sábado, 13 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 13



Ella perdió la noción del tiempo. Se ofrecieron dos millones más, ella dio otro trago de coñac y sintió que se le endurecían los pezones al saber que Pedro no perdía detalle de sus movimientos. 


En vez de dejarle el vaso encima de la mesa, la rodeó y se apoyó en ella, a su lado. Pedro se giró un poco para ponerse enfrente, sin dejar de mirarla a los ojos.


Catorce millones de libras.


Paula tragó saliva.


Catorce millones doscientas mil. Paula se aclaró la garganta y dio otro trago más.


Catorce millones quinientas mil. Le dio la sensación de que la habitación se movía, tal vez por culpa del licor. Y Pedro Alfonso seguía tan tranquilo mientras que, para ella, la tensión era insoportable.


Sintió un cosquilleo en la piel de la garganta y se la frotó. Estaba nerviosa y preocupada por él. 


Pensó que no soportaría ver a Pedro perder el cuadro, no después de que ella se sintiese tan implicada, tan consciente de su mirada.


Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A la una. Paulai se mordisqueó la uña del dedo pulgar, rezando. Hasta le costaba respirar. 


Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A las dos. Paula contuvo la respiración. ¡Conseguido!


¡Todo había terminado! Pedro había ganado la subasta.


Expulsó el aire que había mantenido en los pulmones y se sintió emocionada. Dio un salto en el aire y levantó los puños en señal de victoria. Por primera vez en muchos minutos, tal vez en una hora, Pedro había dejado de mirarla y estudiaba la carpeta que tenía encima del escritorio. Tenía los hombros rígidos.


—Enhorabuena, señor Alfonso, y gracias por participar.


—Gracias, Maurice —hizo una pausa, como si quisiese añadir algo, pero luego miró a Paula a los ojos—. Gracias —repitió, y apretó los dientes.


Luego, colgó el teléfono y se levantó, la agarró por la cintura y la apretó contra su cuerpo.


Ella lo abrazó por el cuello y se pegó a él, hundiendo la cara en su hombro.


Paula deseó que la mordiese en el cuello. Nunca había estado tan excitada y no podía evitar pensar en las consecuencias, en otras mujeres, en su corazón, en el odio que Pedro sentía por Horacio.


Él, como si hubiese oído su ruego, le mordisqueó la garganta un momento antes de besarla en los labios. El sabor a cuero y a coñac le llenaron la boca. Y notó la dureza de su erección contra sus muslos.


Dejó escapar un grito ahogado y se apartó, pero su lengua la azotó, sus dientes chocaron, y notó que él la agarraba del trasero, obligándola a echarse hacia delante. Luego, bajó la mano por la bata, acariciándole la parte de atrás del muslo, y se la levantó para enrollársela a la cadera. Paula deseó desesperadamente entrar en contacto con él.


Sintió que perdía el control cuando Pedro empezó a frotar la parte interior de su muslo con el de él. Tembló de placer contra su cuerpo y confió en que estuviese sujetándola bien.


Pedro le desató la bata, enredó una mano en su pelo y le levantó la cara.


—¿Más? —lo oyó decir.


—Sí —Paula tomó aire y sintió que empezaba de nuevo a enloquecer.


Metió las manos por dentro de su camisa y acarició su piel suave. El tranquilo Pedro Alfonso estaba sudando. Había conseguido reducirlo a un animal salvaje, desesperado por copular, nada que ver con el hombre de negocios fino y sofisticado que era.


¿De dónde había salido aquella mujer libertina, que utilizaba uñas y dientes, que deseaba que le metiesen la lengua en la boca, como si fuese la droga a la que era adicta? Le gustaba el sexo, pero sólo cuando lo practicaba con alguien que le importaba de verdad.


—¡Hazlo! —exclamó, desesperada por tenerlo por completo.


—¿Crees que tengo algún control sobre esto? —preguntó él con voz entrecortada—. Lo perdí cuando entraste en la habitación.


La única respuesta que pudo darle ella fue frotar sus pechos contra su torso una y otra vez mientras intentaba bajarle los pantalones. Hasta conseguirlo y dejar al descubierto toda su masculinidad.


Lo vio llevarse una mano a la frente.


—¿Mi cartera?


Recogió los pantalones y buscó en los bolsillos, sin éxito. Después abrió el cajón que había en el escritorio, donde estaba la cartera.


Paula dio gracias de que él se hubiese acordado, porque a ella ni se le había ocurrido pensar en la protección, y tomó el preservativo para extenderlo por su sexo con una dedicación que hizo que ambos contuviesen la respiración durante unos segundos. La verdad era que Pedro estaba muy bien dotado. Lo oyó gemir y notó que le agarraba la mano con fuerza. Paula pensó que aquel hombre agitado, sudoroso y despeinado podía llegar a gustarle. 


Aunque lo que necesitaba en ese momento era que fuese suyo.


Entonces él le cubrió los pechos con ambas manos y le robó la respiración con la boca, y el ojo de la tormenta continuó avanzando, haciéndolos caer de nuevo en un estado de frenesí sexual.


Pedro la sujetó con firmeza con una mano mientras con la otra limpiaba la superficie de su mesa. Ella se sentó y lo atrajo hacia sí con piernas y brazos. Y el aire se llenó de gemidos y suspiros. Pedro la agarró por las caderas y la echó hacia delante. Su calor se fundió con el de él cuando la penetró. Por un segundo, la impresión y el placer de tenerlo dentro la paralizó. Después se irguió, apretó las piernas alrededor de su cintura y se preparó para el viaje de su vida. Él mantuvo un brazo debajo de ella, para protegerla de la dura mesa, y hundió la otra en su pelo mientras la besaba.


Una vez unidos sus cuerpos y sus labios, Paula se entregó por completo a un acto tan intenso, tan lleno de fuego y de brillo como el diamante del piso superior, mientras se preguntaba si sobrevivirían o entrarían ambos en combustión.


El orgasmo la golpeó, haciendo que flaquease y perdiese el ritmo. Relajó las piernas y gimió de placer. Pedro se irguió un poco y la levantó más para cambiar de ángulo y seguir dándole placer. 


La sensación fue tan intensa que Paula volvió a dejarse llevar por una sensación que parecía interminable, cada vez más viva. Pero aguantó y volvió a abrazarlo con las piernas hasta que notó que la sujetaba de manera diferente, que sus brazos se ponían rígidos y sus manos la agarraban con menos fuerza. Pedro la levantó un poco del escritorio, echó la cabeza hacia atrás y gimió durante unos segundos. Luego, se dejó caer encima de ella.



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