sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 40




Desde aquella primera vez, Paula no había hecho sino suspirar por otro beso y, sin embargo, nada le había preparado para la suavidad de aquel. Había esperado algo más salvaje, intenso, demoledor y, por el contrario, él había rozado suavemente sus labios, jugueteando, acariciando, hasta hacer del deseo algo insoportable. Ella se apretó a él y, poniéndose de puntillas, colocó sus caderas contra su cuerpo.


Al llegar a ese punto, Pedro se separó, le asió de la mano y la condujo fuera de la cocina, sin dejar de mirarla ni por un instante. Cuando llegaron al pie de las escaleras, se detuvo y le dedicó una sonrisa arrebatadora.


—Me gustaría llevarte en brazos, pero con este pie no creo que pueda…


El corazón le latía con la fuerza de un tambor. 


Hizo que pusiera la mano sobre su pecho y el calor de su palma se extendió por todo su cuerpo.


—Déjalo. No me importa cómo lleguemos arriba con tal de que lo hagamos lo más rápido posible.


—Rápido —repitió Pedro con voz ronca y, casi abalanzándose sobre ella, la besó con toda su alma.


Paula nunca supo quién arrastró a quién. Casi le parecía flotar. Llegaron al descansillo uno en brazos del otro, sin dejar de besarse y acariciarse, jadeantes, con la respiración entrecortada. Los dos empujaron la puerta del dormitorio de Paula, y al mismo tiempo, siempre entrelazados, entraron dando traspiés.


Exploraron sus cuerpos con las manos, los labios, la lengua… Trémula, Paula le acarició el rostro, enterró el suyo en el hueco de su cuello.


Olía a barbacoa; con la punta de la lengua le lamió la nuez, el nacimiento del esternón. Sabía a sal. Pedro profirió un gemido, gutural y primitivo que acabó con la última reserva de su pudor.


Quería tocarlo. Entero. Le obligó a quitarse la camisa primero, el pantalón después. Él se dejó hacer, desasiéndose de todas las prendas que llevaba, hasta quedar desnudo frente a ella. Solo entonces empezó él a ayudarla, bajándole primero los tirantes de la blusa, quitándosela después. Se quedó quieto entonces, mirándola: las manos le temblaban cuando por fin las levantó para acariciarle los pechos.


Una corriente deliciosamente irresistible unía sus pezones con lo más íntimo de su ser, entre los muslos. Decidida, Paula le obligó a poner allí una mano. Se moría de deseo. ¿Es que no se daba cuenta de todo el tiempo que llevaba esperándole, de que había habido veces en que ni siquiera había creído posible que algún día llegara aquel momento de suprema felicidad? 


Temblaba tanto de alegría como de pura pasión.


Le hubiera esperado toda la vida… Y ya no podía esperarle más.


Apartó las sandalias de una patada, se quitó los pantalones, la braguita y se ofreció a él entera, exultante.


—Espera —susurró Pedro con voz ronca. 
Levantó sus vaqueros del suelo y rebuscó en un bolsillo hasta encontrar el misterioso paquetito que le había entregado Flasher aquella mañana—. Con los mejores deseos de tu amigo el fotógrafo —dijo sonriendo.


Debía haber sentido su desesperado deseo, su ansia porque él la poseyera, porque, sin más preámbulos, la tomó toda entera.


Su grito fue una mezcla de sorpresa y placer. 


Paula rodeó su cintura con las piernas, atrayéndolo contra sí. Lo quería para ella sola, sentirlo en lo más hondo. Lo había esperado durante demasiado tiempo como para echarse atrás.


Los dos se movían al mismo ritmo, sus manos exploraban el cuerpo del otro, las lenguas llegaban hasta el último rincón. Poco a poco sus movimientos fueron ganando en intensidad; Paula nunca habría imaginado que podría sentirse tan libre en el mismo momento en que estaba siendo tan poseída.


Se dejó llevar, perdiéndose por completo en la pura sensación, liberando sus sentidos que por fin despertaban del largo letargo al que habían estado sometidos. Libre y relajada por fin. Y en lo más íntimo de su ser sabía que solo con aquel hombre le era dado sentir semejante libertad.



