lunes, 8 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 44



Pedro todavía estaba hundido en el sillón de la sala, cuando oyó las voces y risas de los niños. Irrumpieron en la casa como una manada de elefantes.


—¿Quién ha dejado la puerta abierta? —gritó Belen.


—¡Pedro! ¡Hola! —exclamó Guillermo con su fuerte vozarrón—. Hemos vuelto un poco antes de lo previsto.


«Para que luego digan que al que madruga, Dios le ayuda», pensó Pedro. «Bueno, cuantos más seamos, mejor». No tenía ni fuerzas para contestar.


—Ha sido culpa de Kevin —acusó Simon—. Se cayó dos veces en la fuente del parque, y ya no teníamos más ropa seca.


—Es que soy un pez, y los peces no se visten.


—¡He vuelto! —les saludó Ana.


—¡Mamá! —gritaron los tres niños a la vez, saliendo disparados hacia el salón y abrazándola con cariño.


—Yo también os he echado de menos —dijo, cuando los niños se apartaron un poco.


—Oye… ¿cómo es que has vuelto tan pronto? —preguntó Belen dirigiendo una mirada preocupada a su tío.


—Nunca debería haberme ido. Por lo que veo, no se os puede dejar a los tres solos… A los cuatro —se corrigió inmediatamente.


Oyeron un bocinazo delante de la puerta. Pedro se asomó a la ventana y vio un taxi aparcado frente a la casa. Sin duda lo había pedido Paula Se le cayó el alma a los pies.


—Fue idea del tío Pedro —se defendió Simon.


—Ya, ya lo sé. Pero os lo advierto: tendréis que entregar cualquier soborno que os haya prometido a los niños pobres.


—Pero es que yo ya me lo he comido —dijo Kevin.


—Entonces, tendremos que pensar en algo especial para ti, señor Tragonete.


—No soy un tragón, soy un tiburón —Kevin ladeó la cabeza y se puso a hacer como si nadara por toda la habitación, hasta que chocó con el estómago de su tío.


Pedro estaba sumido en la angustia, y a la vez pensaba que tenía que hacer algo para evitar como fuera la desgracia que se cernía sobre él.


—¿Dónde está Paula? —preguntó Belen.


—Se marcha —dijo la misma Paula bajando las escaleras. Ni siquiera miró a Pedro al pasar a su lado—. Siento cualquier incomodidad que haya podido causar a tu familia —se disculpó con Ana.


—Nada de eso —la interrumpió Pedro—. Soy yo el que lo siento. Ya sé que crees que te miento, pero es la pura verdad. Mentí a la revista, pero todo lo que te he dicho a ti es cierto.


—Has mentido a miles de lectores, por si no te habías dado cuenta… Y una vez acostumbrado a mentir, dudo que te importe mucho hacer lo mismo con una simple editora… perdón, ex editora.


—¡Claro que me importas! Te quiero como nunca he querido a nada ni a nadie antes. No quiero perderte. ¡Te amo!


Paula parpadeó. Se lo quedó mirando hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas y notó que los labios le temblaban. Su expresión se dulcificó durante un instante, apenas un segundo, antes de que volviera a apretar la mandíbula y parapetarse detrás de sus defensas.


—Bueno, no te preocupes, lo superarás… Sin embargo, has perdido una cosa que te importa mucho: has perdido tu trabajo, señor Garcia. Y lo más gracioso es que me has hecho perder el mío.


—¡Eso no tiene por qué ser así! Yo lo arreglaré todo. Escribiré un artículo más, uno de despedida. Diré que lo dejo por… razones personales. Tú seguirás con tu trabajo y yo desapareceré del mapa. Me dedicaré a escribir el libro del que hablamos.


—Ese sobre las relaciones familiares desde la perspectiva de un padre solo.


—Sí… bueno, desde la perspectiva de un hombre. Seguro que funciona. Todo el mundo estará contento, y seguro que, además, consigues ese ascenso.


—Claro, si mantengo la boca cerrada y te ayudo a mantener tus mentiras, ¿no? No es más que otro de tus chantajes, Pedro


—Ya te dije una vez que no subestimes el poder de un buen soborno —Pedro se acercó a ella y le asió por los hombros con manos temblorosas. 


