sábado, 12 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 31




Pedro se sentó en un taburete frente a Mateo. El Grille estaba prácticamente vacío aquella noche. Sólo había algunos clientes en la barra. Mateo estaba tomando su tercera cerveza. Pedro disfrutaba de la primera. Estuviera o no de servicio, le gustaba tener la mente despejada en momentos como aquél, por no hablar de que tenía un dolor de cabeza mortal por culpa del insomnio.


—¿Crees que hay alguna posibilidad de encontrar una prueba de la identidad de ese tipo en la camioneta? —preguntó Mateo.


—No sé cómo van a encontrarla. Prácticamente no ha quedado nada.


—Ese hombre sabe lo que está haciendo. Se deshizo del número de identificación de la camioneta y cambió la matrícula antes de prenderle fuego.


—Actúa como si fuera un policía —comentó Pedro.


—O alguien que sabe perfectamente cómo identificar un vehículo —añadió Mateo—. ¿Cómo crees que ha vuelto a la ciudad después de haber quemado la camioneta? Odiaría pensar que tiene un cómplice. Que hay dos tipos desquiciados paseando libremente por las calles de Prentice.


La camarera se detuvo frente a su mesa, aunque era evidente que todavía no necesitaban otra cerveza. El servicio siempre era magnífico cuando Mateo andaba cerca. Fueran jóvenes o viejas, las mujeres revoloteaban alrededor de aquel tipo. E incluso Pedro, tenía que admitir que era un hombre atractivo.


—Estáis muy serios —comentó la camarera.


—Los policías siempre están serios —contestó Mateo—. Y ten cuidado, porque como hagas demasiadas travesuras, puedes terminar con un par de esposas en las muñecas.


La camarera sonrió y deslizó un dedo por el brazo de Mateo.


—Eso suena un poco perverso, detective. Pero supongo que siempre llevas encima un par de esposas, por si acaso…


—¿Sabes? Me parece que estás buscando problemas.


—Bueno, ya me conoces. Nunca busco más de lo que soy capaz de dominar. ¿Queréis otra cerveza?


—Para empezar.


La camarera se alejó meciendo las caderas y Pedro tuvo la sensación de que allí había algo más que un inofensivo flirteo. Pero lo que Mateo hiciera fuera del trabajo, no era asunto suyo.


—Esa chica sí que está bien —comentó Mateo cuando por fin desvió la mirada de la espalda de la camarera—. No tiene tanto estilo como tu periodista, pero no está mal.


—Yo no tengo ninguna periodista.


—Te equivocas. Hoy, en cuanto he visto que estaba en tu casa he pensado que…


—Pues te has equivocado.


Pedro no sabía por qué lo irritaba tanto que asumiera que había una relación entre ellos. 


Quizá porque en el fondo deseaba que fuera verdad. Pero en ese caso, tendría que decidir qué hacer con aquel sentimiento. Habían pasado siete años desde la muerte de Natalia. 


Había salido con algunas mujeres desde entonces, pero ninguna había significado nada para él.


Con Paula las cosas serían diferentes. De hecho, ya estaban siendo diferentes.


—Ya es hora de que mires hacia el futuro, Pedro. No puedes vivir siempre en el pasado.


—¿Crees que es eso lo que estoy haciendo?


—A mí me lo parece. Y creo que también se lo parece a Paula.


—¿Eso qué significa?


—Ha visto la fotografía de Natalia en tu casa, colocada en la estantería, como si aquello fuera una especie de santuario.


—No es ningún santuario. Y yo no vivo en el pasado.


—¿Ah, no? Natalia murió hace siete años, pero cada vez que una mujer muestra algún interés por ti, retrocedes de nuevo hasta tu refugio.


—No sé de qué estás hablando.


—Paula es una mujer buena. No le hagas daño.


—No pretendo hacérselo.


—No, claro… —Mateo dio un largo sorbo a su cerveza—. ¿Entonces qué vamos a hacer con Tamara? Estoy seguro de que sabe más de lo que cuenta. En caso contrario, el asesino no se habría tomado la molestia de mantenerla callada.


—No tenemos ninguna prueba de que haya sido el asesino el responsable del accidente.


—Quizá no tengamos suficientes pruebas para llevarlo ajuicio, pero para mí son más que suficientes.


