miércoles, 7 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 11
Paula siguió a Pedro escalerilla arriba, y se puso a su lado, en lo que él denominó «puente volante». Desde ese punto de mira, observó cómo sacaba al Pájaro Azul del embarcadero.
Había otras personas navegando, o subiendo a su barco para arreglar, limpiar o simplemente sentarse y disfrutar. Todos, incluido Pedro, parecían conocer a los demás, y los saludos y bromas se cruzaban de barco a barco. Dos niños, envueltos en equipo salvavidas, miraron hacia Paula y la saludaron con la mano, haciendo que formara parte del jolgorio.
Les devolvió el saludo, de nuevo sintiendo la risa aflorar. Estaba de vacaciones. No estaba, aunque lo hubiera planeado durante dos meses, de luna de miel con Benjamin. En vez de eso, iba a navegar con un hombre que era prácticamente un desconocido, y se sentía más feliz que en mucho tiempo.
¿Por qué estaba tan contenta? ¿Por el hombre que la acompañaba?
Cielos, casi no lo conocía. Ayer, lo había utilizado porque estaba allí. Un baluarte para salvarla de lo ocurrido. Una forma de escapar a la curiosidad, las recriminaciones y la vergüenza. Apenas lo había mirado.
Simplemente lo había agarrado y no lo había vuelto a soltar. ¡Era una desvergonzada!
¿Qué pensaría de ella? Sintió como su cara se arrebolaba. Se obligó a mirarlo, posiblemente por primera vez. De ayer tenía un recuerdo borroso. Incluso esa mañana, había estado más interesada en el barco que en él.
Era bastante guapo. Su pelo fosco y revuelto, quemado por el sol, contrastaba con su piel bronceada. Obviamente, pasaba mucho tiempo al aire libre. Tenía facciones regulares, labios carnosos, nariz afilada y ligeramente desviada, lo que contribuía a crear esa expresión de… ¿arrogancia? No, decidió. Simplemente de distanciamiento, como si no le importara lo que nadie pensara de él. Igual que no le importaba llevar un jersey descolorido, ni que los vaqueros que cubrían sus largas piernas tuvieran manchas de gasolina. Los llevaba con la misma elegancia natural con que llevaba el esmoquin el día anterior. Estaba descalzo, sujetando el timón con dedos fuertes. Sus ojos eran tan límpidos y tan azules como el cielo, y escrutaban a su alrededor con atención. Estaba concentrado en dejar atrás los barcos que los rodeaban y sacar el Pájaro Azul a mar abierto.
A ella se le ocurrió que así era él. Siempre concentrando su atención en el momento presente.
Ayer le había dicho «Sácame de aquí» y él hizo justamente eso. Sin preguntas ni explicaciones, sin sonsacarla.
Esa mañana, había estado pendiente de sus necesidades básicas… ropa, comida. Le había proporcionado las dos. Y sin preguntas.
Incluso diversión, como si hubiera sido su invitada. «¿Te gustaría salir a navegar? Las cosas pueden esperar». Lo que venía a ser lo mismo que decir: «Olvídate del ayer y del mañana. Disfruta del hoy».
—Bueno, Paula Chaves, no podrías haber elegido mejor día —le dijo, dedicándole, por fin, toda su atención. Ella notó una sensación de calor que le recorría todo el cuerpo.
—¿Mejor día? —preguntó.
—Para tu primera travesía en barco.
Ella miró a su alrededor y vio ya estaban fuera del puerto y navegaban a bastante velocidad.
—El viento, el tiempo, el agua. Es un día perfecto —dijo él.
—Sí —corroboró ella, encantada con la calidez del sol sobre su espalda, con la forma en que el viento le revolvía el cabello y la sensación de atravesar el espacio a gran velocidad. Estuvo callada un rato, disfrutándolo.
—¿Te gusta?
