miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 32





—¿Piensas decirme qué te pasa o vas a seguir gruñendo a todo el mundo? —preguntó Luciano a Pedro mientras Alex preparaba huevos y beicon en la barbacoa.


Pedro se pasó las manos por el cabello y comenzó a ordenar meticulosamente las cosas sobre la mesa. Era sábado por la mañana y los tres estaban en el patio de su casa, preparando el desayuno.


Hacía frío y a sus hermanos les había sorprendido que los despertara para que salieran a desayunar con él, pero a Pedro no le importaba. Quería estar al aire libre para no sentir que se asfixiaba, y necesitaba la compañía de Alex y de Luciano.


A sus hermanos les había bastado mirarlo a la cara para ponerse una chaqueta y salir sin rechistar.


Hasta ese momento. Y Pedro se merecía la regañina de Luciano.


—Lo siento, Alex —cuándo éste giró la cabeza, Pedro lo miró a los ojos y continuó—: Tu compañía es tuya y tú la diriges como quieras. No tengo derecho a intentar imponerte mis dudas y a decir que no sabes lo que haces, cuando es evidente que sí lo sabes. Perdóname.


—Si pensara que lo que te pasa tiene que ver conmigo, no me preocuparía, pero estoy seguro de que tu malhumor se debe a otra cosa —Alex llevó el desayuno a la mesa—. Lo que quiero es que nos digas qué pasa. Si se trata de tu enfermedad…


—Sí, Pedro, los dos queremos saber qué pasa —intervino Luciano.


Los dos hermanos se quedaron mirando los platos y los cubiertos alineados como soldados de un ejército en el centro de la mesa.


—No habías hecho eso desde aquella vez en el orfanato a los ocho años —Luciano sacudió la cabeza—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Debemos preocuparnos?


Luciano no había dejado que Pedro sufriera solo el castigo en el orfanato y se había declarado su cómplice. Alex era todavía muy pequeño.


Todos eran muy pequeños para ser abandonados. En el caso de Pedro, por un hombre que no merecía ser considerado tal. 


¿Qué hombre dejaría a su hijo y no volviera la vista atrás?


—Deberían haber cuidado de nosotros —las palabras escaparon de su boca. Paula tenía toda la razón—. Me refiero a nuestras familias. Deberían habernos querido tal y como éramos.


Como la de Paula debería amarla tal y como era. ¿Cómo era posible que Alex hubiera sido abandonado en una bolsa de la compra, Luciano hubiera sufrido abusos y él hubiera sido rechazado por un fallo incómodamente perceptible?


La gente vivía con el problema del autismo sin avergonzarse, mientras que él llevaba toda la vida intentando ocultarlo y esconderse de él.


Había recibido el regalo de tener a Paula en sus brazos y lo único que le había preocupado era angustiarse por los síntomas de una enfermedad que ni siquiera era peligrosa, que no lo limitaba profesionalmente, que a Paula incluso le resultaba atractiva… Una enfermedad que ella veía como un don porque lo hacía especial.


¿Qué importancia tenía que fuera distinto? Eso era lo que la familia de Paula criticaba en ella cuando su diferencia residía en amar más y más profundamente que ellos.


Pedro la amaba y sin embargo, había negado ese amor desde el principio. Había cerrado la puerta a Paula, negándole y negándose la oportunidad de estar juntos.


¿Y si ella también lo quería? ¿Y si lograba convencerla de que lo aceptara? ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, él no era Carlos Alfonso, y éste no podía tener el poder de decidir sobre su vida y su futuro.


Había cometido un monstruoso error. ¿Estaría a tiempo de rectificar? ¿Cómo podría hacerlo? Pedro empezó a pensar en las distintas posibilidades…


—¿Qué pasa, Pedro? —preguntó Alex.


Luciano se inclinó hacia adelante y miró a Pedro fijamente.


—Alex tiene razón. Has estado muy nervioso últimamente. Si necesitas un médico…


El tono de preocupación de su hermano hizo que las palabras escaparan de la boca de Pedro:
—El único médico que necesito es sentimental —cuando sus hermanos lo miraron perplejos, explicó—: Necesito asesoramiento sobre una relación.


Pedro desmanteló el ejército del centro de la mesa y puso las cosas en su sitio.


—Estás enamorado —afirmó más que preguntó Alex.


—Estoy enamorado de Paula —Pedro tomó de la fuente varias lonchas de beicon y un par de huevos y luego apartó el plato de sí.


—Si la amas, deberías intentar conquistarla —dijo Luciano—. Nada te lo impide.


—Pero no sé nada sobre las relaciones con mujeres.


—Siempre nos has dicho que si conocíamos a la mujer adecuada, lo lograríamos —señaló Alex—. Tenemos a Rosa. Es una mujer.


—Rosa es fantástica, pero mi relación con ella no me ha preparado para alguien como Paula.


—Todo el mundo tiene que aprender a amar —las palabras de Luciano fueron extrañamente reveladoras—. Nos amamos entre nosotros.


Luciano tenía razón y Pedro pensó que debía haberse dado cuenta antes. Carlos había logrado convencerlo de que, aparte de sus hermanos, nadie estaría interesado en recibir o darle amor.


Él le había dicho a Paula que los tres hermanos siempre se protegerían de los demás, pero entre ellos no había defensas, y si era así, también podría serlo con otras personas… Al menos con las más importantes. Aquéllas a las que amaran.


—No debería haberos mantenido al margen de mi autismo. No debería haberme obsesionado por esconderlo. No es un pecado, sino que forma parte de mí.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta —dijo Alex, dándole un apretón en el hombro—. Nosotros siempre lo hemos visto así.


—Lo sé —y él había ignorado sus esfuerzos hasta que ellos se habían dado por vencidos—, pero no he querido darme cuenta. Ahora, con Paula, tengo que descubrir cómo asumirlo e ir en su busca.


Tenía que ir a hacer una compra urgentemente. 


Y sabía exactamente qué necesitaba.


Pedro se marchó sin despedirse, pero a sus hermanos no pareció importarles.




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