sábado, 23 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 40




Cuando Pedro abrió los ojos varias horas más tarde, lo único que lo sorprendió más que no haber tenido pesadillas era el hecho de que su cuerpo estuviese abrazado al de Paula, que tenía la cabeza apoyada sobre su brazo y se había dormido, así que lo único que sentía era su calor. Pedro se sentía más vivo que nunca y vio unas posibilidades hasta entonces ocultas en su vida, como la posibilidad de tener a Paula, de amarla para el resto de su vida.


El cerebro empezó a arderle al pensar en un futuro con ella. Ahora todo le parecía diferente. 


No había querido que ocurriera eso, no había sido su intención hacerle el amor, porque era consciente de lo maravilloso que sería y supondría un error porque no podría tenerla. 


Pero a su lado, envuelto en su aroma, no veía el error en aquello por ningún lado. La realidad era la opuesta. Nunca había creído merecerla, pero estaba seguro de haberla hecho feliz aquella noche y de que ella lo deseaba. Sólo por eso podía pensar que merecía tenerla y la felicidad que ella le pudiera dar, que debían concentrarse en amarse y el futuro vendría solo. Tal vez a ella le bastase con su amor y renunciase a tener niños, y si no lo hacía... bueno, él podría considerar la posibilidad, llegado el momento.


Quizá la clave fuera dejar de pensar, olvidar el pasado y no preocuparse por el futuro.


Paula despertó entonces y se estiró y rodó sobre él, con lo que se colocaron pecho contra pecho. 


Él recorrió sus curvas con la punta del dedo. Su piel estaba pegajosa de sudor por el calor del verano y el sexo que los había dejado exhaustos y saciados. Sólo con mirarla deseaba... necesitaba... «No», se dijo a sí mismo, «deja de pensar».


Pero antes de acabar la frase, sus manos ya recorrían su piel. Las suaves caricias bastaron para excitarla y sacarla del sueño; abrió los ojos y empezó a imitar sus caricias sobre el cuerpo de Pedro. Sonrió con los ojos entrecerrados por el sueño y eso estuvo a punto de hacer que él llegara al límite.


Primero Pedro se empleó con las manos, y después con la boca, lamiendo, sorbiendo y chupando hasta que ella estuvo completamente despierta y con todos los sentidos alerta. 


Cuando ella empezó a recorrerle la espalda con las manos, su cuerpo se estremeció con un erótico temblor. Él saboreó la dulce sal entre sus muslos y deslizó la lengua dentro y fuera de su cálido centro, arriba y abajo, primero rápido y después lento, hasta que sintió la urgencia de estar dentro de ella.


Con un solo movimiento hizo a Paula rodar sobre su espalda y le agarró las nalgas, redondas pero firmes, y después los pechos, lo que provocó una exclamación de sorpresa en ella. Después introdujo su miembro duro en su suave interior, y ella se retorció y gimió su nombre mientras él repetía el movimiento una y otra vez. Él le acarició primero el estómago, después bajó entre sus rizos hasta encontrar la pequeña protuberancia y la acarició hasta que ella gritó de placer al llegar al orgasmo, en el que él la siguió.


Pedro no dejó de abrazarla hasta que se quedaron dormidos.



PAR PERFECTO: CAPITULO 39




Pedro llamó a la puerta de Paula un poco más fuerte de lo necesario. ¿Por qué tardaba tanto? 


Daba igual; seguro que la puerta estaba abierta.


Giró el pomo y estuvo a punto de caer porque ella la abrió por su lado a la vez.


—¿Pedro, qué te pasa? Estaba cambiándome en mi habitación... ¿No podías esperar unos segundos?


La camiseta blanca de canalé que llevaba dejaba a la vista unos centímetros de un vientre cremoso que dejaba adivinar el ombligo y los finos pantalones cortos de algodón apenas cubrían sus piernas, suaves y perfectas, acabadas en unos calcetines blancos. Llevaba un ventilador portátil en una mano.


—¿Qué te he dicho acerca de cerrar la puerta? ¿Por qué no me escuchas nunca?