Notó que ella se ponía a temblar también, todavía sentía algo por él. Todo iba a salir bien después de todo. Entendería que no quería hacerle daño, que, en realidad, nunca le había mentido.


La sonrió, mirándola directamente a la cara, al fondo de aquellos ojos azules.


—Bueno, ¿qué dices Paula Esther?


La mirada de la joven se volvió fría como el acero. Iracunda, alzó la mano, pillándole por sorpresa y le propinó un puñetazo en la barriga. 


Con un gemido, Pedro se dobló en dos.


—Para ti soy P.E., idiota —se dio la vuelta, levantó sus maletas y salió sin mirar hacia atrás.




domingo, 7 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 43





Paula arrojó sus cosas de cualquier manera en la bolsa de viaje y en la maleta y las cerró con decisión. Reunió todas las notas que había tomado y las tiró a la papelera sin más contemplaciones; detrás fueron las citas de cassette donde había grabado las entrevistas.


—Mentiras y nada más que mentiras —Pedro le había mentido. El dolor y la decepción se repartían su corazón a partes iguales. Ella había creído en él y él le había traicionado—. Es igual que los demás —no, era aún peor que el resto, mucho peor. Era un maestro del disfraz y la mentira.


Recordó lo ocurrido la noche anterior, la forma en que se había dejado llevar en sus brazos, en su calor, en su amor… No, nada de amor. Lo único que había habido era pura pasión carnal, lujuria en estado puro. Ese era el único sentimiento del que Pedro Garcia era capaz: lo único que había pretendido era enrollarse con la jefa.


—Garcia —casi escupió. El nombre mismo no era más que una falsedad.


¿Cómo había podido…? ¿Y cómo había consentido ella?


—Estúpida, estúpida, estúpida —sabía mejor que nadie que había que pagar un precio muy alto por el atrevimiento de mezclar los negocios con el placer.


Cuando se dio cuenta de todo lo que había perdido fue como si le sacaran hasta la última gota de aire de los pulmones. Se apoyó en uno de los postes de la cama. Al «Segador» le encantaría ponerla de patitas en la calle, pero no sin antes haberla ridiculizado delante de todos sus compañeros.


No iba a darle aquel placer. Y tampoco se iba a limitar a presentar su renuncia y salir por la puerta falsa. No, iría con la cabeza bien alta al encuentro del verdugo. Ella misma se encargaría de proclamar el fraude al día siguiente, durante la reunión semanal. Asumiría su responsabilidad en aquel desdichado incidente y después presentaría su cese. Que se atrevieran a reírse en su cara. Estaba preparada para defenderse; ya había sufrido las suficientes humillaciones y malos tragos en la vida, podría soportarlo.


Lo único con lo que no era capaz de enfrentarse era con el dolor que Pedro le había asestado en el corazón.


—Debo conseguirlo —se dijo rechinando los dientes. Y sabía que lo haría.


Paula sacó el móvil de su bolso y llamó a información. No tenía ganas siquiera de esperar a que Flasher regresara. Pidió un taxi, se vistió y se quedó esperando, sentada en la cama.




EN APUROS: CAPITULO 42




Pedro apuró la segunda taza de café casi sin darse cuenta. Paseaba sin descanso de un extremo a otro de la habitación. Su cuerpo se distraía con aquel ejercicio, pero su mente continuaba tan espesa como el puré de patata. 


Dejó la taza en la encimera y se enfrentó con la nevera.


—Escucha, Paula, tengo algo importante que decirte —empezó animoso. Pero enseguida se detuvo, sacudiendo la cabeza: no, aquello sonaba demasiado seco. Tomó aire y comenzó de nuevo—. Paula, hay veces que a un hombre no le queda más remedio que… ¡Maldita sea! —demasiado cursi.


Se aferró al pomo de la puerta con ambas manos, intentando que los músculos de su cara reflejaran la expresión más sincera posible.


—Paula: yo… Yo… —lo que necesitaba era un toque de emoción, algo que le llamara la atención y le llegara directo al corazón.


Pedro asió los extremos de la nevera, imaginándose que eran unos hombros, los de ella. Con toda la pasión y sinceridad de las que fue capaz espetó:
—Te quiero.


