jueves, 14 de febrero de 2019
PAR PERFECTO: CAPITULO 11
Pedro puso a Damian al corriente de los planes de Paula, sintiéndose cada vez más ofendido.
Cuando le dijo que le había pedido que él le filtrara las citas, Damian echó a reír.
—Desde luego, te tiene calado. De hecho, es incluso divertido.
—No lo es. No es divertido estar en una punta del videoclub sabiendo que en la sección de películas extranjeras hay un extraño babeando por ella.
Su hermano lo estudió con la mirada.
—¿No crees que esto te está afectando demasiado? Probablemente sea una fase y pronto se calmará. Es lista y sabe que no se puede encontrar marido en un mes, y menos cuando se busca. Sigúele el juego hasta que se canse.
—Ya estoy siguiéndola en este juego estúpido y repugnante. Y tienes razón: es lista, por eso me pone enfermo ver cómo los hombres la miran como si fuera un pedazo de carne. Es muy desagradable.
—Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena.
—Tal vez. Ayer me pasé todo el día pensando en ello. Lo que no entiendo es por qué estoy así. Es su vida, después de todo.
—Justo. De hecho, en lugar de criticar a Paula —dijo con cautela—, tal vez deberías aprender de ella.
Pedro miró la sonrisa de chico travieso de su hermano.
—¿A qué te refieres?
—A que tal vez también sea hora de que tú empieces a buscar a alguien que te haga feliz.
—¿Y quién dice que no lo soy ahora?
—Bueno, yo sólo digo que... —empezó Damian.
—Además —interrumpió Pedro, levantándose del banco a toda prisa—, tengo mucho trabajo.
Y empezó a andar camino de la estación donde tomaría el metro para volver a su oficina del centro. Su hermano lo siguió.
—Es cierto que estás muy ocupado. Ocupado cuidando de todo el mundo, además de mí y de Paula; por eso te fastidia que no haga caso de tus sabios consejos. Estás tan ocupado con el resto de la gente del planeta que no tienes tiempo par ti. O para una novia. ¿Me equivoco?
—No demasiado. Las novias suponen mucho esfuerzo.
—Te encanta esforzarte.
—No es por eso. El problema es que todas las mujeres de treinta años andan por ahí buscando comprometerse, y ahora Paula es parte del club. No quiero verme implicado en ese lío. En absoluto.
—¿Hablas en serio?
—Completamente. No quiero formar una familia. No quiero hijos. Me niego a tener hijos. Y además, tú deberías entenderlo perfectamente.
Damian se detuvo y miró a su hermano.
—¿No puedes olvidarte de eso? Se acabó, Pedro. Hace años que se acabó. Papá ya no puede hacernos daño.
—Te equivocas. Papá ya no está, pero seguimos llevando su sangre y en el fondo somos como él. Nosotros no podemos creerlo, pero es genético.
—No, Pedro. No somos como él. Elegimos marcharnos. Yo también pasé por eso. Era una persona horrible, pero no tiene nada que ver conmigo y yo puedo elegir ser una buena persona, al igual que tú. No te niegues a ti mismo pensando que eres como él, porque tú también puedes tener una familia, una esposa...
—No quiero seguir hablando de esto, Damian. Tal vez debieras estudiar psicología en lugar de periodismo.
Damian se enfrentó a él con voz más dura y le dijo lentamente:
—No eres como él —repitió—. Y mira lo que te estás haciendo a ti mismo. Estás dejando que esto se interponga entre Paula y tú.
A Pedro le resultaba muy difícil mirar a Damian, que había pasado lo mismo que él, a los ojos.
Suspiró y siguió andando. Anduvieron unos minutos en silencio hasta que dijo:
—Tienes razón. Tal vez sea eso y sólo estoy celoso de Paula por salir a buscar su sueño. Es un sueño normal, que todo el mundo tiene y yo no me puedo ni plantear.
—No me refería a eso.
—¿Entonces a qué? —acababan de llegar a la estación de metro.
—Tú y Paula... —Damian sacudió la cabeza—. Déjalo. Intenta no hacérselo pasar mal. Como has dicho, lo que está haciendo es lo más natural. No necesita que la agobies.
—¿Al igual que te agobio a ti?
—Yo soy tu hermano. Tengo que aguantarme.
