miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 32





—¿Piensas decirme qué te pasa o vas a seguir gruñendo a todo el mundo? —preguntó Luciano a Pedro mientras Alex preparaba huevos y beicon en la barbacoa.


Pedro se pasó las manos por el cabello y comenzó a ordenar meticulosamente las cosas sobre la mesa. Era sábado por la mañana y los tres estaban en el patio de su casa, preparando el desayuno.


Hacía frío y a sus hermanos les había sorprendido que los despertara para que salieran a desayunar con él, pero a Pedro no le importaba. Quería estar al aire libre para no sentir que se asfixiaba, y necesitaba la compañía de Alex y de Luciano.


A sus hermanos les había bastado mirarlo a la cara para ponerse una chaqueta y salir sin rechistar.


Hasta ese momento. Y Pedro se merecía la regañina de Luciano.


—Lo siento, Alex —cuándo éste giró la cabeza, Pedro lo miró a los ojos y continuó—: Tu compañía es tuya y tú la diriges como quieras. No tengo derecho a intentar imponerte mis dudas y a decir que no sabes lo que haces, cuando es evidente que sí lo sabes. Perdóname.


—Si pensara que lo que te pasa tiene que ver conmigo, no me preocuparía, pero estoy seguro de que tu malhumor se debe a otra cosa —Alex llevó el desayuno a la mesa—. Lo que quiero es que nos digas qué pasa. Si se trata de tu enfermedad…


—Sí, Pedro, los dos queremos saber qué pasa —intervino Luciano.


Los dos hermanos se quedaron mirando los platos y los cubiertos alineados como soldados de un ejército en el centro de la mesa.


—No habías hecho eso desde aquella vez en el orfanato a los ocho años —Luciano sacudió la cabeza—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Debemos preocuparnos?


Luciano no había dejado que Pedro sufriera solo el castigo en el orfanato y se había declarado su cómplice. Alex era todavía muy pequeño.


Todos eran muy pequeños para ser abandonados. En el caso de Pedro, por un hombre que no merecía ser considerado tal. 


¿Qué hombre dejaría a su hijo y no volviera la vista atrás?


—Deberían haber cuidado de nosotros —las palabras escaparon de su boca. Paula tenía toda la razón—. Me refiero a nuestras familias. Deberían habernos querido tal y como éramos.


Como la de Paula debería amarla tal y como era. ¿Cómo era posible que Alex hubiera sido abandonado en una bolsa de la compra, Luciano hubiera sufrido abusos y él hubiera sido rechazado por un fallo incómodamente perceptible?


La gente vivía con el problema del autismo sin avergonzarse, mientras que él llevaba toda la vida intentando ocultarlo y esconderse de él.


Había recibido el regalo de tener a Paula en sus brazos y lo único que le había preocupado era angustiarse por los síntomas de una enfermedad que ni siquiera era peligrosa, que no lo limitaba profesionalmente, que a Paula incluso le resultaba atractiva… Una enfermedad que ella veía como un don porque lo hacía especial.


¿Qué importancia tenía que fuera distinto? Eso era lo que la familia de Paula criticaba en ella cuando su diferencia residía en amar más y más profundamente que ellos.


Pedro la amaba y sin embargo, había negado ese amor desde el principio. Había cerrado la puerta a Paula, negándole y negándose la oportunidad de estar juntos.


¿Y si ella también lo quería? ¿Y si lograba convencerla de que lo aceptara? ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, él no era Carlos Alfonso, y éste no podía tener el poder de decidir sobre su vida y su futuro.


Había cometido un monstruoso error. ¿Estaría a tiempo de rectificar? ¿Cómo podría hacerlo? Pedro empezó a pensar en las distintas posibilidades…


—¿Qué pasa, Pedro? —preguntó Alex.


Luciano se inclinó hacia adelante y miró a Pedro fijamente.


