martes, 6 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 8





Pedro dudó un instante, pero su ansiedad pudo más que su discreción. Una mujer a punto de suicidarse… ella no le dio tiempo a pensarlo más. Se recogió la cola del vestido sobre un brazo y lo arrastró al vestíbulo. Una vez allí, miró a su alrededor con incertidumbre.


—Por aquí —dijo él. Al menos podía llevarla a casa. En su estado no podía enfrentarse a toda aquella gente. Ella lo siguió ciegamente escaleras abajo, hasta llegar a donde tenía el coche aparcado.


Aunque pareciera increíble, no se encontraron con nadie, ni siquiera en el aparcamiento. 


Probablemente los sorprendidos invitados, imbuidos de compasión y curiosidad, estaban en la recepción. El salón social debía estar al otro lado de la iglesia, pensó con alivio. No le gustaría que lo vieran escapándose con la atracción principal.


Miró a la mujer. No era ningún adefesio. Muy al contrario, era preciosa. Volvió a preguntarse por Benjamin. Quizás no fuera su tipo. No es que supiera mucho de las conquistas de Benjamin, pero las mujeres que había visto con él eran de ésas que lo saben todo sobre la vida. La mujer que se acurrucaba en el asiento parecía tan inocente como una niña. Una niña avergonzada porque la habían pillado jugando a ser mayor, con el vestido de novia de otra persona. Se hubiera echado a reír, si no fuera porque le daba muchísima pena.


Estaban atrapados en medio de un atasco. Miró el coche que había al lado.


—¡Enhorabuena! —dijo la pasajera con los ojos brillantes, y los saludó con la mano.


¡Claro! ¡El vestido de novia!


Devolvió el saludo con una tímida sonrisa. ¡Al menos no la conocía! En cuanto pudo, giró hacia una calle relativamente tranquila.


—¡Quítate el velo!


—¡Oh! —la orden la sacó de su apatía. Se arrancó el velo, lo tiró al suelo, y lo pisó distraídamente—. Lo siento —dijo mirándolo por primera vez—. Debemos parecer…


—Una pareja de recién casados —sonrió él, intentando relajarla tensión.


—Sí —asintió ella sin devolverle la sonrisa—. Me he portado fatal al arrastrarte así. Estaba deseando salir de allí y cuando entraste… —de repente vio su traje de etiqueta— ¡Ibas a la boda! ¿Eres el mejor amigo de Benjamin? Pablo… no, PedroPedro


Pedro Alfonso —aclaró él. Hizo una mueca al recordar lo que había dicho Sergio esa mañana: «Que te consideren su mejor amigo cuando sabes perfectamente que no lo eres».


—Ibas a ser el padrino.


Él asintió con la cabeza.


—¿Sabes qué ha ocurrido? ¿Dónde está Benjamin? ¿Por qué…? —Se interrumpió, dándose cuenta de su incomodidad—. Perdona. Claro que no lo sabes —siguió, comprendiendo que él estaba esperando en la iglesia, igual que ella—. Siento haberme aprovechado de ti.


—No importa —se inclinó hacia ella— ¿Estás bien?


Al notar la ansiedad de su voz, se sonrojó. La estaba compadeciendo, igual que harían Celia y todos los amigos que se habían quedado en la iglesia. Mientras que ella, no podía evitarlo, ¡se alegraba! Se alegraba de que Benjamin no hubiera aparecido. La soga que tenía al cuello, sofocándola, se había roto de repente, y podía respirar. Le apetecía bailar, cantar y gritar.


—¿Te llevo a casa?


—¡No! —tragó saliva, esperando no haber gritado. No estaba preparada para enfrentarse a su madre y a todas sus recriminaciones. Aún no. Volvió a tragar—. No, no quiero ir a casa.


—¿A dónde, entonces? —preguntó él. Había aparcado en una calle lateral, que bordeaba el parque, y la miraba atentamente, todavía con expresión preocupada.


Ella lo miró, mientras escuchaba los gritos de un partido de béisbol que se jugaba allí cerca. Intentó pensar. Podía ir a casa de Celia, pero sería el primer sitio donde la buscarían. Bajó la mirada.


—¡Mi bolso! Me lo dejé en la iglesia.


—¿Quieres que vuelva?


—No —replicó, era el último sitio en el que quería estar—. Ellos… mi madre se lo llevará. Estaba pensando que podría ir a un hotel, pero no tengo…


—El dinero no es el problema —intervino Pedro y, al ver su mirada de incomprensión, añadió—. Llamarías bastante la atención con ese vestido.


