domingo, 24 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 20




—De verdad, mil perdones otra vez por haber invadido su casa de este modo —le dijo Paula a Pedro mientras subían las escaleras.


Se detuvieron delante del armario de la ropa blanca, de donde él sacó un juego de toallas y otro de sábanas que olían a lavanda. Ella alargó los brazos, pero Pedro no consintió en que las llevara.


—Deseas ese ascenso con toda su alma, ¿verdad? —preguntó Pedro pillándola por sorpresa.


Esa era la segunda vez que mencionaba lo del ascenso. Lo único que quería era sonsacarla, pero ella tenía suficientes tablas como para no caer en la trampa; tenía muy claro que era ella la entrevistadora, no la entrevistada. Cuanto menos supiera acerca de ella, más fácil le sería mantener su «relación» dentro de los límites de lo estrictamente profesional.


Paula se cruzó de brazos y miró a un lado y otro del corredor que se abría más allá del armario ropero. Tras alguna de aquellas puertas estaría su habitación.


—¿Por dónde?


Pedro no dijo nada. Pasaron los segundos, que frente a aquel hombre, a ella se le antojaron horas. Empezó a mordisquearse las uñas.


—Sé lo que pretendes —le espetó. Como él no replicara, Paula se sintió obligada a continuar—. Estás callado a propósito, para obligarme a responder.


—Es una táctica que conmigo ha funcionado. Has conseguido sonsacarme porqué no estoy trabajando en el departamento de Sociología de la universidad. Ahora quiero saber por qué tienes tanto interés en este reportaje.


Paula se echó a reír, meneando la cabeza de un lado a otro.


—Te daré dos minutos más para responder —dijo Pedro—. Si no lo haces, tendré que tomar medidas más drásticas.


Nerviosa, Paula colocó primero las manos sobre las caderas, luego, derrotada, se cruzó de brazos.


—Quería introducir algunos cambios que solo una mujer podría hacer —confesó al fin.


—Pues eso es lo que pretendía Juana de Arco y fíjate cómo acabó.


—No soy tan ambiciosa y, de todas formas, creo que es mi deber intentarlo.


—¿Y qué es eso tan importante?


—La armonía, el entendimiento —Paula hizo una breve pausa—. Mi madre murió cuando yo tenía diez años, y mi padre, que no sabía nada sobre las mujeres, tampoco tenía idea de cómo educar a una chiquilla. Intentó convertirme en el hijo que no tenía, cosa que al principio funcionó, hasta que empecé a hacerme mayor y se hizo evidente la fuerza de mis genes —le explicó, recalcando la última palabra—. Enseguida se dio cuenta de que hablábamos idiomas completamente diferentes, así que, sencillamente, dejamos de hablar.


Nunca hubiera imaginado que sería capaz de soltarle una confidencia tan íntima.


—Y tú necesitabas comunicar tus pensamientos, como todas las mujeres.


—Sí, y también expresar mis sentimientos. Las pocas veces que lo intenté, el pobre se quedó aterrorizado. Y es algo muy normal: la mayoría de los hombres temen a las mujeres porque no las entienden.


—Por ahí se dice que vienen de Venus —bromeó Pedro.


—Si consigo el puesto de editora jefe, podré introducir un punto de vista femenino en la línea editorial de la revista.


—¿Y qué es lo que te hace creer que a tus lectores les interesa otra cosa que no sea sexo, más sexo y, para terminar, sexo?


—Tu popularidad.


—¿Y vas a emprender semejante cruzada apoyándote solo en mis artículos? ¿Cómo crees que me siento al oír semejante cosa?


—Agobiado, supongo. Para mí tampoco es nada fácil, te lo aseguro. Si fracaso, no quiero arrastrarte en mi caída.


—Oye, que yo he aceptado meterme en este embrollo para conservar mi empleo, que es muy lucrativo, por cierto. Digamos entonces que nuestros intereses son comunes.


—¿Y cómo crees que me siento yo?


Pedro parpadeó sorprendido.


—¡Te he pillado! —rió Paula.


Pedro sacudió la cabeza con una sonrisa.