—Me encanta —musitó. Le encantaba estar junto a él, descalza sobre la madera mientras el barco surcaba la superficie del agua. Tenía una sensación de libertad que no había sentido nunca antes. Veía vagamente a los escasos barcos que pasaban, la costa en la distancia, con edificios y casas donde la gente trabajaba, jugaba, amaba y se peleaba. Pero eso no tenía nada que ver con ella. Estaba aquí, apartada de todo. Lo único que tenía que hacer era quedarse en ese puente volante y ¡volar! Se sentía libre como un pájaro—. Ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul —comentó.
—Eso ya lo dijiste esta mañana.
—¡Es verdad! Lo dije. Pero era distinto. Pensaba en el diseño, en la decoración azul. Es curioso —replicó, arrugando la nariz—. El azul es uno de los colores que menos me gustan.
—¿Ah sí? ¿Debería cambiarlo?
—¡No! Es perfecto. Esta mañana se me ocurrió que trae hacia dentro el exterior… el cielo y el mar.
—Bueno, es un alivio —dijo él con voz seria, pero sus ojos chispeaban de risa. Ojos azules. A Paula empezaba a gustarle ese color.
—En cualquier caso, ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul.
—¿Sí?
—Uno se siente como si estuviera volando —explicó, haciendo un ademán con la mano.
—Esa es una sensación que siempre he asociado con los aviones.
—¡No! Estar en un avión es más como estar encerrado en un armario volador —al ver su mueca añadió—. Vale. Ríete. Pero no me digas que en un avión te has sentido como si tuvieras alas y pudieras volar a… a cualquier sitio.
—¿Te sientes así?
Ella asintió, y comenzó a reírse.
—Es una locura ¿verdad? Pero así me siento. Libre como un pájaro al que han abierto la jaula.
Él la miró desconcertado, como si intentara comprenderla. Ella sintió la necesidad de tranquilizarlo.
—Es una sensación maravillosa. De veras. Como si pudiera ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa que desee. Simplemente extender las alas y despegar. El cielo es el único límite.
—Bueno, ¡eso es fenomenal! —dijo él. «Eso supongo», pensó, mirándola fijamente. Parecía muy excitada y, sí, feliz. Se preguntó si sería un sentimiento auténtico.
Ayer había sido auténtico. Vio las pastillas y percibió su tristeza y confusión cuando se enganchó a él, un perfecto desconocido. Y allí estaba, ignorando el episodio por completo.
Borrándolo de su mente, igual que cuando tiró sus mejores galas a la papelera. Eso no podía ser sano. ¿Debería recordárselo? ¿O tal vez ayudarla a mantener las apariencias?
—Oye, ¿te apetece ir a nadar? —preguntó, mientras intentaba decidirse.
—¿Ahí? —exclamó mirando el agua. Hizo una mueca—. Muchas gracias, pero me siento como un pájaro, no como un pez.
—Bueno, no quiero que salgas volando. Sólo intentaba traerte de nuevo a la tierra —calló, sonriendo avergonzado, porque eso era exactamente lo que intentaba hacer. Si le hubiera dado una oportunidad, le habría dicho que Benjamin le había hecho un favor desapareciendo—. De todas formas, no me refería a nadar aquí —concluyó.
—¿No?
—No. Hay una playa unas millas más abajo. Es casi inaccesible desde la carretera, así que es muy tranquila.
—¡Ah!, sería divertido, pero… —Paula se miró la ropa.
—Seguro que hay bañadores de sobra. Ve a mirar —dijo él. Observó cómo bajaba la escalerilla. Desde luego, no parecía desolada. ¿Por qué recordarle lo de ayer?
Y menos aún él, un extraño. Era mejor dejar esas conversaciones para su madre, o para su amiga del alma. Hoy era un día para olvidarse de todo, él podía ayudarla a volar, era un experto. ¡Sin duda!
