miércoles, 7 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 10
Cuando Paula se despertó, los brillantes rayos del amanecer entraban en el camarote. Durante unos instantes miró el techo, preguntándose por qué estaba inclinado en vez de… se sentó de golpe. Se miró el vestido arrugado y luego miró a su alrededor.
Recordó. Su primera sensación fue de incomparable alivio. No estaba casada con Benjamin.
No tendría que casarse con él.
A no ser que… un escalofrío le recorrió la espalda.
No. No se casaría con él aunque volviera.
No volvería. Leonardo dijo: «Se llevó todo. No dejó dirección postal»
¡Mamá! Pálida y enfadada, con una mueca de desprecio en los labios: «Dios nos envió un ángel, ¡y tú lo rechazaste!»
Paula sintió un destello de ira. «Yo no lo rechacé, y ¡Benjamin no es ningún ángel! Sólo es un hombre».
Una risa ahogada comenzó a brotar de su garganta. Para su madre los ángeles siempre llegaban en forma de hombre: «Leonardo, tu nuevo papá, un ángel que ha venido a cuidarnos.» «Benjamin, un ángel…» La idea de Benjamin como un ángel era muy divertida. Las risitas se convirtieron en un ataque de risa histérica. Paula se dejó llevar. Se tiró de espaldas en la cama y se rió a carcajada limpia, moviéndose de lado a lado, con lágrimas resbalando por sus mejillas. No podía parar. La risa brotaba de ella como una riada, liberando la ira, la frustración, la culpabilidad. Todo aquello que tenía dentro encerrado.
Sintió cómo se le quitaba un gran peso de encima, sus risas se espaciaron. Era libre.
Se sentó, descansada y despierta.
Estaba en un barco. El amigo de Benjamin, Pedro no sé qué, había sido muy amable. La había llevado allí. Se había tumbado un minuto y se había quedado dormida.
Se levantó y empezó a doblar la manta, mirando a su alrededor mientras lo hacía. ¡Menudo barco! El camarote era precioso, muy espacioso.
En realidad, no era grande, pensó, mirando con ojo crítico de arquitecto. Líneas suaves y compactas. El color también contribuía a crear sensación de espacio. Era un azul claro, que hacía que se confundiera con el cielo y el mar del exterior. El mismo color azul lo cubría todo, paredes, colcha, alfombra… un tono único que proporcionaba amplitud. Miró el techo inclinado, los armarios empotrados, tan compactos que no le robaban ni un centímetro a la habitación.
¡Estaba decorada con inteligencia y gusto!
Paula recorrió la habitación, acariciando la madera clara, sintiendo su textura y apreciando el efecto del color azul. Una habitación bien diseñada siempre servía para estimularla e inspirarla. ¡Ella podía hacer cosas así! Tenía un montón de ideas para crear casas acogedoras, cómodas y bellas. Sólo pensarlo la excitaba y llenaba de vitalidad. Estaba deseando ponerse en marcha.
Pero, desde luego, no con ese incómodo disfraz de lujo. Recordó que él le había dicho que podía cambiarse, porque Meli siempre dejaba algo.
Abrió un cajón intrigada. ¿Quién sería Meli? Su novia, o quizá su esposa ¿Dónde estaba?
Y ¿dónde estaría él? ¿Se habría marchado a casa, dejándola sola en el barco?
No. O, de ser así, volvería, pensó, sabiendo por instinto que no iba a dejarla abandonada.
Tenía razón. Para cuando se duchó en el pequeño baño y se puso los pantalones cortos y la camisa azul claro que, sin ser de su talla, no le quedaban mal, oyó unos golpes en la puerta.
La abrió.
—Buenos días. ¿Estás bien? —dijo y, para disimular su obvia sorpresa, añadió apresurado—. Quiero decir que si encontraste todo lo necesario.
—Sí, gracias —contestó ella. Tocó los pantalones cortos y levantó la mirada hacia él— ¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó, recordando que tenían etiqueta de Armani.
—Estoy seguro. Probablemente Meli se ha olvidado de que se los dejó.
No era probable, pensó ella. Azul claro, igual que la habitación. A lo mejor Meli, quienquiera que fuera, dejaba atuendos conjuntados con la decoración en todos los sitios. Esa idea le provocó otro ataque de risa, que consiguió disimular.
—¿Tienes hambre?
—¡Ay, sí! —exclamó. Ahora que se había quitado ese peso de encima estaba muerta de hambre. ¡Se sentía fenomenal!
Pedro se quedó casi desconcertado por su sonrisa, al ver cómo se elevaba una esquina de la boca, y el brillo radiante de los enormes ojos azules. Estaba claro que no era persona que agobiara a los demás con su dolor. Eso le gustó.
—Por aquí, señora —dijo servilmente, abriéndole la puerta.
—Este es el olor más maravilloso del mundo entero —exclamó ella arrugando la nariz, sentada a la mesa, en la pequeña cocina.
—¿Qué?
—Café recién hecho y beicon friéndose. ¿No te encanta?
—Sí. Pon mantequilla a esas tostadas —pidió él, al oír cómo las rebanadas saltaban del tostador.
Sacó el beicon del microondas y vertió los huevos revueltos sobre queso fundido.
