jueves, 15 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 38





Paula era pequeña por naturaleza y los vestidos sueltos y los jerséis grandes la ayudaban a disimular. Pero, a mediados de noviembre ya no podía ocultar esa curva que, aunque despacio, seguía aumentando.


—Ni siquiera lo mencionaste —gritó Doris y, examinándola con ojos críticos, añadió—. Y debes estar de tres, quizás cuatro meses.


—Más o menos —dijo Paula, preguntándose por qué contestaba con evasivas. En el peor de los casos, si se pusieran a echar la cuenta, pensarían que se había quedado embarazada en la noche de bodas.


—¿Por qué tanto secreto? —Exclamó Lisa—. Si fuera yo, lo habría gritado desde el tejado… oíd, oíd todos. ¿Por qué no nos lo dijiste?


—Supongo que me daba un poco de vergüenza haberme quedado embarazada tan pronto —admitió Paula. Al menos eso era verdad.


—Bueno, ya lo sabemos. Tenemos que ir a comprar ropa de premamá —dijo Lisa—. Te ayudaré. A lo mejor yo también me compro algo. Igual es contagioso.


—¡No es así como se consigue! —rió Doris.


—Cállate, listilla. Sé cómo se hace. ¡Sergio dice que eso es lo mejor del asunto! Lo que pasa es que tú eres como una coneja.


—Oye, tres niños no me convierten en una coneja. Además, voy con vosotras. Soy experta en ropa de premamá.


Doris, la experta, analizó lo mejor de cada vestido, y Lisa sí se compró uno para ella. «Para que me dé suerte», les dijo.


Lo pasaron tan bien de compras que Paula se preguntó por qué había tardado tanto en compartir su secreto. Estaban interesadas en su embarazo, y encantadas con él. Fueron a tomar una cena ligera, después de las compras, y sólo hablaron de embarazos y de cómo ocuparse del bebé cuando naciera.


Llegó a casa y estaba sacando los paquetes del Jeep cuando Pedro aparcó su Porsche al lado suyo. Salió del coche rápidamente para ayudarla a descargar.


—Parece que has estado de compras.


—Era absolutamente necesario. Ya no me valía mi ropa.


—Ya —sonrió Pedro. Intentó cargar con todos los paquetes y se le cayó uno—. Por lo que veo, no te va a faltar qué ponerte.


—Lisa y Doris. En realidad no necesitaba todo esto, pero me han convencido. Espera, lo llevaré yo —dijo, agachándose con cierta dificultad para recoger la caja que se la había caído—. Dijeron que me aburriría ponerme lo mismo una y otra vez. Me han hecho comprar ropa para cualquier ocasión, desde ropa de trabajo hasta vestidos de cóctel.


—Parece un buen plan. ¿Me vas a hacer un pase? —preguntó, volviéndose hacia ella.


—Oh —exclamó, parándose para no chocar con él, y se le cayó otra caja—. ¿Te gustaría verlos? —preguntó. Lo cierto es que le apetecía enseñarle lo que había comprado.


—Desde luego. ¿Por qué no? Deja eso. Yo lo recogeré. Ve al cuarto de estar. Encenderé el fuego y me harás un pase de modelos.


—No. Súbelos a mi habitación. No hace falta que acarreemos paquetes de un lado a otro.


—De acuerdo —accedió él—. Encenderé el fuego en tu dormitorio.


Quizás debería haberse decidido por el cuarto de estar, pensó mientras subía las escaleras. El dormitorio era más íntimo. En realidad no, se convenció, mientras le pedía que dejara los paquetes en el vestidor. En la sala de estar no habría tenido un sitio donde cambiarse.


Entró en el vestidor y colgó los pantalones y vestidos. Doris y Lisa habían sido muy concienzudas, pensó. Incluso habían seleccionado zapatos de tacón bajo que fueran cómodos para ella, pero que conjuntaran bien con la ropa. Cosas preciosas. Ella no se había imaginado que la ropa premamá pudiera ser tan bonita. Estaba deseosa de enseñársela a Pedro.