—Alex tiene razón. Has estado muy nervioso últimamente. Si necesitas un médico…


El tono de preocupación de su hermano hizo que las palabras escaparan de la boca de Pedro:
—El único médico que necesito es sentimental —cuando sus hermanos lo miraron perplejos, explicó—: Necesito asesoramiento sobre una relación.


Pedro desmanteló el ejército del centro de la mesa y puso las cosas en su sitio.


—Estás enamorado —afirmó más que preguntó Alex.


—Estoy enamorado de Paula —Pedro tomó de la fuente varias lonchas de beicon y un par de huevos y luego apartó el plato de sí.


—Si la amas, deberías intentar conquistarla —dijo Luciano—. Nada te lo impide.


—Pero no sé nada sobre las relaciones con mujeres.


—Siempre nos has dicho que si conocíamos a la mujer adecuada, lo lograríamos —señaló Alex—. Tenemos a Rosa. Es una mujer.


—Rosa es fantástica, pero mi relación con ella no me ha preparado para alguien como Paula.


—Todo el mundo tiene que aprender a amar —las palabras de Luciano fueron extrañamente reveladoras—. Nos amamos entre nosotros.


Luciano tenía razón y Pedro pensó que debía haberse dado cuenta antes. Carlos había logrado convencerlo de que, aparte de sus hermanos, nadie estaría interesado en recibir o darle amor.


Él le había dicho a Paula que los tres hermanos siempre se protegerían de los demás, pero entre ellos no había defensas, y si era así, también podría serlo con otras personas… Al menos con las más importantes. Aquéllas a las que amaran.


—No debería haberos mantenido al margen de mi autismo. No debería haberme obsesionado por esconderlo. No es un pecado, sino que forma parte de mí.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta —dijo Alex, dándole un apretón en el hombro—. Nosotros siempre lo hemos visto así.


—Lo sé —y él había ignorado sus esfuerzos hasta que ellos se habían dado por vencidos—, pero no he querido darme cuenta. Ahora, con Paula, tengo que descubrir cómo asumirlo e ir en su busca.


Tenía que ir a hacer una compra urgentemente. 


Y sabía exactamente qué necesitaba.


Pedro se marchó sin despedirse, pero a sus hermanos no pareció importarles.




EL ANILLO: CAPITULO 31





Pedro se dijo que no debía haberle hecho el amor cuando sabía que su relación era imposible. ¿Cómo podía habérsele pasado por la cabeza que Paula pudiera aceptarlo tal y como era? Para salir del agujero en el que lo había dejado su padre, había tenido que hacerlo solo, sin otra relación que la de los dos hombres que habían padecido una experiencia similar a la suya.


En cuanto la salvara y se asegurara de que estaba bien, volvería a asumir su papel de jefe y a mantener con ella una relación profesional. 


Por unos minutos se había dejado llevar por un sueño imposible, pero la realidad siempre acababa por imponerse.


Seguía nevando, pero afortunadamente no tardaron en llegar a una parte del camino de rocas, cuyo trazado era más fácil de seguir aunque fuera con lentitud. Finalmente, subieron los tres escalones que daban acceso al pequeño aparcamiento donde estaban los coches. Pedro ignoró el de Paula, y la hizo subir a su furgoneta, donde encendió la calefacción y la cubrió con una manta. Luego escribió una nota con su propio teléfono de contacto y la dejó en el coche de Paula. Tomó su bolso y lo dejó a los pies de Paula.


—Te estoy dando mucho trabajo —Paula miró hacia su coche—. Debería llevármelo —dijo, articulando las palabras con dificultad.


—He dejado una nota. Ya vendremos por él.


Pedro no pensaba dejarla conducir. Además, estaba deseando abrazarla. Tanto, que temió no poder contenerse y decirle todo lo que pensaba y sentía. Pero en lugar de hacerlo, se limitó a ponerle el cinturón de seguridad y a taparla bien con la manta.