LA TRAMPA: CAPITULO 10
Cuando Paula se despertó, los brillantes rayos del amanecer entraban en el camarote. Durante unos instantes miró el techo, preguntándose por qué estaba inclinado en vez de… se sentó de golpe. Se miró el vestido arrugado y luego miró a su alrededor.
Recordó. Su primera sensación fue de incomparable alivio. No estaba casada con Benjamin.
No tendría que casarse con él.
A no ser que… un escalofrío le recorrió la espalda.
No. No se casaría con él aunque volviera.
No volvería. Leonardo dijo: «Se llevó todo. No dejó dirección postal»
¡Mamá! Pálida y enfadada, con una mueca de desprecio en los labios: «Dios nos envió un ángel, ¡y tú lo rechazaste!»
Paula sintió un destello de ira. «Yo no lo rechacé, y ¡Benjamin no es ningún ángel! Sólo es un hombre».
Una risa ahogada comenzó a brotar de su garganta. Para su madre los ángeles siempre llegaban en forma de hombre: «Leonardo, tu nuevo papá, un ángel que ha venido a cuidarnos.» «Benjamin, un ángel…» La idea de Benjamin como un ángel era muy divertida. Las risitas se convirtieron en un ataque de risa histérica. Paula se dejó llevar. Se tiró de espaldas en la cama y se rió a carcajada limpia, moviéndose de lado a lado, con lágrimas resbalando por sus mejillas. No podía parar. La risa brotaba de ella como una riada, liberando la ira, la frustración, la culpabilidad. Todo aquello que tenía dentro encerrado.
Sintió cómo se le quitaba un gran peso de encima, sus risas se espaciaron. Era libre.
Se sentó, descansada y despierta.
Estaba en un barco. El amigo de Benjamin, Pedro no sé qué, había sido muy amable. La había llevado allí. Se había tumbado un minuto y se había quedado dormida.
Se levantó y empezó a doblar la manta, mirando a su alrededor mientras lo hacía. ¡Menudo barco! El camarote era precioso, muy espacioso.
En realidad, no era grande, pensó, mirando con ojo crítico de arquitecto. Líneas suaves y compactas. El color también contribuía a crear sensación de espacio. Era un azul claro, que hacía que se confundiera con el cielo y el mar del exterior. El mismo color azul lo cubría todo, paredes, colcha, alfombra… un tono único que proporcionaba amplitud. Miró el techo inclinado, los armarios empotrados, tan compactos que no le robaban ni un centímetro a la habitación.
¡Estaba decorada con inteligencia y gusto!
Paula recorrió la habitación, acariciando la madera clara, sintiendo su textura y apreciando el efecto del color azul. Una habitación bien diseñada siempre servía para estimularla e inspirarla. ¡Ella podía hacer cosas así! Tenía un montón de ideas para crear casas acogedoras, cómodas y bellas. Sólo pensarlo la excitaba y llenaba de vitalidad. Estaba deseando ponerse en marcha.
Pero, desde luego, no con ese incómodo disfraz de lujo. Recordó que él le había dicho que podía cambiarse, porque Meli siempre dejaba algo.
Abrió un cajón intrigada. ¿Quién sería Meli? Su novia, o quizá su esposa ¿Dónde estaba?
Y ¿dónde estaría él? ¿Se habría marchado a casa, dejándola sola en el barco?
No. O, de ser así, volvería, pensó, sabiendo por instinto que no iba a dejarla abandonada.
Tenía razón. Para cuando se duchó en el pequeño baño y se puso los pantalones cortos y la camisa azul claro que, sin ser de su talla, no le quedaban mal, oyó unos golpes en la puerta.
La abrió.
—Buenos días. ¿Estás bien? —dijo y, para disimular su obvia sorpresa, añadió apresurado—. Quiero decir que si encontraste todo lo necesario.
—Sí, gracias —contestó ella. Tocó los pantalones cortos y levantó la mirada hacia él— ¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó, recordando que tenían etiqueta de Armani.