Tocó el vestido de seda color lavanda, su favorito. ¿Se lo ponía el primero? No; era mejor guardarlo para el final, y comenzar por la ropa de trabajo.


—Especialmente diseñados para la futura mamá que trabaja—anuncio alegremente saliendo del vestidor—, estos pantalones verde esmeralda de lana —calló, incapaz de decir una palabra más. 


La luz de las lámparas y del fuego no era más que un suave resplandor, como un baluarte que los aislaba de la oscuridad del invierno, y hacía que la habitación pareciera cálida, agradable y acogedora. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca encender el fuego? Quizás porque no pasaba suficiente tiempo allí o estaba demasiado cansada. Tal vez porque Pedro no estaba con ella; en cambio, ahora lo veía echado en el sillón saboreando un martini, sonriendo. Mirándola con esos ojos. El corazón le dio un vuelco.


—Venga, venga. ¡Sigue con el discurso! Diseñados para la futura mamá que trabaja… —apuntó.


Paula hizo un esfuerzo para controlar sus pensamientos y concentrarse en sus palabras.


—Pantalones verde esmeralda de lana —repitió, girando como una modelo profesional—, y un suéter de cachemira a juego, con un inteligente diseño que consigue disimular la abultada tripita.


—Un diseño muy inteligente. Aprobado, señora —dijo Pedro, dejando la copa sobre la mesa para aplaudir.


Siempre conseguía que todo fuera fácil y cómodo, pensó ella, volviendo al vestidor.


Después de eso todo fue muy sencillo. Tan divertido como había sido ir de compras. Más divertido aún. Desfiló, exhibiendo cada conjunto como una modelo profesional. Él los admiró, la piropeó y todos le gustaron.


Cuando por fin iba a ponerse el vestido de cóctel color lavanda, la entristeció pensar que llegaba al final. Le había gustado lucir su ropa para él. 


Le gustaba que la mirara. Se puso el suave vestido y se miró en el espejo. Casi no se le notaba el bulto de la tripa. Pero le había gustado la caída sinuosa del vestido y las aberturas que tenía a los lados, que le permitían lucir las piernas que, gracias a Dios, no habían perdido su forma. Incluso una mujer embarazada podía estar sexy de vez en cuando.


Cuando apareció ante él, Pedro no sonrió ni aplaudió. Dejó la copa, se levantó y, simplemente, la miró. Una mirada tan intensa como lo eran sus caricias. Una mirada que hizo que la cabeza empezara a darle vueltas y el cuerpo le empezara a arder.


Ella no podía moverse. Los ojos azul mar la tenían cautiva, mientras examinaban cada centímetro de su piel, penetrándola, haciéndola sentirse viva. Sin darse cuenta, se cubrió el estómago con la mano.


—Déjame a mí —dijo Pedro, acercándose y deslizando su mano bajo la de ella—. Los futuros padres también tenemos derecho —dijo, atrayéndola hacia sí y comenzando a masajear suavemente ese pequeño bulto que ya era parte de ella.


Le hubiera costado tanto detenerlo como dejar de respirar. Tampoco pudo impedir el calor que la recorrió de arriba a abajo. Sintió el deseo latiendo en todo su cuerpo, un deseo que tenía que satisfacer.


La ternura fue aún más fuerte que la pasión. Él la tocaba con gentileza, con cariño.


Estaban casados, ¿no?


Iba a ser la madre de su hijo.


Y le hubiera costado tanto anular el deseo erótico que inundó su cuerpo como conseguir que el planeta dejara de girar. Se abrazó a él mientras la llevaba a la cama.



LA TRAMPA: CAPITULO 37




Fue sólo un pequeño golpe en la boca del estómago, tan ligero que apenas se notaba. 


Pero Paula lo notó. La estremeció de arriba a abajo.


Algo dentro de ella estaba vivo y pateando.


¡Increíble!


