martes, 6 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 8
Pedro dudó un instante, pero su ansiedad pudo más que su discreción. Una mujer a punto de suicidarse… ella no le dio tiempo a pensarlo más. Se recogió la cola del vestido sobre un brazo y lo arrastró al vestíbulo. Una vez allí, miró a su alrededor con incertidumbre.
—Por aquí —dijo él. Al menos podía llevarla a casa. En su estado no podía enfrentarse a toda aquella gente. Ella lo siguió ciegamente escaleras abajo, hasta llegar a donde tenía el coche aparcado.
Aunque pareciera increíble, no se encontraron con nadie, ni siquiera en el aparcamiento.
Probablemente los sorprendidos invitados, imbuidos de compasión y curiosidad, estaban en la recepción. El salón social debía estar al otro lado de la iglesia, pensó con alivio. No le gustaría que lo vieran escapándose con la atracción principal.
Miró a la mujer. No era ningún adefesio. Muy al contrario, era preciosa. Volvió a preguntarse por Benjamin. Quizás no fuera su tipo. No es que supiera mucho de las conquistas de Benjamin, pero las mujeres que había visto con él eran de ésas que lo saben todo sobre la vida. La mujer que se acurrucaba en el asiento parecía tan inocente como una niña. Una niña avergonzada porque la habían pillado jugando a ser mayor, con el vestido de novia de otra persona. Se hubiera echado a reír, si no fuera porque le daba muchísima pena.
Estaban atrapados en medio de un atasco. Miró el coche que había al lado.
—¡Enhorabuena! —dijo la pasajera con los ojos brillantes, y los saludó con la mano.
¡Claro! ¡El vestido de novia!
Devolvió el saludo con una tímida sonrisa. ¡Al menos no la conocía! En cuanto pudo, giró hacia una calle relativamente tranquila.
—¡Quítate el velo!
—¡Oh! —la orden la sacó de su apatía. Se arrancó el velo, lo tiró al suelo, y lo pisó distraídamente—. Lo siento —dijo mirándolo por primera vez—. Debemos parecer…
—Una pareja de recién casados —sonrió él, intentando relajarla tensión.
—Sí —asintió ella sin devolverle la sonrisa—. Me he portado fatal al arrastrarte así. Estaba deseando salir de allí y cuando entraste… —de repente vio su traje de etiqueta— ¡Ibas a la boda! ¿Eres el mejor amigo de Benjamin? Pablo… no, Pedro. Pedro…
—Pedro Alfonso —aclaró él. Hizo una mueca al recordar lo que había dicho Sergio esa mañana: «Que te consideren su mejor amigo cuando sabes perfectamente que no lo eres».
—Ibas a ser el padrino.
Él asintió con la cabeza.
—¿Sabes qué ha ocurrido? ¿Dónde está Benjamin? ¿Por qué…? —Se interrumpió, dándose cuenta de su incomodidad—. Perdona. Claro que no lo sabes —siguió, comprendiendo que él estaba esperando en la iglesia, igual que ella—. Siento haberme aprovechado de ti.
—No importa —se inclinó hacia ella— ¿Estás bien?
Al notar la ansiedad de su voz, se sonrojó. La estaba compadeciendo, igual que harían Celia y todos los amigos que se habían quedado en la iglesia. Mientras que ella, no podía evitarlo, ¡se alegraba! Se alegraba de que Benjamin no hubiera aparecido. La soga que tenía al cuello, sofocándola, se había roto de repente, y podía respirar. Le apetecía bailar, cantar y gritar.
—¿Te llevo a casa?
—¡No! —tragó saliva, esperando no haber gritado. No estaba preparada para enfrentarse a su madre y a todas sus recriminaciones. Aún no. Volvió a tragar—. No, no quiero ir a casa.
—¿A dónde, entonces? —preguntó él. Había aparcado en una calle lateral, que bordeaba el parque, y la miraba atentamente, todavía con expresión preocupada.
Ella lo miró, mientras escuchaba los gritos de un partido de béisbol que se jugaba allí cerca. Intentó pensar. Podía ir a casa de Celia, pero sería el primer sitio donde la buscarían. Bajó la mirada.
—¡Mi bolso! Me lo dejé en la iglesia.
—¿Quieres que vuelva?
—No —replicó, era el último sitio en el que quería estar—. Ellos… mi madre se lo llevará. Estaba pensando que podría ir a un hotel, pero no tengo…
—El dinero no es el problema —intervino Pedro y, al ver su mirada de incomprensión, añadió—. Llamarías bastante la atención con ese vestido.