—Pasaré por tu casa el jueves —dijo Pedro, pasando al otro lado del torno de entrada al andén.
—Ya lo sé —Damian se alejó pero Pedro pudo oírlo—. Animal de costumbres.
PAR PERFECTO: CAPITULO 10
Pedro no vio a Paula al día siguiente, pero se pasó el día pensando en ella, y molesto, sin saber por qué.
De camino al restaurante chino, ella le había contado que el hombre del videoclub se llamaba Miguel, o Manuel. Mientras comían en su apartamento, le dijo que vivía a sólo unas manzanas de ellos, en Columbus Avenue, y cuando Pedro metió la película en el vídeo, ella comentó que le había dado su teléfono y que probablemente se vieran el fin de semana siguiente.
A cada nuevo dato, Pedro había respondido con un movimiento de cabeza muy entusiasta y muy poco sincero.
Cuando volvió a casa, se cepilló los dientes con rabia, se puso el pijama dejando la ropa en el suelo inmaculado de su cuarto de baño y se metió en la cama de un salto, apagó la luz y cerró los ojos, obligándose a dormirse enseguida, sin pensar en nada.
Se despertó al amanecer. Hubiera preferido dormir a ver la preciosa luz rosada y dorada de los primeros rayos de sol, pero era imposible. Un mal comienzo para un mal día.
Intentó concentrarse en ver la televisión, en trabajar, en practicar su swing de golf en el salón, pero no dejaba de oír la vocecita de Paulaen su cabeza, habiéndole del tío ése.
Su primera víctima, probablemente. Ese hombre no tenía ni idea de lo que se le venía encima: una loca del compromiso, con el reloj biológico acelerado, se decía Pedro a sí mismo a cada rato.
Y seguía preguntándose qué problema tenía con todo aquello. Como no sabía qué responderse, golpeaba la pelota con más fuerza de la necesaria.
No le apetecía hablar con nadie, así que no respondió al teléfono ninguna de las dos veces que sonó, y tampoco dejaron un mensaje en el contestador.
Aquello no era típico en él.
El día fue más o menos igual de malo. Llegó el primero a la oficina, pero no consiguió hacer nada. Tenía claro que lo que lo molestaba era el nuevo amigo de Paula, pero ¿cuál era el motivo? Ella podía hacer lo que quisiera y reírse con quien quisiera y tal vez ése fuera el problema: ella era muy libre, pero él no, por razones que nunca podría controlar. Nunca se sentiría libre para empezar la misma búsqueda que había empezado ella.
No le gustaba pensar de aquel modo. No le gustaba recordar y no quería estar preocupado por ello cuando volviera a verla, por temor a estar sensible y desahogarse contándole todo lo que le había ocultado. Lo que le había ocultado a todo el mundo.
Cuando Damian lo llamó para quedar a comer, se sintió aliviado. No tenía miedo de derrumbarse delate de Damian: él ya conocía la historia porque la había vivido.
Pedro llevaba unos pocos minutos esperándolo en un banco del campus cuando lo vio acercarse al trote, con unos libros bajo el brazo y un perrito caliente en la otra.
Su hermano, a sus treinta y tres años, se confundía a la perfección con el resto de los universitarios, y vestía como ellos, con una sudadera de la universidad y unos vaqueros muy gastados. Tenía el pelo del mismo color castaño que Pedro, pero lo llevaba un poco más largo.
—Hola —dijo Damian antes de darle un mordisco a su perrito caliente —. Lo siento pero llevo toda la clase de ética pensando en comerme un perrito caliente —engulló el último bocado—. No te preocupes, aún tengo sitio para una comida de verdad. Vamos donde siempre.
Pedro siempre solía pedir una ensalada en el café donde quedaba a comer con su hermano, pero aquel día no le apetecía encerrarse bajo cuatro paredes.
—No, vamos a por unos cuantos perritos más y nos los tomamos aquí fuera. Hace muy bueno.
—Creía que no te gustaban los perritos calientes —dijo su hermano, conduciéndolo hacia el puesto del vendedor.
—Sí que me gustan, pero no suelo comerlos porque sé con qué están hechos.
—Eso es bastante lógico.
Pidieron un par de perritos cada uno y un refresco, y fueron a sentarse a un banco cercano.
—No hay nada lógico hoy en día —dijo Pedro, algo beligerante. Le dio un mordisco al perrito y le pareció que estaba muy bueno.