—Espero que Tamara pueda llegar a sentirse suficientemente segura como para hablar antes de que ese tipo intente arremeter otra vez contra ella.


Pedro se terminó la cerveza. Estaba agotado, pero gracias a una media docena de píldoras había conseguido aletargar el dolor de cabeza. Por lo menos hasta que Mateo había vuelto a sacar el tema de Natalia.


—Me voy —anunció—, quiero dormir algo antes de que surja otra emergencia. ¿Te vienes?


—No, todavía no. Probablemente me tome un par de cervezas más.


—Conserva las esposas en el bolsillo.


—Naturalmente, compañero… Hasta que pueda hacer un buen uso de ellas.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 30




Paula llegó a casa desde el hospital a las ocho y media. La visita había sido más angustiosa que útil. Tamara había abierto los ojos en alguna ocasión, pero se limitaba a clavar la mirada en el techo sin mirar a nadie. Ni siquiera a su madre, que no se había apartado en ningún momento de su hija.


A pesar del policía que vigilaba en la puerta, Tamara continuaba teniendo un miedo atroz. Y también su madre, aunque lo único que realmente sabía, era que el coche de Tamara se había salido de la carretera.


Pero tanto, si Tamara hablaba como si no, pronto se extenderían los rumores. La ciudad ya estaba dominada por el miedo y el hecho de que una mujer hubiera tenido un accidente en una zona tan solitaria, era suficiente para desencadenar una nueva oleada de pánico y una docena de rumores sobre lo ocurrido.


Aun así, la madre de Tamara no quería que se llevaran a su hija al hospital de Atlanta. A pesar de todo lo que había ocurrido, la señora Mitchell sentía que corrían menos peligro permaneciendo cerca de casa. 


Afortunadamente, las heridas de Tamara eran menos graves de lo que en un principio parecían, y el hospital de Prentice se ajustaba más que de sobra a sus necesidades.


Paula terminó de prepararse un sandwich y se llevó la cena al pequeño estudio que tenía en la parte trasera de la casa, acelerando el paso cuando pasó ante la puerta del sótano. Era una tontería tener miedo de una inofensiva corriente de aire, sobretodo cuando tenía una explicación totalmente lógica. El sótano no estaba completamente bajo tierra. Tenía una ventanita que era visible desde la parte superior de la casa y aquella zona seguramente era mucho más fría que los pisos superiores.


Durante una tarde soleada, Paula había llegado incluso a abrir la puerta, pero las escaleras que bajaban al sótano y las oscuras sombras que desde la puerta veía le habían parecido tan tenebrosas que había cerrado de un portazo y se había alejado inmediatamente de allí. Aquel miedo no tenía nada que ver con los fantasmas de los Billingham. Se debía al terrible parecido de aquellas imágenes con las de sus pesadillas.


Paula dejó el plato con el sandwich en la mesa y pulsó el botón del contestador. Sólo tenía una línea telefónica en la casa y rara vez la utilizaba para algo que no fuera conectar el módem del ordenador, pero algunos de sus amigos tenían el teléfono de su casa.


La primera llamada era de Barbara, que quería confirmar la cita de la mañana siguiente y preguntarle si no le importaría que jugaran un partido de dobles con un par de chicos guapos. 


A Paula le importaba. Ella sólo quería desahogarse físicamente aporreando pelotas y no tener que mostrarse amable con un tipo al que no conocía, y al que probablemente no volvería a ver jamás en su vida. Pero no anuló la cita. Era más fácil soportar el partido que explicarle a su amiga los motivos por los que sí le importaba.


La segunda llamada no contenía ningún mensaje. Paula comprobó el identificador de llamadas. Era un número desconocido. ¡Maldita fuera! Era él. No necesitaba un mensaje para saber que había conseguido el número de teléfono de su casa.


Aquel hombre era un loco peligroso, pero a pesar de lo que Pedro pensaba, no estaba amenazándola. Sencillamente, estaba buscando la manera de llegar hasta ella. Paula no quería quedarse a solas con él, de hecho, la aterrorizaba que supiera dónde vivía. Pero aquello tenía que parar, y a menos que Tamara hablara y les diera una descripción más precisa, Paula podría ser el único vínculo que podía tener Pedro con el asesino. La pista que Pedro estaba buscando.


Aquel hombre no sólo mataba, sino que marcaba con sangre el cuerpo de sus víctimas. 


