrado.
—Esto sí que es vida —dijo Paula apareciendo del camarote bajo cubierta con su vestido verde lima.
A Pedro le gustaba más en biquini, pero tenía una piel tan sensible que se quemaba enseguida. Y, al menos, ya sabía lo que había debajo de aquel vestido. Así tendría algo que hacer más tarde: quitárselo.
Le ofreció un plato y una copa y ella se sentó y suspiró de placer.
—¿Es la primera vez que navegas? —preguntó Pedro.
—Sí. A Horacio no le interesaban los barcos.
Pedro se metió un canapé de queso en la boca.
—¿Os llevabais bien?
—¿Con Horacio? —Paula lo pensó—. Casi todo el tiempo. No le importaba dar su opinión sobre mi ropa, mis amigos, mi música y todo lo demás, pero supongo que tenía derecho. Al fin y al cabo, era él quien lo pagaba todo.
Descorchó la botella de vino blanco y se la tendió a él.
Pedro tenía la boca llena, pero negó con la cabeza y levantó una botella de agua.
—Conmigo se portaba mejor que con los demás. Supongo que porque sabía que yo no iba a arruinarle la empresa.
—Te compró la tienda, ¿verdad?
—Me hizo un préstamo. Ya casi lo he devuelto todo.
—¿Por qué crees que nunca se casaron? —preguntó Pedro, que de verdad quería saber por qué el muy cerdo nunca había reconocido públicamente que Paula era su hija.
—¿Quiénes?
—Tu madre y Horacio.
Ella dio un trago de vino y frunció el ceño.
—¿Por qué iban a casarse? Él era su cuñado.
—Es evidente que se gustaban, si no, no habrían estado juntos todos esos años —reflexionó Pedro en voz alta.
—Eran como una pareja que llevase casada toda la vida, supongo, cuando él no estaba por ahí con alguna mujer.
—Y ella nunca se marchó.
Pedro no conocía a Sonya Chaves, pero la prensa había especulado en muchas ocasiones sobre su relación con el mujeriego Horacio Blackstone. Y, por mucho que la familia lo negase, también se había debatido mucho acerca de si él era el padre de Paula.
—Sé que todo el mundo pensaba que mi madre era su amante —comentó Paula de mal humor—. Llevo toda la vida soportando miradas y comentarios de gente escandalizada. Pero mi madre tiene mucha más clase que toda esa gente.
—¿Y tú?
—Horacio no es mi padre. Mira, sé que lo odias y que tenía… sus defectos. Pero cuidaba de nosotras —bajó la mirada y tomó un trozo de jamón del plato—. Algo que no hizo mi padre de verdad.
—¿Qué es…?
—¿A quién le importa quién sea? —replicó Paula—. En cualquier caso, a él le da igual.
Pedro levantó la mano y recordó que las pelirrojas tenían fama de tener mucho carácter.
—Lo siento, creo que es un tema delicado, ¿verdad?
La comprendía, pero seguía queriendo saber si era la hija de Horacio.
—Más que delicado, aburrido. Mi padre no nos quiso. Eso es todo —miró hacia el mar, enfadada, y los rayos de sol hicieron brillar su pelo—. A mí no me habría importado que Horacio fuese mi padre. Al menos, él estuvo siempre ahí para nosotras.
Pedro supuso que debía sentirse culpable. Al fin y al cabo, haberse acostado con Paula no había sido ganarle una batalla al viejo. No obstante, se sentía estupendamente.
Entonces, la vio sonreír de oreja a oreja, estirar las largas piernas y acercarse a la cesta de comida.
—¿Quién te enseñó a navegar?
—Mi padre.
Pedro había pasado muchos sábados por la mañana navegando hasta que sus padres decidieron que el barco era un lujo y que era mejor gastarse el dinero en otra cosa.
—¿Fue muy duro crecer en un hogar de acogida?
—¿Duro? —sonrió—. A veces. Sobre todo, había mucho ruido. Las puertas estaban abiertas más o menos a todo el mundo. Dudo que mis padres supiesen cuántos niños había en casa en cada momento.
—¿Y cuánto tiempo estuviste con ellos? —preguntó Paula, confundida.
Pedro se rascó la cabeza.
—Toda mi vida. Creo que lo has entendido mal. No fui yo quien crecí en un hogar de acogida, sino el resto de los niños.
—Ah, ¿tus padres tenían una casa de acogida?
—Algo así. Tenían una casa muy grande en Newtown, con muchas habitaciones, casi todas más o menos destartaladas, y una cocina enorme.