—Los sentimientos no me asustan —declaró—. Soy muy receptivo, no creas. Ahora mismo, por ejemplo.


—¿Qué ocurre?


—Intuyo que te gustaría estar en cualquier parte excepto en esta casa. Por desgracia, fuiste tú la que te enredaste en este asunto, y ahora no puedes salir de la trampa en la que has caído. ¿No es así?


—No exactamente. Se me ocurren mil sitios peores donde pasar los próximos seis días, no te creas. Por ejemplo, la reunión de ex alumnos de mi instituto, sin ir más lejos, o la consulta del dentista —bromeó Paula— por otra parte, tampoco lo veo como una trampa. Me apetece demostrar que no eres un fraude.


—Me conmueves. Al principio pensé que eras una de esas ejecutivas agresivas, preocupadas tan solo por colgarse medallas y cumplir sus objetivos. Suponía que no me ibas a gustar nada, que me ibas a caer fatal, vaya —confesó Pedro.


—Espero que hayas cambiado de opinión.


—Soy escritor: estoy preparado para cambiar de idea cada cinco minutos.


—Me alegra comprobar que no pasaremos lo que queda de semana peleando.


—Claro que no. Y, la verdad, me complace que esta situación no se complique aún más por un conflicto de intereses.


«Y a mí también», le hubiera gustado decir a Paula, pero no se atrevió, temerosa de que él lo malinterpretara, sobre todo teniendo en cuenta la forma en que la miraba.


—Me gustaría hacerte una última pregunta —añadió Pedro seductor—. ¿Qué significa Paula?


—Es un secreto de familia —replicó la joven llevándose el índice a los labios.


De repente, el espacio que había entre ellos pareció reducirse. ¿Se había acercado Pedro sin que ella se diera cuenta? Disimuladamente, dio un paso atrás.


Estaba tan nerviosa que ni cuenta se había dado de que se había llevado el dedo a la boca hasta que Pedro lo apartó. Sostuvo un momento su mano, acariciando la palma con el pulgar. Paula intuyó lo que iba a ocurrir un segundo después, lo adivinaba por la intensidad de su mirada.


—Mami —murmuró una vocecilla a sus pies.


Paula bajó la mirada al notar que algo chocaba contra su pierna: era la rizada cabecita de Kevin. 


Antes de que pudiera decir nada, Pedro le tendió las sábanas y levantó al niño en sus brazos.


—Quiero hacer pipí —dijo el niño medio dormido.


—Ahora mismo, campeón —dijo Pedro, dedicándole a Paula una de sus arrebatadoras sonrisas. Ella no pudo por menos que notar cierta expresión de alivio, y se preguntó si su propio rostro expresaba lo mismo. 


Efectivamente, no se podía negar que sentía cierto alivio, pero, por otra parte, le estaba costando recuperar el ritmo normal de respiración.


—La segunda puerta a la izquierda —dijo Pedro, señalándola con un dedo antes de marcharse con Kevin en brazos en dirección contraria.


Paula esperó hasta que oyó que cerraba la puerta del baño antes de entrar en su cuarto. El niño le había llamado «mami». Una cálida oleada de ternura le inundó el corazón. No podía imaginar qué hubiera sentido al besar a Pedro, pero sabía perfectamente lo que le había hecho sentir el pequeño.



EN APUROS: CAPITULO 19





Belen estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la desgastada alfombra de su habitación.


A través de la puerta veía a Simon jugando con su vídeo consola en el descansillo. Kevin estaba delante de ella, también sentado en la alfombra.


—Bueno, ¿qué pasa ahora? —susurró la niña impaciente.


—Nada, están sentados en el sofá —respondió Simon—. Llevan años en la misma postura.


¡Por qué serían los chicos tan memos. Si hubiera sido ella la encargada de espiar desde lo alto de la escalera, seguro que hubiese advertido muchos más detalles.


—¿Y están muy juntos? —preguntó—. Algo harán además de hablar, ¿no? Sonreír, gesticular…


—Él está en una punta y ella en la otra. Y no, no sonríen. No hacen absolutamente nada más. Bueno, sí, ella mueve mucho las manos cuando habla.


