viernes, 11 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 27




La casa de Pedro estaba a unos cuatro kilómetros del lugar en el que Tamara había tenido el accidente. Estaba situada entre los árboles, a la orilla de un río, y construida con una combinación de madera de cedro y piedra del lugar.


Tenía dos plantas, pero la primera estaba ocupada casi por completo por el garaje, un almacén para un bote de pesca y la parafernalia habitual de un pescador.


Un perro labrador abandonó su siesta cuando se acercaron para correr a saludar a su dueño. 


Pedro se detuvo para darle un par de sólidas palmadas en el lomo. El perro le dio un lametazo y se volvió inmediatamente hacia Paula. Ella le tomó la cabeza entre las manos.


—Eres un perro encantador, ¿verdad? —el perro hociqueó entre sus senos—. Pero todavía no nos conocemos tanto como para llegar a un trato tan personal.


Alzó la mirada hacia Pedro.


—¿Cómo se llama?


—Brewsky.


—¿Como la cerveza?


—Sí. Apareció una noche en el porche. Y si yo no hubiera llevado unas cuantas cervezas encima, jamás le habría permitido quedarse.


—No te preocupes, Brewsky. Si el detective decide que no te quiere, siempre puedes venir a casa conmigo.


Se le ocurrió entonces que quizá no fuera mala idea tener un perro. Siempre había querido tener una mascota.


—Ponte cómoda —la invitó Pedro, señalando el estudio cuando entraron en la casa—. Voy a preparar café.


—Me gustaría pasar al baño para lavarme las manos y la cara.


—El baño está al final del pasillo. Tienes toallas limpias en el armario del lavabo.


—Gracias.


Paula encontró el baño y se quitó la sangre de la cara, se lavó las manos, se atusó ligeramente el pelo y regresó al estudio. Era una habitación muy masculina, con las paredes de madera oscura y muebles de cuero. Y podía haber parecido oscura y un tanto adusta si no hubiera sido por los enormes ventanales que ofrecían una vista del río y de los bosques.


La única decoración de las paredes eran dos trofeos de pesca. Nada de adornos. En cambio, la mesita del café estaba llena de periódicos y libros. Y en una de las estanterías había una fotografía en un marco de plata.


Paula cruzó la habitación para verla de cerca. Era la fotografía de una mujer joven, pequeña, con unos ojos muy bonitos. Tenía una melena lisa y brillante que le llegaba por los hombros, una nariz perfecta y unos labios indiscutiblemente sensuales. La fotografía llevaba una dedicatoria: Te querré siempre, Natalia.


«Te querré siempre», y era la única fotografía de la habitación. Paula se preguntó si aquella mujer continuaría formando parte de la vida de Pedro o sería una amante del pasado o una ex esposa a la que no había podido olvidar. La molestaba, aunque sabía que no tenía ninguna razón para ello. El hecho de que Pedro la hubiera besado no significaba que tuvieran ninguna clase de relación.


Pero no era tan ingenua como para no saber cuándo un hombre la encontraba atractiva. 


Había química entre Pedro y ella. Y la verdad era que no le importaría que volviera a besarla otra vez.


En medio de una oleada de crímenes y cuando el asesino se había fijado en ella, sería maravilloso poder tener a alguien en quien apoyarse.


Cuando Pedro regresó al estudio con dos tazas de café, Paula estaba frente a la chimenea, mirando la fotografía de Natalia. Lo irónico de la situación resultaba inquietante. 


Afortunadamente, Paula no hizo ninguna pregunta, porque él no estaba dispuesto a dar ninguna explicación sobre Natalia.


—Me gusta tu casa —dijo Paula—, especialmente la vista. ¿Es tuya o es alquilada?


—Es mía. Cuando me vine a Georgia estaba buscando un lugar para alejarme de todo, y éste me pareció ideal. Pero probablemente termine yéndome a vivir más cerca del trabajo.


—¿Tienes familia en Georgia?


—No, ya no. Razón que me pareció más que suficiente para volver.


—Por lo que dices no debes de tener muy buena relación con tu familia.


—¿Has oído hablar de las familias disfuncionales? La mía es el prototipo.


—Pero seguro que tienes algún buen recuerdo de tu vida familiar.


—Sí, había noches en las que mi padrastro no gritaba.


Pedro no sabía por qué estaba hablando de su familia. Normalmente no lo hacía. Pero el pasado había dejado de afectarlo como antes. 


Sobretodo desde que RJ. estaba en prisión.


—¿Tienes hermanos?


—Un hermanastro, pero no lo supe hasta que él cumplió dieciséis años. Yo tenía once.


—¿Cómo te enteraste?


—Mi padrastro era su padre. Cuando mi hermanastro nació, mi padre decidió que no le gustaban las responsabilidades, así que dejó a su esposa y a su hijo. Su mujer también decidió que no quería asumir la carga, así que lo abandonó. RJ. tenía ocho meses cuando lo mandaron a un orfanato situado al norte de Georgia.


—Pobrecillo… ¿Y te llevaste bien con tu hermanastro cuando al final os conocisteis?


—Eso depende de a lo que le llames llevarse bien. Él me utilizaba como chivo expiatorio. Solía amenazar a mi madre cuando no le daba dinero para drogas. Cosa que ocurría de forma casi continuada porque mi madre también necesitaba dinero para comprarse sus propias drogas.


—¿Y qué ha sido de RJ.?


—Una noche entró a robar en una tienda de licores. No era la primera vez, estoy seguro. Pero en aquella ocasión, lo sorprendió un policía antes de que hubiera podido huir y RJ. disparó y lo mató. Supongo que ahora te arrepentirás de haberme preguntado por mi familia.