—¿Sabes que estás un poco raro? No me has preguntado por las clases como solía hacer yo. Tampoco me has recordado que aún faltan tres días para el jueves y que no malgaste el dinero hasta que pases a darme otro cheque. Llevas unos cinco minutos sin ocuparte de mi caso, lo cual, en ti, es un récord. Y además, no has querido ir al restaurante de siempre a pedir lo de siempre, y eso en un animal de costumbres como tú es muy raro —Damian se detuvo y lo miró fijamente—. Señor, ¿qué ha hecho con Pedro Alfonso?
Pedro ni siquiera pudo reírse.
—Estoy bien y no me pasa nada. Es el resto el mundo el que se ha vuelto loco.— ¿Empezando por quién?
—Por Paula, por ejemplo.
—Pero eso es normal en ella, ¿no? Por eso todo el mundo la quiere. ¿Qué tal está? La última vez que...
—¿Que qué tal está? —interrumpió Pedro—. Pues ahora no puede estar peor. Está como una gata en celo, y lo siento si suena muy fuerte.
Damian echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.
—¿Y eso? —bajó la voz—. ¿Me estás diciendo que ha intentado algo contigo? Si es así, te diré que ya era ho...
—¿Conmigo? Qué va. No tiene nada que ver conmigo. Somos amigos —su nerviosismo aumentó un punto más en la escala—. Está embarcada en una misión que consiste en encontrar al hombre de sus sueños.
—¿Y qué? Está soltera y es preciosa, por si no te habías dado cuenta. Tiene todo el derecho del mundo a en contrar al hombre de sus sueños.
miércoles, 13 de febrero de 2019
PAR PERFECTO: CAPITULO 9
Paula sintió que se ponía a la defensiva. Todos los hombres con los que había salido eran amigos o conocidos de conocidos, o había coincidido con ellos en alguna reunión. Nunca había quedado con nadie con el que se hubiera cruzado en el supermercado ni nada parecido, pero sentía en su interior una urgencia inexplicable, y había pasado ya una semana desde que había tomado la decisión de cambiar su vida sin que hubiera avanzado en absoluto en su plan. Tenía que ser ella quien diera el primer paso.
—Está en la sección de películas extranjeras, lo cual quiere decir que tiene una educación y es inteligente.
—Lo único que quiere decir es que sabe leer los subtítulos. Eso requiere un nivel educativo de tercero de primaria.
Pero ella estaba decidida a convencer a Pedro.
—Míralo. Viste como un hombre de negocios, como… como un abogado.
—O como un vendedor de coches usados, o como el editor de una revista pornográfica o un mañoso.
—¿Por qué me lo estás poniendo tan difícil?
—Por el modo en que te planteas esto, Paula. Lo estas examinando de forma científica. Ni siquiera me has dicho si te parece atractivo o no.
Paula lo miró mientras devolvía la película a su sitio. Era rubio y llevaba el pelo cortado como los militares. Era el clásico chico americano, pero no tenía nada de especial, aunque no iba a admitir eso ante Pedro. Después de todo, no era feo.
—No tiene nada de malo.
—Eso sí que es una descripción demoledora. ¿Por qué no vas y le pides que se case contigo ahora mismo? Está claro que es tu hombre ideal. Tal vez aún pilles abierto algún juzgado de paz donde formalizar tu matrimonio...
—¡Déjalo ya! ¿Por qué te pones tan sarcástico? —dijo ella, irritada—. Ve a pagar la película, a otro sitio. No quiero que piense que estoy contigo.
Pedro se quedó boquiabierto.
—¿Estás de broma? Yo...
—¡Prometiste que me ayudarías! —se dio cuenta de que parecía una niña protestona.
—No te prometí que haría esto.
—Por favor, no me lo estropees. No vine aquí buscando quedar con alguien.
Se miraron obstinadamente en un choque de caracteres fuertes. Pedro nunca la dejaba ganar, y él pensaba que no debía dejar que se saliera con la suya, pero no tema claro el motivo. Había algo en su mente que le hacía odiar la idea de que ella se fuera con otro.
« ¡Maldición!», pensó. «Ella puede irse con quien quiera».