—Jamás habría imaginado que hubieses crecido así.
La vio volver a su asiento, pero su aroma a flores se quedó allí.
—¿Y qué habías imaginado?
Paula sonrió.
—Una enorme mansión con mayordomo. Todo el mundo vestido de gala para cenar y hablando de manera muy educada —se encogió de hombros—. Lo siento, pero eres demasiado fino.
Pedro rió.
—A mis padres eso les habría hecho mucha gracia. Son las personas menos pretenciosas que conozco. Fueron hippies y tienen una gran conciencia social. No les importa el dinero ni las comodidades, sólo compartirlo todo con personas más desfavorecidas —hizo una pausa—. Seguro que se avergüenzan de mí, semejante capitalista. Aunque casi todos los meses me llaman porque están recaudando fondos para alguna obra social.
Ella cruzó las piernas y el gesto lo dejó embelesado. ¿Cómo era posible que lo tuviese así? Era siete años más joven que él, pero ése no era su encanto. La encontraba a su misma altura en madurez e inteligencia.
—Supongo que has visto cosas muy tristes.
—Los niños son muy egoístas —comentó él abriendo la botella de agua—. Estaba demasiado ocupado marcando mi territorio.
—¿Fue así como te rompiste la nariz?
—Sí —contestó él, sonriendo con resignación—. Fue Rafael Vanee quien me la rompió.
—¿Rafael? —repitió ella, dando un salto.
—¿Lo conoces?
Al fin y al cabo, era normal que lo conociese. Era uno de los emprendedores más conocidos de Australia, su mejor amigo y un hombre al que le gustaban mucho las mujeres. No supo si le gustaba la idea de que Paula y Rafael se conociesen.
—No mucho. Hemos coincidido un par de veces. Estaba en la boda de Kim y Ric, con Briana Davenport, antes de que estuviese con Javier.
Pedro asintió, más tranquilo.
—Conozco la historia.
—Cuéntame lo de la nariz —le pidió Paula.
—Cuando llegó, no nos llevábamos demasiado bien.
—¿Rafael Vanee se crió en un hogar de acogida? —preguntó ella con incredulidad.
—No exactamente. Tenía a su madre, pero tuvo problemas con su padrastro. Se escapó de casa y buscó un trabajo en la ciudad, pero las cosas no salieron como él había esperado. Mis padres se lo encontraron un día en la calle y lo llevaron a casa.
De adolescente, Pedro ya estaba acostumbrado a compartir sus cosas, pero le gustaba que se las pidiesen bien. Y Rafael no era de los que preguntaban. Su pelea fue épica y, cuando terminaron, ninguno de los dos se mantenía de pie. Aquél fue el principio de una larga y valiosa amistad.
—Es mi mejor amigo. Él, y Lucy, mi hermana de acogida. Abusaron de ella desde muy pequeña, vino a vivir con nosotros cuando tenía ocho años y se quedó. Ahora vive en Londres.
—¡Qué horror! ¿Cómo es posible que haya personas que se comporten como monstruos?
—Supongo que la gente no es así por naturaleza —comentó él, pensativo—, pero quien no quiere hijos, no tiene por qué tenerlos.
Paula asintió con tristeza. Aquél era un tema que la tocaba muy de cerca.
—¿Todo eso ha hecho que no quieras tener hijos? —su voz se quebró al ver que él se ponía serio—. Lo siento, Pedro—añadió, incómoda.
—No pasa nada. Estuve casado, sí.
—Me he acordado justo después de hacerte la pregunta. Estuviste casado con Laura Hartley, ¿verdad? Lo sé porque fue a clase con Kim. Yo soy de un par de promociones después.
—Ah —él asintió—. No lo sabía.
—Lo siento —repitió Paula—. Ahora recuerdo haber oído que murió.
Pedro posó la mirada en el mar.
—Nos casamos cuando todavía estábamos en la universidad. Laura quería ser trabajadora social, mientras que sus padres preferían que encontrase un marido rico —sonrió con amargura—. Cuando se vino a vivir conmigo a un barrio humilde, su familia la repudió.
—¿A qué se dedicaba su familia? Creo que tenían tiendas por todo el país, ¿no? Me parece que eran amigos de Horacio.
—Tejidos de decoración —contestó él, sintiéndose de nuevo enfadado al oírla nombrar a Horacio. Tal vez no hubiese causado su muerte, pero había influido en cómo se había sentido Laura durante sus últimos días de vida.