—Me parece que estamos frente a un serio problema de actitud que necesita ser solucionado —dijo ella, con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada—. Acabo de llegar y estoy cansada. ¿Tienes algo importante que decirme para venir con esas prisas después de mi cita? Date prisa porque tengo que enchufar el ventilador y meterme en la cama.


La dureza de sus palabras no se correspondía con su expresión nerviosa. Parecía buscar una explicación en su rostro que no acababa de encontrar.


Él tenía que controlar su respiración entrecortada, que la estaba asustando y le impedía preguntar lo que quería. No sabía qué decir, no tenía un plan ni idea de cómo reaccionaría si ella confirmaba sus temores.


—¿Sientes algo por él?


—¿Por quién?


Pedro no repitió la pregunta porque su respuesta estaba demasiado cerca de lo que deseaba. En su lugar, le tomó la cara entre las manos, acarició un par de mechones rubios y la miró fijamente a los ojos durante unos segundos, hasta que unió sus labios con los de ella.


Él sintió cómo sus brazos le rodeaban el cuello y el cable del ventilador le rozaba la espalda. 


Sintió su lengua inflamarse contra la de él y sus piernas de seda enrollarse en torno a las suyas. 


Él se las separó con el muslo e hizo presión hasta sentir su calor y oír cómo contenía el aliento en un suspiro que sonaba como su nombre.


Paula dejó caer el ventilador al suelo para acariciarle la cara, peinarla con los dedos, hasta que separó sus labios de los de él lentamente y lo miró.


Pedro tuvo en ese momento la visión más celestial que había tenido nunca. Y no era un cielo inalcanzable y lejano, sino cercano y alcanzable... Paula.


Su cuerpo palpitaba con la dulce necesidad de estar dentro de ella, de ser un único cuerpo, de unir sus alientos y sus pulsos.


Entonces Paula lo atrajo hacia sí y lo besó con ansia. Él perdió el control de sus pensamientos mientras la empujaba hacia la sala cerrando la puerta tras de sí. Los dedos largos y finos de ella acabaron pronto con los botones de su polo y empezó a tirar impaciente de la prenda hacia arriba. Él se lo sacó y lo tiró al suelo. Mientras Paula se perdía en la contemplación de su pecho, él empezó a acariciar la piel desnuda de su cintura.


Y justo entonces, Paula se quitó la camiseta. No llevaba nada debajo.


Pedro no pudo evitar quedarse mirando, y ella le dejó hacerlo con pose de diosa y observándole el rostro. Tenía unos pechos firmes y llenos, que subían y bajaban sensualmente con el ritmo de su respiración. Los pezones eran duros y puntiagudos, y lo único que deseaba era humedecerlos con su lengua. Pedro dejó una mano subir desde su cintura hasta el pecho, y más aún hasta la clavícula, por la nuca, y se inclinó para besarla con dureza, mordiendo.


Paula le dejó, agarrándolo por los hombros cuando la debilidad empezó a hacer presa de sus rodillas. Sus pechos se tocaron, el suave vello masculino acariciando y haciendo cosquillas los pezones femeninos hasta provocarles dolor. Ella retiró su boca con necesidad de toda su determinación y echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole la suave piel del cuello. Pedro no rechazó el ofrecimiento y empleó la lengua a fondo hasta que se arqueó de placer. Ella lo abrazó para estabilizarse, pero él la llevó conduciéndola con los labios hasta el sofá, donde cayeron sin orden y, de repente, Pedro tenía los labios sobre su pecho.


Ella estaba sorprendida de lo que podía hacer con la lengua sobre su pezón y de cómo la dejaba deseosa cuando abandonaba un pezón para dedicarse al otro, cada vez con más fuerza e insistencia. Se dio cuenta de que los débiles gemidos que oía tan lejanos los estaba produciendo ella. No pudo evitar hundir más las uñas en sus brazos, y entonces él empezó a bajar la cabeza por su torso y cerró los dedos sobre la cinturilla del fino pantalón que llevaba. 


Cuando se los quitó, sus manos tocaron sólo piel, porque no llevaba nada debajo de ellos.