—Es una historia terrible.


—Y probablemente lo que te he contado sea lo mejor que puedo decirte de ella.


—¿RJ. está en la cárcel?


—Sí, condenado a cadena perpetua. Ése fue mi primer caso cuando me hice policía.


—Me sorprende que te dieran un caso relacionado con un miembro de tu familia.


—Esa es una larga historia —que además le hacía revivir más recuerdos de los que podía manejar aquella noche—. Pero ahora hablemos de algo más agradable.


Se hizo entre ellos un silencio que cada vez resultaba más embarazoso. Sobretodo porque ninguno de los temas que tenían en común era especialmente agradable. Se habían conocido por culpa de un crimen y todo lo que había habido entre ellos estaba relacionado con la actividad de un asesino. Todo, excepto el beso que habían compartido y los niveles de excitación que parecían remontar vuelo en cuanto estaban cerca.


Pero tenía que permanecer frío y concentrarse en el verdadero motivo por el que la había invitado a su casa. Tenía que convencerla para que se mantuviera constantemente en guardia y no intentara hacer nada por sí misma. Al menos ésas eran las razones por las que se decía a sí mismo que estaba allí. Aunque, desde que la había visto en su casa, veía los motivos mucho menos claros.


Porque Pedro quería que Paula estuviera segura, a salvo. Pero también quería arrastrarla hasta el sofá de cuero y estrecharla entre sus brazos. Quería hundir las manos en su pelo, y besarla en los labios. Y quería…


Quería hacer el amor con ella, pero no se atrevía. Las relaciones sentimentales eran como un lenguaje desconocido para él. Nunca había visto ninguna relación desarrollándose de forma normal, y la única relación de la que había disfrutado había terminado antes de que pudiera siquiera pensar en ello.


—¿En qué estás pensando, Pedro? Sé que quieres decirme algo.


—Estaba pensando en lo bien que te sienta ese color.


—Eso no es cierto. Estabas pensando en algo mucho más serio. Cuando algo te afecta, siempre tensas los labios.


—Parece que me conoces bien —dejó su taza sobre la mesita del café—. Me preocupa que pienses que estás capacitada para hacer algo que impida que ese asesino actúe otra vez.


—Está intentando ponerse en contacto conmigo, Pedro. Eso no puedes negarlo.


—Es un lunático que se ha obsesionado contigo. Y ésa no es una situación que se pueda arreglar con una conversación entre vosotros. No sabemos qué es lo que lo conduce a la locura.


—Te prometo que no cometeré ninguna irresponsabilidad.


—Eso no es bastante. Tu idea de la responsabilidad y la mía son completamente diferentes. Tú piensas como una periodista. Yo pienso como un policía.


—¿Y qué ocurrirá si vuelve a matar, Pedro? ¿No crees que si un encuentro con él puede impedir una nueva muerte merecería la pena correr el riesgo?


—En el caso de que él sugiriera un encuentro, hablaremos sobre ello. Pero toda la cuestión será controlada por la policía, no por ti.


—Supongo que no crees que soy tan tonta como para hacer las cosas de otra manera, ¿no?


—Sí, lo creo. Bastaría con que él te dijera que de esa manera puedes salvar una vida. Así que prométeme que no harás nada por tu cuenta.


—De acuerdo, Pedro, te lo prometo. Al menos por ahora.


—Muy bien.


Probablemente Paula pensaba que la estaba controlando demasiado. Y era cierto, pero no podía explicarle todo lo que le estaba ocurriendo. No podía decirle que al saber que estaba siendo acosada por un psicópata, habían vuelto a él todos los recuerdos del pasado y no era capaz de enfrentarse otra vez a tanto dolor.


Los últimos rayos del sol de la tarde dibujaban sombras en el rostro de Paula. Pedro estiró el brazo en el respaldo del sofá. Paula se sentó a su lado, justo en el hueco de su brazo, e inclinó el rostro hacia él.


—Nadie se había preocupado nunca por mí. Y la verdad es que me gusta.


—Me alegro.


Quería besarla. Se moría de ganas de besarla. 


E iba a hacerlo.


Pero estaba a punto de rozar sus labios cuando sonó el maldito timbre de la puerta.


Brewsky ladró y corrió hacia la puerta de la calle. Pedro reprimió una maldición.


No podían haber elegido un momento peor. En otras circunstancias, habría ignorado a aquella visita inesperada, pero no podía hacerlo en medio de una oleada de crímenes.


—Iré a ver quién es y ahora mismo vuelvo.


Pero Paula no esperó en el estudio. Pedro oyó sus pasos tras él mientras abría la puerta. Y si Mateo intentó disimular la sorpresa que le produjo verlos juntos, su esfuerzo no salió muy bien parado. Pero Pedro no estaba dispuesto a dar ninguna explicación.


—¿Qué ha pasado?


—Es un asunto de trabajo —contestó Mateo.


Evidentemente, era un comentario dirigido a Paula.


—Discúlpanos un momento, Paula —le dijo entonces Pedro, y salió, cerrando la puerta tras él.


—Han encontrado la camioneta que probablemente chocó contra el coche de Tamara Mitchell.


—¿Dónde?


—En los bosques que bordean la autopista cinco. Estaba ardiendo. Un conductor ha llamado a la policía al ver la columna de humo.


—¿Está muy deteriorada?


—Prácticamente destrozada. Creo que deberías acercarte por allí.


—¿Te importa acercar a Paula hasta su coche? Está en el campo de tiro.


—No, claro que no.


—Y asegúrate de que llegue a casa sana y salva.


Mateo sonrió de oreja a oreja.


—De eso también me ocuparé.




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