—¿Cuántos años tenía cuando murió?
—Veintiséis. Fue muy rápido, sólo pasaron un par de meses desde los primeros síntomas.
—Lo siento mucho —repitió ella, mirándolo con comprensión.
—No lo sientas. No cambiaría esos años por nada del mundo —se sirvió un poco de vino—. A ella le encantaba nuestra vida, mis padres. Le encantaba que los niños de la calle viniesen a vivir a casa. En cuanto me despistaba, estaba sentada en un rincón, hablando con alguno. Y ellos confiaban en Laura, se lo contaban todo —miró el vino, lo hizo girar y se lo bebió de un trago—. Y eso es todo. Podía haber ido a muchas partes, haber ayudado a muchas personas. No entiendo por qué tuvo que morir.
No podía entender que no hubiese podido salvarla.
Se frotó la barbilla. Una parte de él siempre amaría a Laura o, más bien, amaría aquella época de su vida, cuando todavía era joven y lo suficientemente tonto para creer que algo podía durar siempre, que Laura y él eran invencibles.
Pero Horacio Blackstone había empañado sus recuerdos. Y eso nunca se lo perdonaría.
Intentó tragarse el nudo de amargura que tenía en la garganta.
—¿Quieres saber por qué odio tanto a Horacio? Porque el muy cerdo estropeó las últimas semanas de vida de Laura.
—No sabía que la conociese —comentó Paula, que había palidecido.
—Y no la conocía, pero, tienes razón, era amigo de los Hartley. Después de que la Asociación mundial del diamante votase contra él, hizo todo lo que estuvo en su mano para manchar mi nombre. Eso no me importó, podía cuidar de mí mismo. Laura siempre había tenido fe en que sus padres terminarían aceptando nuestro matrimonio, pero Horacio estuvo metiendo cizaña, llenándolos de odio, y ellos nos dieron la espalda a pesar de que Laura se estaba muriendo.
Paula se quedó boquiabierta, consternada, y apartó la vista de él, como si no soportase mirarlo a la cara.
—Cuando me di cuenta de que no iba a poder vencer el tumor, fui a ver a sus padres, les rogué que viniesen. Pero me echaron de su casa. Me dijeron que Horacio se lo había contado todo de mí, que no era de fiar, que sólo me interesaba su dinero —echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente—. Ni siquiera permitieron que muriese en paz.
—No… no lo sabía.
¿Cómo iba a saberlo?
Después de desahogarse, su enfado desapareció, como siempre. Paula no tenía la culpa de nada.
—Ellos no se la merecían, Pedro —comentó ella en voz baja—. Tú, sí.
Él suspiró y pensó que Paula tenía sus propios problemas. Él, al menos, había tenido el apoyo de su familia, mientras que ella daba la sensación de no haberse sentido nunca parte de una familia de verdad. Descubrió su vulnerabilidad, su inseguridad. Su soledad, la necesidad de pertenecer a alguna parte. Y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no se fijaba en esos detalles.
Aquél era un día extraño, un día poco frecuente. Paula estaba sexy, divertida, ocurrente.
Disponible. ¿Qué hacía él regodeándose en el pasado? En cualquier caso, se había sentido liberado al contárselo todo a ella y darle una perspectiva diferente de su tío Horacio.
Pedro jamás olvidaría ni perdonaría, pero podía no pensar en ello. Eso era lo que hacía el tiempo. Y el hecho de que Paula no fuese hija de Horacio tenía que ser una buena señal.
Dejó su copa y sintió haberla puesto triste.
Quería volver a disfrutar del calor de su sonrisa, o tal vez darle él mismo calor. Le tendió la mano y ella sonrió con comprensión y lástima. Se inclinó a besar su piel suave y fragante justo debajo del lóbulo de la oreja y notó cómo se le aceleraba el pulso.
Pedro se recordó que lo suyo era sólo sexo. Un sexo increíble, sin complicaciones, que les hacía sentirse bien y que, si ninguno de los dos esperaba nada más, no podía causar ningún daño.