Entonces sus labios empezaron a moverse sobre esa piel, acariciándola y excitándola cada vez más. Ella levantó las caderas y se aferró a los cojines del sofá mientras su boca la llevaba a un estado de frenesí. Era una dulce agonía que no pudo resistir mucho tiempo antes de suplicar:
—Oh, Pedro, por favor, por favor, te necesito —él se apartó y ella dejó escapar un gemido de protesta.


—Yo sí que te necesito a ti —dijo él, con la voz presa de emoción mientras empezaba a desabrocharse el cinturón.


Ella lo miró mientras se desnudaba del todo y la atrapaba contra el sofá con el peso de su cuerpo, tan masculino y perfecto. Entonces parpadeó y él pareció leerle la mente.


—No, esto no es un sueño —dijo Pedro, y la penetró.


Ella echó la cabeza hacia atrás, dejándose consumir por el delirio. Él estaba dentro de ella, ella lo abrazaba y se perdería en los movimientos de sus cuerpos. Su piel la acariciaba de un modo dan dulce que su sangre empezó a fluir con rapidez y empezó a sentir que alcanzaba el climax. Llegó al mismo tiempo que él y sus gritos se confundieron en uno solo.


Paula se estremeció varias veces y cerró los ojos a la vez que tomaba aire con la boca abierta. Después suspiró y abrió los ojos; Pedro la miraba. Sus cuerpos estaban tan bien amoldados el uno al otro que no parecía bien separarlos, así que se quedaron de ese modo, estudiándose con ternura durante un rato que pareció muy largo.


Pedro se levantó por fin con lentitud y la tomó en brazos, lo que la hizo reír.


—¿Qué te parece divertido? —dijo él con voz lánguida mientras la llevaba a la habitación.


—Nada —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Es algo maravilloso.


La acostó en la cama y la cubrió con la sábana hasta la barbilla. A ella la sorprendió el frío de la tela contra el calor de su cuerpo. Estiró los brazos hacia él para que fuese a su lado, pero Pedro dio un paso atrás.


Pedro —dijo ella—, quédate.


—Yo... —Pedro parecía estar librando una batalla muy dura en su interior. Tal vez necesitara estar solo para estar tranquilo y pensar en lo maravilloso que era lo que les había pasado, y aunque ella quería estar con él, estaba dispuesta a dejar que se marchara si era mejor para él.


—¿Estarás mejor si no te quedas?


—¿Mejor? No puedo estar mejor que aquí contigo.


Paula echó a reír y después se sintió mal porque él podía pensar que se estaba riendo de él, pero Pedro rió también. Los dos estuvieron así varios minutos.


—En ese caso, quédate, por favor. No querría que sacases tu precioso trasero de aquí.


—¿Mi trasero? —dijo él, deslizándose bajo las sábanas y agarrándole las nalgas—. ¿Cómo puedes decir eso cuando el tuyo es el doble de bonito?


Entonces él la besó para evitar que protestara y ella enredó los dedos en su pelo y se dejó perder en la profundidad de su boca.




viernes, 22 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 38




Damian siempre había presumido de ser muy rápido con las mujeres, que según él, lo perseguían sin descanso. Pedro sabía que era mentira. Pero allí estaba, bajo la luz de la farola, con Paula entre sus brazos. Bastardo.


Pedro había oído la actuación de su hermano en el piso de arriba poco rato antes. Los había oído llegar por casualidad, no porque estuviera espiando, sino porque las paredes eran muy finas. Como se había puesto a trabajar en lugar de ver la tele, estaba en silencio, y cómo era verano, las ventanas estaban abiertas. Por eso Pedro oyó cómo Paula reprendía a su hermano por su jueguecito. No le importó.


Pero ahora lo apuñalaba por la espalda... Pedro los miraba abrazarse y sonreírse. Lo siguiente sería el beso. 


Entonces Pedro se sintió completamente asqueado y se apartó de la ventana. Unos segundos después, cuando volvió a asomarse, vio que Damian ya no estaba y que Paula caminaba hacia la puerta.