Se puso las manos sobre el estómago, agarrando y protegiendo, instintivamente, a esa cosita que estaba tan viva. ¡Otra! Volvió a suceder. Un bebé, viviendo y creciendo.


¿Un niño? ¿Con ojos azul mar, que se entrecerrarían al sol?


—¿No podrías, Paula?


—¿Qué? —Paula miró a Doris, desconcertada. 


Se había olvidado de dónde estaba. Sentada en el salón del club con Lisa y Doris, mientras esperaban a que los hombres acabaran su partida de frontón para ir a comer.


—¿No podrías, Paula? —repitió Doris, como si intentara despertarla—. No me refiero a que lo hagas tú personalmente. Pedro utilizó su influencia como miembro de la junta de directiva de M&S y, de hecho, donaron dos televisores.


—Y te hubiera conseguido mucho más si hubieras pedido dinero —gruñó Lisa—. Mary tiene razón —dijo, refiriéndose a la mujer que la había criado—. Dice que toda esa gente rica pierde tiempo y energía organizando subastas y bailes de caridad. Si en vez de eso hicieran una donación…


—Oh, cállate Lisa. La fundación lleva celebrando esta subasta todos los otoños desde hace quince años. Resulta que estoy en el comité de captación de fondos, y estoy obligada a conseguir suficientes objetos para que la subasta cumpla su objetivo. Aparte del trabajo, es divertido y, exactamente igual que tú, lo pasamos muy bien.


—¡Tocada! —Aceptó Lisa—. Me has convencido. Sigue.


—Paula, me refiero a Construcciones Chaves. Será buena publicidad y además, por supuesto, sirve para deducir impuestos. ¿Entiendes?


—Sí. Bueno, de acuerdo, pensaré algo —dijo Paula, volviendo a la conversación. ¿Qué podía contribuir una empresa constructora? ¿Una caja de herramientas muy completa? Sonrió irónicamente. ¡Como si a los ricachones que irían a la subasta les sirviera para algo una caja de herramientas! A lo mejor la Mary de Lisa tenía razón.


—Bueno, señoras, ¿listas para comer? —Pedro tenía la voz ronca, siempre le pasaba justo después de ducharse. Tenía el pelo húmedo y pegado.


Paula dio un respingo y la subasta se le fue por completo de la cabeza. Apenas era consciente de las bromas que se sucedían mientras el grupo se dirigía al comedor. Estaba imaginándose una niña diminuta, con el pelo de color paja, quemado por el sol.


—Tráenos una botella del mejor champán —dijo Pedro al camarero—. Hay que celebrarlo, señoras.


—¿El qué? —preguntó Doris.


—Nada importante —dijo Sergio—. Sólo su buena suerte habitual.


—¿Tú también has perdido? —le preguntó alguien a Alvaro.


—¿Yo? No, sólo he entrenado. No soy tan tonto como para enfrentarme con un profesional —replicó, y comenzaron las bromas habituales. 


Claro que Pedro ganaba siempre. Jugaba como un profesional porque se pasaba todo el día jugando.


Eso irritaba a Paula. Pedro era bueno en los deportes, simplemente ¡porque era bueno! 


Recordaba su cuidado y maestría cuando pilotaba el Pájaro Azul. Veía sus fuertes manos agarrando los remos aquella tarde, dominando el bote en medio del viento y de las fuertes olas.


Manos que esa noche la habían acariciado tiernamente. Volvió a notar la patada, y una mano voló hacia su estómago, sujetando, acariciando. Se sonrojó y apartó la mano apresuradamente. Miró a Pedro, al otro lado de la mesa, y lo vio probar el champán, sonreír y darle su aprobación al camarero. Sergio y Alvaro seguían con las bromas sobre el playboy rico y privilegiado. Sabía que le estaban tomando el pelo, pero esa mañana la irritó. ¿Por qué Pedro no se defendía, en vez de quedarse allí sentado, sonriendo?


A mitad de la comida el camarero le trajo una nota a Pedro.


La leyó y se excusó, diciéndoles que tenía que ir a llamar por teléfono.