—Estoy seguro. Probablemente Meli se ha olvidado de que se los dejó.
No era probable, pensó ella. Azul claro, igual que la habitación. A lo mejor Meli, quienquiera que fuera, dejaba atuendos conjuntados con la decoración en todos los sitios. Esa idea le provocó otro ataque de risa, que consiguió disimular.
—¿Tienes hambre?
—¡Ay, sí! —exclamó. Ahora que se había quitado ese peso de encima estaba muerta de hambre. ¡Se sentía fenomenal!
Pedro se quedó casi desconcertado por su sonrisa, al ver cómo se elevaba una esquina de la boca, y el brillo radiante de los enormes ojos azules. Estaba claro que no era persona que agobiara a los demás con su dolor. Eso le gustó.
—Por aquí, señora —dijo servilmente, abriéndole la puerta.
—Este es el olor más maravilloso del mundo entero —exclamó ella arrugando la nariz, sentada a la mesa, en la pequeña cocina.
—¿Qué?
—Café recién hecho y beicon friéndose. ¿No te encanta?
—Sí. Pon mantequilla a esas tostadas —pidió él, al oír cómo las rebanadas saltaban del tostador.
Sacó el beicon del microondas y vertió los huevos revueltos sobre queso fundido.
—Y es tan bonito —obedientemente, untó la mantequilla, pero sus ojos recorrían la cabina en forma de U, los suaves cojines de cuero, la minúscula pero eficaz zona para guisar, con encimera de azulejos azules—. ¿Quién lo hizo?
—¿Hacerlo?
—El barco. ¿Quién fue el arquitecto? ¿Quién lo decoró?
—No tengo ni idea —se encogió de hombros—. ¿Por qué? ¿Te interesan los barcos?
—No los barcos en concreto. La estructura y el diseño.
—Entiendo —asintió él, colocando los platos de beicon y huevos sobre la mesa y alcanzando la cafetera.
Ella comenzó a comer con gusto, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.
—¡Mmm, está buenísimo, y estoy hambrienta!
Como si ayer no hubiera sucedido. Bueno, entonces él tampoco lo mencionaría.
—Así que te gusta mi barco.
—Oh, sí. Está muy bien decorado. Los materiales son perfectos: la clara madera de bálsamo y la simplicidad de los accesorios —continuó hablando de detalles que él nunca había considerado—. Los armarios empotrados lisos. La ilusión de amplitud que crea el azul claro que se repite en todos sitios.
—Sí. Por eso lo llamo Pájaro Azul —dijo él.
—¡Claro! Los barcos tienen nombre. Pájaro Azul —dijo Paula cerrando los ojos, reflexiva—. Es perfecto. ¿Pediste tú ese color?
—No. No pedí nada. Lo vi en una exposición de barcos el año pasado, me gustó y lo compré. Tal y como está.
—Oh. Así de fácil —calló, y el brillo malicioso de sus ojos hizo que Pedro se preguntará qué iba a decir antes de callar—. Entiendo que te guste —continuó un instante después—. ¿Puedes pilotarlo? Tú solo, quiero decir. Es tan grande.
—No es muy grande —desde luego no tanto como el yate, pensó él—. Por supuesto que puedo pilotarlo yo solo. ¿Te gustaría salir a navegar?
—Sí. ¿Podemos? Nunca he navegado antes, ni siquiera en una barca. Pero esto ¡sería maravilloso!
Él la miró, encantado con su sonrisa, que le hacía torcer un lado de la boca e iluminaba su cara con un resplandor delicioso. Parecía una niña emocionada ante una gran aventura.
Entonces, tan rápidamente como había aparecido, la sonrisa desapareció. Los ojos se estrecharon y el resplandor se apagó, eclipsado por la sombra del día anterior. Ayer. Lo había ocultado muy bien. Casi le había hecho olvidarse de la desolada mujer que estuvo a punto de tomarse un frasco de pastillas. El recuerdo le dolió.