—Eso es porque está nerviosa. Mamá hace lo mismo —interpretó Belen—. Eso es una buena señal, él le gusta.


—¡Jo! —intervino Kevin— Yo odio a las chicas.


—No es una chica, idiota, es una mujer mayor, y le gusta Pedro… papá, quiero decir. Puede que esto salga bien después de todo.


—Eres tonta. Pedro dice siempre que le dan alergia las bodas. No volverá a casarse nunca —opinó Simon.


—No, no lo hará… a no ser que se le ayude un poco: y aquí es donde entramos nosotros —hizo un gesto y su hermano entró en la habitación arrastrándose por el suelo—. Estamos de acuerdo en que no queremos que el tío Pedro nos saque nunca más en los artículos, ¿no? —continuó—. Imaginaros: si sigue así, todo el mundo sabrá los detalles de la primera cita, el primer beso, el primer…


—Vale, vale, lo he pillado —la interrumpió Simon.


—Pues la única forma de evitarlo, de dejar de ser sus conejillos de indias, es que Pedro tenga sus propios hijos y que escriba sobre ellos. Y para tener niños, primero tiene que casarse —argumentó Belen.


—¿Y tú crees que ella le gusta? —preguntó Simon.


—¿No te has dado cuenta de que la mira con ojos de carnero degollado? Y acuérdate de cuando le dio la mano: no quería soltársela. 


Hasta un tonto se daría cuenta.


—Bueno, vale, ¿y…?


—Confía en mí: hay química entre ellos —opinó Belen dándoselas de experta—. Todo lo que tenemos que hacer es mover unos cuantos hilos. Vamos a poner en marcha la Operación Cupido. ¿Estamos todos de acuerdo? —propuso Belen extendiendo la mano con la palma hacia abajo.


Sus hermanos colocaron las suyas encima sin vacilar.


—¡Claro que sí!


—Muy bien. Todo lo que tenemos que hacer es conseguir que parezca que el tío Pedro necesita mucha ayuda.


—¡No seas boba! ¿Quién quiere casarse con un inútil?


—No hay que exagerar, claro, pero, creedme, he leído un montón de revistas, y sé que a las mujeres les gusta que los hombre tengan fallos… no muy graves, claro, lo justo para que ellas se sientan importantes.


—Eso es una estupidez —declaró Simon atónito—. Ya sabía yo que las mujeres son unas tontas.


—¿Acaso a ti te gustaría pasar el resto de tu vida con alguien que fuera perfecto? —esa frase tuvo la virtud de acallar el resto de críticas—. Confiad en mí: con mi plan lo conseguiremos… y ellos nunca sospecharán nada.



EN APUROS: CAPITULO 18




Hacia las nueve de la noche, la casa se quedó en calma por fin. El cielo crepuscular estaba teñido de un precioso color púrpura y solo se oía el canto de los grillos en el jardín.


Pedro bajó las escaleras felicitándose a sí mismo: dejando un par de errores menores aparte, las cosas habían ido sobre ruedas. La cena le había salido de maravilla gracias a que pudo usar una de las salsas que Ana había dejado congeladas. Aunque los espaguetis le habían salido un pelín quemados, nadie se quejó. Ninguno de los niños había metido la pata llamándole Pedro, y, lo mejor de todo, era que P.E. no le había hecho ninguna pregunta incómoda.


Aquella pantomima saldría bien, sobre todo si los seis días siguientes transcurrían del mismo modo. Ahora que los niños se habían ido a la cama y Flasher se había retirado en la habitación del ático, podía por fin respirar tranquilo.


Aunque no del todo. P.E. le esperaba en el piso de abajo, probablemente con la esperanza de seguir con la entrevista. No era un hueso tan duro de roer como se había imaginado, sin embargo, mas le valdría no bajar la guardia, y eso que temía que le resultara difícil mantener sus defensas después de un día tan estresante. 


Mejor le hubiera ido si se hubiera decidido a acompañar a la señorita P.E. a su habitación, desearle buenas noches y encerrarse en su dormitorio.