—¿Tengo que ponerme celosa? —oyó que preguntaba Paula a sus espaldas.


Pedro dio un brinco tal que tambaleó incluso el refrigerador. Se dio la vuelta en redondo, apoyándose en la puerta, intentando recuperar la calma en un tiempo récord.


Llevaba puesta una camisola que usaba para dormir, negra, como el resto de su guardarropa, aunque por una vez no tenía ni que preocuparse por cómo le sentaba. La prenda le llegaba a la mitad del muslo, y tenía una abertura tan amplia que dejaba al descubierto el hombro izquierdo y buena parte del escote.


—Paula, yo no quería… no sabía…


—Pues lo he oído todo. ¿Así que ligando con otra, después de lo que acaba de pasar entre nosotros? —replicó burlona. Atravesó la estancia y se plantó de jarras delante de él.


—Er… No, no. Solo estaba practicando —Pedro se agachó para besarla.


Ella le devolvió el beso con tanta fuerza que él sintió que el corazón le latía como una ametralladora. Deseaba hacerle el amor en aquel mismo instante, allí mismo, en la cocina, contra el maldito refrigerador. Pero no podía. 


Tenía que decirle antes la verdad.


Se separó de ella, poniendo entre ambos una distancia prudencial. Al principio ella se rió, pero al ver que la cosa iba en serio, se quedó callada.


—Paula… —empezó, pero fue incapaz de añadir nada más. Tenía un horrible nudo en la garganta.


—Quieres a otra, ¿verdad? —le interrumpió la joven angustiada—. Por favor, dime que es la nevera. Es fea y gorda, creo que eso podré soportarlo.


Le hubiera encantado echarse a reír y abrazarla, pero sabía que si lo hacía no le diría nada. 


Dejarían de comunicarse… al menos con palabras.


—Paula, tenemos que hablar.


—¿Hablar? ¿Y por qué me estás poniendo tan nerviosa? —tomó aire con fuerza, de manera que la forma de sus senos quedó claramente marcada por debajo de la ligera prenda que llevaba—. Muy bien, hablemos entonces. A fin de cuentas, no lo hicimos mucho la pasada noche, ¿no?


Pedro tenía las palmas sudorosas, sentía como si tuviera la lengua pegada con pegamento al cielo del paladar.


—Te… tengo que decirte una cosa… espero que lo comprendas… Yo…


Un ruido del exterior lo interrumpió. Fue como si algo pesado hubiera caído sobre el porche. 


Sonó el timbre de la puerta: una, dos, hasta tres veces en rápida sucesión.


No esperaban a los niños hasta unas horas después. Y tampoco podía ser Flasher. Pedro decidió hacer caso omiso del timbre. Quienquiera que fuese acabaría por marcharse. Se aclaró la garganta y empezó otra vez.


—A veces, a un hombre no le queda más remedio que hacer o decir algo de lo que sabe positivamente que después se arrepentirá…


—¡Oh! No me digas que este es uno de esos discursos tipo olvidemos—lo—ocurrido—la—pasada—noche, no podría soportarlo —Paula empezó a morderse el pulgar con furia.


—No, nada de eso, lo que quiero decirte es que… El timbre sonó otra vez, esta vez sin interrupción, como si se hubiera quedado pegado el dedo de alguien.


Pedro suspiró.


—Será mejor que vaya a ver quién es. Espérame aquí.


Tal vez la interrupción no fuera mala cosa después de todo: le daría un poco más de tiempo para pensar cómo decírselo. Se encaminó al recibidor bastante animado, sentimiento que se disipó en cuanto abrió la puerta y se topó con dos maletas que le resultaron muy familiares… y que se suponía que estaban de vacaciones junto con su dueña en un famoso balneario.


No pudo ni moverse, ni respirar siquiera.


—No te quedes como un pasmarote, ¡ayúdame! —dijo Ana metiendo parte del equipaje en el recibidor.


—¡Ana! —medio gritó, medio gimió.


Ella se detuvo, mirándole con asombro.


—¡Pedro! —exclamó imitándole.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—¿Tú que crees? Anda, ayúdame antes de que me hernie.