—Agárrate bien. Tenemos que salir de aquí.


Tardaron treinta minutos en recorrer un camino que normalmente hubiera llevado diez. En cuanto llegaron a la casa de la montaña, Pedro puso la calefacción y fue por toallas. Paula fue a quitarse la ropa, pero tenía los dedos entumecidos. Pedro le apartó las manos y la dejó en ropa interior. Luego la envolvió en una toalla y la llevó al cuarto de baño, donde la ayudó a meterse en la ducha. Poco a poco, Paula dejó de temblar y entró en calor.


—Tienes las manos frías —dijo—. Tú también debes de estar helado. Déjame salir para que te duches tú.


Pedro la miró detenidamente. Sus mejillas habían recuperado algo de color, y se preguntó si se debía a la temperatura o a la intimidad de lo que estaban haciendo, en la que no había reparado hasta ese instante.


—No necesito ducharme. Estaba abrigado —sólo tenía las manos y los pies fríos, pero bastaría con acercarlos a la calefacción—. Sal para que te seque.


Paula dejó que lo hiciera. Luego se envolvió en la toalla y dijo:
—Espero que tengas un pijama, porque no quiero quedarme con la ropa interior mojada.


Y por primera vez habló con suficiente firmeza como para que Pedro sintiera el alivio de saber que estaba a salvo.


—Ahora mismo vengo —volvió con unos pantalones y una camisa de franela, así como dos pares de calcetines—. ¿Necesitas ayuda para vestirte?


—No, Pedro. Estoy bien —Paula le hizo salir del cuarto de baño y cerró la puerta.


Pedro sintió la tensión acumularse en la nuca, y en ese momento no se sintió con la capacidad de ejercer ningún control sobre ella. Dejó que su cabeza sufriera varios tics al tiempo que se cambiaba de ropa y se decía que había llegado el momento de dar un paso atrás.


Paula salió del cuarto de baño cuando Pedro recorría por enésima vez la habitación. Al verla, se quedó paralizado. Estaba preciosa con la ropa holgada y la cara lavada; su aspecto era tan saludable que nadie hubiera dudado de su capacidad de recuperación. 


Además, parecía avergonzada y había algo en su mirada que Pedro no supo interpretar.


—Siento que hayas tenido que rescatarme y a la vez me alegro. Empezaba a tener miedo. He cometido la estupidez de dejar el móvil en el coche.


—¡Cómo ibas a saber que el tiempo iba a cambiar! —protestó él—. Soy yo quien no debería haberse marchado esta mañana. En cuanto he sabido dónde habías ido, he subido a la furgoneta y he ido en tu busca, rezando todo el camino para que te encontraras bien.


—Y luego me has dado una ducha —Paula bajó la mirada—. No debería haberte dejado. Sé que soy demasiado corpulenta y…


—No es la primera vez que te veo —de hecho, Pedro podía recordar cada maravillosa parte de su cuerpo—. No sé por qué…


—Es mejor que nos limitemos a hablar de lo que acaba de suceder. Gracias, Pedro —dijo Paula, alzando la barbilla y sonriendo con tanta convicción como pudo.


Pedro no estaba seguro de qué la incomodaba más, si hablar del peligro que acababa de pasar o de su cuerpo. Por un lado, pensó que era mejor dejar el tema, pero por otro, quiso que Pedro comprendiera que tenía un cuerpo espectacular.


—Espero que sepas que eres absolutamente…


—Te he causado muchos problemas —Paula no parecía querer recordar la razón por la que Pedro podía hablar de su cuerpo—. Y todo por no haberme parado a reflexionar.


—No ha sido culpa tuya que el tiempo cambiara —Pedro decidió dejar el otro tema por el momento.


Respiró profundamente y se dio cuenta de que llevaba un rato pasando sus dedos una y otra vez por el cordón que tenía en el hombro la camisa que había dejado a Paula.