—Será mejor que no —dijo ella.
—¿Por qué no? —inquirió, lamentando que perdiera su alegría. Enfadado con Benjamin.
—Tengo que irme… irme a casa —replicó ella, recordándose a sí misma con dureza que debía enfrentarse a la situación. A la ira de su madre.
A la desilusión de Leonardo. Estaba bastante claro que realmente había contado con la inversión de Benjamin en su negocio.
—¿Por qué?
Ella alzó la mirada, sorprendida por el tono beligerante de su voz.
—Tengo que hacer muchas cosas —explicó.
Detalles. Devolver los regalos con una nota de explicación. Era embarazoso decir que te habían dejado plantada y no sabías por qué. ¿Qué iba a decir? ¿Incompatibilidad? No, eso se decía en los divorcios. También tenía que llamar a Carla, su jefa, y pedirle que le devolviera su puesto de trabajo. Eso iba a ser incómodo, también, después de la fiesta de despedida que le habían organizado en la cafetería de empleados.
Bueno, simplemente tendría que…
—Las cosas pueden esperar ¿no crees?
La pregunta de Pedro y el ruido de los platos que estaba apilando interrumpieron sus cavilaciones.
—Uy, perdona —dijo, levantándose a ayudarlo a quitar la mesa—. Yo aquí soñando despierta mientras tú trabajas. ¿Dónde pongo la mantequilla? —él señaló un frigorífico empotrado, que parecía un armario más. Otra buena idea.
—Bueno, ¿no crees? —insistió él, mientras llenaba el lavaplatos.
—¿Qué?
—Las cosas, lo que sea que tienes que hacer, seguirán allí cuando vuelvas, ¿no? Después de todo, no se esperaba que volvieras enseguida. Se supone que te ibas de luna de miel o… ¡Dios mío!, lo siento.
—¡No, no te preocupes! —dijo ella, conmovida por su tono de consternación. Estaba pidiéndole perdón por mencionar el desastre del día anterior, un tema que habían evitado toda la mañana. Él por pena, mientras que ella…—. No importa. Yo… —se interrumpió. Si decía que estaba encantada de que la hubieran plantado, iba a parecer aún más tonta de lo que ya parecía—. Sobreviviré —terminó—. Y tienes razón. No estaría en casa si las cosas hubieran ido de otra manera. Si no te importa, me encantaría salir a navegar. Un día más o menos no importa ¿verdad?
«Todos los días que hagan falta hasta que vuelva a ver esa sonrisa», pensó él.
martes, 6 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 9
Cuando él llamó a la puerta una hora después, no hubo respuesta. Abrió silenciosamente y entró. Estaba tendida en la cama, inmóvil, y la miró unos instantes.
Los dorados rayos del atardecer entraban por el ojo de buey, iluminando una bella escena.
Todavía tenía puesto el vestido de novia y las joyas incrustadas en sus pliegues brillaban como estrellas. El pelo, libre del velo, cubría la almohada como una masa de oro. Pero lo que le atrajo fue su cara. La perfecta forma de corazón de su linda cara, la nariz pequeña y recta, y las largas pestañas que enmarcaban los párpados cerrados. Pero a Pedro Alfonso, acostumbrado a las caras bonitas, le llamó la atención otra cosa.
Se la veía muy joven e inocente. Vulnerable.
Lo alegró verla dormir. Un sueño profundo y no inducido por pastillas, porque había revisado el baño para comprobar que no había ninguna. No, era el sueño del agotamiento. Provocado por los ajetreados preparativos de la boda, por los nervios, por el disgusto. Cerró los puños.
¡Estrangularía a Benjamin por esto!
Después, para su sorpresa, sonrió. Ella se había librado. No lo sabía, pero estaría mejor sin Benjamin.
Lo superaría. Le quitó las sandalias, la tapó con una manta y se marchó tan silenciosamente como había llegado.