Levantó la cabeza y la vio sonriendo. La ayudó a levantarse y la llevó abajo, al camarote, mientras la iba desnudando por el camino. Fue probando cada centímetro de su piel, que sabía a sal. Hizo que estuviese erguida, con los pies apoyados en el suelo, y le hizo el amor con la boca. Y la amargura de él y las inseguridades de ella desaparecieron cuando la dejó en la cama, la penetró y la miró a los ojos, y volvieron a ser uno con el balanceo del mar.
sábado, 13 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 14
Unos minutos después, Paula cambió de postura e intentó levantar la cabeza. Estaba atrapada, con la cabeza de Pedro hundida en su pelo. Estaba en un aprieto muy interesante. No podía moverse y el calor de la lámpara le quemaba la cara, y, sin duda, revelaba todos sus defectos. A Pedro, que seguía sin moverse, le latía el corazón a toda velocidad. Paula miró al suelo y vio la ropa y los papeles tirados y el vaso de coñac encima.
Le sopló al oído, pero no obtuvo respuesta, así que repitió la operación. Él parpadeó, giró la cabeza y se humedeció los labios. Poco a poco, fijó la mirada en ella.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro con voz débil.
Paula intentó sonreír. ¡Nunca había estado mejor!
Él se levantó.
—Lo siento, te estoy aplastando.
«Pedro Alfonso avergonzado», pensó ella.
Sonrió todavía más.
—Jamás imaginé que fueses de los que hacía el amor encima de una mesa.
Él parecía consternado.
—No suelo hacerlo. Lo siento. ¿Te he hecho daño?
—Sólo si consideramos el placer como un dolor.
Ambos se movieron. La sensación fue curiosa, dado que Pedro seguía estando dentro de ella.
Notó que la miraba de arriba abajo y sintió vergüenza. Él observó sobre todo la joya que llevaba en el ombligo, un triángulo de plata con un cristal de Swarovski en el medio.
—¿Es obra tuya? Es muy bonito —comentó mientras cubría todo su vientre con la mano y luego la subía poco a poco hacia los pechos.
Paula se frotó contra él, proporcionando placer a ambos.
Pedro sonrió y bajó la boca hasta uno de los pezones, que se había endurecido rápidamente, igual que su propio sexo.
—Si me das una segunda oportunidad, intentaré demostrarte que también me gustan las comodidades.
—No tengo nada en contra del hombre de hace unos minutos —contestó ella sonriendo y abrazándolo por el cuello—, pero tampoco me disgusta la idea de disfrutar de alguna comodidad más.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 13
Ella perdió la noción del tiempo. Se ofrecieron dos millones más, ella dio otro trago de coñac y sintió que se le endurecían los pezones al saber que Pedro no perdía detalle de sus movimientos.
En vez de dejarle el vaso encima de la mesa, la rodeó y se apoyó en ella, a su lado. Pedro se giró un poco para ponerse enfrente, sin dejar de mirarla a los ojos.
Catorce millones de libras.
Paula tragó saliva.
Catorce millones doscientas mil. Paula se aclaró la garganta y dio otro trago más.
Catorce millones quinientas mil. Le dio la sensación de que la habitación se movía, tal vez por culpa del licor. Y Pedro Alfonso seguía tan tranquilo mientras que, para ella, la tensión era insoportable.
Sintió un cosquilleo en la piel de la garganta y se la frotó. Estaba nerviosa y preocupada por él.
Pensó que no soportaría ver a Pedro perder el cuadro, no después de que ella se sintiese tan implicada, tan consciente de su mirada.
Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A la una. Paulai se mordisqueó la uña del dedo pulgar, rezando. Hasta le costaba respirar.
Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A las dos. Paula contuvo la respiración. ¡Conseguido!
¡Todo había terminado! Pedro había ganado la subasta.
Expulsó el aire que había mantenido en los pulmones y se sintió emocionada. Dio un salto en el aire y levantó los puños en señal de victoria. Por primera vez en muchos minutos, tal vez en una hora, Pedro había dejado de mirarla y estudiaba la carpeta que tenía encima del escritorio. Tenía los hombros rígidos.
—Enhorabuena, señor Alfonso, y gracias por participar.
—Gracias, Maurice —hizo una pausa, como si quisiese añadir algo, pero luego miró a Paula a los ojos—. Gracias —repitió, y apretó los dientes.
Luego, colgó el teléfono y se levantó, la agarró por la cintura y la apretó contra su cuerpo.
Ella lo abrazó por el cuello y se pegó a él, hundiendo la cara en su hombro.
Paula deseó que la mordiese en el cuello. Nunca había estado tan excitada y no podía evitar pensar en las consecuencias, en otras mujeres, en su corazón, en el odio que Pedro sentía por Horacio.
Él, como si hubiese oído su ruego, le mordisqueó la garganta un momento antes de besarla en los labios. El sabor a cuero y a coñac le llenaron la boca. Y notó la dureza de su erección contra sus muslos.