—Volveré enseguida.


—Seguro que es por ese tema de la fusión —dijo Alvaro a Sergio, cuando Pedro se marchó.


—Seguro. Estoy de acuerdo, y apuesto lo que quieras a que lo parará —asintió Sergio.


—Sí. Eso creo.


—Sin problemas —dijo Sergio—. Igual que hizo el Master de administración de empresas en Harvard.


—Es curioso que siempre haya rechazado el trabajo empresarial —reflexionó Alvaro.


—Pero es excelente en inversiones de alto riesgo y como miembro de juntas directivas.


Para entonces, a Paula le alegró que Lisa se decidiera a preguntar.


—¿Qué pasa? ¿Nos podéis decir de una vez de qué habláis?


—Ya no es ningún secreto. Pedro acaba de desmantelar una fusión muy bien organizada. M&S iba a absorber a Comunicaciones Atkins, y los beneficios de los inversionistas iban a subir como la espuma —explicó Sergio.


—Eso es bueno, ¿no? —inquirió Doris.


—A tu hombre no se lo ha parecido —dijo Alvaro señalando a Paula con un dedo—. La plantilla se reduciría en dos mil personas. Todas quedarían en la calle.


—Eso sería terrible —dijo Paula—. Demasiadas empresas están haciendo justamente eso.


—Eso es lo que pensó Pedro—dijo Alvaro—. Se enfrentó al grupo que estaba a favor de la fusión y que había organizado el golpe. Arguyó que el precio de mercado tanto de Alfonso y Sellers como de Atkins bajaría, no al contrario. Dijo que ya no era rentable para los inversionistas apoyar tratos que implicaban reducir la plantilla. Nos comentaron que, al final de su discurso, preguntó «¿Qué pasará cuando esas dos mil familias, sus vecinos y sus amigos dejen de comprar nuestros productos y de utilizar nuestros servicios?». Nadie tuvo una buena respuesta que ofrecer, y las dos juntas directivas empezaron a poner objeciones. Han vuelto a empezar los planes desde cero. Le han pedido a Pedro que sea el moderador del grupo de trabajo.


—No es tarea fácil —dijo Sergio—. No le va a quedar mucho tiempo para jugar.


«Pero estará allí, luchando por los trabajadores», pensó Paula, con orgullo. Volvió a ponerse la mano sobre el estómago. Allí dentro había un ser vivo. Quería que ¿él o ella? se convirtiera con el tiempo en alguien tan inteligente y considerado como su padre.


Pedro volvió, con cara preocupada.


—Lo siento, amigos. Paula, tenemos que marcharnos. Tengo que ir a Nueva York. Ahora mismo.



LA TRAMPA: CAPITULO 36





Después de eso, desaparecieron las tensiones y su vida, por separado y juntos, continuó de forma muy agradable. Más corto y con menos trabajo, el día de Paula era mucho más fácil. Volvía a casa y se encontraba con una deliciosa cena y un ambiente muy agradable. 


Sorprendentemente, Pedro normalmente cenaba con ella. A veces salía de la ciudad, pero ni mucho menos tanto como ella había esperado.


El invierno fue duro y comenzó muy pronto, así que después de cenar solían sentarse ante el fuego en la sala de estar.


—¿Quieres probarlo? —preguntó él, señalando un rincón cercano a la chimenea, donde había una mesa de ajedrez, siempre preparada, con piezas de plata que, según le contó, había heredado de su abuelo.


—¿Yo? —exclamó—. No sé nada de ese juego. Siempre me ha parecido demasiado complicado para mí.


—¡Cobarde! Vamos, te enseñaré.


Era un juego difícil, pero absolutamente fascinante, y disfrutó por completo de las horas que pasaron ante la mesa.


¿Con quién había pasado el tiempo él antes? Se preguntaba. ¿Quién jugaba al ajedrez con él? ¿Quién lo acompañaba cuando el grupo se reunía?