Dejó caer la mano y Paula fue hacia la puerta de la casa.


—Tienes cadenas en el coche y ha parado de nevar. Podríamos volver a Sidney. Me gustaría volver al trabajo.


¿Para olvidarse de los dos? ¿No era ésa la misma conclusión a la que él había llegado? Entonces, ¿por qué le dolía el pecho como si acabara de atravesárselo un puñal?


—Tienes razón —no tenía sentido quedarse. Pedro apagó la calefacción—. Llamaremos a la grúa para que se lleve tu coche.


—Muchas gracias —Paula no protestó. Su coche no podía ser conducido en aquellas condiciones meteorológicas, y quería volver a la ciudad cuanto antes.


Así que se marcharon. Paula se acomodó en el asiento del copiloto y fingió dormirse.


Pedro había intentado hacerle sentir mejor, pero eso no cambiaba el hecho de que ella lo amaba y él no le correspondía.


Pero si había conseguido sobrevivir aquel día, también superaría lo que los días futuros pudieran depararle.




EL ANILLO: CAPITULO 30




—¿Paula? ¿Paula? —Pedro gritó una vez más. Y sólo obtuvo el silencio por respuesta.


Recorría el camino a ciegas, con la nieve cubriéndole los hombros y rozándole el rostro.


Hacía frío. Llevaba nevando más de una hora y tenía que encontrar a Paula. Él conocía aquella zona a la perfección y aun así, le estaba costando permanecer en el sendero. Para alguien que no lo conociera…


Paula había dejado los planos en el despacho, donde él no había llegado hasta la tarde porque no se había sentido capaz de enfrentarse a sus propios fantasmas. Después de una profunda reflexión, había llegado a algunas conclusiones que necesitaba compartir con ella, pero Paula estaba perdida.


En primer lugar, necesitaba asegurarse de que estaba a salvo. La idea de que le hubiera sucedido algo le resultaba insoportable.


«Por Dios, Paula, mantente en el camino hasta que te localice».


Cuando la nieve cubrió completamente el camino, comenzó a gritar su nombre a pleno pulmón. Debería haber llamado a un equipo de rescate en lugar de ir él solo. No debería haberse marchado, dejándola sola en su casa, abandonándola como un cobarde.


«¿Y ahora sí sabes lo que quieres, Alfonso, y crees que tienes derecho a conseguirlo?»


No estaba seguro. Quería que Paula fuera más que una empleada. Quería que fuera su… amante, durara lo que durara.


Por el momento, lo más importante era que no le hubiera pasado nada.


—¡Paula!


No obtuvo respuesta.


Continuó caminando contra el viento. Si no la encontraba en diez minutos, llamaría a Luciano para que organizase un equipo de búsqueda.


Cuando Paula apareció frente a él, con el rostro pálido y expresión angustiada, Pedro olvidó todo lo que había pensando sobre la necesidad de medir sus palabras y llegar a un acuerdo con ella de que ninguno de los dos saliera perjudicado, y, tirando de ella, la estrechó en sus brazos.


—¿Estás bien? Temía que hubieras perdido el camino.


Sus brazos temblaban cuando la sujetó a distancia para verla mejor. Paula no llevaba sombrero. Su mochila y su cabello estaban cubiertos de nieve. Miró a Pedro con labios temblorosos antes de esbozar una sonrisa.


—Estoy bien. Confiaba en no haberme alejado mucho, pero la verdad es que no sabía dónde estaba.


—He tardado una hora en encontrarte.


—Me ha parecido oír tu voz, pero he pensado que eran imaginaciones —Paula tiritaba.


Pedro volvió a abrazarla.


—Estás congelada. Tengo que sacarte de aquí —la cubrió con un abrigo que había llevado para ese propósito, le tomó la mano y comenzó a desandar el camino.


«La tenía y no pensaba dejarla escapar nunca más».