Pedro levantó las dos maletas y las dejó al pie de las escaleras antes de volver a enfrentarse con su hermana.


—¿Por qué has vuelto? —le espetó.


—Vivo aquí, se supone que puedo regresar cuando me dé la gana. Y no me eches la bronca por volver antes de lo previsto: echaba de menos a los niños… y no podía dejar de sentirme culpable por haberte dejado a cargo de todo, con todas las responsabilidades, mientras yo me daba la gran vida, con baños de barro, ensaladas bajas en calorías y todo eso… —le dio un cariñoso pellizco en la mejilla antes de continuar—. Además, quería asegurarme de que la casa no había ardido.


—Ya ves que no.


—¿Y cómo está la cocina? Voy a verla ahora mismo.


Intentó encaminarse hacia allí, pero él se lo impidió, empujándola hacia la sala de estar.


—No puedes entrar ahí.


—¿Y por qué no? —replicó Ana levantando la voz unos cuantos decibelios.


—Chiiiissst —le instó Pedro aparatosamente.


—¿Tan mal está? ¿Qué ha pasado con mi cocina, Pedro? ¿Y por qué quieres que me calle? —preguntó, en voz más alta incluso.


—¿Pedro? ?¿Estás bien? —Paula apareció en el umbral con una fregona en la mano. Su negro camisón colgaba como la túnica de un gladiador y le daba aspecto de princesa guerrera.


Pedro lanzó un gemido.


Las dos mujeres se miraron unos instantes, esperando que él hiciera las presentaciones.


—Ana, esta es Paula. Paula. te presento a Ana —dijo de mala gana.


Las dos se saludaron con un gesto, sin apartar la vista la una de la otra. Pedro empezó a notar gruesas gotas de sudor cayéndole por la sien, el miedo puro atenazándole el corazón. Deseó que la tierra le tragara.


—Soy su hermana —explicó Ana rompiendo al fin el incómodo silencio.


—¿Ana? ¡Ah, sí, claro! —colorada hasta la raíz del pelo, Paula estiró los bordes del camisón, intentando infructuosamente darle un aspecto más decente.


—¿Y tú eres…?


—Su editora —replicó muy digna, recuperando como por arte de magia su aplomo.


«Ya está de vuelta la mujer de hierro», pensó Pedro, sin dejar de asombrarse ante tan súbita transformación. Pero, sin embargo, no dejó de notar una pequeña diferencia: aunque parecía tan segura de sí misma como solía, esta vez no se había recubierto con su habitual coraza. El corazón le rebosó de orgullo al darse cuenta.


—No sabía que los editores tuvieran que dedicarse también a las labores domésticas —observó Ana señalando la fregona que Paula llevaba en la mano.


La joven la soltó de inmediato con una tímida sonrisa.


—Oí los gritos… pensé que había algún problema.


—Pues no abandones tan rápido esa teoría, querida —Ana se volvió muy seria hacia su hermano—. Pedro ¿puedes explicarme qué está pasando aquí? ¿Dónde están mis niños?


—¿Tus niños? Pe… pero si son los hijos de Pedro.


—Su ex esposa se moriría de risa si te oyera, querida. Esa mujer odiaba los niños —respondió Ana.


—Ya ha muerto —rebatió Paula con voz débil.


—Perdona, pero hasta donde yo sé, la ex esposa de mi hermano está viva y goza de buena salud, gracias sobre todo a la pensión que él le pasa. Belen y los chicos son hijos míos y, como bien puedes ver, estoy vivita y coleando… aunque si llego a pasar otro día más a base de brotes de alfalfa y tofú…


—Pero él me dijo… —parecía tan confundida que a Pedro se le partió el corazón. Cuando se dio cuenta por fin de la magnitud de la farsa, el rostro de Paula pareció romperse en un millón de pedazos. Cuando por fin lo miró, sus ojos eran de un azul gélido y su expresión como la de una máscara de piedra.


—Puedo explicártelo todo… —empezó Pedro, desolado.


—Soy toda oídos —replicó Ana.


Pero Paula se dio la vuelta, salió de la habitación y subió las escaleras hacia su cuarto. Pedro deseó salir tras ella, obligarla a que le escuchase, y, sin embargo, fue incapaz de moverse. Cuando por fin pudo hacerlo, ya era demasiado tarde. Oyó que cerraba la puerta del dormitorio con fuerza.