—Paula —susurró, rozándole la oreja con los labios. Nunca había sonado tan bien. Suave, firme, sincero. Repitió su nombre una y otra vez, al ritmo que marcaban sus cuerpos entrelazados. Ella solo podía gemir, suspirar entrecortadamente, sintiendo que su cuerpo renacía, al borde mismo del estallido, hasta que llegó un momento en que no pudo soportarlo más. Entonces se apretó contra él, urgiéndole, suplicándole que acelerara el ritmo.


Una oleada de pasión, como la llama de un incendio, prendió por sus venas consumiéndola entera, hasta por fin estallar en un relámpago de puro placer. Pedro entonces aceleró aún más el ritmo, la presión, hasta que su segundo grito de placer fue secundado por el de él. Se abrazaron muy fuerte, acunándose y respirando al mismo tiempo, convertidos en uno solo.



****


El sol de la mañana penetraba entre el encaje de las cortinas, creando delicadas sombras sobre la colcha de la cama. Calentó el rostro de Pedro, pero no con la intensidad de la presencia de Paula dormida a su lado, o del recuerdo de lo sucedido la noche anterior. 


Habían hecho el amor, salvajemente al principio, dejándose llevar por la urgencia del mutuo deseo que tanto se habían esforzado por disimular. Más tarde, tendidos en la cama, habían disfrutado dándose y recibiendo besos y caricias que, poco a poco, les habían llevado a nuevas cumbres de placer.


Deseaba hacerle el amor otra vez, ver otra vez el milagro de esos dos cuerpos que se ajustaban perfectamente, hechos el uno para el otro, perderse entre sus brazos. Pero lo había hecho tantas veces en el transcurso de aquella noche, a veces como instigador, otras, siguiéndole a ella, que no le quedaba más remedio que descansar.


No importaba: tenían tiempo de sobra. Después de aquella noche, lo suyo estaba hecho para durar.


Se tumbó de costado y se quedó mirándola, apoyado en un codo para tener un mejor ángulo de la boca que tanto y con tanta pasión le había besado. Tenía los labios entreabiertos y húmedos, las mejillas sonrosadas… Solo mirándola se llenaba de deseo y alegría.


Ella estaba tendida de espaldas, con un brazo sobre la cabeza y el otro justo bajo la barbilla. 


Tranquila y confiada. El deseo de protegerla era casi doloroso. Protegerla, sí, ¿pero de qué? ¿o de quién? ¿De él mismo y de sus mentiras?


La culpa le remordía en el pecho como un perro rabioso. Aquella mujer estaba a punto de ser traicionada, y precisamente por él, que sabía mejor que nadie en el mundo la angustia que eso iba a causarle. Por él, que se había enamorado de ella hasta lo más hondo.


Le inundó el pánico. Pedro sentía como si una mano de hierro le apretara el corazón. No podía respirar. Se sentó en la cama, sabiendo que, tarde o temprano, tendría que decirle la verdad. 


Estaba mintiendo a Modern Man, no a ella. ¿Lo entendería? Tendría que encontrar el modo de hacérselo entender, porque, de lo contrario, la perdería.


No puedo perderla. Aquella única verdad penetró en su cerebro con la fuerza de un relámpago.


Muy despacio, se bajó de la cama, Paula se estiró, murmurando algo que Pedro no pudo entender; después, sonrió y volvió a tumbarse de costado. El rubio cabello le cayó sobre los ojos mientras volvía a hundirse en el sueño.


Pedro no se había dado ni cuenta de que había dejado de respirar hasta que soltó el aire. 


Rápido y en el mayor de los silencios, se vistió y salió de la habitación, dirigiéndose directamente a la cocina. Era donde mejor solía pensar; algunos de sus mejores artículos habían surgido cuando estaba sentado en aquella mesa, escuchando las últimas aventuras de los niños. 


Con suerte, también allí encontraría la solución al lío en el que se había metido.




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