domingo, 14 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 15
Pedro decidió que el día siguiente se lo tomarían libre para celebrar los resultados de la subasta.
Cuando Paula salió de la ducha él ya lo había preparado todo y una hora más tarde estaban en Port Douglas Marina, subiéndose a un catamarán de diez metros de eslora.
Navegaron hasta Low Isles y bucearon por el impresionante jardín submarino de la Gran barrera de arrecifes de coral. Al final de la mañana la zona estaba atestada de turistas y decidieron ir a una pequeña ensenada para disfrutar del almuerzo que iba incluido en el alquiler del barco.
El tiempo era perfecto, hacía sol y el mar estaba tranquilo. Y Pedro se puso muy contento al darse cuenta de que, en el agua, la humedad ya no lo molestaba. O eso, o se había acostumbrado.
—Esto sí que es vida —dijo Paula apareciendo del camarote bajo cubierta con su vestido verde lima.
A Pedro le gustaba más en biquini, pero tenía una piel tan sensible que se quemaba enseguida. Y, al menos, ya sabía lo que había debajo de aquel vestido. Así tendría algo que hacer más tarde: quitárselo.
Le ofreció un plato y una copa y ella se sentó y suspiró de placer.
—¿Es la primera vez que navegas? —preguntó Pedro.
—Sí. A Horacio no le interesaban los barcos.
Pedro se metió un canapé de queso en la boca.
—¿Os llevabais bien?
—¿Con Horacio? —Paula lo pensó—. Casi todo el tiempo. No le importaba dar su opinión sobre mi ropa, mis amigos, mi música y todo lo demás, pero supongo que tenía derecho. Al fin y al cabo, era él quien lo pagaba todo.
Descorchó la botella de vino blanco y se la tendió a él.
Pedro tenía la boca llena, pero negó con la cabeza y levantó una botella de agua.
—Conmigo se portaba mejor que con los demás. Supongo que porque sabía que yo no iba a arruinarle la empresa.
—Te compró la tienda, ¿verdad?
—Me hizo un préstamo. Ya casi lo he devuelto todo.
—¿Por qué crees que nunca se casaron? —preguntó Pedro, que de verdad quería saber por qué el muy cerdo nunca había reconocido públicamente que Paula era su hija.
—¿Quiénes?
—Tu madre y Horacio.
Ella dio un trago de vino y frunció el ceño.
—¿Por qué iban a casarse? Él era su cuñado.
—Es evidente que se gustaban, si no, no habrían estado juntos todos esos años —reflexionó Pedro en voz alta.
—Eran como una pareja que llevase casada toda la vida, supongo, cuando él no estaba por ahí con alguna mujer.
—Y ella nunca se marchó.
Pedro no conocía a Sonya Chaves, pero la prensa había especulado en muchas ocasiones sobre su relación con el mujeriego Horacio Blackstone. Y, por mucho que la familia lo negase, también se había debatido mucho acerca de si él era el padre de Paula.
—Sé que todo el mundo pensaba que mi madre era su amante —comentó Paula de mal humor—. Llevo toda la vida soportando miradas y comentarios de gente escandalizada. Pero mi madre tiene mucha más clase que toda esa gente.
—¿Y tú?
—Horacio no es mi padre. Mira, sé que lo odias y que tenía… sus defectos. Pero cuidaba de nosotras —bajó la mirada y tomó un trozo de jamón del plato—. Algo que no hizo mi padre de verdad.
—¿Qué es…?
—¿A quién le importa quién sea? —replicó Paula—. En cualquier caso, a él le da igual.
Pedro levantó la mano y recordó que las pelirrojas tenían fama de tener mucho carácter.
—Lo siento, creo que es un tema delicado, ¿verdad?
La comprendía, pero seguía queriendo saber si era la hija de Horacio.
—Más que delicado, aburrido. Mi padre no nos quiso. Eso es todo —miró hacia el mar, enfadada, y los rayos de sol hicieron brillar su pelo—. A mí no me habría importado que Horacio fuese mi padre. Al menos, él estuvo siempre ahí para nosotras.
Pedro supuso que debía sentirse culpable. Al fin y al cabo, haberse acostado con Paula no había sido ganarle una batalla al viejo. No obstante, se sentía estupendamente.
Entonces, la vio sonreír de oreja a oreja, estirar las largas piernas y acercarse a la cesta de comida.
—¿Quién te enseñó a navegar?
—Mi padre.
Pedro había pasado muchos sábados por la mañana navegando hasta que sus padres decidieron que el barco era un lujo y que era mejor gastarse el dinero en otra cosa.
—¿Fue muy duro crecer en un hogar de acogida?
—¿Duro? —sonrió—. A veces. Sobre todo, había mucho ruido. Las puertas estaban abiertas más o menos a todo el mundo. Dudo que mis padres supiesen cuántos niños había en casa en cada momento.