Solían reunirse a menudo, en casa de una de las parejas, o a veces en el club. La habían aceptado. Lisa, la mujer de Sergio, y Doris, la mujer de Alvaro Stanford, solían llamarla para que las acompañara cuando salían a comer, de compras, o a lo que fuera. Le caían bien, y evidentemente ella les gustaba, porque pronto empezaron a hacerle confidencias. Doris era abogada, y había dejado de ejercer para criar a sus dos hijos. Había pensado volver a trabajar cuando los niños fueran un poco mayores.


—Entonces —explicó Doris— ¡uy!, llegó la pequeñina, Ann Mane.


—Es más bonita y más agradable que un apestoso despacho de abogados —declaró Lisa—. Si no la quieres, me la quedo yo.


—De eso nada. ¡Deja a mi bebé en paz! —Se rió Doris—. Consíguete el tuyo.


—Lo estoy intentando. Lo estoy intentando —repuso Lisa, y les confesó que se moría de ganas de tener un niño. Pero después de año y medio de matrimonio, aún no estaba embarazada.


Irónico, pensó Paula, mientras seguía la conversación. Recordó un viejo dicho: «Quien tiene, consigue». Eso le había pasado a Doris. En cambio, a Lisa: «Quien quiere, no puede».


Mientras que ella, bueno, desde luego que no quena un niño y no iba a por él. Pero sólo hizo falta una noche. Si lo supieran. Esa noche había cambiado su vida por completo.


Sin embargo, por muy íntima que se volviera la conversación, había un tema que nunca tocaban. La habían aceptado en el grupo como si siempre hubiera pertenecido a él, y por mucho que bromearan, nunca jamás mencionaban a otra mujer relacionada con Pedro, ni siquiera a la misteriosa Meli. Y esa abstención hacía que Paula sintiera cada vez más curiosidad.


—Hacéis muchas cosas juntos. En parejas, quiero decir. No hago más que preguntarme quién era la pareja de Pedro antes de mí.


—¿Antes que tú? —Preguntó Lisa con extrañeza—. Me da la impresión de que primero una, después otra. Ninguna duraba mucho. Claro, tienes que considerar que yo sólo pertenezco al grupo desde hace un año. Pero Sergio dice que Pedro siempre fue así. Siempre ha sido reacio a unirse demasiado a alguien. Claro, que había muchas deseando unirse a él.


—Sí, eso lo entiendo. Soltero, guapo, buen partido.


—¿Rico? —completó Lisa, riéndose.


—Bueno, sí. Todo eso. Y pienso que tiene que haber habido alguien antes de mí.


—Lo hubo. Yo.


—¡Tú! —Paula la miró asombrada. Nunca había visto a una pareja que pareciera más enamorada que Sergio y Lisa. Y los dos eran como familia para Pedro.


—¿No es una locura? —Sonrió Lisa—. Me lo había pedido e iba a casarme con él porque era muy rico. Pero no pude, porque no lo quería. En realidad, él tampoco me quena a mí. Ahora nos reímos mucho cuando lo recordamos —Lisa inclinó la cabeza hacia delante, para hacerle una confidencia—. Fue Pedro quien me dijo que yo estaba enamorada de Sergio. Yo no lo sabía, y Sergio tampoco. Pero Pedro sí. Es muy perspicaz. Y es muy dulce. Me alegro de que se haya casado contigo. Se merece a alguien que lo quiera de verdad. Como tú lo quieres. Se te nota en los ojos cada vez que lo miras.


Paula se quedó sin respiración. ¿Se notaba? 


Había creído que si no lo tocaba…


Tenía que tener más cuidado.



miércoles, 14 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 35





A la mañana siguiente, le resultó extraño sentarse a desayunar un poco antes de las nueve. A Paula la sorprendió poder retener en el estómago el delicioso desayuno preparado por Sandra. También la sorprendió que Pedro apareciera. Era agradable.


—Que tengas un buen día —le deseó, cuando dejó la mesa y se encaminó al garaje a sacar su Volkswagen.


No estaba allí. En su lugar había un reluciente Jeep Cherokee negro, nuevo. Precioso. No era suyo.