¿Qué podía significar eso? ¿Y por qué había matado en las dos ocasiones en el parque? ¿Y por qué la atención de los medios de comunicación significaba tanto para él?


No tenía respuesta para ninguna de aquellas preguntas. Encendió la pantalla del ordenador y comenzó a escribir. Pero no un artículo para el periódico, sino todo un flujo de pensamientos dirigidos al asesino de los parques de Prentice.


«Debes de tener un alma negra, permanentemente herida. ¿Qué te ha convertido en una bestia y te impide comportarte como un ser humano? ¿Y qué es lo que quieres de mí? ¿Estás buscando ayuda, o sólo eres una prolongación de mis pesadillas? ¿Habrá evocado mi pasado algún demonio atroz que pretende acompañarme durante toda mi vida?»




viernes, 11 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 29




Sacudió la ceniza del cigarro por la ventanilla del coche mientras observaba a Paula subiendo los escalones de la entrada del hospital. La temperatura había bajado durante las últimas horas y estaba a punto de helar, pero Paula no se había molestado en ponerse la cazadora. 


Imaginó sus pezones presionando contra el sujetador de encaje. También eran de encaje sus bragas. Diminutas tiras de satén combinadas con un exquisito encaje que se aferraba a los rincones más cálidos y secretos de su cuerpo. Había visto su ropa interior tendida en el patio el día anterior.


Y estaba enamorándose de Pedro AlfonsoPedro sería el único que deslizaría los dedos en el interior de aquellas prendas que Paula había dejado tendidas para que se secaran. Pero él no permitiría que eso ocurriera.


«Muy pronto, Paula, estaremos solos tú y yo». Pero antes tenía que terminar lo que había empezado.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 28




Paula intentaba concentrarse en lo que Mateo le estaba diciendo, pero no era capaz de dejar de pensar en Pedro. Era innegable la atracción que había entre ellos, pero tenía la sensación de que él siempre estaba luchando contra ella. Si no hubiera aparecido Mateo, habrían terminado el uno en los brazos del otro. Pero probablemente Pedro se habría separado de ella como lo había hecho la noche anterior, dejándola frustrada y preguntándose qué le pasaba realmente a aquel hombre. Paula sospechaba que la mujer de la fotografía tenía mucho que ver con su renuencia a involucrarse en una relación.


O quizá el problema fuera la historia de su familia. Paula nunca había imaginado que pudiera haber algo peor que no tener una familia. Pero ya no estaba tan segura.


—¿Y a qué se dedica una periodista tan atractiva como tú cuando no anda detrás de una noticia? —preguntó Mateo, cuando giraron hacia la carretera que llevaba al campo de tiro.


—Últimamente me he dedicado a ordenar los armarios de la casa en la que vivo.


—Así que mucho trabajo y poca diversión. Eso no es bueno para una mujer.


—Ya lo sé. Y me hace sentirme como una periodista aburrida.


—Quizá necesitas encontrar a una persona que lleve un poco de diversión a tu vida.


—La verdad es que no la estoy buscando.


—¿Y estás saliendo con alguien especial?


—Últimamente no tengo mucho tiempo para citas.


Mateo se detuvo en la puerta del campo de tiro.


Estaba abierta, aunque el único coche que había en su interior era el de Paula.


—No estarás interesada en Pedro Alfonso, ¿verdad?


—¿Por qué lo preguntas?


—Tengo la sensación de que hay algo entre vosotros.


—¿Y qué si lo hubiera? Pedro no está casado… —se interrumpió de pronto al recordar la fotografía—. No está casado, ¿verdad?


—No, pero no creo que enamorarse de ese tipo sea una buena idea.


Era una extraña observación, procediendo además de un compañero de trabajo.


—¿Qué tiene de malo Pedro?


—Nada… Como policía.


—¿Pero no crees que sea el tipo adecuado para una cita?


—No, para ti.


Mateo paró el coche al lado del de Paula.


—No estoy pensando en tener ninguna clase de relación con Pedro. Pero, si así fuera, ¿qué te hace pensar que no es el hombre adecuado para mí?


—Nada en especial. Creo que no funcionaría.


—¿Pedro está saliendo con alguien?


—No debería haberte dicho nada. Será mejor que lo dejemos ahí, y te agradecería que no le comentaras a Pedro la conversación que hemos mantenido. Es un buen tipo. Si quieres arriesgarte, adelante.