Se dejó caer en la silla más cercana, deseando desaparecer, desintegrarse.


—Muy bien: ahora mismo vas a explicarme qué ha pasado —le exigió Ana.


Pedro tomó aire, y se lo contó todo, sin omitir más detalle que lo ocurrido la noche anterior entre él y Paula Cuando acabó no se sentía mejor… de hecho, estaba destrozado, y la perspectiva de lo que iba a ser su vida de ese día en adelante no le ayudaba precisamente. 


Solo… Iba a estar completamente solo.


—Si Paula no te mata, lo haré yo —le amenazó su hermana—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando?


—Intentaba mantener mi trabajo.


—¿Y sabes lo que has conseguido?


—Sí, he conseguido que los dos perdamos nuestros puestos —y sabía lo mucho que Paula deseaba aquel ascenso. Casi no podía soportar el sentimiento de culpa.


—Y no contento con eso, has manipulado a los niños a tu antojo. Verás cuando los pille por banda…


—No seas demasiado dura con ellos. Ha sido culpa mía. Por lo menos, puedes estar segura de que han aprendido una valiosa lección: no merece la pena mentir. Nunca.


—Supongo que tienes razón —admitió Ana con un suspiro—, pero eso no impedirá que les eche un buen rapapolvo… Desde luego, tú eres el que merece el mayor castigo, pero me parece que bastante tienes con lo que tienes… —añadió compasivamente—. De todas formas, ya se me ocurrirá algo para que no se te olvide.


Encima eso: muy probablemente su hermana le obligaría a atiborrarse de verduras de ahí en adelante.


Se apretó las manos contra los ojos: la oscuridad que vio ante sí no era más que un anticipo de la fría e infinita soledad que le esperaba.


«Empieza a acostumbrarte, señor Viviendo y Aprendiendo».




EN APUROS: CAPITULO 41




Paula se despertó sintiéndose descansada y satisfecha. Apenas podía creer lo relajada y libre que se sentía… Y todo gracias a Pedro. Se dio la vuelta para tocarlo, pero no estaba allí. 


Sobresaltada, se sentó en la cama. ¿Habría sido todo un sueño? No, su lado de la cama estaba aún caliente, ella misma todavía sentía su calor dentro de sus entrañas. Entonces llegó hasta ella el aroma del café, que la hizo saltar de la cama contenta y feliz.


Le estaba haciendo el desayuno. Probablemente no sería más que una tostada y un tazón de cereales, pero era más que suficiente, sabiendo el amor con el que se lo estaría preparando. 


Amor. Por fin.


Había encontrado al hombre perfecto: pertenecía a Pedro, lo sabía. Lo había intuido desde el mismo momento en que se conocieron, por mucho que se hubiera pasado todo aquel tiempo intentando negárselo. El miedo y los prejuicios habían sido sus peores enemigos. 


Felizmente, había conseguido superarlos. Con la ayuda de Pedro ya no volvería a temer comportarse tal y como era, ser la auténtica Paula Esther otra vez.


Entendía perfectamente lo que se había perdido en su empeño por esconderse detrás de aquella armadura que simbolizaba el nombre que había elegido, P.E. Chaves. Nunca más. Gracias a Pedro y lo que él le había enseñado sobre sí misma, ya no volvería a necesitar esa armadura, nunca volvería a comportarse como si fuera otra persona.


Se quedó tumbada, muy contenta, dándose cuenta por primera vez del terrible esfuerzo que había hecho, de lo que le había costado mantener aquella ficción.


Y de repente, se acordó: en menos de una semana tendría que regresar a su mundo. Bien, a partir de aquel momento las cosas iban a ser muy diferentes. Paula Esther era tan fuerte y capaz como la mismísima P.E. Se acabó atiborrarse de pastillas y morderse las uñas: era una editora buenísima, la mejor, y lo demostraría sin necesidad de calzarse los guantes de hierro.


Y era Pedro el que se lo había enseñado: le había mostrado sus puntos fuertes y los débiles también. Ya no tenía miedo de enfrentarse al mundo, de ayudar y de pedir ayuda.