Instintivamente, se dio la vuelta. Sí, la había seguido.


—¿Dónde está mi coche? —barbotó—. Me dijiste que Arnaldo había arreglado la rueda.


—Te dije que lo había solucionado.


—¡Solucionado! ¿Lo has tirado?


—No seas ridícula. No tiraría nada tuyo. Está guardado en un almacén y podemos recogerlo en cualquier momento.


—Pues quiero que lo recojan ahora mismo.


—¿Por qué?


—Porque… —era suyo. Lo único de valor que había traído consigo—. Lo necesito —concluyó.


—¿No te gusta el sustituto? —preguntó. Dio una vuelta alrededor del Jeep, dio una patada a una rueda. Paula suspiró. Era un vehículo resistente, bonito.


—Me gusta, pero creo que deberíamos cumplir nuestros acuerdos. Prometí no aceptar nada tuyo.


—Vuelvo a recordarte las promesas, sinceras o no, que hiciste en Atlantic City. A mí.


—Estoy cumpliendo esas promesas. Vivo aquí.


—Todas las mañanas sales a la autopista en un coche que parece que está punto de caerse a pedazos. No es seguro.


—No se cae a pedazos.


—Y es poco profesional.


—¿Poco profesional? ¿Qué quieres decir con eso?


—Lo que quiero decir es que me ha costado mucho elegir el modelo correcto, para que parezcas la contratista profesional que eres.


Lo miró fijamente. Lo decía en serio. Ayer, en mitad de la tormenta, había ido a Richmond, solucionado sus asuntos y hablado con Leonardo. Después había ido a comprarle un coche. No un coche cualquiera. El coche adecuado para ella.


¡Y se lo agradecía con un estúpido e irracional ataque de orgullo! La invadió una sensación de vergüenza combinada con ternura, y extendió el brazo para tocarlo.


—Oh, Pedro, lo siento— se echó hacia atrás, resistiéndose al impulso de abrazarlo—. Perdóname. Me estoy comportando como una estúpida. No quiero parecer desagradecida —se pasó la lengua por los labios, intentando explicarse, tanto para él como para sí misma—. Es sólo que me ha sorprendido mucho. Es demasiado. Nunca he tenido nada así. No, espera. No quiero que sea mío. ¿No podemos considerarlo un préstamo hasta después de…? —su voz se apagó, incapaz de terminar la frase.


—Llámalo como quieras. Pero condúcelo. Es más seguro y mejor que el que tenías.



LA TRAMPA: CAPITULO 34





Paula se preguntó si Pedro le había dicho a Sandra que estaba embarazada. Su actitud había cambiado. Se dedicó a mimar a Paula cuando le subió las bandejas del desayuno y la comida, diciéndole «come despacio y toma sorbos de refresco de jengibre de vez en cuando. Te asentará el estómago». Colgó la ropa de Paula en el armario y ordenó la habitación, charlando alegremente mientras lo hacía, preguntándole qué le apetecía para cenar. Hizo que Paula se sintiera, por primera vez, parte de la casa.


Después de la comida, Paula se echó una larga siesta, y se despertó descansada y fresca. Para cuando Pedro volvió, se había duchado y se había puesto un pijama de estar por casa.


—Ya estoy bien —le dijo, cuando subió a verla—. Ya te dije que siempre estoy bien cuando se acaban estas estúpidas arcadas. Pero, sí, he disfrutado mucho del descanso.


—Bien.


—Pero ahora ya no sé que hacer —se quejó. Había acabado todo el papeleo del negocio que tenía pendiente, y no había nada que leer en la habitación. En la televisión sólo había series—. Me siento rara, aquí, sin hacer nada.


—Conozco esa sensación —dijo él. Hubo algo en la manera de decirlo que la puso triste. Pero él sonrió—. Está lloviendo, es un día para holgazanear. Ven, baja al cuarto de estar, allí hay muchas cosas para leer.


Según bajaban, lo bombardeó a preguntas.