—Está bien —Pedro empezó a batirse en retirada y ella lo agarró por la mano y lo llevó hacia la caja dando un rodeo para que no tuviera que pasar por la sección de películas extranjeras.
—Pedro...
—La cena la pagas tú —le dijo él, apuntándola con el dedo—. Y no me sueltes ningún sermón sobre el salario de los profesores.
La sonrisa de Paula lo iluminó todo.
—Gracias, Pedro —se pasó las dos manos por la rubia melena y le tiró un besó.
Pedro, obstinado, se dio la vuelta rápidamente hacia la caja, como si quisiera evitar que el beso aéreo le llegara.
Pedro aguantó la larga cola para pagar sin darse la vuelta para mirar a la sección de películas extranjeras. No tenía ni idea de qué estaba haciendo Paula, pero se imaginaba que nada bueno. El hombre se sentiría adulado y, teniendo en cuenta que estaba solo buscando una película para ver en fin de semana, estaría alucinando ante tanta buena suerte. Tenía que contenerse para no girarse hacia ellos. Ya se lo contaría ella cuando salieran. Nunca había tenido secretos con él.
Cuando llegó el turno de Pedro en la cola, un estruendo en la parte de atrás del videoclub hizo que todos los clientes se giraran para mirar, incluido él. Allí estaba Paula, con la cara colorada y un montón de cajas de vídeos a sus pies.
Pedro se llevó la mano a la frente y sacudió la cabeza lentamente. Paula lo miró con ojos desesperados. Después se arrodilló y empezó a recogerlo todo a toda prisa. Pedro dejó su película sobre el mostrador y acudió al rescate, pero el hombre del traje gris ya estaba a su lado.
Cuando él le susurró algo al oído a Paula y ella se echó a reír, Pedro se detuvo en seco.
Pedro volvió al mostrador, recogió la película y el cambio y salió por la puerta a toda prisa. Una vez fuera, se apoyó contra la pared de ladrillo y tomó una bocanada del aire cargado de olor a sal y a pescado del puerto de Boston.
Paula y su nuevo amigo parecían hacer buenas migas. La esperaría fuera.
PAR PERFECTO: CAPITULO 8
Aún tenía el pelo mojado de la ducha que acababa de darse, y olía a jabón y aftershave.
Paula sabía que si notaba ese olor en cualquier otro sitio, lo asociaría con él.
¿Por qué se ponía tan sensible de repente?
Saltó de nuevo del sillón y le señaló a Pedro el reloj.
—Se te acaba el tiempo. Pásame el teléfono.
Pedro se despidió del padre de Paula y ella tomó el auricular.
—¿Papá?
—Hola, Paula—su voz sonaba distraída, pero no iba a ofenderse por ello. Si le preguntaba en qué estaba pensando, probablemente le hablase de los problemas matemáticos que intentaba resolver.
—Papá, deberías dejar de trabajar ya y llevar a mamá a algún sitio.
—¿Por qué? ¿Está enfadada conmigo?
Ella suspiró. Su padre era el típico profesor con la cabeza en las nubes. Estaba convencida de que su madre debía de llevar todo el día quejándose, pero él no se había dado cuenta de nada.
—Hazme caso y pasadlo bien.
—De acuerdo. Vosotros también, Paula. Nos veremos en la lectura.
—Claro. Estoy impaciente. Os quiero mucho, papá. Díselo a mamá, no me ha dado tiempo a decírselo yo misma porque estaba impaciente por hablar con Pedro.
—Espero que siga cuidándote para que no te metas en líos.
—¿Quién es capaz de evitar que me meta en líos?
—Nadie —respondió su padre con una carcajada—. Pero espero que al menos pueda vigilar un poco a mi niña traviesa.
—Soy tu única niña, papá.
Se despidieron y Paula colgó con un suspiro.
—Mis padres... lo siento, Pedro.
—No te disculpes, son geniales.
—Si tan bien te caen, le voy a pasar tu número a mi madre para que te llame cuando quiera. Tal vez también te compre unos paños de cocina —cruzó el pasillo de una zancada para tomar su gastada chaqueta de cuero del perchero—. Se supone que tienes que cuidar de mí.
—Eso me han dicho, tanto tu padre como tu madre. ¿Qué les cuentas para que crean que me necesitas?
—Nada de nada. No te creas nada de lo que te cuenten —dijo, con la chaqueta puesta y cara de niña buena.