«Dejémoslo ahí». ¿Por qué la gente siempre decía eso después de sembrar la duda?


—Si sabes algo sobre Pedro que crees que debería saber, dímelo, Mateo. No me gustan los juegos. Pierdo incluso haciendo solitarios.


—Si haces solitarios es que pasas mucho tiempo sola, Paula.


—¿Quién es Natalia?


—¿Qué sabes de ella?


—He visto su fotografía en casa de Pedro. ¿Es alguien con quien estuvo saliendo?


—Lo era. Está muerta, Paula. Murió hace siete años. Si quieres saber algo más sobre ella, deberías preguntárselo a Pedro. Y ahora, vete directamente a casa.


—¿Por qué?


—Se supone que tengo que asegurarme de que llegues a casa sana y salva. Así que te seguiré. Te lo digo para que no pienses que el que te sigue es el asesino.


—Gracias.


Paula se estremeció mientras salía del coche. Las imágenes de Pedro, cedieron paso a las de los dos cadáveres encontrados en la ciudad. Un policía de Prentice iba a seguirla hasta casa. 


Ella estaba segura aquella noche, ¿pero podían decir lo mismo las otras mujeres de la ciudad? ¿Se convertiría alguna de ellas en la víctima de un asesino aquella noche?


De un asesino al que nadie podía identificar. 


Nadie, excepto una mujer que tenía demasiado miedo para hablar.


—He cambiado de opinión, Mateo. No voy a ir directamente a casa. Pasaré antes por el hospital para ver a Tamara.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 27




La casa de Pedro estaba a unos cuatro kilómetros del lugar en el que Tamara había tenido el accidente. Estaba situada entre los árboles, a la orilla de un río, y construida con una combinación de madera de cedro y piedra del lugar.


Tenía dos plantas, pero la primera estaba ocupada casi por completo por el garaje, un almacén para un bote de pesca y la parafernalia habitual de un pescador.


Un perro labrador abandonó su siesta cuando se acercaron para correr a saludar a su dueño. 


Pedro se detuvo para darle un par de sólidas palmadas en el lomo. El perro le dio un lametazo y se volvió inmediatamente hacia Paula. Ella le tomó la cabeza entre las manos.


—Eres un perro encantador, ¿verdad? —el perro hociqueó entre sus senos—. Pero todavía no nos conocemos tanto como para llegar a un trato tan personal.


Alzó la mirada hacia Pedro.


—¿Cómo se llama?


—Brewsky.


—¿Como la cerveza?


—Sí. Apareció una noche en el porche. Y si yo no hubiera llevado unas cuantas cervezas encima, jamás le habría permitido quedarse.


—No te preocupes, Brewsky. Si el detective decide que no te quiere, siempre puedes venir a casa conmigo.


Se le ocurrió entonces que quizá no fuera mala idea tener un perro. Siempre había querido tener una mascota.


—Ponte cómoda —la invitó Pedro, señalando el estudio cuando entraron en la casa—. Voy a preparar café.


—Me gustaría pasar al baño para lavarme las manos y la cara.


—El baño está al final del pasillo. Tienes toallas limpias en el armario del lavabo.


—Gracias.


Paula encontró el baño y se quitó la sangre de la cara, se lavó las manos, se atusó ligeramente el pelo y regresó al estudio. Era una habitación muy masculina, con las paredes de madera oscura y muebles de cuero. Y podía haber parecido oscura y un tanto adusta si no hubiera sido por los enormes ventanales que ofrecían una vista del río y de los bosques.


La única decoración de las paredes eran dos trofeos de pesca. Nada de adornos. En cambio, la mesita del café estaba llena de periódicos y libros. Y en una de las estanterías había una fotografía en un marco de plata.


Paula cruzó la habitación para verla de cerca. Era la fotografía de una mujer joven, pequeña, con unos ojos muy bonitos. Tenía una melena lisa y brillante que le llegaba por los hombros, una nariz perfecta y unos labios indiscutiblemente sensuales. La fotografía llevaba una dedicatoria: Te querré siempre, Natalia.