Dejó escapar un grito ahogado y se apartó, pero su lengua la azotó, sus dientes chocaron, y notó que él la agarraba del trasero, obligándola a echarse hacia delante. Luego, bajó la mano por la bata, acariciándole la parte de atrás del muslo, y se la levantó para enrollársela a la cadera. Paula deseó desesperadamente entrar en contacto con él.
Sintió que perdía el control cuando Pedro empezó a frotar la parte interior de su muslo con el de él. Tembló de placer contra su cuerpo y confió en que estuviese sujetándola bien.
Pedro le desató la bata, enredó una mano en su pelo y le levantó la cara.
—¿Más? —lo oyó decir.
—Sí —Paula tomó aire y sintió que empezaba de nuevo a enloquecer.
Metió las manos por dentro de su camisa y acarició su piel suave. El tranquilo Pedro Alfonso estaba sudando. Había conseguido reducirlo a un animal salvaje, desesperado por copular, nada que ver con el hombre de negocios fino y sofisticado que era.
¿De dónde había salido aquella mujer libertina, que utilizaba uñas y dientes, que deseaba que le metiesen la lengua en la boca, como si fuese la droga a la que era adicta? Le gustaba el sexo, pero sólo cuando lo practicaba con alguien que le importaba de verdad.
—¡Hazlo! —exclamó, desesperada por tenerlo por completo.
—¿Crees que tengo algún control sobre esto? —preguntó él con voz entrecortada—. Lo perdí cuando entraste en la habitación.
La única respuesta que pudo darle ella fue frotar sus pechos contra su torso una y otra vez mientras intentaba bajarle los pantalones. Hasta conseguirlo y dejar al descubierto toda su masculinidad.
Lo vio llevarse una mano a la frente.
—¿Mi cartera?
Recogió los pantalones y buscó en los bolsillos, sin éxito. Después abrió el cajón que había en el escritorio, donde estaba la cartera.
Paula dio gracias de que él se hubiese acordado, porque a ella ni se le había ocurrido pensar en la protección, y tomó el preservativo para extenderlo por su sexo con una dedicación que hizo que ambos contuviesen la respiración durante unos segundos. La verdad era que Pedro estaba muy bien dotado. Lo oyó gemir y notó que le agarraba la mano con fuerza. Paula pensó que aquel hombre agitado, sudoroso y despeinado podía llegar a gustarle.
Aunque lo que necesitaba en ese momento era que fuese suyo.
Entonces él le cubrió los pechos con ambas manos y le robó la respiración con la boca, y el ojo de la tormenta continuó avanzando, haciéndolos caer de nuevo en un estado de frenesí sexual.
Pedro la sujetó con firmeza con una mano mientras con la otra limpiaba la superficie de su mesa. Ella se sentó y lo atrajo hacia sí con piernas y brazos. Y el aire se llenó de gemidos y suspiros. Pedro la agarró por las caderas y la echó hacia delante. Su calor se fundió con el de él cuando la penetró. Por un segundo, la impresión y el placer de tenerlo dentro la paralizó. Después se irguió, apretó las piernas alrededor de su cintura y se preparó para el viaje de su vida. Él mantuvo un brazo debajo de ella, para protegerla de la dura mesa, y hundió la otra en su pelo mientras la besaba.
Una vez unidos sus cuerpos y sus labios, Paula se entregó por completo a un acto tan intenso, tan lleno de fuego y de brillo como el diamante del piso superior, mientras se preguntaba si sobrevivirían o entrarían ambos en combustión.
El orgasmo la golpeó, haciendo que flaquease y perdiese el ritmo. Relajó las piernas y gimió de placer. Pedro se irguió un poco y la levantó más para cambiar de ángulo y seguir dándole placer.
La sensación fue tan intensa que Paula volvió a dejarse llevar por una sensación que parecía interminable, cada vez más viva. Pero aguantó y volvió a abrazarlo con las piernas hasta que notó que la sujetaba de manera diferente, que sus brazos se ponían rígidos y sus manos la agarraban con menos fuerza. Pedro la levantó un poco del escritorio, echó la cabeza hacia atrás y gimió durante unos segundos. Luego, se dejó caer encima de ella.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 12
Afortunadamente, Pedro la dejó sola durante el resto del día y Paula pudo terminar los primeros modelos en cera de su creación. Trabajó hasta tarde, le dio las buenas noches desde la puerta de su despacho y se fue a la cama, intentando olvidarse del beso. A pesar de que había dormido poco la noche anterior, no consiguió conciliar el sueño.