¿Podría él, por su parte, superar el dolor de la pérdida de su primera esposa? Esperaba que sí.


Había tantas cosas que deseaba… Y ninguna estaba relacionada con Modern Man, el ansiado ascenso, o la necesidad de demostrar que era la mejor




sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 40




Desde aquella primera vez, Paula no había hecho sino suspirar por otro beso y, sin embargo, nada le había preparado para la suavidad de aquel. Había esperado algo más salvaje, intenso, demoledor y, por el contrario, él había rozado suavemente sus labios, jugueteando, acariciando, hasta hacer del deseo algo insoportable. Ella se apretó a él y, poniéndose de puntillas, colocó sus caderas contra su cuerpo.


Al llegar a ese punto, Pedro se separó, le asió de la mano y la condujo fuera de la cocina, sin dejar de mirarla ni por un instante. Cuando llegaron al pie de las escaleras, se detuvo y le dedicó una sonrisa arrebatadora.


—Me gustaría llevarte en brazos, pero con este pie no creo que pueda…


El corazón le latía con la fuerza de un tambor. 


Hizo que pusiera la mano sobre su pecho y el calor de su palma se extendió por todo su cuerpo.


—Déjalo. No me importa cómo lleguemos arriba con tal de que lo hagamos lo más rápido posible.


—Rápido —repitió Pedro con voz ronca y, casi abalanzándose sobre ella, la besó con toda su alma.


Paula nunca supo quién arrastró a quién. Casi le parecía flotar. Llegaron al descansillo uno en brazos del otro, sin dejar de besarse y acariciarse, jadeantes, con la respiración entrecortada. Los dos empujaron la puerta del dormitorio de Paula, y al mismo tiempo, siempre entrelazados, entraron dando traspiés.


Exploraron sus cuerpos con las manos, los labios, la lengua… Trémula, Paula le acarició el rostro, enterró el suyo en el hueco de su cuello.


Olía a barbacoa; con la punta de la lengua le lamió la nuez, el nacimiento del esternón. Sabía a sal. Pedro profirió un gemido, gutural y primitivo que acabó con la última reserva de su pudor.


Quería tocarlo. Entero. Le obligó a quitarse la camisa primero, el pantalón después. Él se dejó hacer, desasiéndose de todas las prendas que llevaba, hasta quedar desnudo frente a ella. Solo entonces empezó él a ayudarla, bajándole primero los tirantes de la blusa, quitándosela después. Se quedó quieto entonces, mirándola: las manos le temblaban cuando por fin las levantó para acariciarle los pechos.


Una corriente deliciosamente irresistible unía sus pezones con lo más íntimo de su ser, entre los muslos. Decidida, Paula le obligó a poner allí una mano. Se moría de deseo. ¿Es que no se daba cuenta de todo el tiempo que llevaba esperándole, de que había habido veces en que ni siquiera había creído posible que algún día llegara aquel momento de suprema felicidad? 


Temblaba tanto de alegría como de pura pasión.


Le hubiera esperado toda la vida… Y ya no podía esperarle más.


Apartó las sandalias de una patada, se quitó los pantalones, la braguita y se ofreció a él entera, exultante.


—Espera —susurró Pedro con voz ronca. 
Levantó sus vaqueros del suelo y rebuscó en un bolsillo hasta encontrar el misterioso paquetito que le había entregado Flasher aquella mañana—. Con los mejores deseos de tu amigo el fotógrafo —dijo sonriendo.


Debía haber sentido su desesperado deseo, su ansia porque él la poseyera, porque, sin más preámbulos, la tomó toda entera.


Su grito fue una mezcla de sorpresa y placer. 


Paula rodeó su cintura con las piernas, atrayéndolo contra sí. Lo quería para ella sola, sentirlo en lo más hondo. Lo había esperado durante demasiado tiempo como para echarse atrás.


Los dos se movían al mismo ritmo, sus manos exploraban el cuerpo del otro, las lenguas llegaban hasta el último rincón. Poco a poco sus movimientos fueron ganando en intensidad; Paula nunca habría imaginado que podría sentirse tan libre en el mismo momento en que estaba siendo tan poseída.