—Oh, claro. Bueno, supongo que me podrías dejar en casa —dijo. Pero parecía tan desolada e indefensa como un gatito al que fueran a ahogar. Él no pudo soportarlo.
—Podríamos ir a mi barco —ofreció.
—¿Tu…? ¿Tienes un barco y podríamos…? ¿No te importaría? —balbució ella atropelladamente—. Así tendría un rato para pensar. ¿Podríamos?
—Claro. No estamos vestidos para navegar pero ¡qué más da! —replicó encendiendo el motor.
—¡Espera! —gritó, volviéndose de espaldas y señalando—. Esto va enganchado. Si pudieras desabrocharlo… —Él la obedeció, ella hizo un bulto con la cola del vestido y el velo y salió del coche. Dos mujeres que estaban de comida campestre la miraron asombradas cuando tiró los caros adornos en una papelera.
Él también la miró asombrado. Ya no parecía una mujer con el corazón destrozado, a punto de suicidarse. Tampoco parecía un gatito ahogándose. Parecía una mujer a cargo de su destino diciendo «¡Apártate de mi camino!»
Sin embargo, su humor cambió durante el largo y silencioso viaje a Delaware. Para cuando llegaron al puerto volvía a tener la mirada perdida, y a sus ojos asomaba una pregunta: «¿Qué hago ahora?»
Él era culpable de que tuviera esa mirada, al menos había colaborado para ponerla en esa situación. Le dolía mucho. No le había importado que Benjamin le embaucara una y otra vez. Pero había permitido que embaucara a esa inocente jovencita…
—¿Cuántos años tienes? —preguntó parando el coche ante el club marítimo.
—Cumplo veintitrés el mes que viene.
Una chiquilla, pensó él, conduciéndola a lo largo del casi desierto embarcadero.
Paula estaba aturdida, intentando comprender lo sucedido, intentando afrontar sus consecuencias. Pero incluso su mente perpleja se alertó al ver el barco. No era un velero pequeño ¡claro! Éste era el amigo de Benjamin, su compañero de clase en Yale. Benjamin lo había ayudado en muchos negocios. Debía ser tan rico como Benjamin, pensó mientras bajaban por una escalerilla, atravesaban un pasillo, y llegaban a un perfecto dormitorio. Pequeño, pero con una sensación de lujo y espacio que asombró a su mente de decoradora.
Él atravesó una puerta contigua, y ella oyó como abría y cerraba lo que parecía una puerta de armario.
—Creo que encontrarás todo lo que necesites —comentó él al regresar—. ¿Quieres comer o beber algo?
Paula negó con la cabeza, deseando que se marchara. Lo único que quería era enterrar la cara en una de esas almohadas y olvidarse de hoy, de mañana, de todo.
—De acuerdo —dijo él inseguro—. Bueno, si necesitas algo. ¡Ah! —abrió un cajón del armario empotrado—. Eso creía. Meli dejó algunas cosas. Puedes cambiarte si quieres —dijo, haciendo un gesto de ofrecimiento con la mano.
—Gracias.
Volvió a mirarla dubitativo y ya salía cuando se dio la vuelta y señaló el teléfono con la cabeza.
—Sería mejor que llamaras a tus padres.
Ella hizo un gesto negativo.
—No hace falta que les digas dónde estás. Sólo que estás bien.
—De acuerdo —replicó ella, pero no se movió.
—No estaría bien que se preocuparan. Podrían dar un aviso de persona desaparecida —insistió, con cara de no moverse hasta que llamara.
Paula se sentó en la cama y se obligó a levantar el teléfono y marcar.
—Mamá, estoy…
—¡Paula! ¿Dónde estás? —exclamó Alicia, entre agitada y enfadada.
—Estoy bien.
—¿Dónde estás?
—En… en casa de un amigo.
—¿De quién? ¿Dónde? Leonardo irá a recogerte.
—No —levantó la mirada hacia el hombre que esperaba en el umbral—. Quiero quedarme aquí de momento.
—¡Paula! ¡Tenemos que arreglar esto! Ver si podemos encontrar a Benjamin y…
—Ya te llamaré. Adiós, mamá —interrumpió.
Colgó el teléfono y se volvió hacia la puerta.
Estaba cerrada, él se había ido.
Se estiró en la cama. Si pudiera descansar un rato, pensar.