Dio vueltas en la cama mientras escuchaba el murmullo del mar por la ventaba abierta. Pensó en darse un largo paseo por la playa, algo que hacía en ocasiones cuando estaba preocupada o no conseguía dormir, pero desechó la idea ya que sabía que no podría evitar pensar en él y en el beso que le había dado.
Por fin, sobre la una de la madrugada, se levantó y se puso la bata para ir a prepararse un chocolate caliente a la cocina.
En el piso de abajo, la luz del despacho estaba encendida y la puerta, entreabierta.
Paula se detuvo un momento, que le resultó interminable, con el corazón latiéndole a toda velocidad. La casa estaba en silencio, así que se acercó muy despacio y apoyó la oreja en la puerta de madera. De pronto, oyó su voz y se sobresaltó. Sólo volvió a respirar cuando se dio cuenta de que estaba hablando por teléfono.
¿Con quién estaría hablando a esas horas?
Sintió una desagradable mezcla de culpabilidad y celos. Tal vez estuviese manteniendo una relación a distancia y por eso llamaba tan tarde…
Pero pronto se dio cuenta de que era una llamada de negocios. Al parecer, la otra persona estaba en una subasta. Cuando lo oyó murmurar «Cinco millones», su decoro la abandonó y asomó la cabeza por la puerta.
Pedro estaba sentado, con el teléfono en la oreja. Se había remangado la camisa hasta los codos y había desabrochado los botones superiores. Una de sus manos descansaba en una carpeta que tenía delante, debajo de un vaso con un líquido de color ámbar. La lámpara del escritorio estaba encendida, pero el resto de la habitación estaba en penumbras.
Paula se movió entre las sombras y su presencia no pareció desagradarlo ni alegrarlo, pero no le quitó la vista de encima. Ella se apoyó en la puerta, con el corazón acelerado.
Después de un par de minutos, Pedro dio un trago a su bebida, dejó el auricular y encendió el altavoz del teléfono, sin separar la mirada de su rostro. Y ella interpretó el gesto como una invitación. Era una oportunidad para conocer mejor su mundo.
Avanzó hasta una silla y apoyó las manos en ella, para mantenerla como barrera.
Por el teléfono, oyó que mencionaban una casa de subastas muy conocida y las palabras «lote siete». La subasta debía de tener lugar en Londres y Paula se preguntó si el hombre que había al otro lado del teléfono sería un empleado de la casa de subastas o de Pedro.
El objeto que se subastaba era un famoso cuadro de un artista irlandés contemporáneo que había fallecido en los años sesenta. Paula sabía aquello porque Horacio tenía uno de sus cuadros. Oyó cómo el hombre iba narrando las apuestas a Pedro. Las pausas entre apuesta y apuesta le parecieron interminables.
Se preguntó si Pedro sonreiría si se llevaba el cuadro. ¿Lo celebraría tomándose una copa?
Tenía muchas preguntas. Él estaba intensamente concentrado.
El precio había ascendido a ocho millones de libras. Paula se acercó un poco más al escritorio, maravillada con su calma. Lo más probable era que Pedro no estuviese gastándose su dinero pero, en su lugar, ella habría estado muy nerviosa.
—¿Diez millones, señor? —oyó preguntar al otro hombre por teléfono.
Pedro la miró, sin inmutarse. Y dio su visto bueno.
La siguiente pausa fue muy larga. Paula se aproximó a la silla que había justo enfrente del escritorio.
—Acaban de ofrecer once, señor Alfonso —oyó decir después de un rato.
—Adelante —contestó Pedro en voz baja.
Paula se llevó la mano a la boca y se acercó al escritorio. Él siguió tan tranquilo y le tendió el vaso que tenía en la mano.
Era coñac. Y Paula recordaría aquella noche cada vez que volviese a olerlo. Sintió cómo bajaba por su garganta y le calentaba los pulmones. Se pasó el vaso muy despacio por la frente antes de dejarlo encima de la mesa. Tuvo que echarse hacia delante para que Pedro pudiese alcanzarlo.
Su mirada era impenetrable. Ella, nerviosa, notó que una gota de sudor le recorría la espalda.
—Señor Alfonso, el otro agente está consultando con su cliente. ¿Quiere seguir en línea?
—Sí.
—Por cierto… Con respecto al otro articulo que le interesaba, por el momento no tengo nada, lo siento. No obstante…
—Dime.