«Te querré siempre», y era la única fotografía de la habitación. Paula se preguntó si aquella mujer continuaría formando parte de la vida de Pedro o sería una amante del pasado o una ex esposa a la que no había podido olvidar. La molestaba, aunque sabía que no tenía ninguna razón para ello. El hecho de que Pedro la hubiera besado no significaba que tuvieran ninguna clase de relación.


Pero no era tan ingenua como para no saber cuándo un hombre la encontraba atractiva. 


Había química entre Pedro y ella. Y la verdad era que no le importaría que volviera a besarla otra vez.


En medio de una oleada de crímenes y cuando el asesino se había fijado en ella, sería maravilloso poder tener a alguien en quien apoyarse.


Cuando Pedro regresó al estudio con dos tazas de café, Paula estaba frente a la chimenea, mirando la fotografía de Natalia. Lo irónico de la situación resultaba inquietante. 


Afortunadamente, Paula no hizo ninguna pregunta, porque él no estaba dispuesto a dar ninguna explicación sobre Natalia.


—Me gusta tu casa —dijo Paula—, especialmente la vista. ¿Es tuya o es alquilada?


—Es mía. Cuando me vine a Georgia estaba buscando un lugar para alejarme de todo, y éste me pareció ideal. Pero probablemente termine yéndome a vivir más cerca del trabajo.


—¿Tienes familia en Georgia?


—No, ya no. Razón que me pareció más que suficiente para volver.


—Por lo que dices no debes de tener muy buena relación con tu familia.


—¿Has oído hablar de las familias disfuncionales? La mía es el prototipo.


—Pero seguro que tienes algún buen recuerdo de tu vida familiar.


—Sí, había noches en las que mi padrastro no gritaba.


Pedro no sabía por qué estaba hablando de su familia. Normalmente no lo hacía. Pero el pasado había dejado de afectarlo como antes. 


Sobretodo desde que RJ. estaba en prisión.


—¿Tienes hermanos?


—Un hermanastro, pero no lo supe hasta que él cumplió dieciséis años. Yo tenía once.


—¿Cómo te enteraste?


—Mi padrastro era su padre. Cuando mi hermanastro nació, mi padre decidió que no le gustaban las responsabilidades, así que dejó a su esposa y a su hijo. Su mujer también decidió que no quería asumir la carga, así que lo abandonó. RJ. tenía ocho meses cuando lo mandaron a un orfanato situado al norte de Georgia.


—Pobrecillo… ¿Y te llevaste bien con tu hermanastro cuando al final os conocisteis?


—Eso depende de a lo que le llames llevarse bien. Él me utilizaba como chivo expiatorio. Solía amenazar a mi madre cuando no le daba dinero para drogas. Cosa que ocurría de forma casi continuada porque mi madre también necesitaba dinero para comprarse sus propias drogas.


—¿Y qué ha sido de RJ.?


—Una noche entró a robar en una tienda de licores. No era la primera vez, estoy seguro. Pero en aquella ocasión, lo sorprendió un policía antes de que hubiera podido huir y RJ. disparó y lo mató. Supongo que ahora te arrepentirás de haberme preguntado por mi familia.


—Es una historia terrible.


—Y probablemente lo que te he contado sea lo mejor que puedo decirte de ella.


—¿RJ. está en la cárcel?


—Sí, condenado a cadena perpetua. Ése fue mi primer caso cuando me hice policía.


—Me sorprende que te dieran un caso relacionado con un miembro de tu familia.


—Esa es una larga historia —que además le hacía revivir más recuerdos de los que podía manejar aquella noche—. Pero ahora hablemos de algo más agradable.


Se hizo entre ellos un silencio que cada vez resultaba más embarazoso. Sobretodo porque ninguno de los temas que tenían en común era especialmente agradable. Se habían conocido por culpa de un crimen y todo lo que había habido entre ellos estaba relacionado con la actividad de un asesino. Todo, excepto el beso que habían compartido y los niveles de excitación que parecían remontar vuelo en cuanto estaban cerca.


Pero tenía que permanecer frío y concentrarse en el verdadero motivo por el que la había invitado a su casa. Tenía que convencerla para que se mantuviera constantemente en guardia y no intentara hacer nada por sí misma. Al menos ésas eran las razones por las que se decía a sí mismo que estaba allí. Aunque, desde que la había visto en su casa, veía los motivos mucho menos claros.


