lunes, 8 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 44



Pedro todavía estaba hundido en el sillón de la sala, cuando oyó las voces y risas de los niños. Irrumpieron en la casa como una manada de elefantes.


—¿Quién ha dejado la puerta abierta? —gritó Belen.


—¡Pedro! ¡Hola! —exclamó Guillermo con su fuerte vozarrón—. Hemos vuelto un poco antes de lo previsto.


«Para que luego digan que al que madruga, Dios le ayuda», pensó Pedro. «Bueno, cuantos más seamos, mejor». No tenía ni fuerzas para contestar.


—Ha sido culpa de Kevin —acusó Simon—. Se cayó dos veces en la fuente del parque, y ya no teníamos más ropa seca.


—Es que soy un pez, y los peces no se visten.


—¡He vuelto! —les saludó Ana.


—¡Mamá! —gritaron los tres niños a la vez, saliendo disparados hacia el salón y abrazándola con cariño.


—Yo también os he echado de menos —dijo, cuando los niños se apartaron un poco.


—Oye… ¿cómo es que has vuelto tan pronto? —preguntó Belen dirigiendo una mirada preocupada a su tío.


—Nunca debería haberme ido. Por lo que veo, no se os puede dejar a los tres solos… A los cuatro —se corrigió inmediatamente.


Oyeron un bocinazo delante de la puerta. Pedro se asomó a la ventana y vio un taxi aparcado frente a la casa. Sin duda lo había pedido Paula Se le cayó el alma a los pies.


—Fue idea del tío Pedro —se defendió Simon.


—Ya, ya lo sé. Pero os lo advierto: tendréis que entregar cualquier soborno que os haya prometido a los niños pobres.


—Pero es que yo ya me lo he comido —dijo Kevin.


—Entonces, tendremos que pensar en algo especial para ti, señor Tragonete.


—No soy un tragón, soy un tiburón —Kevin ladeó la cabeza y se puso a hacer como si nadara por toda la habitación, hasta que chocó con el estómago de su tío.


Pedro estaba sumido en la angustia, y a la vez pensaba que tenía que hacer algo para evitar como fuera la desgracia que se cernía sobre él.


—¿Dónde está Paula? —preguntó Belen.


—Se marcha —dijo la misma Paula bajando las escaleras. Ni siquiera miró a Pedro al pasar a su lado—. Siento cualquier incomodidad que haya podido causar a tu familia —se disculpó con Ana.


—Nada de eso —la interrumpió Pedro—. Soy yo el que lo siento. Ya sé que crees que te miento, pero es la pura verdad. Mentí a la revista, pero todo lo que te he dicho a ti es cierto.


—Has mentido a miles de lectores, por si no te habías dado cuenta… Y una vez acostumbrado a mentir, dudo que te importe mucho hacer lo mismo con una simple editora… perdón, ex editora.


—¡Claro que me importas! Te quiero como nunca he querido a nada ni a nadie antes. No quiero perderte. ¡Te amo!


Paula parpadeó. Se lo quedó mirando hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas y notó que los labios le temblaban. Su expresión se dulcificó durante un instante, apenas un segundo, antes de que volviera a apretar la mandíbula y parapetarse detrás de sus defensas.


—Bueno, no te preocupes, lo superarás… Sin embargo, has perdido una cosa que te importa mucho: has perdido tu trabajo, señor Garcia. Y lo más gracioso es que me has hecho perder el mío.


—¡Eso no tiene por qué ser así! Yo lo arreglaré todo. Escribiré un artículo más, uno de despedida. Diré que lo dejo por… razones personales. Tú seguirás con tu trabajo y yo desapareceré del mapa. Me dedicaré a escribir el libro del que hablamos.


—Ese sobre las relaciones familiares desde la perspectiva de un padre solo.


—Sí… bueno, desde la perspectiva de un hombre. Seguro que funciona. Todo el mundo estará contento, y seguro que, además, consigues ese ascenso.


—Claro, si mantengo la boca cerrada y te ayudo a mantener tus mentiras, ¿no? No es más que otro de tus chantajes, Pedro


—Ya te dije una vez que no subestimes el poder de un buen soborno —Pedro se acercó a ella y le asió por los hombros con manos temblorosas. 


Notó que ella se ponía a temblar también, todavía sentía algo por él. Todo iba a salir bien después de todo. Entendería que no quería hacerle daño, que, en realidad, nunca le había mentido.


La sonrió, mirándola directamente a la cara, al fondo de aquellos ojos azules.


—Bueno, ¿qué dices Paula Esther?


La mirada de la joven se volvió fría como el acero. Iracunda, alzó la mano, pillándole por sorpresa y le propinó un puñetazo en la barriga. 


Con un gemido, Pedro se dobló en dos.


—Para ti soy P.E., idiota —se dio la vuelta, levantó sus maletas y salió sin mirar hacia atrás.




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