martes, 18 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 28




Se quitaron la ropa el uno al otro y la dejaron caer al suelo hasta que se quedaron desnudos en la luz de la tarde que se filtraba por una ranura de las cortinas.


Pedro deslizó la mirada por el cuerpo de Paula y luego sus manos, y la echó sobre la cama donde la tocó por todas partes hasta que ella tomó el preservativo de encima de la mesilla y se lo colocó antes de conducirlo a su interior.


Pedro sintió una presión en el centro del pecho al tiempo que se arqueaba contra Paula y le sacudía una explosión de sensaciones.


La besó ciegamente, perdiendo el control y olvidando cualquier pensamiento que no fuera el de darle placer. Traspasó la línea hacia el puro instinto. Paula lo arrastró a él con su mirada de aceptación, y Pedro le hizo el amor con toda su alma.


Pero no era suficiente, o eso le dijo su mente mientras su cuerpo y sus emociones le decían lo contrario. Pedro rectificó. Sus emociones no formaban parte de la ecuación aunque sus manos adoraran el tacto de su piel y sus ojos buscaran en los de ella el consuelo de su alma.


Y entonces Paula dejó escapar un gemido y Pedro perdió todo control sobre sí mismo. Su cuerpo se sacudió y besó los labios y los párpados de Paula antes de pegar la nariz a su cuello y aspirar profundamente su aroma, a la vez que sus manos recorrían su espalda una y otra vez.


Paula le rodeó el cuello y lo acarició al tiempo que emitía un ruidito de puro placer.


—Me encanta cómo me acaricias.


Y aunque Pedro debía haber analizado lo que acababa de ocurrir como una pérdida total de control a la que debía poner remedio, la forma en que Paula lo miró le impidió hacerlo. Y en lugar de actuar, volvió a hacerle el amor.


Sólo entonces sus reacciones comenzaron a molestarle. Sus dedos moviéndose por sí solos como si amasaran, los pulgares recorriendo insistentemente sus clavículas, respirando el olor de su cuello hasta empaparse de él.


—No debería… No esperaba… No quería que experimentaras…


Las idiosincrasias de su enfermedad. Todas las inseguridades que Carlos, con sus acciones y sus palabras habían creado en él. Quizá lo mejor era que Paula lo viera por sí misma y aceptara que nunca sería normal.


Así interpretó que Paula retirara la mano de su pecho, se incorporara y se envolviera en la sábana que había dejado arrugada al pie de la cama. Con expresión nublada, se puso en pie y empezó a recoger su ropa.


Pedro también se levantó y se puso los vaqueros, sintiéndose más vulnerable que mientras hacían el amor.


—Tengo que ir a trabajar —dijo ella, yendo hacia el cuarto de baño.


Pedro se vistió y se marchó de la casa porque no sabía ni qué decir ni qué pensar. Seguía siendo el mismo hombre que Carlos Alfonso había rechazado y seguía sin poder ofrecer nada a una mujer, y menos a Paula, que se merecía más que ninguna.


Ésa era la única verdad.




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