sábado, 23 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 39




Pedro llamó a la puerta de Paula un poco más fuerte de lo necesario. ¿Por qué tardaba tanto? 


Daba igual; seguro que la puerta estaba abierta.


Giró el pomo y estuvo a punto de caer porque ella la abrió por su lado a la vez.


—¿Pedro, qué te pasa? Estaba cambiándome en mi habitación... ¿No podías esperar unos segundos?


La camiseta blanca de canalé que llevaba dejaba a la vista unos centímetros de un vientre cremoso que dejaba adivinar el ombligo y los finos pantalones cortos de algodón apenas cubrían sus piernas, suaves y perfectas, acabadas en unos calcetines blancos. Llevaba un ventilador portátil en una mano.


—¿Qué te he dicho acerca de cerrar la puerta? ¿Por qué no me escuchas nunca?


—Me parece que estamos frente a un serio problema de actitud que necesita ser solucionado —dijo ella, con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada—. Acabo de llegar y estoy cansada. ¿Tienes algo importante que decirme para venir con esas prisas después de mi cita? Date prisa porque tengo que enchufar el ventilador y meterme en la cama.


La dureza de sus palabras no se correspondía con su expresión nerviosa. Parecía buscar una explicación en su rostro que no acababa de encontrar.


Él tenía que controlar su respiración entrecortada, que la estaba asustando y le impedía preguntar lo que quería. No sabía qué decir, no tenía un plan ni idea de cómo reaccionaría si ella confirmaba sus temores.


—¿Sientes algo por él?


—¿Por quién?


Pedro no repitió la pregunta porque su respuesta estaba demasiado cerca de lo que deseaba. En su lugar, le tomó la cara entre las manos, acarició un par de mechones rubios y la miró fijamente a los ojos durante unos segundos, hasta que unió sus labios con los de ella.


Él sintió cómo sus brazos le rodeaban el cuello y el cable del ventilador le rozaba la espalda. 


Sintió su lengua inflamarse contra la de él y sus piernas de seda enrollarse en torno a las suyas. 


Él se las separó con el muslo e hizo presión hasta sentir su calor y oír cómo contenía el aliento en un suspiro que sonaba como su nombre.


Paula dejó caer el ventilador al suelo para acariciarle la cara, peinarla con los dedos, hasta que separó sus labios de los de él lentamente y lo miró.


Pedro tuvo en ese momento la visión más celestial que había tenido nunca. Y no era un cielo inalcanzable y lejano, sino cercano y alcanzable... Paula.


Su cuerpo palpitaba con la dulce necesidad de estar dentro de ella, de ser un único cuerpo, de unir sus alientos y sus pulsos.


Entonces Paula lo atrajo hacia sí y lo besó con ansia. Él perdió el control de sus pensamientos mientras la empujaba hacia la sala cerrando la puerta tras de sí. Los dedos largos y finos de ella acabaron pronto con los botones de su polo y empezó a tirar impaciente de la prenda hacia arriba. Él se lo sacó y lo tiró al suelo. Mientras Paula se perdía en la contemplación de su pecho, él empezó a acariciar la piel desnuda de su cintura.


Y justo entonces, Paula se quitó la camiseta. No llevaba nada debajo.


Pedro no pudo evitar quedarse mirando, y ella le dejó hacerlo con pose de diosa y observándole el rostro. Tenía unos pechos firmes y llenos, que subían y bajaban sensualmente con el ritmo de su respiración. Los pezones eran duros y puntiagudos, y lo único que deseaba era humedecerlos con su lengua. Pedro dejó una mano subir desde su cintura hasta el pecho, y más aún hasta la clavícula, por la nuca, y se inclinó para besarla con dureza, mordiendo.