LA TRAMPA: CAPITULO 8
Pedro dudó un instante, pero su ansiedad pudo más que su discreción. Una mujer a punto de suicidarse… ella no le dio tiempo a pensarlo más. Se recogió la cola del vestido sobre un brazo y lo arrastró al vestíbulo. Una vez allí, miró a su alrededor con incertidumbre.
—Por aquí —dijo él. Al menos podía llevarla a casa. En su estado no podía enfrentarse a toda aquella gente. Ella lo siguió ciegamente escaleras abajo, hasta llegar a donde tenía el coche aparcado.
Aunque pareciera increíble, no se encontraron con nadie, ni siquiera en el aparcamiento.
Probablemente los sorprendidos invitados, imbuidos de compasión y curiosidad, estaban en la recepción. El salón social debía estar al otro lado de la iglesia, pensó con alivio. No le gustaría que lo vieran escapándose con la atracción principal.
Miró a la mujer. No era ningún adefesio. Muy al contrario, era preciosa. Volvió a preguntarse por Benjamin. Quizás no fuera su tipo. No es que supiera mucho de las conquistas de Benjamin, pero las mujeres que había visto con él eran de ésas que lo saben todo sobre la vida. La mujer que se acurrucaba en el asiento parecía tan inocente como una niña. Una niña avergonzada porque la habían pillado jugando a ser mayor, con el vestido de novia de otra persona. Se hubiera echado a reír, si no fuera porque le daba muchísima pena.
Estaban atrapados en medio de un atasco. Miró el coche que había al lado.
—¡Enhorabuena! —dijo la pasajera con los ojos brillantes, y los saludó con la mano.
¡Claro! ¡El vestido de novia!
Devolvió el saludo con una tímida sonrisa. ¡Al menos no la conocía! En cuanto pudo, giró hacia una calle relativamente tranquila.
—¡Quítate el velo!
—¡Oh! —la orden la sacó de su apatía. Se arrancó el velo, lo tiró al suelo, y lo pisó distraídamente—. Lo siento —dijo mirándolo por primera vez—. Debemos parecer…
—Una pareja de recién casados —sonrió él, intentando relajarla tensión.
—Sí —asintió ella sin devolverle la sonrisa—. Me he portado fatal al arrastrarte así. Estaba deseando salir de allí y cuando entraste… —de repente vio su traje de etiqueta— ¡Ibas a la boda! ¿Eres el mejor amigo de Benjamin? Pablo… no, Pedro. Pedro…
—Pedro Alfonso —aclaró él. Hizo una mueca al recordar lo que había dicho Sergio esa mañana: «Que te consideren su mejor amigo cuando sabes perfectamente que no lo eres».
—Ibas a ser el padrino.
Él asintió con la cabeza.
—¿Sabes qué ha ocurrido? ¿Dónde está Benjamin? ¿Por qué…? —Se interrumpió, dándose cuenta de su incomodidad—. Perdona. Claro que no lo sabes —siguió, comprendiendo que él estaba esperando en la iglesia, igual que ella—. Siento haberme aprovechado de ti.
—No importa —se inclinó hacia ella— ¿Estás bien?
Al notar la ansiedad de su voz, se sonrojó. La estaba compadeciendo, igual que harían Celia y todos los amigos que se habían quedado en la iglesia. Mientras que ella, no podía evitarlo, ¡se alegraba! Se alegraba de que Benjamin no hubiera aparecido. La soga que tenía al cuello, sofocándola, se había roto de repente, y podía respirar. Le apetecía bailar, cantar y gritar.
—¿Te llevo a casa?
—¡No! —tragó saliva, esperando no haber gritado. No estaba preparada para enfrentarse a su madre y a todas sus recriminaciones. Aún no. Volvió a tragar—. No, no quiero ir a casa.