—Qué cuadro —dijo él—. Un angelito vestido con una cazadora de piel.
La miró a la cara, desde muy cerca y una media sonrisa dibujada en la cara. Paula notó mucho calor de reciente y enseguida sacudió la cabeza.
—Ni lo sueñes, Alfonso—fue hacia la puerta y la abrió—. Adelante, caballero.
Cuando llegaron al videoclub, lo vieron tan concurrido como todos los sábados por la noche. Ellos se dirigieron rápidamente a la sección de novedades.
—Tenemos que elegir algo rápidamente. Aún tenemos que ir a por la comida china.
—No te preocupes. Dame sesenta segundos —Paula siempre lo dejaba elegir, porque escogía lo mismo que hubiera escogido ella. Además, si la película era mala, bajaban el volumen y jugaban a inventarse los diálogos, así que siempre se lo pasaba bien viendo películas con Pedro.
Mientras Pedro examinaba las películas, ella hacía lo propio con los clientes del videoclub hasta que vio a un hombre en la sección de películas extranjeras que leía la carátula de un vídeo. Llevaba el abrigo sin abrochar, así que ella pudo ver que llevaba un traje gris oscuro, con las perneras algo arrugadas, como si se hubiera pasado todo el día sentado en un despacho, y no parecía tener prisa en elegir película. Paula se fijó en su mano izquierda, la que sujetaba la caja del vídeo: no llevaba anillo.
—Ya me he decidido
—¡Qué susto me has dado! —exclamó ella.
Estaba perdida en sus pensamientos...
—Lo siento —miró en la dirección en la que había estado mirando ella—. Mientras yo buscaba película, tú examinabas la mercancía, por lo que veo.
—Sólo estaba echando un vistazo —se justificó ella.
Él hombre levantó la vista y la vio mirándolo, lo que hizo que ella se sintió muy incómoda los dos segundos que sus miradas se cruzaron.
Después sonrió, pero cuando miró tras ella, la sonrisa desapareció y volvió a mirar las películas.
Al girarse, Paula vio que Pedro estaba mirándolo fijamente, así que lo empujó detrás del estante de las películas infantiles.
—¿Qué estás haciendo? ¡Me vas a fastidiar los planes! —miró por encima de la estantería para ver si el hombre los estaba mirando.
—¿Qué planes? ¡No tienes ningún plan con ese hombre! Ni siquiera sabes quién es, ¿o sí?
—No, pero no sé por qué estás tan negativo. Tal vez sea el primer candidato para mi plan.
—¿Ése? —Pedro hizo una mueca—. ¿Lo miras veinte segundos y ya ves en él al hombre perfecto?
—Yo sólo digo que tiene posibilidades.
—¿Qué posibilidades son ésas?
PAR PERFECTO: CAPITULO 7
La madre de Paula era terrible al teléfono. Paula la escuchaba hablar con el auricular un poco alejado de su oreja, pero el tono de su madre era tan entusiasta que su alcance era tremendo.
—Paula, te juro que la funda para el sofá que acabo de comprar lo ha transformado del todo. Me costó doce con noventa y nueve dólares y parece que hemos comprado un sofá nuevo. Si quieres puedo comprar otra para ti. ¿De qué color la quieres?
—Mamá —respondió Paula—, no te preocupes.
—Cariño, tu sofá es tan... —Paula sabía que estaba evitando decir «feo» o «horrible» para no ofenderla—. Parece como si lo hubieras comprado de segunda mano nada más acabar la carrera.
—Y eso es exactamente lo que hice, mamá.
—Por eso, Paula. Elegiré la funda yo misma. ¿Necesitas algo más? También tenían paños de cocina en oferta...
Paula alucinaba con la capacidad de su madre para conversar por teléfono.
—Mamá —interrumpió Paula—. ¿Cómo va la agencia? ¿Cuál es el punto caliente actualmente? —su madre, de unos cincuenta años, tenía una agencia de viajes.
—En Aruba hace buen tiempo. También en Hawai.
—No me refiero al calor, sino a estar de moda. ¿Dónde viajan los solteros de oro este año? —inmediatamente se arrepintió de haber hecho aquella pregunta.
—Así que estás buscando activamente, ¿eh?
—¡Mamá! Olvídalo. ¿Qué hace papá?