Sin pensarlo dos veces, dejó caer la cortina y salió por la puerta.




PAR PERFECTO: CAPITULO 37




No necesitaba oír lo que decían; verlos era suficiente. Desde luego, tenía que admitir que su hijo mayor tenía buen gusto. Qué piernas tan estupendas.


Jonathan había ido allí el viernes y el sábado por la noche y la mañana del domingo, con la esperanza de ver a la novia de Pedro. Cuando ya había abandonado toda esperanza, encontró a la persona a la que menos esperaba ver. Ni siquiera sabía que Damian vivía en Boston, pero allí estaba, y Jonathan había estado a punto de tragarse el cigarrillo al ver al chico que lo desafió años atrás.


Los había visto juntos, y en público. Además, habían salido del piso. Tal vez su hijo hubiera tenido suerte aquella noche, o había ido a ver a Pedro o... realmente le daba igual. Lo único que le importaba era que había encontrado a sus dos hijos, y de forma bastante casual.


Pero Damian se despidió de la chica y se alejó, lo que quería decir que no vivía en el mismo edificio que Pedro. Ella volvió al portal, abrió con la llave, y Jonathan se apretó más contra la pared del callejón donde se ocultaba, aunque la chica no tenía por qué conocerlo de nada.


Genial. La novia de Damian vivía en el mismo edificio que Pedro y tal vez fueran amigos, lo que también le venía bien. Jonathan había traído viejas fotos de los álbumes familiares de Angélica con la esperanza de que ablandaran el corazoncito hasta a la chica más escéptica con la historia del padre que vuelve de la muerte para encontrar a los hijos que creía perdidos.


Las mujeres se creían esas tonterías y ella podría hacer que su novio se lo tragase también. 


Jonathan se estaba quedando sin dinero y odiaba el agujero en el que vivía. No podía perder el tiempo.


PAR PERFECTO: CAPITULO 36




Ya fue bastante raro el que Damian la llamara para salir juntos a cenar aquella noche, sin Pedro, pero lo fue aún más cuando se vio, unas horas después, luchando para mantener su trasero alejado del suelo, con las piernas abiertas, el pecho mirando hacia arriba y los brazos cruzados sobre una colchoneta multicolor en el suelo de la sala.


—Damian, por favor, date prisa. No voy a aguantar mucho tiempo.


Damian respondió haciéndole cosquillas en la tripa con un dedo. Paula tembló de la risa.


—¡Tramposo! ¡Para, para!


—De acuerdo, de acuerdo... el pie izquierdo en el verde.


—¿Qué? ¿En el verde? Oh, no... Bueno, puedo hacerlo. Ahora verás.


Pero en el intento, su rodilla chocó con la nariz de Damian, que no estaba menos retorcido que ella.


—Oh, lo siento mucho —ella se echó a reír al ver su exagerada expresión de dolor —. Además, esto del Twister ha sido idea tuya.


—Sí, pero es tu piso. ¿Ésta es tu táctica, verdad? Te traes a tus citas a casa con la excusa de una cena mexicana y luego dices: «mira, el Twister, no juego desde que era pequeña».


—¡Y es cierto que no he jugado desde entonces! Mi madre lo trajo cuando quiso librarse de un montón de juguetes y cosas viejas que le daba pena tirar.


—Ya. Seguro que lo has comprado hoy mismo pensando cómo hacer que Damian, ese hombre tan sexy, se tirara literalmente encima de ti —acusó él.


—¡Calla! Quiero ganarte y lo voy a hacer —se estiró y cuando estaba tocando con el pulgar el color verde, el codo derecho le fallo y cayó sobre la colchoneta de una forma muy poco femenina.


—¡Los chicos siempre ganan! —gritó Damian, pero ella le empujó el hombro con el pie y no duró mucho tiempo más en la posición en que estaba.


Los dos, tendidos en el suelo, se rieron tanto que Paula pensó que se había mojado los pantalones. Cuando lograron recomponerse, Damian le pidió algo para beber.


—¿Qué te apetece? ¿Té helado, limonada, café?