Paula le dejó, agarrándolo por los hombros cuando la debilidad empezó a hacer presa de sus rodillas. Sus pechos se tocaron, el suave vello masculino acariciando y haciendo cosquillas los pezones femeninos hasta provocarles dolor. Ella retiró su boca con necesidad de toda su determinación y echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole la suave piel del cuello. Pedro no rechazó el ofrecimiento y empleó la lengua a fondo hasta que se arqueó de placer. Ella lo abrazó para estabilizarse, pero él la llevó conduciéndola con los labios hasta el sofá, donde cayeron sin orden y, de repente, Pedro tenía los labios sobre su pecho.


Ella estaba sorprendida de lo que podía hacer con la lengua sobre su pezón y de cómo la dejaba deseosa cuando abandonaba un pezón para dedicarse al otro, cada vez con más fuerza e insistencia. Se dio cuenta de que los débiles gemidos que oía tan lejanos los estaba produciendo ella. No pudo evitar hundir más las uñas en sus brazos, y entonces él empezó a bajar la cabeza por su torso y cerró los dedos sobre la cinturilla del fino pantalón que llevaba. 


Cuando se los quitó, sus manos tocaron sólo piel, porque no llevaba nada debajo de ellos.


Entonces sus labios empezaron a moverse sobre esa piel, acariciándola y excitándola cada vez más. Ella levantó las caderas y se aferró a los cojines del sofá mientras su boca la llevaba a un estado de frenesí. Era una dulce agonía que no pudo resistir mucho tiempo antes de suplicar:
—Oh, Pedro, por favor, por favor, te necesito —él se apartó y ella dejó escapar un gemido de protesta.


—Yo sí que te necesito a ti —dijo él, con la voz presa de emoción mientras empezaba a desabrocharse el cinturón.


Ella lo miró mientras se desnudaba del todo y la atrapaba contra el sofá con el peso de su cuerpo, tan masculino y perfecto. Entonces parpadeó y él pareció leerle la mente.


—No, esto no es un sueño —dijo Pedro, y la penetró.


Ella echó la cabeza hacia atrás, dejándose consumir por el delirio. Él estaba dentro de ella, ella lo abrazaba y se perdería en los movimientos de sus cuerpos. Su piel la acariciaba de un modo dan dulce que su sangre empezó a fluir con rapidez y empezó a sentir que alcanzaba el climax. Llegó al mismo tiempo que él y sus gritos se confundieron en uno solo.


Paula se estremeció varias veces y cerró los ojos a la vez que tomaba aire con la boca abierta. Después suspiró y abrió los ojos; Pedro la miraba. Sus cuerpos estaban tan bien amoldados el uno al otro que no parecía bien separarlos, así que se quedaron de ese modo, estudiándose con ternura durante un rato que pareció muy largo.


Pedro se levantó por fin con lentitud y la tomó en brazos, lo que la hizo reír.


—¿Qué te parece divertido? —dijo él con voz lánguida mientras la llevaba a la habitación.


—Nada —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Es algo maravilloso.


La acostó en la cama y la cubrió con la sábana hasta la barbilla. A ella la sorprendió el frío de la tela contra el calor de su cuerpo. Estiró los brazos hacia él para que fuese a su lado, pero Pedro dio un paso atrás.


Pedro —dijo ella—, quédate.


—Yo... —Pedro parecía estar librando una batalla muy dura en su interior. Tal vez necesitara estar solo para estar tranquilo y pensar en lo maravilloso que era lo que les había pasado, y aunque ella quería estar con él, estaba dispuesta a dejar que se marchara si era mejor para él.


—¿Estarás mejor si no te quedas?


—¿Mejor? No puedo estar mejor que aquí contigo.


Paula echó a reír y después se sintió mal porque él podía pensar que se estaba riendo de él, pero Pedro rió también. Los dos estuvieron así varios minutos.


—En ese caso, quédate, por favor. No querría que sacases tu precioso trasero de aquí.


—¿Mi trasero? —dijo él, deslizándose bajo las sábanas y agarrándole las nalgas—. ¿Cómo puedes decir eso cuando el tuyo es el doble de bonito?


Entonces él la besó para evitar que protestara y ella enredó los dedos en su pelo y se dejó perder en la profundidad de su boca.




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