domingo, 24 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 18




Hacia las nueve de la noche, la casa se quedó en calma por fin. El cielo crepuscular estaba teñido de un precioso color púrpura y solo se oía el canto de los grillos en el jardín.


Pedro bajó las escaleras felicitándose a sí mismo: dejando un par de errores menores aparte, las cosas habían ido sobre ruedas. La cena le había salido de maravilla gracias a que pudo usar una de las salsas que Ana había dejado congeladas. Aunque los espaguetis le habían salido un pelín quemados, nadie se quejó. Ninguno de los niños había metido la pata llamándole Pedro, y, lo mejor de todo, era que P.E. no le había hecho ninguna pregunta incómoda.


Aquella pantomima saldría bien, sobre todo si los seis días siguientes transcurrían del mismo modo. Ahora que los niños se habían ido a la cama y Flasher se había retirado en la habitación del ático, podía por fin respirar tranquilo.


Aunque no del todo. P.E. le esperaba en el piso de abajo, probablemente con la esperanza de seguir con la entrevista. No era un hueso tan duro de roer como se había imaginado, sin embargo, mas le valdría no bajar la guardia, y eso que temía que le resultara difícil mantener sus defensas después de un día tan estresante. 


Mejor le hubiera ido si se hubiera decidido a acompañar a la señorita P.E. a su habitación, desearle buenas noches y encerrarse en su dormitorio.


Cuando entró en el salón oyó la música: sonaba una suave melodía de jazz que P.E. escuchaba al lado de uno de los altavoces con los ojos entrecerrados. Moviendo los labios, seguía la letra de la canción, un tema brasileño, y Pedro se preguntó si de verdad se sabría aquella composición. Desde luego, el ritmo le era familiar, ya que su cuerpo se movía siguiendo el compás de aquella evocadora samba.


Si hubiera sido una mujer cualquiera y no su editora, Pedro habría atravesado la estancia sin vacilar y la hubiera tomado entre sus brazos. 


Dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacer era limitarse a mirarla, a mirarla y a soportar con estoicismo los embates de una pasión no deseada y que más le valdría acallar, por lo menos durante los siguientes seis días. 


Sin poderlo evitar, un impulso más fuerte que los anteriores, dirigido directamente a su parte más sensible, le hizo proferir un gemido.


P.E. abrió los ojos y se lo quedó mirando. 


Durante un instante que le pareció eterno, ni siquiera parpadeó. Pedro temió que pudiera oír los latidos de su corazón de tan fuerte como resonaban.


—Espero que no le importe. Me he tomado la libertad de aceptar su oferta —dijo, levantando su vaso de cerveza medio vacío.


—Creo que yo también me tomaré una —dijo Pedro con la boca repentinamente seca.


P.E. bajó el volumen del estéreo y se dirigió hacia el sofá… no, no se dirigió, más bien se deslizó, levito casi… ¿cómo era capaz de moverse de una forma tan sensual? Pedro deseó que no hubiera puesto una música tan sugerente.


—Si le parece, podemos charlar un rato, más relajadamente —propuso P.E.


—Me parece que estamos ya fuera del horario convenido, ¿no?


—Ya, pero piense que estos momentos también tienen interés para los lectores.


—¿Es que no descansa nunca? ¿Qué ocurre? ¿Quiere que la asciendan?


—Lo siento. Tiene razón: nos acabaremos la cerveza tranquilamente y nada más.


Pedro no supo qué era peor, si la perspectiva de someterse a una entrevista, o la de compartir el sofá con P.E. mientras sonaba una sensual música de fondo.


—Venga, dispare, puede continuar con la entrevista —claudicó.


—Cuénteme por qué dejó la universidad.


Esa pregunta fue como un puñetazo directo a la boca del estómago.


—¿Cree que eso interesa a los lectores?


—No lo sé, me interesa a mí.


—¡Ah! —tomó un sorbo de cerveza sin añadir nada más. Tampoco P.E. dijo nada, se limitó a sonreírle desde el otro extremo del sofá.


Esa parcela de su vida tenía un cartel de «No pasar» tan grande como una montaña, no tenía la menor intención de recordar esa terrible pesadilla. Se sentía incómodo, casi hasta la náusea, solo de pensarlo.


Se limitaría a quedarse sentado, disfrutando de la música. Por desgracia, la samba dio paso a una melodía aún más sugerente, y responder a aquella conflictiva pregunta se convirtió repentinamente en la opción más deseable.


Sin poderlo evitar, se imaginó que tenía a P.E. entre sus brazos, que bailaban en perfecta armonía, muy pegados. A pesar de que lo intentó con todas sus fuerzas, no logró que aquella imagen se disipara. Arenas movedizas. 


Se dijo que continuar hablando no podía ser peor, por espinoso que fuera el tema.


—El mundo académico y yo entramos en conflicto —admitió.


—¿Qué es lo que ocurrió?


Él quiso evadirse de aquella pregunta, pero la canción entró en una cadencia más lenta.


—Yo dirigía un equipo de investigación. Me pasé diez años con el trabajo de campo, el análisis, las conclusiones. Cuando por fin terminamos, hacía falta un microscopio para ver mi nombre en la publicación final. Por decirlo finamente, me sentí estafado, no lo disimulé y pagué las consecuencias…


—No me digas… que… así que protestaste… y te echaron.


—Efectivamente, y ya sabes lo que dicen: el gato escaldado, del agua fría huye.


—El mundo editorial no es muy diferente. Si se te escapa una buena idea, lo más probable es que te la roben. Por eso los editores de más éxito se empeñan por mantener completamente separadas la vida profesional y la vida privada —una negra sombra se cernió sobre ella. 


¿Quién le había traicionado a ella? ¿Un amigo? 


No: su amante.


—Por suerte, creo que ya he superado la racha de mala suerte… Soy un chico con suerte —continuó Pedro—. Curiosamente, mi tesis, que trataba de las familias uniparentales, está durmiendo el sueño de los justos, mientras la columna de la revista cada día tiene más éxito.


Contarle todo aquello le había resultado más fácil de lo esperado. No sabría decir por qué. 


Había hablado de ello con Ana más de una vez, pero eso no había conseguido liberarle de la carga de angustia que almacenaba en su interior. Contárselo a P.E. había resultado diferente; de repente, toda aquella tensión se había aflojado como por arte de magia.


—Estás sonriendo —observó P.E.


Sí, efectivamente. Estaba sonriendo de oreja a oreja. Por alguna extraña razón se sentía como si estuviera ligeramente achispado… debía ser culpa de la cerveza… o de esa maldita bossa nova.



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