LA TRAMPA: CAPITULO 7
El pastor volvió para informar a Pedro de que la boda se había suspendido.
—¿Suspendido? ¿Por qué?
—El novio… —dudó el reverendo Smiley, sin saber cómo explicarlo—. Por algún motivo no ha podido asistir.
—¿No ha podido? ¿O no ha querido? —preguntó Pedro sin rodeos; conocía a Benjamin.
El pastor, avergonzado, admitió que parecía que el novio había abandonado la ciudad.
Pedro se sorprendió. ¿Qué jugada estaba preparando Benjamin? Intentó pensar. Sí, le había negado el dinero a Benjamin hasta que comprobó que Construcciones Chaves existía de verdad, y sí, le había dicho a Benjamin que recibiría el dinero cuando se casara con la hija.
—No lo entiendo —exclamó el reverendo Smalley, moviendo la cabeza—. Estuvo aquí ayer noche para el ensayo de la boda. Y según parece, ahora ha abandonado la ciudad. Sin avisar. Pobre Paula, es un golpe muy duro. Y ella es una chica encantadora. De hecho, toda la familia lo es. La señora Chaves es una de nuestras diaconisas, se encarga de la parroquia, una buena mujer. Se ha esforzado mucho en organizar todo esto. Paula es su única hija —explicó volviendo a mover la cabeza—. ¡Que lástima! No lo entiendo.
Pedro tampoco lo entendía. Suponía que la chica debía ser un adefesio, para que Benjamin se hubiera echado atrás, tanto de la boda como de un trato que le hubiera proporcionado ingresos fijos. Era posible que nunca hubiera tenido intención de casarse con ella. Sólo había sido una estratagema para agenciarse unos malditos dólares. ¡Maldición!
—Sí. Una lástima —asintió Pedro marchándose.
—Espere. No se vaya tan rápido. Seguro que… —el pastor vaciló—. Es decir, todo está preparado en el salón social. Hay muchos invitados, seguro que continuarán adelante con la recepción.
—Gracias —dijo Pedro. Pero no hacía falta que él se quedara. No conocía a nadie, y no tenía ningún deseo de ver a la novia que habían dejado plantada. ¡Era terrible! Los preparativos, los invitados, y todo para nada. Salió al vestíbulo pensando en la nena: «Soy la niña de las flores», había dicho feliz y orgullosa.
Se detuvo junto a una puerta abierta, y se asustó al ver a una mujer vestida de novia alzar una botella. ¡La novia! Iba a…
—¡No! —Entró corriendo y tiró la botella de un golpe—. Él no lo merece.
Ella alzó la cara, acosada y atormentada, hacia él.
—¡Sácame de aquí! ¡Por favor!
lunes, 5 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 6
En la cámara nupcial, Alicia Chaves se miró en el espejo de cuerpo entero, como para confirmar la exquisita perfección de su vestido de seda turquesa y la belleza, aún juvenil, de sus rasgos bajo el cuidado maquillaje. Satisfecha, se volvió para mirar a su hija, envuelta en un vestido bordado con pedrería, diseñado por el modisto Sak. No el más exclusivo, pero lo mejor que podían permitirse en ese momento. De hecho, que no podían permitirse, lo habían cargado en cuenta. Pero, a partir de ese día, cuando Benjamin formara parte de la familia, podrían.
—Creo que debería estar algo más apartado de la cara —sonrió, dándole un ligero tirón al velo de Paula.
—No, está perfecto —amonestó Celia, la mejor amiga de Paula y su única asistente—. Bueno, quizás. Sólo un poco. ¿Tú qué crees, Paula? Ven, acércate al espejo.
Paula, ante el espejo, parpadeó al ver a la extraña envuelta en metros de organdí con incrustaciones de pedrería. Un maniquí vestido de novia.
—No te muevas —dijo Alicia.
Paula intentó quedarse quieta, mientras toqueteaban el velo. Pero quería escapar. ¿Qué hacía allí, esperando a casarse con un hombre que desearía no haber conocido nunca?
—Estás muy guapa —dijo con admiración la niña, que llevaba un vestido rosa largo.
—Gracias, Dottie —replicó Paula, acariciando uno de sus rubios rizos—. Tú también estas muy guapa.
—Esperemos que siga así hasta que acabe la ceremonia —suspiró, nerviosa, la madre de la niña—. Mire señora Chaves, aquí llega el fotógrafo.