—Y es tan bonito —obedientemente, untó la mantequilla, pero sus ojos recorrían la cabina en forma de U, los suaves cojines de cuero, la minúscula pero eficaz zona para guisar, con encimera de azulejos azules—. ¿Quién lo hizo?
—¿Hacerlo?
—El barco. ¿Quién fue el arquitecto? ¿Quién lo decoró?
—No tengo ni idea —se encogió de hombros—. ¿Por qué? ¿Te interesan los barcos?
—No los barcos en concreto. La estructura y el diseño.
—Entiendo —asintió él, colocando los platos de beicon y huevos sobre la mesa y alcanzando la cafetera.
Ella comenzó a comer con gusto, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.
—¡Mmm, está buenísimo, y estoy hambrienta!
Como si ayer no hubiera sucedido. Bueno, entonces él tampoco lo mencionaría.
—Así que te gusta mi barco.
—Oh, sí. Está muy bien decorado. Los materiales son perfectos: la clara madera de bálsamo y la simplicidad de los accesorios —continuó hablando de detalles que él nunca había considerado—. Los armarios empotrados lisos. La ilusión de amplitud que crea el azul claro que se repite en todos sitios.
—Sí. Por eso lo llamo Pájaro Azul —dijo él.
—¡Claro! Los barcos tienen nombre. Pájaro Azul —dijo Paula cerrando los ojos, reflexiva—. Es perfecto. ¿Pediste tú ese color?
—No. No pedí nada. Lo vi en una exposición de barcos el año pasado, me gustó y lo compré. Tal y como está.
—Oh. Así de fácil —calló, y el brillo malicioso de sus ojos hizo que Pedro se preguntará qué iba a decir antes de callar—. Entiendo que te guste —continuó un instante después—. ¿Puedes pilotarlo? Tú solo, quiero decir. Es tan grande.
—No es muy grande —desde luego no tanto como el yate, pensó él—. Por supuesto que puedo pilotarlo yo solo. ¿Te gustaría salir a navegar?
—Sí. ¿Podemos? Nunca he navegado antes, ni siquiera en una barca. Pero esto ¡sería maravilloso!
Él la miró, encantado con su sonrisa, que le hacía torcer un lado de la boca e iluminaba su cara con un resplandor delicioso. Parecía una niña emocionada ante una gran aventura.
Entonces, tan rápidamente como había aparecido, la sonrisa desapareció. Los ojos se estrecharon y el resplandor se apagó, eclipsado por la sombra del día anterior. Ayer. Lo había ocultado muy bien. Casi le había hecho olvidarse de la desolada mujer que estuvo a punto de tomarse un frasco de pastillas. El recuerdo le dolió.
—Será mejor que no —dijo ella.
—¿Por qué no? —inquirió, lamentando que perdiera su alegría. Enfadado con Benjamin.
—Tengo que irme… irme a casa —replicó ella, recordándose a sí misma con dureza que debía enfrentarse a la situación. A la ira de su madre.
A la desilusión de Leonardo. Estaba bastante claro que realmente había contado con la inversión de Benjamin en su negocio.
—¿Por qué?
Ella alzó la mirada, sorprendida por el tono beligerante de su voz.
—Tengo que hacer muchas cosas —explicó.
Detalles. Devolver los regalos con una nota de explicación. Era embarazoso decir que te habían dejado plantada y no sabías por qué. ¿Qué iba a decir? ¿Incompatibilidad? No, eso se decía en los divorcios. También tenía que llamar a Carla, su jefa, y pedirle que le devolviera su puesto de trabajo. Eso iba a ser incómodo, también, después de la fiesta de despedida que le habían organizado en la cafetería de empleados.
Bueno, simplemente tendría que…
—Las cosas pueden esperar ¿no crees?
La pregunta de Pedro y el ruido de los platos que estaba apilando interrumpieron sus cavilaciones.
—Uy, perdona —dijo, levantándose a ayudarlo a quitar la mesa—. Yo aquí soñando despierta mientras tú trabajas. ¿Dónde pongo la mantequilla? —él señaló un frigorífico empotrado, que parecía un armario más. Otra buena idea.
—Bueno, ¿no crees? —insistió él, mientras llenaba el lavaplatos.
—¿Qué?
—Las cosas, lo que sea que tienes que hacer, seguirán allí cuando vuelvas, ¿no? Después de todo, no se esperaba que volvieras enseguida. Se supone que te ibas de luna de miel o… ¡Dios mío!, lo siento.
—¡No, no te preocupes! —dijo ella, conmovida por su tono de consternación. Estaba pidiéndole perdón por mencionar el desastre del día anterior, un tema que habían evitado toda la mañana. Él por pena, mientras que ella…—. No importa. Yo… —se interrumpió. Si decía que estaba encantada de que la hubieran plantado, iba a parecer aún más tonta de lo que ya parecía—. Sobreviviré —terminó—. Y tienes razón. No estaría en casa si las cosas hubieran ido de otra manera. Si no te importa, me encantaría salir a navegar. Un día más o menos no importa ¿verdad?
«Todos los días que hagan falta hasta que vuelva a ver esa sonrisa», pensó él.
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