—Té helado está bien.


Paula fue a la cocina a preparar las bebidas y Damian metió el juego en su vieja caja. Cuando ella volvió a la sala, le pasó un vaso a Damian. Él miró el vaso y dijo:
—¡Qué mono! Un vaso de Cenicienta. Eres una anfitriona muy chic.


Ella le dio un golpe con un cojín del sofá sonriendo antes de sentarse con las piernas cruzadas en el suelo.


—Oye, ese vaso pertenece a una colección que regalaban en las gasolineras un verano que hice un viaje con mis padres en coche. Mi madre los odia y casi me suplicó que me los llevara. A mí me encantan.


—A mí también. Sólo te estaba tomando el pelo —tomó un trago y se sentó en el suelo con ella, mirando la caja del juego—. Pedro y yo no tenemos recuerdos como ésos de nuestra infancia y me da un vuelco el corazón cada vez que oigo a la gente hablar de sus recuerdos. Fuiste una niña feliz.


Ella asintió, aunque Damian no lo había dicho como una pregunta. Damian levantó la mirada hacia el techo.


—¿Tú no tuviste una infancia feliz? —preguntó ella—. Pedro me ha contado que vuestros padres murieron y que fue duro para vosotros...


—¿Qué? —dijo él, levantando la cabeza—. ¿Pedro te dijo eso?


—Sí —dijo ella, algo desconcertada—. Pedro y yo somos muy... amigos y hemos hablado de algunas cosas. Lo siento, tal vez sea duro para ti hablar de tus padres. Dejémoslo.


—No, sólo me pregunto por qué te ha dicho eso.


—Bueno, nos conocemos desde hace tiempo y no tenemos secretos el uno con el otro. Espero que no creas que ha traicionado tu confianza —empezó a balbucear Paula, pero a la vez pensaba que no era capaz de imaginar qué lo tenía tan preocupado.


—No, no pasa nada si es cierto. Pedro es un gran idiota, si me permites.


—¿Por confiar en mí?


—No, por no confiar en ti.


—No lo entiendo. —Damian dejó escapar un suspiro de exasperación y estudió su rostro. La miró fijamente hasta que Paula se empezó a sentir incómoda.


—Eres una persona estupenda, ¿lo sabías? —dijo por fin—. Eres dulce y comprensiva, lista y bonita como nadie que haya conocido antes.


Ella no imaginaba cómo responder si no era un chiste.


—Oh, no... ¿vas a dejarme?


Damian se echó a reír con todas sus ganas.


—Había olvidado tu gran sentido del humor. Lo que intento decir es que Pedro está mucho más cerca de ti y debe de saber en qué cosas más eres fantástica. Por eso es un idiota.


—Lo siento pero sigo sin enterarme de nada.


Damian le tomó la mano, pero era un gesto de amistad.


—Estoy deseando espiar a Pedro por un agujerito y ver si está de pie sobre el sofá, con la oreja pegada al techo para oír lo que estamos diciendo.


—Oh, no le importa en absoluto.


—¿Eso crees? Entonces dime qué has estado pensando toda la noche, y no me digas que en mí. No tienes que preocuparte por no romperme el corazón. Sé que soy un bombón y no necesito que me lo digan todas las chicas guapas con las que estoy —Paula sonrió—. Vamos, dímelo.


Ella lo miró a los ojos antes de apartar la vista hacia la ventana, donde la oscuridad del exterior hacía que el cristal reflejase el interior de su salón iluminado. Le dolían los ojos, pero no podía mirar a Damian a la cara.


—He estado pensando que es estupendo pasar tiempo contigo, pero no dejo de pensar que podríamos llamar a Pedro, porque a él le encanta la comida mexicana, e invitarlo a jugar al Twister. Te miraba y pensaba que te pareces mucho a él excepto en pequeños detalles, que eres muy divertido y que Pedro no hubiera hecho esa broma, o no hubiera hablado así —volvió a mirarlo y dijo—. Lo siento, no me puedo creer que te esté diciendo esto. Yo....


Damian le puso un dedo sobre los labios.