Ya no tenía sentido negarlo. Estaba enamorado de ella de los pies a la cabeza. Como se enamoraba la gente que quería una vida normal para siempre y que creía que eso era posible. 


Por primera vez, Pedro se sentía con derecho a ser normal. ¿Cómo conseguiría aprender a amarla? ¿Cómo podría convertirse en una persona digna de ser amada por ella?


—No me he dado cuenta de que el tiempo cambiaba —dijo ella, castañeteando los dientes.


—Da lo mismo. Lo importante es que te he encontrado —dijo él, frotándole la mano para que entrara en calor.


No podía vivir sin ella. Su seguridad era lo más importante en el mundo para él. Lo que sentía por ella era aún más intenso que lo que sentía por Alex y por Luciano, las dos únicas personas con las que había conectado en toda su vida.


Algo lo unía a ella a un nivel muy profundo. La amaba y quería permanecer para siempre junto a ella… pero sabía que no podría ser.


—No gastes energía. Guárdala para salir de aquí.


Paula asintió al tiempo que se abrazaba a sí misma para darse calor.



martes, 18 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 29




Habían hecho el amor, y para Paula se había tratado de la experiencia más hermosa de toda su vida… hasta que Pedro se había arrepentido.


Amaba a Pedro con toda su alma, pero él no la amaba. Ni siquiera había esperado a hablar con ella cuando volvió del cuarto de baño.


Paula había tenido que aceptar su silencio y seguir adelante. No podía soportar la idea de que Pedro desapareciera de su vida, y estaba dispuesta a permanecer junto a él aunque sus sentimientos no fueran correspondidos.


Había ido de casa de Pedro directamente al trabajo, pero al cabo de un rato se había excusado y había ido a la montaña para reflexionar. Pero más tarde o más temprano, tendría que volver y verlo.


¿Por qué Pedro no era capaz de admitir que el pasado le seguía haciendo daño? ¿No sería ésa la única manera de que le hiciera un hueco en su vida?


«¡Eres tonta, Paula! Hacer el amor es una cosa, incluso que Pedro pareciera disfrutarlo… Y otra muy distinta, estar enamorado. Ha sido algo excepcional, que no va a repetirse».


Y eso era lo que tenía que asimilar mientras respiraba el frío aire de la montaña y sentía el viento golpearle las mejillas. Estaba fotografiando la flora que quería utilizar como fondo del diseño en el que estaban trabajando. 


Si se concentraba lo bastante, la excursión sería un éxito profesional y personal, y podría olvidar que había sido una excusa para alejarse de Pedro.


La luz cambió y Paula decidió dar por concluida la sesión. El aire había cesado y había una extraña quietud en el ambiente. Paula sintió humedad en las mejillas y en los labios. Alzó la mirada y vio que nevaba.


Copos grandes y abundantes cubrieron aceleradamente el camino. Paula guardó el equipo fotográfico y tomó la dirección de su coche. Había dejado el móvil en el coche, pero no creyó que hubiera motivo de preocupación. 


De entre la maleza, un papagayo alzó el vuelo y Paula pensó en Pedro.


Por un tiempo, había sido tan ingenua como para creer que él sentía algo por ella, y que quizá con el tiempo, llegaría a destruir sus defensas y confiar en ella plenamente. Pero era evidente que no le había hecho comprender que el mundo no iba a tratarle como lo había hecho su padre, y ella menos que nadie.


La nieve seguía cayendo profusamente y Paula se inquietó por primera vez. Tenía que llegar al coche antes de perder de vista el camino.



EL ANILLO: CAPITULO 28




Se quitaron la ropa el uno al otro y la dejaron caer al suelo hasta que se quedaron desnudos en la luz de la tarde que se filtraba por una ranura de las cortinas.


Pedro deslizó la mirada por el cuerpo de Paula y luego sus manos, y la echó sobre la cama donde la tocó por todas partes hasta que ella tomó el preservativo de encima de la mesilla y se lo colocó antes de conducirlo a su interior.