—¿A dónde, entonces? —preguntó él. Había aparcado en una calle lateral, que bordeaba el parque, y la miraba atentamente, todavía con expresión preocupada.
Ella lo miró, mientras escuchaba los gritos de un partido de béisbol que se jugaba allí cerca. Intentó pensar. Podía ir a casa de Celia, pero sería el primer sitio donde la buscarían. Bajó la mirada.
—¡Mi bolso! Me lo dejé en la iglesia.
—¿Quieres que vuelva?
—No —replicó, era el último sitio en el que quería estar—. Ellos… mi madre se lo llevará. Estaba pensando que podría ir a un hotel, pero no tengo…
—El dinero no es el problema —intervino Pedro y, al ver su mirada de incomprensión, añadió—. Llamarías bastante la atención con ese vestido.
—Oh, claro. Bueno, supongo que me podrías dejar en casa —dijo. Pero parecía tan desolada e indefensa como un gatito al que fueran a ahogar. Él no pudo soportarlo.
—Podríamos ir a mi barco —ofreció.
—¿Tu…? ¿Tienes un barco y podríamos…? ¿No te importaría? —balbució ella atropelladamente—. Así tendría un rato para pensar. ¿Podríamos?
—Claro. No estamos vestidos para navegar pero ¡qué más da! —replicó encendiendo el motor.
—¡Espera! —gritó, volviéndose de espaldas y señalando—. Esto va enganchado. Si pudieras desabrocharlo… —Él la obedeció, ella hizo un bulto con la cola del vestido y el velo y salió del coche. Dos mujeres que estaban de comida campestre la miraron asombradas cuando tiró los caros adornos en una papelera.
Él también la miró asombrado. Ya no parecía una mujer con el corazón destrozado, a punto de suicidarse. Tampoco parecía un gatito ahogándose. Parecía una mujer a cargo de su destino diciendo «¡Apártate de mi camino!»
Sin embargo, su humor cambió durante el largo y silencioso viaje a Delaware. Para cuando llegaron al puerto volvía a tener la mirada perdida, y a sus ojos asomaba una pregunta: «¿Qué hago ahora?»
Él era culpable de que tuviera esa mirada, al menos había colaborado para ponerla en esa situación. Le dolía mucho. No le había importado que Benjamin le embaucara una y otra vez. Pero había permitido que embaucara a esa inocente jovencita…
—¿Cuántos años tienes? —preguntó parando el coche ante el club marítimo.
—Cumplo veintitrés el mes que viene.
Una chiquilla, pensó él, conduciéndola a lo largo del casi desierto embarcadero.
Paula estaba aturdida, intentando comprender lo sucedido, intentando afrontar sus consecuencias. Pero incluso su mente perpleja se alertó al ver el barco. No era un velero pequeño ¡claro! Éste era el amigo de Benjamin, su compañero de clase en Yale. Benjamin lo había ayudado en muchos negocios. Debía ser tan rico como Benjamin, pensó mientras bajaban por una escalerilla, atravesaban un pasillo, y llegaban a un perfecto dormitorio. Pequeño, pero con una sensación de lujo y espacio que asombró a su mente de decoradora.
Él atravesó una puerta contigua, y ella oyó como abría y cerraba lo que parecía una puerta de armario.
—Creo que encontrarás todo lo que necesites —comentó él al regresar—. ¿Quieres comer o beber algo?
Paula negó con la cabeza, deseando que se marchara. Lo único que quería era enterrar la cara en una de esas almohadas y olvidarse de hoy, de mañana, de todo.
—De acuerdo —dijo él inseguro—. Bueno, si necesitas algo. ¡Ah! —abrió un cajón del armario empotrado—. Eso creía. Meli dejó algunas cosas. Puedes cambiarte si quieres —dijo, haciendo un gesto de ofrecimiento con la mano.
—Gracias.
Volvió a mirarla dubitativo y ya salía cuando se dio la vuelta y señaló el teléfono con la cabeza.