—Conozco a un hombre que acaba de salir de la cárcel y que me debe un favor.
—Maurice, con qué gente te juntas —rió él.
—Ya se lo haré saber si puede ser de ayuda —se oyeron voces por el teléfono—. Señor, creo que vamos a proseguir.
—Gracias —contestó Pedro, volviendo a posar sus ojos en Paula.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 11
Intentó concentrarse en Mateo. ¿Por qué iba a ir a verla a ella? ¿Y qué negocios tenía con Pedro? Lo único que tenían en común era que a ninguno de los dos le gustaba Horacio Blackstone.
—¿Qué negocio se trae exactamente con Mateo? —Pedro se quedó inmóvil—. ¿Tiene algo que ver con los diamantes de Blackstone Rose? —añadió Paula.
—¿Qué sabe de esos diamantes?
—Que hace un mes aparecieron de manera misteriosa en el bufete de los abogados de Horacio y que tuvieron que dárselos a los Chaves —de repente, ató cabos—. Usted los encontró. Y los devolvió.
—Yo no los encontré. Me los dieron para que los autentificase.
—¿Quién?
—Eso tendrá que preguntárselo a Mateo, son suyos.
—Ya le dije que no lo conozco. Estuvo presente en el funeral, pero no quiso saber nada de nosotros.
—Debería escoger mejor con quién confraterniza —comentó él—. ¿Acaso hay alguien en el mundo a quien no le caiga mal Horacio Blackstone?
—El enfrentamiento entre ambas familias no fue sólo culpa de Horacio, y lo sabe.
—Hábleme de ello.
—Todo el mundo lo sabe.
—Yo sé lo que he leído en los periódicos —dijo él sentándose en un tronco y dando un par de palmaditas a su lado—. Quiero oírlo de boca de alguien de la familia.
Ella se sentó, muy consciente del cuerpo de Pedro, grande y caliente, demasiado cerca de ella. Vio una gota de sudor en su frente y pensó que su espalda debía de estar empapada también. Lo que no entendía era por qué eso hacía que se le acelerase el pulso, en vez de tener el efecto contrario.
Se inclinó y tomó un puñado de arena blanca para dejarlo escapar entre los dedos. Desde la muerte de Horacio, la prensa había hablado mucho de la enemistad entre los Blackstone y los Chaves, y ella estaba cansada del asunto.
—Javier, mi abuelo, y Horacio eran amigos y se convirtieron en socios después de que Horacio se casase con mi tía Úrsula. Tío Oliver, el hermano de mi madre y de Úrsula, se quedó en Nueva Zelanda, al frente del negocio familiar. Entonces, el abuelo Javier se puso enfermo y renunció a todos sus derechos de explotación a favor de Horacion. Y, como es natural, Oliver no se lo tomó demasiado bien.
Por decirlo de alguna manera. Según su primo Javier, al hombre todavía le daba un ataque cada vez que oía hablar de Horacio Blackstone.
—Le disgustó sobre todo que Javier regalase el Corazón del interior de Australia a tía Úrsula.
La joya formaba parte de la historia del país, pero como muchos otros diamantes excepcionales, también era conocido por traer mala suerte a su dueño.
—Horacio lo hizo cortar y engarzar en un fabuloso collar llamado Blackstone Rose.
—Eso, para echar sal en la herida de Chaves —murmuró Pedro.
Ella asintió.
—Pero después del secuestro de James, el primer hijo de Horacio, tía Úrsula se deprimió. Para animarla, el tío Horacio dio una fiesta para celebrar su treinta cumpleaños por todo lo alto. Asistió hasta el primer ministro —Paula sonrió al recordar cómo describía su madre los vestidos, la decoración—, pero terminó en lágrimas.
—Fue la noche que robaron el collar —comentó Pedro.
Todo el mundo tenía su teoría. Algunos pensaban que había sido un intento de chantaje fallido. Y seguro que Pedro pensaba que Horacio había escondido el collar para cobrar el dinero del seguro.
—Horacio acusó a Oliver y las cosas se pusieron muy feas —continuó Paula—. Oliver denunció a sus hermanas y les dijo que, para él, era como si estuvieran muertas… mientras tuvieran algo que ver con un Blackstone —terminó la frase señalándolo con un dedo, imitando a su tío Oliver.
Él sonrió. Le sonrió de verdad, y Paula sintió que se derretía por dentro.
—Pero se ha saltado una parte —la reprendió él.