—¿Iba todo bien? ¿Le llevó Carlos las especificaciones a Pablo? ¿Fuiste a ver a Leonardo?


—Sí, sí y sí —sonrió, y comenzó a cantar con excelente voz de barítono—. Sin que tú tires de ella, la marea sube. Sin que tú le des vueltas, el mundo gira. Sin que tú…


—¡Eh, para ya! —gritó ella, riéndose—. Sé que no soy indispensable. Pero hay mucho que hacer y somos pocos. Tengo que ir mañana. ¿Le pediste a Arnaldo que arreglara mi rueda?


—Lo solucioné —respondió, sin mirarla, y abrió la puerta de la sala de estar—. Hay muchas revistas en esa estantería. Si prefieres un libro…


—¡Oh, no! No me atrevo a empezar un libro. No sé cuándo volveré a pasar otro día como hoy, ni cuándo tendré tiempo para holgazanear.


—Bueno, no sé. Leonardo cree que quizás te estés pasando —le dijo, sentándose junto a ella en el sofá.


—¿Quieres decir trabajando demasiado? Eso no me molesta —replicó ella, sin llegar a abrir la revista.


—Pasándote en tus atribuciones. Eso le preocupa.


—¿Ha dicho eso? —preguntó con ansiedad. 


Justo lo que él quería. Haría lo que fuera para que Leonardo estuviese contento. Así que decidió exagerar un poco.


—Sí. Dice que se lo estás poniendo muy difícil.


—¿Difícil? ¿Por qué?


—Parece que los médicos le han dicho que cuando vuelva al trabajo se lo tendrá que tomar con calma. Tenía la esperanza de que contrataras a suficiente gente, así el sólo tendría que supervisar.


—Bueno, vamos a contratar a más obreros. Y yo estaré allí para ayudar.


—Tú también vas a estar incapacitada durante un tiempo. ¿Recuerdas?


—Es verdad —admitió, con cara de frustración y ligeramente disgustada—. Y probablemente sea justo cuando él vuelva al trabajo.


—Leonardo sugirió que estaría bien que empezaras a marcar la pauta ahora. Tú te dedicas a los diseños, los presupuestos, el papeleo y cosas de ésas. Carlos puede supervisar las obras. También le gustaría que trabajaras menos horas. Que fueras más tarde por la mañana, sobre las diez. Y que termines antes. Así, cuando el vuelva, ya se habrá establecido esa rutina. ¿Entiendes?


—Tiene sentido. No sé por qué no me lo ha dicho antes.


—Está empezando a recuperarse, Paula. Es la primera vez que se ha puesto a pensarlo.


«Y tú te paraste a escucharlo», pensó. De repente, sintió una oleada de gratitud. Había ido a Richmond a llevarle los papeles a Carlos, se había parado a escuchar a Leonardo atentamente. Por la mañana, la había sujetado con mucha ternura…


—Has sido muy bueno al ir hasta allí, Pedro. Te estoy muy agradecida —le tocó la mano, y, sobresaltada por el cúmulo de sensaciones que recorrieron su cuerpo, se apartó rápidamente—. También, por pasar tanto tiempo con Leonardo. Y conmigo —murmuró, confundida. Simplemente tocarlo la volvía loca. Tendría que acordarse de no volver a hacerlo.


Él la estaba mirando fijamente, y se sintió obligada a decir algo más.


—Supongo que tiene sentido —repitió—. Además, sería más cómodo para mí, durante un tiempo.


—Sí. Seguramente —asintió él, sacando una baraja de cartas—. ¿Te apetece jugar una partida?



LA TRAMPA: CAPITULO 33




Seguía lloviendo cuando, siguiendo las indicaciones que Paula le había dado, Pedro llegó a casa de Carlos. Subió las escaleras, llamó al timbre y miró el porche que, a juzgar por los trozos de madera nueva, habían arreglado hacía poco tiempo. Seguramente estaba a la espera de una mano de pintura, que lo unificaría.


Un hombre alto y musculoso abrió la puerta.


