domingo, 7 de abril de 2019
EN APUROS: CAPITULO 42
Pedro apuró la segunda taza de café casi sin darse cuenta. Paseaba sin descanso de un extremo a otro de la habitación. Su cuerpo se distraía con aquel ejercicio, pero su mente continuaba tan espesa como el puré de patata.
Dejó la taza en la encimera y se enfrentó con la nevera.
—Escucha, Paula, tengo algo importante que decirte —empezó animoso. Pero enseguida se detuvo, sacudiendo la cabeza: no, aquello sonaba demasiado seco. Tomó aire y comenzó de nuevo—. Paula, hay veces que a un hombre no le queda más remedio que… ¡Maldita sea! —demasiado cursi.
Se aferró al pomo de la puerta con ambas manos, intentando que los músculos de su cara reflejaran la expresión más sincera posible.
—Paula: yo… Yo… —lo que necesitaba era un toque de emoción, algo que le llamara la atención y le llegara directo al corazón.
Pedro asió los extremos de la nevera, imaginándose que eran unos hombros, los de ella. Con toda la pasión y sinceridad de las que fue capaz espetó:
—Te quiero.
—¿Tengo que ponerme celosa? —oyó que preguntaba Paula a sus espaldas.
Pedro dio un brinco tal que tambaleó incluso el refrigerador. Se dio la vuelta en redondo, apoyándose en la puerta, intentando recuperar la calma en un tiempo récord.
Llevaba puesta una camisola que usaba para dormir, negra, como el resto de su guardarropa, aunque por una vez no tenía ni que preocuparse por cómo le sentaba. La prenda le llegaba a la mitad del muslo, y tenía una abertura tan amplia que dejaba al descubierto el hombro izquierdo y buena parte del escote.
—Paula, yo no quería… no sabía…
—Pues lo he oído todo. ¿Así que ligando con otra, después de lo que acaba de pasar entre nosotros? —replicó burlona. Atravesó la estancia y se plantó de jarras delante de él.
—Er… No, no. Solo estaba practicando —Pedro se agachó para besarla.
Ella le devolvió el beso con tanta fuerza que él sintió que el corazón le latía como una ametralladora. Deseaba hacerle el amor en aquel mismo instante, allí mismo, en la cocina, contra el maldito refrigerador. Pero no podía.
Tenía que decirle antes la verdad.
Se separó de ella, poniendo entre ambos una distancia prudencial. Al principio ella se rió, pero al ver que la cosa iba en serio, se quedó callada.
—Paula… —empezó, pero fue incapaz de añadir nada más. Tenía un horrible nudo en la garganta.
—Quieres a otra, ¿verdad? —le interrumpió la joven angustiada—. Por favor, dime que es la nevera. Es fea y gorda, creo que eso podré soportarlo.
Le hubiera encantado echarse a reír y abrazarla, pero sabía que si lo hacía no le diría nada.
Dejarían de comunicarse… al menos con palabras.
—Paula, tenemos que hablar.
—¿Hablar? ¿Y por qué me estás poniendo tan nerviosa? —tomó aire con fuerza, de manera que la forma de sus senos quedó claramente marcada por debajo de la ligera prenda que llevaba—. Muy bien, hablemos entonces. A fin de cuentas, no lo hicimos mucho la pasada noche, ¿no?
Pedro tenía las palmas sudorosas, sentía como si tuviera la lengua pegada con pegamento al cielo del paladar.
—Te… tengo que decirte una cosa… espero que lo comprendas… Yo…
Un ruido del exterior lo interrumpió. Fue como si algo pesado hubiera caído sobre el porche.
Sonó el timbre de la puerta: una, dos, hasta tres veces en rápida sucesión.
No esperaban a los niños hasta unas horas después. Y tampoco podía ser Flasher. Pedro decidió hacer caso omiso del timbre. Quienquiera que fuese acabaría por marcharse. Se aclaró la garganta y empezó otra vez.
—A veces, a un hombre no le queda más remedio que hacer o decir algo de lo que sabe positivamente que después se arrepentirá…
—¡Oh! No me digas que este es uno de esos discursos tipo olvidemos—lo—ocurrido—la—pasada—noche, no podría soportarlo —Paula empezó a morderse el pulgar con furia.
—No, nada de eso, lo que quiero decirte es que… El timbre sonó otra vez, esta vez sin interrupción, como si se hubiera quedado pegado el dedo de alguien.
Pedro suspiró.
—Será mejor que vaya a ver quién es. Espérame aquí.
Tal vez la interrupción no fuera mala cosa después de todo: le daría un poco más de tiempo para pensar cómo decírselo. Se encaminó al recibidor bastante animado, sentimiento que se disipó en cuanto abrió la puerta y se topó con dos maletas que le resultaron muy familiares… y que se suponía que estaban de vacaciones junto con su dueña en un famoso balneario.
No pudo ni moverse, ni respirar siquiera.
—No te quedes como un pasmarote, ¡ayúdame! —dijo Ana metiendo parte del equipaje en el recibidor.
—¡Ana! —medio gritó, medio gimió.
Ella se detuvo, mirándole con asombro.
—¡Pedro! —exclamó imitándole.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Tú que crees? Anda, ayúdame antes de que me hernie.
Pedro levantó las dos maletas y las dejó al pie de las escaleras antes de volver a enfrentarse con su hermana.
—¿Por qué has vuelto? —le espetó.
—Vivo aquí, se supone que puedo regresar cuando me dé la gana. Y no me eches la bronca por volver antes de lo previsto: echaba de menos a los niños… y no podía dejar de sentirme culpable por haberte dejado a cargo de todo, con todas las responsabilidades, mientras yo me daba la gran vida, con baños de barro, ensaladas bajas en calorías y todo eso… —le dio un cariñoso pellizco en la mejilla antes de continuar—. Además, quería asegurarme de que la casa no había ardido.