—¿Y cuánto tiempo estuviste con ellos? —preguntó Paula, confundida.
Pedro se rascó la cabeza.
—Toda mi vida. Creo que lo has entendido mal. No fui yo quien crecí en un hogar de acogida, sino el resto de los niños.
—Ah, ¿tus padres tenían una casa de acogida?
—Algo así. Tenían una casa muy grande en Newtown, con muchas habitaciones, casi todas más o menos destartaladas, y una cocina enorme.
—Jamás habría imaginado que hubieses crecido así.
La vio volver a su asiento, pero su aroma a flores se quedó allí.
—¿Y qué habías imaginado?
Paula sonrió.
—Una enorme mansión con mayordomo. Todo el mundo vestido de gala para cenar y hablando de manera muy educada —se encogió de hombros—. Lo siento, pero eres demasiado fino.
Pedro rió.
—A mis padres eso les habría hecho mucha gracia. Son las personas menos pretenciosas que conozco. Fueron hippies y tienen una gran conciencia social. No les importa el dinero ni las comodidades, sólo compartirlo todo con personas más desfavorecidas —hizo una pausa—. Seguro que se avergüenzan de mí, semejante capitalista. Aunque casi todos los meses me llaman porque están recaudando fondos para alguna obra social.
Ella cruzó las piernas y el gesto lo dejó embelesado. ¿Cómo era posible que lo tuviese así? Era siete años más joven que él, pero ése no era su encanto. La encontraba a su misma altura en madurez e inteligencia.
—Supongo que has visto cosas muy tristes.
—Los niños son muy egoístas —comentó él abriendo la botella de agua—. Estaba demasiado ocupado marcando mi territorio.
—¿Fue así como te rompiste la nariz?
—Sí —contestó él, sonriendo con resignación—. Fue Rafael Vanee quien me la rompió.
—¿Rafael? —repitió ella, dando un salto.
—¿Lo conoces?
Al fin y al cabo, era normal que lo conociese. Era uno de los emprendedores más conocidos de Australia, su mejor amigo y un hombre al que le gustaban mucho las mujeres. No supo si le gustaba la idea de que Paula y Rafael se conociesen.
—No mucho. Hemos coincidido un par de veces. Estaba en la boda de Kim y Ric, con Briana Davenport, antes de que estuviese con Javier.
Pedro asintió, más tranquilo.
—Conozco la historia.
—Cuéntame lo de la nariz —le pidió Paula.
—Cuando llegó, no nos llevábamos demasiado bien.
—¿Rafael Vanee se crió en un hogar de acogida? —preguntó ella con incredulidad.
—No exactamente. Tenía a su madre, pero tuvo problemas con su padrastro. Se escapó de casa y buscó un trabajo en la ciudad, pero las cosas no salieron como él había esperado. Mis padres se lo encontraron un día en la calle y lo llevaron a casa.
De adolescente, Pedro ya estaba acostumbrado a compartir sus cosas, pero le gustaba que se las pidiesen bien. Y Rafael no era de los que preguntaban. Su pelea fue épica y, cuando terminaron, ninguno de los dos se mantenía de pie. Aquél fue el principio de una larga y valiosa amistad.
—Es mi mejor amigo. Él, y Lucy, mi hermana de acogida. Abusaron de ella desde muy pequeña, vino a vivir con nosotros cuando tenía ocho años y se quedó. Ahora vive en Londres.
—¡Qué horror! ¿Cómo es posible que haya personas que se comporten como monstruos?
—Supongo que la gente no es así por naturaleza —comentó él, pensativo—, pero quien no quiere hijos, no tiene por qué tenerlos.
Paula asintió con tristeza. Aquél era un tema que la tocaba muy de cerca.
—¿Todo eso ha hecho que no quieras tener hijos? —su voz se quebró al ver que él se ponía serio—. Lo siento, Pedro—añadió, incómoda.
—No pasa nada. Estuve casado, sí.
—Me he acordado justo después de hacerte la pregunta. Estuviste casado con Laura Hartley, ¿verdad? Lo sé porque fue a clase con Kim. Yo soy de un par de promociones después.
—Ah —él asintió—. No lo sabía.
—Lo siento —repitió Paula—. Ahora recuerdo haber oído que murió.
Pedro posó la mirada en el mar.
—Nos casamos cuando todavía estábamos en la universidad. Laura quería ser trabajadora social, mientras que sus padres preferían que encontrase un marido rico —sonrió con amargura—. Cuando se vino a vivir conmigo a un barrio humilde, su familia la repudió.
—¿A qué se dedicaba su familia? Creo que tenían tiendas por todo el país, ¿no? Me parece que eran amigos de Horacio.