Pedro sintió una presión en el centro del pecho al tiempo que se arqueaba contra Paula y le sacudía una explosión de sensaciones.


La besó ciegamente, perdiendo el control y olvidando cualquier pensamiento que no fuera el de darle placer. Traspasó la línea hacia el puro instinto. Paula lo arrastró a él con su mirada de aceptación, y Pedro le hizo el amor con toda su alma.


Pero no era suficiente, o eso le dijo su mente mientras su cuerpo y sus emociones le decían lo contrario. Pedro rectificó. Sus emociones no formaban parte de la ecuación aunque sus manos adoraran el tacto de su piel y sus ojos buscaran en los de ella el consuelo de su alma.


Y entonces Paula dejó escapar un gemido y Pedro perdió todo control sobre sí mismo. Su cuerpo se sacudió y besó los labios y los párpados de Paula antes de pegar la nariz a su cuello y aspirar profundamente su aroma, a la vez que sus manos recorrían su espalda una y otra vez.


Paula le rodeó el cuello y lo acarició al tiempo que emitía un ruidito de puro placer.


—Me encanta cómo me acaricias.


Y aunque Pedro debía haber analizado lo que acababa de ocurrir como una pérdida total de control a la que debía poner remedio, la forma en que Paula lo miró le impidió hacerlo. Y en lugar de actuar, volvió a hacerle el amor.


Sólo entonces sus reacciones comenzaron a molestarle. Sus dedos moviéndose por sí solos como si amasaran, los pulgares recorriendo insistentemente sus clavículas, respirando el olor de su cuello hasta empaparse de él.


—No debería… No esperaba… No quería que experimentaras…


Las idiosincrasias de su enfermedad. Todas las inseguridades que Carlos, con sus acciones y sus palabras habían creado en él. Quizá lo mejor era que Paula lo viera por sí misma y aceptara que nunca sería normal.


Así interpretó que Paula retirara la mano de su pecho, se incorporara y se envolviera en la sábana que había dejado arrugada al pie de la cama. Con expresión nublada, se puso en pie y empezó a recoger su ropa.


Pedro también se levantó y se puso los vaqueros, sintiéndose más vulnerable que mientras hacían el amor.


—Tengo que ir a trabajar —dijo ella, yendo hacia el cuarto de baño.


Pedro se vistió y se marchó de la casa porque no sabía ni qué decir ni qué pensar. Seguía siendo el mismo hombre que Carlos Alfonso había rechazado y seguía sin poder ofrecer nada a una mujer, y menos a Paula, que se merecía más que ninguna.


Ésa era la única verdad.




EL ANILLO: CAPITULO 27




Paula se quedó sola, con el sobre todavía en la mano porque Pedro no se lo había quedado.


¿Qué estaba haciendo? ¿Tomarse un café mientras Pedro se vestía? ¿Iba a servir de algo que se cubriera?


Fue a la cocina y dejó el sobre en un banco. 


Luego caminó hacia la puerta con piernas temblorosas, decidida a recuperar la estabilidad aunque para ello tuviera que marcharse antes de cometer alguna imprudencia que la delatara.


Salió al vestíbulo y se chocó contra Pedro, que había salido a la vez de su dormitorio.


Instintivamente, Paula levantó los brazos para protegerse y apoyó los antebrazos en su pecho, que Pedro llevaba cubierto con una camisa azul marino.


«Qué estupideces observas mientras dejas que tu mirada le diga lo que quieres ocultar».


—No sé cómo comportarme contigo. Se me da mejor actuar de amiga —dijo. Y las manos de Pedro se abrieron y cerraron como hacía automáticamente cuando se debatía entre tocarla o no tocarla, antes de que las cerrara alrededor de sus codos.


Podía haberla separado de sí en ese momento. 


Quizá eso pretendía. Paula podía haber aprovechado para recuperar el equilibrio.