—Ya conoces a tu padre —su madre exhaló un suspiro que Paula reconoció como totalmente exagerado—. Hace un día precioso, la gente sale a pasear y las terrazas de los cafés están abarrotadas, pero tu padre está encerrado en el estudio, tonteando con el ordenador.
Paula sonrió. Sabía que aquello de «tonteando» quería decir que estaba trabajando en su siguiente libro, parapetado bajo un montón de libros de ecuaciones y teoremas.
—Entonces me imagino que no podrá ponerse.
—Espera, voy a llamarlo y así le dará un poco el sol. Si no, no saldrá de ahí hasta el anochecer, como los animales salvajes.
—Déjalo. Recuerda que antes de contratar a los agentes, tú también trabajabas los sábados, y no hace mucho de eso.
En ese momento oyó un golpeteo de nudillos en la puerta y al responder «adelante», Pedro entró en el piso.
—Te tengo dicho que cierres la puerta —le dijo él—. Cualquiera podría entrar...
—Con un bate en la mano.
Pedro hizo una mueca y Paula sonrió.
—Mamá, te dejo. Tengo visita.
—¿Es Pedro? Dile que se ponga
—Sí, es él, pero vamos a salir a cenar y a por una película de vídeo.
—Sólo hablaré con él un momento.
—Vale, pero no te alargues mucho porque tengo hambre —le pasó el teléfono a Pedro—. Es mi madre.
—¡Margarita! —dijo Pedro, observando el calendario que había en la pared mientras hablaba o, mejor dicho, mientras respondía al interrogatorio—. Bien, ¿y tú?... El trabajo va bien... Oh, no, no creas... Damian está genial... Ha empezado las clases en Emerson... Sí, quiere dedicarse a hacer televisión.
Paula se dejó caer en el sofá, sabiendo que aquella conversación iba para largo. A él le caía bien su madre y además no querría ser brusco, así que ella hablaría sin descanso y él no querría cortarla.
—Pues muy ocupada; los niños le dan mucho trabajo.
Pedro y su madre tenían una cosa en común: se preocupaban por Paula.
Pedro escuchaba a su madre con calma, sin andar de un lado a otro por el cuarto, como hacía Paula. Ella imaginó que así era como debía de tratar con las víctimas y las familias de las víctimas con las que hablaba todos los días.
Pero aquella expresión tan seria y concentrada hacía que, cuando sonreía, su cara se iluminase aún más, pensó Paula.
—Nicolas, ¿cómo estás? —dijo Pedro, y Paula se incorporó de un saltó.
—¿Ha llamado a papá para que hablara contigo? —le dijo en voz baja, a lo que Pedro respondió encogiéndose de hombros.
«Increíble», pensó Paula, pero la verdad era que tanto su padre como ella querían mucho a Pedro.
Pedro era... Pedro. Siempre ocupándose de los demás, divertido, inteligente... Nunca había conocido a nadie, a ningún hombre, como él.
Nunca rechazaba las responsabilidades, tanto en su trabajo, que aunque le daba muchas recompensas, era muy duro, como con los demás. A pesar de ser el más joven, Pedro se había encargado de vigilar la educación de su hermano, y el bienestar de Paula, cosa que ella intentaba evitar en la medida de lo posible.
Era extraño que Pedro y ella no hubieran acabado peleados, pues se acusaban el uno al otro de ser cabezotas y obstinados, ella de forma abierta y ruidosa, y él calmado y controlándolo todo. Pero entre ellos había un acuerdo tácito de aceptar al otro, probablemente porque en el fondo eran muy parecidos.
Y así, a primera vista, Pedro tampoco estaba nada mal. Los vaqueros y la sudadera azul que llevaba le quedaban tan bien como los serios trajes de abogado. Las deportivas algo gastadas debían de ser el único elemento de su vestuario que no estaba en perfectísimas condiciones.
Pedro lucía en el dedo el anillo que conmemoraba su graduación universitaria; ella siempre había pensado que la gente que seguía llevando los anillos años después eran unos nostálgicos empedernidos, pero en Pedro los motivos eran otros, y ella lo sabía. A él ese anillo le recordaba lo que había conseguido con esfuerzo. Nunca hablaba del pasado, pero ella podía adivinar que su vida no había sido fácil.
Sus padres habían muerto y él y su hermano habían estado separados muchos años.
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