—Tejidos de decoración —contestó él, sintiéndose de nuevo enfadado al oírla nombrar a Horacio. Tal vez no hubiese causado su muerte, pero había influido en cómo se había sentido Laura durante sus últimos días de vida.
—¿Cuántos años tenía cuando murió?
—Veintiséis. Fue muy rápido, sólo pasaron un par de meses desde los primeros síntomas.
—Lo siento mucho —repitió ella, mirándolo con comprensión.
—No lo sientas. No cambiaría esos años por nada del mundo —se sirvió un poco de vino—. A ella le encantaba nuestra vida, mis padres. Le encantaba que los niños de la calle viniesen a vivir a casa. En cuanto me despistaba, estaba sentada en un rincón, hablando con alguno. Y ellos confiaban en Laura, se lo contaban todo —miró el vino, lo hizo girar y se lo bebió de un trago—. Y eso es todo. Podía haber ido a muchas partes, haber ayudado a muchas personas. No entiendo por qué tuvo que morir.
No podía entender que no hubiese podido salvarla.
Se frotó la barbilla. Una parte de él siempre amaría a Laura o, más bien, amaría aquella época de su vida, cuando todavía era joven y lo suficientemente tonto para creer que algo podía durar siempre, que Laura y él eran invencibles.
Pero Horacio Blackstone había empañado sus recuerdos. Y eso nunca se lo perdonaría.
Intentó tragarse el nudo de amargura que tenía en la garganta.
—¿Quieres saber por qué odio tanto a Horacio? Porque el muy cerdo estropeó las últimas semanas de vida de Laura.
—No sabía que la conociese —comentó Paula, que había palidecido.
—Y no la conocía, pero, tienes razón, era amigo de los Hartley. Después de que la Asociación mundial del diamante votase contra él, hizo todo lo que estuvo en su mano para manchar mi nombre. Eso no me importó, podía cuidar de mí mismo. Laura siempre había tenido fe en que sus padres terminarían aceptando nuestro matrimonio, pero Horacio estuvo metiendo cizaña, llenándolos de odio, y ellos nos dieron la espalda a pesar de que Laura se estaba muriendo.
Paula se quedó boquiabierta, consternada, y apartó la vista de él, como si no soportase mirarlo a la cara.
—Cuando me di cuenta de que no iba a poder vencer el tumor, fui a ver a sus padres, les rogué que viniesen. Pero me echaron de su casa. Me dijeron que Horacio se lo había contado todo de mí, que no era de fiar, que sólo me interesaba su dinero —echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente—. Ni siquiera permitieron que muriese en paz.
—No… no lo sabía.
¿Cómo iba a saberlo?
Después de desahogarse, su enfado desapareció, como siempre. Paula no tenía la culpa de nada.
—Ellos no se la merecían, Pedro —comentó ella en voz baja—. Tú, sí.
Él suspiró y pensó que Paula tenía sus propios problemas. Él, al menos, había tenido el apoyo de su familia, mientras que ella daba la sensación de no haberse sentido nunca parte de una familia de verdad. Descubrió su vulnerabilidad, su inseguridad. Su soledad, la necesidad de pertenecer a alguna parte. Y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no se fijaba en esos detalles.
Aquél era un día extraño, un día poco frecuente. Paula estaba sexy, divertida, ocurrente.
Disponible. ¿Qué hacía él regodeándose en el pasado? En cualquier caso, se había sentido liberado al contárselo todo a ella y darle una perspectiva diferente de su tío Horacio.
Pedro jamás olvidaría ni perdonaría, pero podía no pensar en ello. Eso era lo que hacía el tiempo. Y el hecho de que Paula no fuese hija de Horacio tenía que ser una buena señal.
Dejó su copa y sintió haberla puesto triste.
Quería volver a disfrutar del calor de su sonrisa, o tal vez darle él mismo calor. Le tendió la mano y ella sonrió con comprensión y lástima. Se inclinó a besar su piel suave y fragante justo debajo del lóbulo de la oreja y notó cómo se le aceleraba el pulso.
Pedro se recordó que lo suyo era sólo sexo. Un sexo increíble, sin complicaciones, que les hacía sentirse bien y que, si ninguno de los dos esperaba nada más, no podía causar ningún daño.
Levantó la cabeza y la vio sonriendo. La ayudó a levantarse y la llevó abajo, al camarote, mientras la iba desnudando por el camino. Fue probando cada centímetro de su piel, que sabía a sal. Hizo que estuviese erguida, con los pies apoyados en el suelo, y le hizo el amor con la boca. Y la amargura de él y las inseguridades de ella desaparecieron cuando la dejó en la cama, la penetró y la miró a los ojos, y volvieron a ser uno con el balanceo del mar.
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