Porque Pedro quería que Paula estuviera segura, a salvo. Pero también quería arrastrarla hasta el sofá de cuero y estrecharla entre sus brazos. Quería hundir las manos en su pelo, y besarla en los labios. Y quería…


Quería hacer el amor con ella, pero no se atrevía. Las relaciones sentimentales eran como un lenguaje desconocido para él. Nunca había visto ninguna relación desarrollándose de forma normal, y la única relación de la que había disfrutado había terminado antes de que pudiera siquiera pensar en ello.


—¿En qué estás pensando, Pedro? Sé que quieres decirme algo.


—Estaba pensando en lo bien que te sienta ese color.


—Eso no es cierto. Estabas pensando en algo mucho más serio. Cuando algo te afecta, siempre tensas los labios.


—Parece que me conoces bien —dejó su taza sobre la mesita del café—. Me preocupa que pienses que estás capacitada para hacer algo que impida que ese asesino actúe otra vez.


—Está intentando ponerse en contacto conmigo, Pedro. Eso no puedes negarlo.


—Es un lunático que se ha obsesionado contigo. Y ésa no es una situación que se pueda arreglar con una conversación entre vosotros. No sabemos qué es lo que lo conduce a la locura.


—Te prometo que no cometeré ninguna irresponsabilidad.


—Eso no es bastante. Tu idea de la responsabilidad y la mía son completamente diferentes. Tú piensas como una periodista. Yo pienso como un policía.


—¿Y qué ocurrirá si vuelve a matar, Pedro? ¿No crees que si un encuentro con él puede impedir una nueva muerte merecería la pena correr el riesgo?


—En el caso de que él sugiriera un encuentro, hablaremos sobre ello. Pero toda la cuestión será controlada por la policía, no por ti.


—Supongo que no crees que soy tan tonta como para hacer las cosas de otra manera, ¿no?


—Sí, lo creo. Bastaría con que él te dijera que de esa manera puedes salvar una vida. Así que prométeme que no harás nada por tu cuenta.


—De acuerdo, Pedro, te lo prometo. Al menos por ahora.


—Muy bien.


Probablemente Paula pensaba que la estaba controlando demasiado. Y era cierto, pero no podía explicarle todo lo que le estaba ocurriendo. No podía decirle que al saber que estaba siendo acosada por un psicópata, habían vuelto a él todos los recuerdos del pasado y no era capaz de enfrentarse otra vez a tanto dolor.


Los últimos rayos del sol de la tarde dibujaban sombras en el rostro de Paula. Pedro estiró el brazo en el respaldo del sofá. Paula se sentó a su lado, justo en el hueco de su brazo, e inclinó el rostro hacia él.


—Nadie se había preocupado nunca por mí. Y la verdad es que me gusta.


—Me alegro.


Quería besarla. Se moría de ganas de besarla. 


E iba a hacerlo.


Pero estaba a punto de rozar sus labios cuando sonó el maldito timbre de la puerta.


Brewsky ladró y corrió hacia la puerta de la calle. Pedro reprimió una maldición.


No podían haber elegido un momento peor. En otras circunstancias, habría ignorado a aquella visita inesperada, pero no podía hacerlo en medio de una oleada de crímenes.


—Iré a ver quién es y ahora mismo vuelvo.


Pero Paula no esperó en el estudio. Pedro oyó sus pasos tras él mientras abría la puerta. Y si Mateo intentó disimular la sorpresa que le produjo verlos juntos, su esfuerzo no salió muy bien parado. Pero Pedro no estaba dispuesto a dar ninguna explicación.


—¿Qué ha pasado?


—Es un asunto de trabajo —contestó Mateo.


Evidentemente, era un comentario dirigido a Paula.


—Discúlpanos un momento, Paula —le dijo entonces Pedro, y salió, cerrando la puerta tras él.


—Han encontrado la camioneta que probablemente chocó contra el coche de Tamara Mitchell.


—¿Dónde?


—En los bosques que bordean la autopista cinco. Estaba ardiendo. Un conductor ha llamado a la policía al ver la columna de humo.


—¿Está muy deteriorada?


—Prácticamente destrozada. Creo que deberías acercarte por allí.


—¿Te importa acercar a Paula hasta su coche? Está en el campo de tiro.


—No, claro que no.


—Y asegúrate de que llegue a casa sana y salva.


Mateo sonrió de oreja a oreja.


—De eso también me ocuparé.