Se dejó llevar, perdiéndose por completo en la pura sensación, liberando sus sentidos que por fin despertaban del largo letargo al que habían estado sometidos. Libre y relajada por fin. Y en lo más íntimo de su ser sabía que solo con aquel hombre le era dado sentir semejante libertad.



—Paula —susurró, rozándole la oreja con los labios. Nunca había sonado tan bien. Suave, firme, sincero. Repitió su nombre una y otra vez, al ritmo que marcaban sus cuerpos entrelazados. Ella solo podía gemir, suspirar entrecortadamente, sintiendo que su cuerpo renacía, al borde mismo del estallido, hasta que llegó un momento en que no pudo soportarlo más. Entonces se apretó contra él, urgiéndole, suplicándole que acelerara el ritmo.


Una oleada de pasión, como la llama de un incendio, prendió por sus venas consumiéndola entera, hasta por fin estallar en un relámpago de puro placer. Pedro entonces aceleró aún más el ritmo, la presión, hasta que su segundo grito de placer fue secundado por el de él. Se abrazaron muy fuerte, acunándose y respirando al mismo tiempo, convertidos en uno solo.



****


El sol de la mañana penetraba entre el encaje de las cortinas, creando delicadas sombras sobre la colcha de la cama. Calentó el rostro de Pedro, pero no con la intensidad de la presencia de Paula dormida a su lado, o del recuerdo de lo sucedido la noche anterior. 


Habían hecho el amor, salvajemente al principio, dejándose llevar por la urgencia del mutuo deseo que tanto se habían esforzado por disimular. Más tarde, tendidos en la cama, habían disfrutado dándose y recibiendo besos y caricias que, poco a poco, les habían llevado a nuevas cumbres de placer.


Deseaba hacerle el amor otra vez, ver otra vez el milagro de esos dos cuerpos que se ajustaban perfectamente, hechos el uno para el otro, perderse entre sus brazos. Pero lo había hecho tantas veces en el transcurso de aquella noche, a veces como instigador, otras, siguiéndole a ella, que no le quedaba más remedio que descansar.


No importaba: tenían tiempo de sobra. Después de aquella noche, lo suyo estaba hecho para durar.


Se tumbó de costado y se quedó mirándola, apoyado en un codo para tener un mejor ángulo de la boca que tanto y con tanta pasión le había besado. Tenía los labios entreabiertos y húmedos, las mejillas sonrosadas… Solo mirándola se llenaba de deseo y alegría.


Ella estaba tendida de espaldas, con un brazo sobre la cabeza y el otro justo bajo la barbilla. 


Tranquila y confiada. El deseo de protegerla era casi doloroso. Protegerla, sí, ¿pero de qué? ¿o de quién? ¿De él mismo y de sus mentiras?


La culpa le remordía en el pecho como un perro rabioso. Aquella mujer estaba a punto de ser traicionada, y precisamente por él, que sabía mejor que nadie en el mundo la angustia que eso iba a causarle. Por él, que se había enamorado de ella hasta lo más hondo.


Le inundó el pánico. Pedro sentía como si una mano de hierro le apretara el corazón. No podía respirar. Se sentó en la cama, sabiendo que, tarde o temprano, tendría que decirle la verdad. 


Estaba mintiendo a Modern Man, no a ella. ¿Lo entendería? Tendría que encontrar el modo de hacérselo entender, porque, de lo contrario, la perdería.


No puedo perderla. Aquella única verdad penetró en su cerebro con la fuerza de un relámpago.


Muy despacio, se bajó de la cama, Paula se estiró, murmurando algo que Pedro no pudo entender; después, sonrió y volvió a tumbarse de costado. El rubio cabello le cayó sobre los ojos mientras volvía a hundirse en el sueño.


Pedro no se había dado ni cuenta de que había dejado de respirar hasta que soltó el aire. 


Rápido y en el mayor de los silencios, se vistió y salió de la habitación, dirigiéndose directamente a la cocina. Era donde mejor solía pensar; algunos de sus mejores artículos habían surgido cuando estaba sentado en aquella mesa, escuchando las últimas aventuras de los niños. 


Con suerte, también allí encontraría la solución al lío en el que se había metido.