Cuando entró en el salón oyó la música: sonaba una suave melodía de jazz que P.E. escuchaba al lado de uno de los altavoces con los ojos entrecerrados. Moviendo los labios, seguía la letra de la canción, un tema brasileño, y Pedro se preguntó si de verdad se sabría aquella composición. Desde luego, el ritmo le era familiar, ya que su cuerpo se movía siguiendo el compás de aquella evocadora samba.


Si hubiera sido una mujer cualquiera y no su editora, Pedro habría atravesado la estancia sin vacilar y la hubiera tomado entre sus brazos. 


Dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacer era limitarse a mirarla, a mirarla y a soportar con estoicismo los embates de una pasión no deseada y que más le valdría acallar, por lo menos durante los siguientes seis días. 


Sin poderlo evitar, un impulso más fuerte que los anteriores, dirigido directamente a su parte más sensible, le hizo proferir un gemido.


P.E. abrió los ojos y se lo quedó mirando. 


Durante un instante que le pareció eterno, ni siquiera parpadeó. Pedro temió que pudiera oír los latidos de su corazón de tan fuerte como resonaban.


—Espero que no le importe. Me he tomado la libertad de aceptar su oferta —dijo, levantando su vaso de cerveza medio vacío.


—Creo que yo también me tomaré una —dijo Pedro con la boca repentinamente seca.


P.E. bajó el volumen del estéreo y se dirigió hacia el sofá… no, no se dirigió, más bien se deslizó, levito casi… ¿cómo era capaz de moverse de una forma tan sensual? Pedro deseó que no hubiera puesto una música tan sugerente.


—Si le parece, podemos charlar un rato, más relajadamente —propuso P.E.


—Me parece que estamos ya fuera del horario convenido, ¿no?


—Ya, pero piense que estos momentos también tienen interés para los lectores.


—¿Es que no descansa nunca? ¿Qué ocurre? ¿Quiere que la asciendan?


—Lo siento. Tiene razón: nos acabaremos la cerveza tranquilamente y nada más.


Pedro no supo qué era peor, si la perspectiva de someterse a una entrevista, o la de compartir el sofá con P.E. mientras sonaba una sensual música de fondo.


—Venga, dispare, puede continuar con la entrevista —claudicó.


—Cuénteme por qué dejó la universidad.


Esa pregunta fue como un puñetazo directo a la boca del estómago.


—¿Cree que eso interesa a los lectores?


—No lo sé, me interesa a mí.


—¡Ah! —tomó un sorbo de cerveza sin añadir nada más. Tampoco P.E. dijo nada, se limitó a sonreírle desde el otro extremo del sofá.


Esa parcela de su vida tenía un cartel de «No pasar» tan grande como una montaña, no tenía la menor intención de recordar esa terrible pesadilla. Se sentía incómodo, casi hasta la náusea, solo de pensarlo.


Se limitaría a quedarse sentado, disfrutando de la música. Por desgracia, la samba dio paso a una melodía aún más sugerente, y responder a aquella conflictiva pregunta se convirtió repentinamente en la opción más deseable.


Sin poderlo evitar, se imaginó que tenía a P.E. entre sus brazos, que bailaban en perfecta armonía, muy pegados. A pesar de que lo intentó con todas sus fuerzas, no logró que aquella imagen se disipara. Arenas movedizas. 


Se dijo que continuar hablando no podía ser peor, por espinoso que fuera el tema.


—El mundo académico y yo entramos en conflicto —admitió.


—¿Qué es lo que ocurrió?


Él quiso evadirse de aquella pregunta, pero la canción entró en una cadencia más lenta.


—Yo dirigía un equipo de investigación. Me pasé diez años con el trabajo de campo, el análisis, las conclusiones. Cuando por fin terminamos, hacía falta un microscopio para ver mi nombre en la publicación final. Por decirlo finamente, me sentí estafado, no lo disimulé y pagué las consecuencias…


—No me digas… que… así que protestaste… y te echaron.


—Efectivamente, y ya sabes lo que dicen: el gato escaldado, del agua fría huye.


—El mundo editorial no es muy diferente. Si se te escapa una buena idea, lo más probable es que te la roben. Por eso los editores de más éxito se empeñan por mantener completamente separadas la vida profesional y la vida privada —una negra sombra se cernió sobre ella. 