—Ya ves que no.
—¿Y cómo está la cocina? Voy a verla ahora mismo.
Intentó encaminarse hacia allí, pero él se lo impidió, empujándola hacia la sala de estar.
—No puedes entrar ahí.
—¿Y por qué no? —replicó Ana levantando la voz unos cuantos decibelios.
—Chiiiissst —le instó Pedro aparatosamente.
—¿Tan mal está? ¿Qué ha pasado con mi cocina, Pedro? ¿Y por qué quieres que me calle? —preguntó, en voz más alta incluso.
—¿Pedro? ?¿Estás bien? —Paula apareció en el umbral con una fregona en la mano. Su negro camisón colgaba como la túnica de un gladiador y le daba aspecto de princesa guerrera.
Pedro lanzó un gemido.
Las dos mujeres se miraron unos instantes, esperando que él hiciera las presentaciones.
—Ana, esta es Paula. Paula. te presento a Ana —dijo de mala gana.
Las dos se saludaron con un gesto, sin apartar la vista la una de la otra. Pedro empezó a notar gruesas gotas de sudor cayéndole por la sien, el miedo puro atenazándole el corazón. Deseó que la tierra le tragara.
—Soy su hermana —explicó Ana rompiendo al fin el incómodo silencio.
—¿Ana? ¡Ah, sí, claro! —colorada hasta la raíz del pelo, Paula estiró los bordes del camisón, intentando infructuosamente darle un aspecto más decente.
—¿Y tú eres…?
—Su editora —replicó muy digna, recuperando como por arte de magia su aplomo.
«Ya está de vuelta la mujer de hierro», pensó Pedro, sin dejar de asombrarse ante tan súbita transformación. Pero, sin embargo, no dejó de notar una pequeña diferencia: aunque parecía tan segura de sí misma como solía, esta vez no se había recubierto con su habitual coraza. El corazón le rebosó de orgullo al darse cuenta.
—No sabía que los editores tuvieran que dedicarse también a las labores domésticas —observó Ana señalando la fregona que Paula llevaba en la mano.
La joven la soltó de inmediato con una tímida sonrisa.
—Oí los gritos… pensé que había algún problema.
—Pues no abandones tan rápido esa teoría, querida —Ana se volvió muy seria hacia su hermano—. Pedro ¿puedes explicarme qué está pasando aquí? ¿Dónde están mis niños?
—¿Tus niños? Pe… pero si son los hijos de Pedro.
—Su ex esposa se moriría de risa si te oyera, querida. Esa mujer odiaba los niños —respondió Ana.
—Ya ha muerto —rebatió Paula con voz débil.
—Perdona, pero hasta donde yo sé, la ex esposa de mi hermano está viva y goza de buena salud, gracias sobre todo a la pensión que él le pasa. Belen y los chicos son hijos míos y, como bien puedes ver, estoy vivita y coleando… aunque si llego a pasar otro día más a base de brotes de alfalfa y tofú…
—Pero él me dijo… —parecía tan confundida que a Pedro se le partió el corazón. Cuando se dio cuenta por fin de la magnitud de la farsa, el rostro de Paula pareció romperse en un millón de pedazos. Cuando por fin lo miró, sus ojos eran de un azul gélido y su expresión como la de una máscara de piedra.
—Puedo explicártelo todo… —empezó Pedro, desolado.
—Soy toda oídos —replicó Ana.
Pero Paula se dio la vuelta, salió de la habitación y subió las escaleras hacia su cuarto. Pedro deseó salir tras ella, obligarla a que le escuchase, y, sin embargo, fue incapaz de moverse. Cuando por fin pudo hacerlo, ya era demasiado tarde. Oyó que cerraba la puerta del dormitorio con fuerza.
Se dejó caer en la silla más cercana, deseando desaparecer, desintegrarse.
—Muy bien: ahora mismo vas a explicarme qué ha pasado —le exigió Ana.
Pedro tomó aire, y se lo contó todo, sin omitir más detalle que lo ocurrido la noche anterior entre él y Paula Cuando acabó no se sentía mejor… de hecho, estaba destrozado, y la perspectiva de lo que iba a ser su vida de ese día en adelante no le ayudaba precisamente.
Solo… Iba a estar completamente solo.
—Si Paula no te mata, lo haré yo —le amenazó su hermana—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando?
—Intentaba mantener mi trabajo.
—¿Y sabes lo que has conseguido?
—Sí, he conseguido que los dos perdamos nuestros puestos —y sabía lo mucho que Paula deseaba aquel ascenso. Casi no podía soportar el sentimiento de culpa.
—Y no contento con eso, has manipulado a los niños a tu antojo. Verás cuando los pille por banda…
—No seas demasiado dura con ellos. Ha sido culpa mía. Por lo menos, puedes estar segura de que han aprendido una valiosa lección: no merece la pena mentir. Nunca.
—Supongo que tienes razón —admitió Ana con un suspiro—, pero eso no impedirá que les eche un buen rapapolvo… Desde luego, tú eres el que merece el mayor castigo, pero me parece que bastante tienes con lo que tienes… —añadió compasivamente—. De todas formas, ya se me ocurrirá algo para que no se te olvide.
Encima eso: muy probablemente su hermana le obligaría a atiborrarse de verduras de ahí en adelante.
Se apretó las manos contra los ojos: la oscuridad que vio ante sí no era más que un anticipo de la fría e infinita soledad que le esperaba.
«Empieza a acostumbrarte, señor Viviendo y Aprendiendo».
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