—¡Bien! —Dijo Alicia—. Ponte aquí, Paula. Quiero que me saque una foto arreglándote el velo. Así está bien. Ahora ponte aquí…
Paula fue de un lado para otro como le pedían, mientras el fotógrafo sacaba fotos y la alegre cháchara de los demás resonaba en sus oídos.
Como un toque de difuntos.
—¡Sonríe, cariño!
Sonrió, intentando ignorar el desánimo que la embargaba. Le gustaba Benjamin, ¿no? Por lo menos, hasta hacía unas noches. En cambio ahora… su madre decía que eran nervios prematrimoniales, sólo eso. Después de esa noche… al pensarlo se estremeció.
—Alicia, tengo que hablar contigo —llamó Leonardo Chaves desde la puerta, haciendo señas a su esposa.
—Ahora no, Leonardo. El fotógrafo…
—¡Ahora!
Notando la urgencia de su voz, Alicia salió, cerrando la puerta tras ella.
Los demás esperaron, hablando en voz baja.
Cuando Alicia volvió, estaba muy pálida.
—¡Tú! —Balbuceó mirando a Paula—. ¡Cómo te has atrevido!
—Madre, ¿qué…? —comenzó a preguntar Paula, acercándose preocupada. Parecía enferma.
—¡No me toques! —masculló Alicia con desprecio.
Paula se paró, sorprendida por su violencia. Pero su pena pudo más que la sorpresa. Alicia estaba rígida, jadeando, como si estuviera a punto de tener un infarto.
—Mamá, siéntate por favor —imploró.
Alicia dio un paso atrás y miró a su alrededor desconcertada, fijándose en los demás por primera vez.
—¡Salid! —Comenzó a decir, pero paró, intentando recuperar el control—. Por favor. Tengo que hablar con mi hija a solas.
Todos salieron rápidamente, entre curiosos y preocupados.
—Así que lo hiciste de todas formas, ¿verdad? —gritó Alicia casi antes de que salieran—. A pesar de lo que dijimos.
—Hice… ¿qué?
—Rechazaste a Benjamin. ¡No lo niegues!
—¿Yo? ¿A Benjamin? ¿No está aquí?
Su madre negó con la cabeza. A Paula se le aceleró el pulso y pasó de un sentimiento de catástrofe a uno de alivio. Éxtasis. En sólo un segundo. Benjamin no estaba allí. ¡No tendría que casarse con él!
—¡Lo hiciste! Lo veo en tu cara. Lo rechazaste.
—No, no es cierto. En ningún…
—Pero te arrepentirás, señorita. Cuando pienso en los gastos… ¡En la humillación! Dios mío, ¿cómo puedo aparecer delante de toda esa gente?
Paula miró a su madre, intentando comprender lo que decía. ¿Benjamin no estaba allí? ¿Por qué? Ella no le había dicho nada para que… intentó recordar. Anoche, en el ensayo, él se había comportado como siempre. De hecho, estaba de excelente buen humor.
—Mamá, quizás se ha retrasado —sugirió con un nudo en la garganta, y su sensación de alivio desapareció.
—Oh, no. Se ha ido. Díselo, Leonardo —ordenó Alicia a Leonardo Chaves, que entraba en ese momento.
—Se ha marchado, Paula —confirmó él.
—¿Marchado? —inquirió Paula, preguntándose dónde habría ido Benjamin y por qué—. Quieres decir que no está aquí, pero…
—No está aquí y no va a venir —interrumpió Leonardo, más sorprendido que enfadado—. Se ha ido de la ciudad, Paula. Intenté llamarlo, pero su teléfono estaba desconectado. Fui a su apartamento. Se ha llevado todo. El encargado me dijo que ni siquiera le dejó una dirección.
—No hace falta que pongas esa cara de sorpresa, jovencita. Lo has manipulado todo ¿no es cierto? —Acusó Alicia—. Después de haberlo prometido. Como nosotros no suspendimos la boda, has conseguido que lo haga Benjamin.
—Mamá, no le he dicho a Benjamin una sola palabra que le hiciera pensar…
—¿Y por qué se ha ido entonces? Con sólo sugerirle lo que nos dijiste el otro día, ya me lo puedo imaginar —gritó Alicia, furiosa—. «En realidad no te quiero. No eres el hombre adecuado para mí. ¡Será mejor que lo dejemos!»
—Mamá, no. Te juro que no lo hice —sollozó Paula, herida por la injusticia de la acusación.
—Algo debes haber dicho o hecho. Si no, ¿por qué se ha ido?