—Oh, claro. Bueno, supongo que me podrías dejar en casa —dijo. Pero parecía tan desolada e indefensa como un gatito al que fueran a ahogar. Él no pudo soportarlo.


—Podríamos ir a mi barco —ofreció.


—¿Tu…? ¿Tienes un barco y podríamos…? ¿No te importaría? —balbució ella atropelladamente—. Así tendría un rato para pensar. ¿Podríamos?


—Claro. No estamos vestidos para navegar pero ¡qué más da! —replicó encendiendo el motor.


—¡Espera! —gritó, volviéndose de espaldas y señalando—. Esto va enganchado. Si pudieras desabrocharlo… —Él la obedeció, ella hizo un bulto con la cola del vestido y el velo y salió del coche. Dos mujeres que estaban de comida campestre la miraron asombradas cuando tiró los caros adornos en una papelera.


Él también la miró asombrado. Ya no parecía una mujer con el corazón destrozado, a punto de suicidarse. Tampoco parecía un gatito ahogándose. Parecía una mujer a cargo de su destino diciendo «¡Apártate de mi camino!»


Sin embargo, su humor cambió durante el largo y silencioso viaje a Delaware. Para cuando llegaron al puerto volvía a tener la mirada perdida, y a sus ojos asomaba una pregunta: «¿Qué hago ahora?»


Él era culpable de que tuviera esa mirada, al menos había colaborado para ponerla en esa situación. Le dolía mucho. No le había importado que Benjamin le embaucara una y otra vez. Pero había permitido que embaucara a esa inocente jovencita…


—¿Cuántos años tienes? —preguntó parando el coche ante el club marítimo.


—Cumplo veintitrés el mes que viene.


Una chiquilla, pensó él, conduciéndola a lo largo del casi desierto embarcadero.


Paula estaba aturdida, intentando comprender lo sucedido, intentando afrontar sus consecuencias. Pero incluso su mente perpleja se alertó al ver el barco. No era un velero pequeño ¡claro! Éste era el amigo de Benjamin, su compañero de clase en Yale. Benjamin lo había ayudado en muchos negocios. Debía ser tan rico como Benjamin, pensó mientras bajaban por una escalerilla, atravesaban un pasillo, y llegaban a un perfecto dormitorio. Pequeño, pero con una sensación de lujo y espacio que asombró a su mente de decoradora.


Él atravesó una puerta contigua, y ella oyó como abría y cerraba lo que parecía una puerta de armario.


—Creo que encontrarás todo lo que necesites —comentó él al regresar—. ¿Quieres comer o beber algo?


Paula negó con la cabeza, deseando que se marchara. Lo único que quería era enterrar la cara en una de esas almohadas y olvidarse de hoy, de mañana, de todo.


—De acuerdo —dijo él inseguro—. Bueno, si necesitas algo. ¡Ah! —abrió un cajón del armario empotrado—. Eso creía. Meli dejó algunas cosas. Puedes cambiarte si quieres —dijo, haciendo un gesto de ofrecimiento con la mano.


—Gracias.


Volvió a mirarla dubitativo y ya salía cuando se dio la vuelta y señaló el teléfono con la cabeza.


—Sería mejor que llamaras a tus padres.


Ella hizo un gesto negativo.


—No hace falta que les digas dónde estás. Sólo que estás bien.


—De acuerdo —replicó ella, pero no se movió.


—No estaría bien que se preocuparan. Podrían dar un aviso de persona desaparecida —insistió, con cara de no moverse hasta que llamara.


Paula se sentó en la cama y se obligó a levantar el teléfono y marcar.


—Mamá, estoy…


—¡Paula! ¿Dónde estás? —exclamó Alicia, entre agitada y enfadada.


—Estoy bien.


—¿Dónde estás?


—En… en casa de un amigo.


—¿De quién? ¿Dónde? Leonardo irá a recogerte.


—No —levantó la mirada hacia el hombre que esperaba en el umbral—. Quiero quedarme aquí de momento.


—¡Paula! ¡Tenemos que arreglar esto! Ver si podemos encontrar a Benjamin y…


—Ya te llamaré. Adiós, mamá —interrumpió. 


Colgó el teléfono y se volvió hacia la puerta. 


Estaba cerrada, él se había ido.


Se estiró en la cama. Si pudiera descansar un rato, pensar.





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