—¿Carlos? —preguntó Pedro.


—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?


—Soy el marido de Paula. Me pidió que te trajera esto —respondió Pedro, entregándole las especificaciones.


—Gracias. ¿Dónde está Paula? ¿Le pasa algo? Entra, por favor —dijo, apartándose.


Entró en una habitación en la que, obviamente, el hombre estaba poniendo placas de yeso. 


Recordó lo que había dicho Paula: «Nos libramos del enlucido agrietado de las paredes de Carlos».


Tomó una taza de café con Carlos y su mujer, les aseguró que Paula estaba bien y que, probablemente, no tenía más que un simple virus, admiró al bebé, y le preguntó a Carlos si podía acompañarlo en su ronda de visitas para darle un informe completo al padre de Paula.


Después de llevar las especificaciones al electricista, Carlos amplió su ronda, para que Pedro se hiciera una idea de todo lo que tenían en marcha. Lo llevó a la casa en la que el electricista iba a reformar todas las conducciones eléctricas.


—Paula tiene predilección por un nuevo tipo de iluminación indirecta, y no cabe duda de que alegra mucho estas viejas casas —explicó. Y a continuación, fueron a ver a Leo, que estaba instalando un jacuzzi. Incluso lo llevó a casa de los Jackson y, lleno de orgullo, le enseñó el ático reformado—.Paula y yo hicimos esto nosotros solos.


Pedro intentó imaginarse a Paula trabajando en la gran habitación, que ahora tenía un montón de juguetes desparramados por el suelo. 


Trabajando con un martillo y una sierra para terminar los armarios empotrados y los techos inclinados, que le recordaron al Pájaro Azul. Le llamaron la atención el papel pintado, con su dibujo del mapamundi, y el ambiente alegre y luminoso de la habitación, incluso en un día oscuro, con la lluvia repiqueteando en las ventanas. ¿Sería la nueva iluminación indirecta?


De vuelta en el East End, Carlos le señaló un par de casas destartaladas y le explicó los planes que tenían.


Era excitante, pensó Pedro cuando se marchaba. Muchos proyectos desarrollándose al mismo tiempo. Construir, mejorar, poner a la gente a trabajar. No le extrañaba que ella estuviera deseando levantarse en mitad de la noche para ir allí…


Notó cómo una vieja y conocida sensación lo envolvía. Esa sensación de estar fuera, mirando hacia dentro, mientras otro hacía el trabajo y defendía sus ideas.


Ella no estaba jugando. Cuando dijo que no quería su dinero hablaba muy en serio. No quería nada de su mundo vacío. Y su hijo era un impedimento que la había frenado. La había atrapado.


Intentaba continuar en marcha. Se acordó de cómo la había visto esa mañana, de pie bajo la lluvia. Furiosa, frustrada, sin poder impedir las arcadas… pobre chiquilla.


Pero podía hacer algo para ayudarla, para hacérselo más fácil. ¡Dijera lo que dijera! Era demasiado independiente.


Le dio a Leonardo un informe totalmente positivo y les aseguró que el «virus» de Paula sólo duraría un par de días. Alicia lo persuadió para que se quedara a comer; durante la comida acabó preguntándose como una mujer tan boba había conseguido tener una hija como Paula.


Leonardo Alfonso le gustó. Era un hombre directo, débil, pero ansioso por volver al trabajo para «quitarle algo de trabajo a Paula». Sí, había estado de acuerdo, era un día demasiado largo. Sería mejor que fuera después, en lugar de antes, de la hora punta.


—Y que volviera antes de la hora punta de la tarde —agregó Pedro—. No me importa que mi mujer trabaje, pero sí me gusta verla de vez en cuando —añadió Pedro, con todo el entusiasmo de un amante esposo.


—Claro. Claro —corroboró Leonardo—. Así establecería el ritmo correcto para mí cuando vuelva. Los médicos dicen que tendré que tomármelo con calma durante un tiempo.


Pedro sonrió. Eso era todo lo que necesitaba.