—No sabes lo feliz que me hace oírte decir eso. Ya pensaba que mi hermano había conseguido liarlo todo y alejarte de él con esa estúpida idea suya de que tú y yo debíamos salir juntos. No tengo ni idea de qué ha pasado entre vosotros hasta ahora, pero tengo la impresión de que le importas más de lo que está dispuesto a admitir ante sí mismo y ante los demás.


—¿Pero por qué? ¿Por qué me tiene miedo? ¿Por qué tiene miedo de lo que pueda pasar entre nosotros? Yo también tenía miedo de perder nuestra amistad, pero ahora, cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que no podemos ser sólo amigos. ¿Tiene miedo él también de eso? ¿O es que ha tenido alguna mala experiencia en el pasado?


—Pedro ha sufrido, pero no del modo que estás pensando.


—Por favor, cuéntamelo para que pueda encontrar el modo de llegar hasta él.


—No puedo —dijo, pasándose la mano por el pelo, igual que hacía Pedro cuando se sentía frustrado—. Si te hablo de por qué es Pedro como es, estaría traicionándolo y no puedo hacer eso, ni siquiera por ti. Lo que sí puedo decirte es que merece la pena seguir luchando.


—¿Para qué? No sirve de nada andar detrás de un hombre a quien ni siquiera le importas.


—Él te quiere.


Paula se quedó helada con aquella revelación. 


Cuando recuperó el habla, dijo:
—¿Cómo lo sabes?


—Pedro ha tenido algunas novias, pero si le decían que querían algo más, él se deshacía de ellas. Contigo, él es diferente. Siempre habla sobre ti y cuando lo hace se le ilumina la cara. Ha sonreído más en este año que en las tres décadas pasadas, y eso pasaba siempre que tú estabas cerca o que hablábamos de ti. Cuando dijiste que querías encontrar un marido...


—¿Te contó eso?


—Sí, y lo que dijo fue que te estabas volviendo loca, cuando realmente era él quien estaba perdiendo la razón al pensar que tendría que compartirte con alguien más.


—Ha rechazado a todos mis pretendientes. Sabía que pasaba algo.


—Está claro. Te quiere.


—¿Y entonces a qué espera?


—No está esperando a nada. Cree que no puede tenerte.


—¿Qué? —exclamó ella al recordar su beso, cómo la había dejado sin aliento. ¿Cómo podía tener dudas de si podría tenerla?


—No te puedo decir el motivo, aunque me gustaría, pero quiero que tú y mi hermano seáis felices. Créeme, por favor —como ella sacudía la cabeza de asombro, añadió—: Ten paciencia con el idiota de mi hermano pequeño. Tiene sus razones para hacerte pasar por esto.


—Sólo tienes que esperar para cuando esté dispuesto. O para cuando yo lo fuerce a estar dispuesto.


Damian se levantó de un salto, sonriendo, y salió corriendo hacia su cuarto. Ella corrió tras él para verlo separar el cabecero de la cama de la pared y empezar a golpearlo contra ésta con la pierna. Cuando hubo encontrado un ritmo constante, empezó a gemir y a hacer teatro, con la cabeza casi fuera de la ventana del cuarto.


—Ven, esto lo matará.


Paula se echó a reír y lo apartó de la cama.


—Para, va a pensar que tú y yo...


—¡Por eso! —tenía los ojos chispeantes de malicia—. Aquí se necesitan medidas drásticas. Subirá los escalones de dos saltos, me dará una patada en el trasero, que estoy dispuesto a tolerar por una buena causa, y te tomará en sus brazos para siempre. ¡Oh, Paula! ¡Oh, nena!


—¡Para! Los vecinos van a pensar que en este piso hay un burdel —se dejó caer en la cama y le sonrió—. No sé si sabes que eres un enfermo mental.


—Me gusta más pensar que soy un buen hermano.


—Desde luego que lo eres. Y también un buen amigo.


—Eso espero —dijo, satisfecho—. Y lo más importante es que ya te tengo en la cama. Otro punto para el casanova Damian Alfonso. Y ahora puedo marcharme sin dejar las cosas a medias. ¿Me acompañas a la puerta?