Pero los ojos de Pedro se oscurecieron y respiró agitadamente.


—Quiero…


—Toma lo que quieras —las palabras escaparon de la boca de Paula porque también era lo que ella deseaba—. Toma lo que los dos queremos, Pedro.


Su corazón habló por ella sin medir las consecuencias.


—¡Dios mío!, Paula, no puedo volver a contenerme. No puedo.


Cuando sus dedos se clavaron en sus codos, Paula se inclinó para cobijarse en sus brazos y dejó escapar un suspiro de satisfacción cuando él la abrazó contra su pecho al tiempo que la besaba.


Paula llevaba días deseándolo, y el corazón le dolía ante la oportunidad de tenerlo. Ese dolor debía haberla advertido de lo que sufriría entregándose por amor cuando para él no se trataba más que deseo. Pero no sirvió de nada, porque no podía dar marcha atrás. Y rogó que Pedro tampoco pudiera.


Pedro la besó lenta y delicadamente al principio. 


Acarició sus brazos de arriba abajo, le rodeó la cintura y la pegó a su cuerpo mientras seguía reclamando su boca. Su cuerpo se estremeció y por un instante, se quedó paralizado, con la frente apoyada en la de ella, respirando profundamente.


Ése era uno de los síntomas de su enfermedad, y Paula le masajeó la espalda, susurrando cuánto le gustaban sus caricias, hasta que Pedro se relajó y volvió a besarla una y otra vez.


Paula sabía que lo había hecho anteriormente con otras mujeres, pero prefirió no pensarlo, de la misma manera que no quería recordar las veces que ella había besado a otros hombres, esperando encontrar una conexión que nunca se producía.


Con Pedro, sin embargo, estaba ahí desde el principio. Al menos ella la sentía, y no quería pensar en lo que él pudiera sentir.


—Sabes lo que quieres y lo que puedes conseguir —murmuró ella.


Y al mirarla a los ojos, Pedro pareció sentir dudas que se borraron cuando pestañeó, a la misma velocidad que habían surgido.


Sin saber cómo, llegaron al sofá y Pedro descubrió que Paula estaba en sus brazos, que el corazón le latía con fuerza y que al respirar, sus pulmones se llenaban del aroma de Paula. Ocultó la nariz en su cuello y aspiró con fuerza para perderse en su olor. Ella dejó escapar un suave gemido y se asió a él con fuerza.


Pedro se aferró también a ella y las razones que le obligaban a evitar que sucediera lo que estaba sucediendo, se disolvieron como si nunca hubieran existido. ¿Tenía que racionalizar lo que pasaba, comprenderlo y definirlo? ¿No podía disfrutarlo sin más?


—Lo necesito, Paula. Una vez, si me das permiso.


Si era sólo una vez. Si los dos lo tenían claro…


La forma en que miró a Paula, hizo saber a ésta que estaba confuso y se sentía inseguro. Y sobre todo, que lo necesitaba. De haber dicho sólo que lo quería aunque no lo necesitara, quizá Paula habría adoptado otra actitud.


—Pues tengámoslo, Pedro.


Ni siquiera fue una decisión, sino una respuesta instintiva de su corazón al corazón de Pedro


Aunque una parte de ella quisiera mucho más, ya estaba acostumbrada a recibir menos en la vida de lo que quería. Disfrutaría del instante, se entregaría a él, lo viviría intensamente. Y lo superaría.


Apartó de sí la parte de tristeza que sentía y se concentró en el hombre que tenía en sus brazos. 


Quizá, si era muy afortunada y aunque fuera sólo por unos instantes, también poseería sus sentimientos.


Pedro la llevó al dormitorio. La necesidad que sentía de estar con ella superaba cualquier duda o inquietud. La abrazó junto a la cama y dejó que sus ojos y sus caricias expresaran todo aquello que encerraba en su interior.