¿Por qué?, se preguntó Paula. ¿Acaso le había expresado sus sentimientos inadvertidamente? ¿Le había desagradado su mojigatería? Quizás había percibido…
—Ahora lo recuerdas, ¿verdad? —Espetó Alicia—. Pero te arrepentirás. ¡Te arrepentirás el resto de tu vida!
—Cariño, no culpes a Paula. Ella está aquí. Es Benjamin el que no está —intervino Leonardo, rodeando a su mujer con un brazo.
—No. Es culpa de ella. Ya la oíste el otro día —se volvió hacia Paula—. ¿Sabes lo que has hecho? Nos has avergonzado ante toda la ciudad. ¡Nos has humillado! ¡Dios mío! ¿Cómo podré soportarlo? —dijo Alicia, derrumbándose en una silla. Las lágrimas corrían a raudales por su cara, salpicando el traje de seda que se había puesto, feliz, hacía una hora escasa—. ¡Cómo has podido! Después de todo lo que hemos hecho por ti.
—Pero no le dije nada a Benjamin. De verdad —Paula miró a su padrastro, con un escalofrío de culpabilidad. ¿Habría percibido Benjamin lo que no le había dicho?
Su madre estaba casi histérica.
—¡Dios nos envió a un ángel y tú lo has rechazado! Nunca te lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Cómo has podido!
—Vamos, Alicia. No le eches la culpa a Paula. Sé razonable —dijo Leonardo.
Pero Alicia era incapaz de razonar. Escupió todo su veneno, tachando a Paula de «miserable malintencionada, manipuladora y desagradecida».
Paula, muda de asombro, no tuvo más remedio que escuchar hasta que Leonardo sacó a Alicia de la habitación.
—Tenemos que enfrentarnos a nuestros invitados, cariño. Darles una explicación.
Paula los vio salir. Le martilleaba la cabeza. Su cuerpo temblaba, asaltado por un tumulto de sensaciones contradictorias. Vergüenza. Júbilo. Culpabilidad.
No tendría que casarse con Benjamin.
Los invitados esperaban… su madre estaba tan avergonzada
¿Había provocado ella esto? No era culpa suya. ¿O quizás sí?
La cabeza le dolía muchísimo. Tal vez debería tomar una aspirina. Se apoyó contra el espejo y alcanzó su bolso.
Le temblaba la mano cuando abrió el bote y lo inclinó para sacar un par de pastillas.
LA TRAMPA: CAPITULO 5
Pedro se duchó y se vistió en el club, y salió con tiempo de sobra. Pero había mucho tráfico y no llegó al aparcamiento de la iglesia de Elmwood hasta media hora antes de la ceremonia. Una mujer regordeta, que llevaba un pequeño vestido cubierto con un plástico en una mano y daba la otra a una niñita, lo dirigió hacia una entrada lateral.
—Soy la niña que lleva las flores —anunció la pequeña, sonriéndole.
—Y una niña muy guapa —dijo él, mientras sujetaba la puerta para que entraran.
—¡Aún no! No hasta que me ponga el vestido —le gritó por encima del hombro, mientras se apresuraban vestíbulo abajo.
Sonriendo, encontró el despacho del pastor, donde tenía que reunirse con Benjamin.
Benjamin no estaba allí.
Los dos hombres que ocupaban la pequeña oficina lo saludaron con cordialidad, pero distraídos, como si estuvieran pensando en otra cosa. El reverendo Jose Smiley estaba sentado en su escritorio, absorto en un texto.
Probablemente el rito matrimonial que, pensó Pedro, debía saberse de memoria a esas alturas.
El señor Chaves, el padre de la novia, caminaba nerviosamente por la habitación y no dejaba de mirar su reloj.
¿Dónde estaba Benjamin?
Eso era, evidentemente, lo que se preguntaba el señor Chaves. Porque unos minutos después, hizo una seña al pastor y, cuando éste asintió, levantó el teléfono. Marcó y escuchó. Por fin, colgó el teléfono de un golpe y salió del estudio muy perturbado.
El pastor miró a Pedro.
—Creo que será mejor que vaya a ver qué ocurre. Volveré en seguida— dijo, saliendo apresuradamente.
Pedro se encogió de hombros. Aún faltaban quince minutos para la ceremonia. Se acercó a la ventana y miró el aparcamiento, esperando ver a Benjamin llegar a toda prisa entre los invitados.