¿Quién le había traicionado a ella? ¿Un amigo? 


No: su amante.


—Por suerte, creo que ya he superado la racha de mala suerte… Soy un chico con suerte —continuó Pedro—. Curiosamente, mi tesis, que trataba de las familias uniparentales, está durmiendo el sueño de los justos, mientras la columna de la revista cada día tiene más éxito.


Contarle todo aquello le había resultado más fácil de lo esperado. No sabría decir por qué. 


Había hablado de ello con Ana más de una vez, pero eso no había conseguido liberarle de la carga de angustia que almacenaba en su interior. Contárselo a P.E. había resultado diferente; de repente, toda aquella tensión se había aflojado como por arte de magia.


—Estás sonriendo —observó P.E.


Sí, efectivamente. Estaba sonriendo de oreja a oreja. Por alguna extraña razón se sentía como si estuviera ligeramente achispado… debía ser culpa de la cerveza… o de esa maldita bossa nova.



sábado, 23 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 17





Paula se apoyó en la encimera del centro de la cocina, observando detenidamente cada movimiento de Pedro. Al principio parecía algo desorientado, abriendo y cerrando puertas, como si no supiera dónde estaban las cosas; solo se relajó un tanto cuando por fin puso a hervir la pasta y empezó a preparar la salsa de tomate con ajo y cebolla. Aún parecía un poco tenso, pero no más que cualquier otro hombre poco acostumbrado a cocinar. A pesar de todo, Paula aún sentía una punzada de culpabilidad por haber irrumpido en su vida tan bruscamente.


—No sé por qué no ha aceptado mi invitación para salir a cenar —le dijo.


—¿Acaso le gustan las hamburguesas y los chicken tenders?


—¿Es que no hay buenos restaurantes por aquí? —preguntó Paula


Pedro se volvió hacia ella, con un cucharón que goteaba salsa de tomate y gruesos goterones de sudor cayéndole por la frente. La joven no pudo reprimir una sonrisa al pensar en lo maravilloso que resultaba que alguien cocinara para ella.


—Dígame una cosa, cuando era pequeña, ¿le gustaba ir a restaurantes elegantes con sus padres, a comer cosas que no le gustaban, y encima sin poder menearse casi de la silla?


—No, lo que pasa es que me siento fatal por darle tanto trabajo. Me gustaría hacer algo para compensarle.


Paula enarcó una ceja con expresión irónica.


—¿Qué tal si usted y Flasher hacen la maleta y se largan?


—Directamente a Chicago, ¿no?


—Bueno, por lo menos tenía que intentarlo —gruñó, mientras removía la pasta para comprobar si estaba lista.


—¿Quién le enseñó a cocinar? —preguntó Paula intrigada.


—Mi hermana, la pobre todavía teme que un día muera de inanición. Por eso prácticamente me obliga a que cene en su casa una vez por semana.


—Ya, desde que murió su esposa, supongo.
Paula se dio cuenta de que inmediatamente se puso mortalmente pálido. «Pobrecillo», pensó conmovida, «¡cómo sufre!, y eso que ya han pasado tres años».


—Escuche —empezó Pedro tras un ligero carraspeo, esbozando su espléndida sonrisa una vez más—, lo tengo todo bajo control, de verdad. ¿Por qué no se sirve una cerveza y se la toma tranquilamente en la sala de estar? Puede poner la televisión si quiere.


—En otras palabras, lo que me está pidiendo es que me largue de la cocina, ¿no?


—Se lo digo solo por su bien. Soy un cocinero desastroso ¿no querrá que se le manche la ropa de salsa, no? —para que viera a lo que se refería, agitó el cucharón descuidadamente en el aire, de forma que cayeron unas gotas de tomate que por poco le salpicaron el traje.


—Ya me voy, ya me voy —dijo Paula—, pero mañana cocinaré yo, ese es el trato.


La joven salió de cocina, cruzó el recibidor y entró en el salón, donde se puso a curiosear.