—Sería mejor que llamaras a tus padres.
Ella hizo un gesto negativo.
—No hace falta que les digas dónde estás. Sólo que estás bien.
—De acuerdo —replicó ella, pero no se movió.
—No estaría bien que se preocuparan. Podrían dar un aviso de persona desaparecida —insistió, con cara de no moverse hasta que llamara.
Paula se sentó en la cama y se obligó a levantar el teléfono y marcar.
—Mamá, estoy…
—¡Paula! ¿Dónde estás? —exclamó Alicia, entre agitada y enfadada.
—Estoy bien.
—¿Dónde estás?
—En… en casa de un amigo.
—¿De quién? ¿Dónde? Leonardo irá a recogerte.
—No —levantó la mirada hacia el hombre que esperaba en el umbral—. Quiero quedarme aquí de momento.
—¡Paula! ¡Tenemos que arreglar esto! Ver si podemos encontrar a Benjamin y…
—Ya te llamaré. Adiós, mamá —interrumpió.
Colgó el teléfono y se volvió hacia la puerta.
Estaba cerrada, él se había ido.
Se estiró en la cama. Si pudiera descansar un rato, pensar.
LA TRAMPA: CAPITULO 7
El pastor volvió para informar a Pedro de que la boda se había suspendido.
—¿Suspendido? ¿Por qué?
—El novio… —dudó el reverendo Smiley, sin saber cómo explicarlo—. Por algún motivo no ha podido asistir.
—¿No ha podido? ¿O no ha querido? —preguntó Pedro sin rodeos; conocía a Benjamin.
El pastor, avergonzado, admitió que parecía que el novio había abandonado la ciudad.
Pedro se sorprendió. ¿Qué jugada estaba preparando Benjamin? Intentó pensar. Sí, le había negado el dinero a Benjamin hasta que comprobó que Construcciones Chaves existía de verdad, y sí, le había dicho a Benjamin que recibiría el dinero cuando se casara con la hija.
—No lo entiendo —exclamó el reverendo Smalley, moviendo la cabeza—. Estuvo aquí ayer noche para el ensayo de la boda. Y según parece, ahora ha abandonado la ciudad. Sin avisar. Pobre Paula, es un golpe muy duro. Y ella es una chica encantadora. De hecho, toda la familia lo es. La señora Chaves es una de nuestras diaconisas, se encarga de la parroquia, una buena mujer. Se ha esforzado mucho en organizar todo esto. Paula es su única hija —explicó volviendo a mover la cabeza—. ¡Que lástima! No lo entiendo.
Pedro tampoco lo entendía. Suponía que la chica debía ser un adefesio, para que Benjamin se hubiera echado atrás, tanto de la boda como de un trato que le hubiera proporcionado ingresos fijos. Era posible que nunca hubiera tenido intención de casarse con ella. Sólo había sido una estratagema para agenciarse unos malditos dólares. ¡Maldición!
—Sí. Una lástima —asintió Pedro marchándose.
—Espere. No se vaya tan rápido. Seguro que… —el pastor vaciló—. Es decir, todo está preparado en el salón social. Hay muchos invitados, seguro que continuarán adelante con la recepción.
—Gracias —dijo Pedro. Pero no hacía falta que él se quedara. No conocía a nadie, y no tenía ningún deseo de ver a la novia que habían dejado plantada. ¡Era terrible! Los preparativos, los invitados, y todo para nada. Salió al vestíbulo pensando en la nena: «Soy la niña de las flores», había dicho feliz y orgullosa.
Se detuvo junto a una puerta abierta, y se asustó al ver a una mujer vestida de novia alzar una botella. ¡La novia! Iba a…
—¡No! —Entró corriendo y tiró la botella de un golpe—. Él no lo merece.
Ella alzó la cara, acosada y atormentada, hacia él.
—¡Sácame de aquí! ¡Por favor!
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