—¿El qué? Ah, bueno, supongo que sabe que la pobre tía Úrsula se cayó a la piscina…
—Después de haber bebido demasiado.
Paula se llevó un dedo a los labios.
—Nunca hablamos de ello —susurró de manera dramática—. Durante la pelea, Horacio también acusó a Oliver de haber organizado el secuestro del pequeño James.
Por desgracia, aquella acusación sería lo que nunca olvidaría Oliver. Su esposa, Katherine, y él no podían tener hijos. Javier y Mateo eran adoptados.
—¡Qué majo!
—Había perdido a un hijo —le recordó Paula—. Y aunque supongo que ha oído decir que le gustaban mucho las mujeres, mi madre siempre decía que quiso mucho a la tía Úrsula. No debió de ser divertido verla luchar contra la depresión.
Pedro no parecía impresionado, ni conmovido. Su choque con Horacio debía de haber sido espectacular.
Paula suspiró.
—No lo entiendo, Pedro—dijo Paula, tuteándolo por primera vez—. Mateo tiene derecho a estar enfadado, en especial después de lo ocurrido durante los últimos meses. Pero no entiendo por qué tú sigues odiándolo después de tanto tiempo.
—La curiosidad mató al gato —respondió él en tono frío.
—Creo que tu odio por Horacio raya en la obsesión.
—¿Sí? —dijo él, arqueando una ceja con cinismo.
—Es demasiado personal. ¿Qué te hizo? ¿Te quitó a una mujer?
Él rió.
—¿Son celos profesionales? ¿Te ganó en el negocio de tu vida? —insistió ella.
—Horacio Blackstone nunca me ganó en nada.
—Tal vez hayas oído las historias que se cuentan y hayas decidido que eres el hijo perdido de Horacio —bromeó Paula, a pesar de saber que era una broma macabra.
Su tío siempre había pensado que James, su primer hijo, aparecería algún día en la puerta de la casa. La investigación nunca se había cerrado y debió de dar un giro importante justo antes de su muerte, porque Horacio cambió el testamento. El nuevo perjudicaba a Kimberley y favorecía a su hijo mayor, James, si éste aparecía en un periodo de seis meses después de su muerte.
A la prensa le había encantado aquel nuevo episodio en la siempre emocionante saga de la familia Blackstone y se habían barajado varios candidatos, entre ellos, Javier Chaves, el hermano de Mateo.
—Veamos —continuó—, debes de tener más o menos su edad, unos treinta y cinco años. Y he oído que creciste en un hogar de acogida.
Él se puso tenso y la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada.
Pedro no dio señal de estar de acuerdo o en desacuerdo, pero algo la llevó a añadir:
—¿Qué pasó? ¿Fuiste a verlo con tu teoría y él se rió de ti y te echó de la habitación?
Pedro se quedó inmóvil un momento, luego puso una mano al lado de su pierna y se levantó, cerniéndose sobre ella. Olía a sudor, a jabón y a deseo. Colocó la otra mano al otro lado.
Estaba atrapada.
Lo vio bajar el rostro hacia el suyo.
—Estás equivocada, Paula —le dijo él en tono suave, mientras le lanzaba una mirada de advertencia y de deseo al mismo tiempo.
Paula pensó que había ido demasiado lejos con aquella estúpida broma.
—No soy el hijo perdido de Horacio —murmuró Pedro, acercándose todavía más—. Porque si lo fuera, jamás haría lo que voy a hacer.
Paula supo qué era lo que iba a hacer. Lo vio venir y no pudo moverse. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás y clavar las uñas en el tronco para agarrarse. Hasta que él cruzó el último milímetro que los separaba, el punto de no retorno.
Si hubiese estado de pie, se le habrían doblado las rodillas con el primer roce de sus labios. Se miraron a los ojos hasta que Pedro empezó a jugar con sus labios, con su lengua. La besó con firmeza, sin tocar ninguna otra parte de su cuerpo, pero invadiendo todos sus sentidos. Y Paula pensó que aquélla era la primera vez que la besaban de verdad en toda su vida.
Ella no habría podido parar aquel beso, pero fue Pedro quien se separó de repente y la dejó allí sentada, sin aliento.
—¿Te ha parecido el beso de un primo, Paula? —le preguntó sin dejar de mirarla.
Ella todavía estaba intentando recuperar el sentido común y la dignidad cuando lo vio marcharse corriendo.
Notó que le dolía el dedo corazón y se lo llevó a la boca para intentar sacarse la astilla que se le había clavado.
Se sentía completamente perdida.
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