No se veía ni rastro de las típicas fotos de familia. Le dolía pensar que su pena era tan fuerte que incluso había retirado hasta el último retrato de su esposa. Tal vez conservara alguno en su dormitorio.


Le llamó la atención un sonido que le resultaba familiar: atravesó el comedor para ver de dónde procedía.


—¡Toma esto! ¡Y esto otro! —oyó que exclamaba una voz infantil detrás justo del aparador—. ¡Muere, bestia repugnante!


Paula se encontró frente a lo que parecía una moderna y completísima instalación multimedia, con ordenador, equipo de música y televisor de pantalla gigante. Simon estaba sentado en una butaca, con la vídeo consola en la mano y sin apartar la vista de la pantalla.


—¿Es la Bestia Guerrera? —preguntó.


Simon se volvió hacia ella, asintiendo con un gesto y dirigiéndole una mirada suspicaz.


—Ojo con ese troll gigante de la derecha —le advirtió Paula


Simon volvió a concentrarse en el juego, manejando con pericia los mandos.


—¿En qué nivel estás? —le preguntó Paula.


—En el cuatro, me está costando pasar al quinto, no sé cómo atravesar el pozo de fuego.


—¿Lo has intentado con la espada? No, ojo, no debes usarla como si fuera un arma, ese es el truco. Si la tiras al pozo, las llamas se apagarán.


—¡Qué guay! —Simon la obedeció de inmediato, consiguiendo con ello pasar de nivel—. ¿Quieres jugar? —le propuso—. Tengo otro mando.


—Claro que sí —Paula se sentó a su lado sin hacerse de rogar.


El niño le dirigió una sonrisa, tímida al principio, pero franca y cálida enseguida. Un tibio calor le inundó el corazón: aquellos niños cada vez le gustaban más, pensó. Paula le devolvió la sonrisa y un segundo después los dos se pusieron a matar monstruos.




EN APUROS: CAPITULO 16




—¡Una semana! —casi gritó su sobrina.


—Solo serán seis días: lo conseguiremos.


Los cuatro estaban sentados en la salita: Pedro en el sofá con Kevin en su regazo, Belen a su lado y Simon en el suelo, con las piernas cruzadas. Todos tenían un aire bastante mustio.


—No entiendo por qué no se puede quedar en un hotel o algo así. ¿De verdad se cree que podemos actuar con naturalidad con una cámara permanentemente delante de nuestras narices? —preguntó Sean.


—Ya os he explicado porqué tienen que quedarse en la casa. Y en cuanto a las fotos, Flasher prometió que no os sacaría a ninguno de frente.


Pedro había insistido en aquel punto: quería evitar la posibilidad de que los reconociera algún vecino o amigo y que escribiera a la revista. 


Para estar más seguro, estaba dispuesto hasta a hacer desaparecer unos cuantos carretes.


—¡Y que graben cada palabra es casi peor! —se quejó su sobrino.


—No creo que P.E. nos grabe las veinticuatro horas del día. Supongo que sacará la grabadora solo cuando quiera hacerme alguna entrevista. No os preocupéis: lo único que tenéis que hacer es actuar con naturalidad y, sobre todo, no olvidaros de llamarme… —se detuvo expectante, con la mano en la oreja, esperando que hubieran aprendido la lección. Sin embargo, se quedó con las ganas—. ¡Vamos, chicos! No es tan difícil, seguro que podéis nacerlo.


—¡Ya! Pero es que una semana entera —protestó Simon—. Es demasiado, seguro que alguno mete la pata —añadió con pesimismo mirando a su hermano pequeño.


—¿Y qué pasa con mamá?


—No os preocupéis. He llamado al balneario para ampliar su estancia. Ella está encantada. Aunque solo sea por ella, para que no se preocupe, tenemos que salir de este embrollo —dijo Pedro persuasivo—. De momento, así podrá disfrutar de unas merecidas vacaciones. Venga, chicos, ¿qué decís? ¿seréis capaces? Pedro los miró esperanzado. Los tres asintieron con un gesto.


—Pero yo quiero que me traigas más golosinas —le pidió Kevin.


—Chantajista —iba a tener que replantearse seriamente su política de sobornos.