Ella lo acompañó hasta el portal, y una vez fuera la fresca y salada brisa de la noche los envolvió. 


Fueron juntos hasta la esquina y cuando llegaron a la altura de la farola, ella le dijo:
—Gracias por esta velada maravillosa. Tenemos que repetirlo.


—Me encantaría volver a cenar contigo —replicó él—, pero espero que la próxima vez me invitéis Pedro y tú. Oye, oye., —dijo, levantándole la barbilla—. No te vengas abajo. Tienes que seguir intentándolo. Si te lo digo es porque creo que eres perfecta para él; que sois perfectos el uno para el otro.


Paula se lanzó hacia él para abrazarlo impulsivamente y él le devolvió el abrazo.


—Además —dijo—, me encantaría tener una hermanita. Estoy cansado de tomarle el pelo a Pedro y necesito una nueva víctima.


—Te advierto que doy tanto como recibo —le dijo ella al oído antes de apartarse de él y sonreírle con cariño.


—Eso me han dicho.




jueves, 21 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 35




De pie frente al portal, Jonathan imaginó la puerta de cristal como una barrera entre él y su miserable pasado. Entre él y los niños que habían hecho que su vida de adulto fuera miserable.


Había esperado que Pedro viviera en una casa mucho mejor que el edificio situado al fondo de un callejón sin salida de ladrillo beige. Se parecía mucho al resto de edificios de la ciudad, con mejor aspecto, pero no especialmente notable. Jonathan había imaginado algo mejor porque, aunque de niño aquel mocoso sabelotodo no había sido pretencioso, esperaba que el suelo de un abogado de renombre lo hubiera transformado. Pero los pisos en la ciudad eran carísimos, tal vez unos tres mil dólares mensuales. Demonios, cuando tuviera lo que le debían, se mudaría al piso de al lado.


De ese modo estaría cerca de la gallina de los huevos de oro y podría pasarse en cualquier momento a pedirle a su vecino y benefactor una tacita de azúcar, o de dinero...


Había seguido a Pedro a casa después de haber estado casi todo el día sentado en las escaleras del juzgado, esperando a que apareciese. 


Jonathan pensó que tendría que ir varios días seguidos para encontrarlo, pero la primera tarde que pasaba allí, lo vio salir del edificio. Después de examinar su perfil, bajó la cabeza para no hacerse notar.


Jonathan se quedó por el vestíbulo, mezclándose con la gente que iba y venía. Tuvo que esperar dos horas hasta que Pedro salió del ascensor y salió con paso decidido del edificio.


Jonathan no sintió el mínimo pinchazo de dolor en el corazón al ver a su hijo después de tanto tiempo. Lo único que sintió fue una envidia terrible: quería el elegante traje que llevaba Pedro para él, y su maletín de piel y también sus zapatos. Quería tener el mismo aspecto que su hijo, tener sus andares. Lo había deseado toda la vida y ahora era Pedro el que lo había conseguido. Ese pequeño imbécil.


Siguió a Pedro a casa en el metro, y después por la calle, hasta que Pedro se metió en un callejón sin salida. Jonathan pasó de largo y luego volvió atrás justo a tiempo para ver en qué puerta entraba, la misma frente a la cual, se encontraba.


Se apartó un poco de la puerta, pensando que no quería que Pedro lo viera aún. Si venía algún otro inquilino, podría dejarlo pasar, pero necesitaba un plan un poco mejor que presentarse en la puerta de su hijo, o se la cerraría en la cara inmediatamente.


Jonathan tomó nota mental del número del edificio y se alejó en dirección al metro.


Sí Pedro tuviera una esposa o al menos una novia, aquello facilitaría mucho las cosas. 


Mientras subía al vagón, decidió volver el viernes por la noche, esperar todo lo que hiciera falta y ver si aparecía alguna mujer buscando a Pedro.


Eso sería el pase perfecto, si tenía suerte. A las mujeres les encantaban las historias tristes y él podría contarle una buena.