miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 31





Pedro se dijo que no debía haberle hecho el amor cuando sabía que su relación era imposible. ¿Cómo podía habérsele pasado por la cabeza que Paula pudiera aceptarlo tal y como era? Para salir del agujero en el que lo había dejado su padre, había tenido que hacerlo solo, sin otra relación que la de los dos hombres que habían padecido una experiencia similar a la suya.


En cuanto la salvara y se asegurara de que estaba bien, volvería a asumir su papel de jefe y a mantener con ella una relación profesional. 


Por unos minutos se había dejado llevar por un sueño imposible, pero la realidad siempre acababa por imponerse.


Seguía nevando, pero afortunadamente no tardaron en llegar a una parte del camino de rocas, cuyo trazado era más fácil de seguir aunque fuera con lentitud. Finalmente, subieron los tres escalones que daban acceso al pequeño aparcamiento donde estaban los coches. Pedro ignoró el de Paula, y la hizo subir a su furgoneta, donde encendió la calefacción y la cubrió con una manta. Luego escribió una nota con su propio teléfono de contacto y la dejó en el coche de Paula. Tomó su bolso y lo dejó a los pies de Paula.


—Te estoy dando mucho trabajo —Paula miró hacia su coche—. Debería llevármelo —dijo, articulando las palabras con dificultad.


—He dejado una nota. Ya vendremos por él.


Pedro no pensaba dejarla conducir. Además, estaba deseando abrazarla. Tanto, que temió no poder contenerse y decirle todo lo que pensaba y sentía. Pero en lugar de hacerlo, se limitó a ponerle el cinturón de seguridad y a taparla bien con la manta.


—Agárrate bien. Tenemos que salir de aquí.


Tardaron treinta minutos en recorrer un camino que normalmente hubiera llevado diez. En cuanto llegaron a la casa de la montaña, Pedro puso la calefacción y fue por toallas. Paula fue a quitarse la ropa, pero tenía los dedos entumecidos. Pedro le apartó las manos y la dejó en ropa interior. Luego la envolvió en una toalla y la llevó al cuarto de baño, donde la ayudó a meterse en la ducha. Poco a poco, Paula dejó de temblar y entró en calor.


—Tienes las manos frías —dijo—. Tú también debes de estar helado. Déjame salir para que te duches tú.


Pedro la miró detenidamente. Sus mejillas habían recuperado algo de color, y se preguntó si se debía a la temperatura o a la intimidad de lo que estaban haciendo, en la que no había reparado hasta ese instante.


—No necesito ducharme. Estaba abrigado —sólo tenía las manos y los pies fríos, pero bastaría con acercarlos a la calefacción—. Sal para que te seque.


Paula dejó que lo hiciera. Luego se envolvió en la toalla y dijo:
—Espero que tengas un pijama, porque no quiero quedarme con la ropa interior mojada.


Y por primera vez habló con suficiente firmeza como para que Pedro sintiera el alivio de saber que estaba a salvo.


—Ahora mismo vengo —volvió con unos pantalones y una camisa de franela, así como dos pares de calcetines—. ¿Necesitas ayuda para vestirte?


—No, Pedro. Estoy bien —Paula le hizo salir del cuarto de baño y cerró la puerta.


Pedro sintió la tensión acumularse en la nuca, y en ese momento no se sintió con la capacidad de ejercer ningún control sobre ella. Dejó que su cabeza sufriera varios tics al tiempo que se cambiaba de ropa y se decía que había llegado el momento de dar un paso atrás.


Paula salió del cuarto de baño cuando Pedro recorría por enésima vez la habitación. Al verla, se quedó paralizado. Estaba preciosa con la ropa holgada y la cara lavada; su aspecto era tan saludable que nadie hubiera dudado de su capacidad de recuperación. 


Además, parecía avergonzada y había algo en su mirada que Pedro no supo interpretar.


—Siento que hayas tenido que rescatarme y a la vez me alegro. Empezaba a tener miedo. He cometido la estupidez de dejar el móvil en el coche.


—¡Cómo ibas a saber que el tiempo iba a cambiar! —protestó él—. Soy yo quien no debería haberse marchado esta mañana. En cuanto he sabido dónde habías ido, he subido a la furgoneta y he ido en tu busca, rezando todo el camino para que te encontraras bien.


—Y luego me has dado una ducha —Paula bajó la mirada—. No debería haberte dejado. Sé que soy demasiado corpulenta y…


—No es la primera vez que te veo —de hecho, Pedro podía recordar cada maravillosa parte de su cuerpo—. No sé por qué…


—Es mejor que nos limitemos a hablar de lo que acaba de suceder. Gracias, Pedro —dijo Paula, alzando la barbilla y sonriendo con tanta convicción como pudo.


Pedro no estaba seguro de qué la incomodaba más, si hablar del peligro que acababa de pasar o de su cuerpo. Por un lado, pensó que era mejor dejar el tema, pero por otro, quiso que Pedro comprendiera que tenía un cuerpo espectacular.


—Espero que sepas que eres absolutamente…


—Te he causado muchos problemas —Paula no parecía querer recordar la razón por la que Pedro podía hablar de su cuerpo—. Y todo por no haberme parado a reflexionar.


—No ha sido culpa tuya que el tiempo cambiara —Pedro decidió dejar el otro tema por el momento.


Respiró profundamente y se dio cuenta de que llevaba un rato pasando sus dedos una y otra vez por el cordón que tenía en el hombro la camisa que había dejado a Paula.


Dejó caer la mano y Paula fue hacia la puerta de la casa.


—Tienes cadenas en el coche y ha parado de nevar. Podríamos volver a Sidney. Me gustaría volver al trabajo.


¿Para olvidarse de los dos? ¿No era ésa la misma conclusión a la que él había llegado? Entonces, ¿por qué le dolía el pecho como si acabara de atravesárselo un puñal?


—Tienes razón —no tenía sentido quedarse. Pedro apagó la calefacción—. Llamaremos a la grúa para que se lleve tu coche.


—Muchas gracias —Paula no protestó. Su coche no podía ser conducido en aquellas condiciones meteorológicas, y quería volver a la ciudad cuanto antes.


Así que se marcharon. Paula se acomodó en el asiento del copiloto y fingió dormirse.


Pedro había intentado hacerle sentir mejor, pero eso no cambiaba el hecho de que ella lo amaba y él no le correspondía.


Pero si había conseguido sobrevivir aquel día, también superaría lo que los días futuros pudieran depararle.




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