EN APUROS: CAPITULO 15




Paula aspiró tomó aire para intentar controlar las náuseas provocadas por el nerviosismo. Decidió que la mejor forma de enfrentarse a la situación, si no se quería venir abajo lamentablemente, era concentrarse única y exclusivamente en los detalles prácticos. Las emociones quedarían arrinconadas por el plan de acción, y eso contribuiría, además, a que todo el mundo se diera cuenta de lo fácilmente que se podía solventar aquel imprevisto.


—Ha dicho que les pedirá a nuestros respectivos compañeros de piso que nos envíen ropa y la bolsa de aseo por mensajero —le dijo a Flasher.


—Bueno, eso soluciona el problema de las mudas y el cepillo de dientes. Pero, ¿qué hacemos con las citas y demás compromisos?


—¿Y qué pasa con el respeto a mi vida privada?


—Lo siento, señor Garcia, pero no le queda más remedio que aceptar.


—¿Cree de verdad que su jefe pude obligarme a hacer algo que no quiero hacer? Le diré lo que tiene que decirle: llámele otra vez y dígale que NO. Es muy fácil: No —repitió, articulando casi cada letra—. Si no se atreve a hacerlo, le llamaré yo, ande páseme el teléfono.


—No servirá de nada —dijo Paula tristemente—. Mi jefe no ve más que la posibilidad de convertir el reportaje en una serie que aparezca al menos en tres números. Lo único que le importa es aumentar la difusión.


—Insisto en llamarle: puede que ese hombre pueda manipular su vida, pero me niego a que haga lo mismo con la mía.


—Ha amenazado con retirar su columna si no accede: ¿no le parece eso capacidad de manipulación suficiente? Nos tiene en sus manos.


—No puede hacer semejante cosa —se asombró Pedro—. ¿Cómo se llama ese tipo?


—El segador —contestaron Flasher y P.E. a dúo.


—Créame: el nombre le sienta como anillo al dedo. Lo único que le pido es una semana —rogó P.E.—. Después le prometo que no volveremos a molestarle.


—Pero usted me dijo que bastaría con un día, o, mejor dicho, con seis horas. No se puede imaginar lo que me ha costado, quiero decir —se corrigió de inmediato—, lo difícil que ha resultado reorganizar mi agenda, los horarios de los chicos ¡No puedo creer esto!


Paula sintió lástima por él, pero también era plenamente consciente de que no era el único que estaba entre la espada y la pared. Su propio futuro también estaba en juego y, además, la perspectiva de pasar seis días más en estrecha convivencia la ponía extremadamente nerviosa.


—Pues la culpa la tiene a fin de cuentas la popularidad que han alcanzado sus artículos —le espetó, sintiéndose inmediatamente como una tonta por haber dicho semejante cosa.


Pedro la miró enfurecido, abrió la boca para replicar, pero, en el último momento se lo pensó mejor.


—De acuerdo, de acuerdo —admitió al fin—. Lo intentaremos, pero déjeme pensar un momento. Veamos: hay un hotel bastante bueno a un par de kilómetros de aquí, pequeño, pero bastante confortable, y con mucho encanto. Seguro que tienen habitaciones libres. Si no, podemos llamar a un motel que hay un poco más lejos: tendréis que ir y venir en coche, pero si no hay otra cosa habrá que conformarse, no podemos hacer más con tan poco tiempo.


Tenía tal expresión de alivio que Paula no pudo menos que sentirse culpable. Estaba a punto de hacer trizas sus esperanzas.


—Señor Garcia —empezó, tras un ligero carraspeo—, me temo que no lo ha entendido usted bien. Mi jefe me ha pedido que haga un reportaje lo más ajustado posible sobre su familia y su vida cotidiana, y para hacerlo, debo estar lo más cerca posible de su ambiente. No me queda más remedio que alojarme aquí, en su casa.


—¿Aquí?


Pedro se quedó blanco como el papel.


—No se preocupe, nos esforzaremos por molestarle lo menos posible. No le causaremos el menor problema —declaró P.E. enfáticamente, y se hubiera autoconvencido si Flasher no le hubiera susurrado al oído:
—Eres un as.