LA TRAMPA: CAPITULO 4
En Elmwood, Virginia, Benjamin Cruz pensaba exactamente lo mismo. Un buen negocio, pensó cuando ingresaba el cheque. Desde luego, no tenía intención de invertirlo todo en Construcciones Chaves. Ya había convencido al señor Chaves para que aceptara menos. No le había hecho mucha gracia. ¿Por qué sería?
Lo mirara por donde lo mirara, era un trato que le convenía. Simplemente tenía que poner la pasta, relajarse y cobrar beneficios mientras Chaves hacía el trabajo. Aún más, el dinero era un regalo. Un regalo de boda. Eso no se podía mejorar. Y encima un extra… casarse con Paula Chaves: talla cuarenta, un metro sesenta y dos y ni un gramo por encima de los cuarenta y ocho kilos, perfectamente distribuidos. Salió del banco pensando en ese delicioso cuerpo acurrucado en sus brazos. Esa melena dorada desparramada sobre su pecho y unos enormes ojos azules mirándolo. Esa noche. Sólo pensarlo lo excitaba.
Pero era un poco fría. No estaba acostumbrado a esas chicas tímidas y modestas de «mírame y no me toques». A veces sospechaba que los Chaves la habían empujado a comprometerse.
No, pensó. No podía ser eso. Él le gustaba.
Tenía que gustarle, después de tanto cenar y bailar. A ella le gustaba bailar y lo hacía casi tan bien como él. Sabía lo que le gustaba y lo que la hacía reír. Siempre se le habían dado bien las chicas. No la había forzado. Había notado que Paula era… bueno, tímida e intocable. Esa noche la tocaría. Le iba a enseñar unas cuantas cosas. Apenas podía esperar.
Llegó al coche y volvió a pensar en el dinero.
Pagaría la deuda de juego que tenía pendiente e intentaría escamotearle algo más de dinero a Chaves, para quedarse con una buena suma en el bolsillo. Faltaban cuatro horas para la boda.
Decidió pasarse por la oficina, quizás Chaves estaría allí.
Aparcó y, por la parte de atrás del edificio, subió corriendo las escaleras que llevaban a la oficina.
Vio el cartel incluso antes de llegar a la puerta: Clausurado por Hacienda. Sorprendido, corrió hacia la puerta delantera. Había otro cartel: Cerrado por Hacienda. Debajo, en letras más pequeñas ponía: Propiedad del Gobierno de EE. UU.
Benjamin se quedó asombrado. Perplejo. Horrorizado. Eso era una experiencia nueva para él.
¿Seria Chaves traficante de drogas? No. Tenía deudas. Impuestos impagados. ¡Claro! A eso se debía la oferta de sociedad. El viejo estaba arruinado y el gobierno había absorbido la empresa.
Vaya, vaya, que suerte haber pasado por allí. ¡Se había librado por los pelos! Sólo tenía que pagar a la mafia y quedarse con el resto.
¿Y Paula?
Bueno, había tallas cuarenta a duro la docena. Y menos frías, sobre todo cuando uno tenía un montón de pasta. Como era el caso, gracias al bueno de Pedro.
domingo, 4 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 3
Pedro Alfonso se sentó en el cochecito eléctrico, miró su reloj y maldijo. La ceremonia se celebraba en Elmwood, Virginia, a una hora en coche desde Wilmington.
—Más vale que nos demos prisa, o llegaré tarde a la maldita boda —dijo.
—¿Maldita boda? —preguntó Sergio Harding mientras conducía hacia el hoyo diecisiete del Club de Campo Overland.
—Malditas todas las bodas —replicó Pedro con desdén.
—¿Tienes algo en contra de ellas?
—Sí. Bueno, en realidad no. Es que tienen tendencia a ser contagiosas.
—Ya te entiendo. Sobre todo cuando tú eres tan buen partido… hoy… ya se sabe, el padrino y la dama de honor…
—¡De eso nada! Entregaré el anillo, brindaré por los novios y me largaré. Ya me preocupé de no conocer a la dama de honor, a la novia, ni a ningún otro invitado. Le dije a Benjamin que no podría asistir a los preparativos nupciales porque tenía compromisos.
—Y porque quieres que te tomen por su mejor amigo cuando sabes perfectamente que no lo eres.
—Vale ya, Sergio. Ese tipo me salvó la vida.
—¡Por Dios! ¡Eso fue hace diez años! Creo que ya le has devuelto el favor.
—Nunca se llega a devolver un favor como ése —dijo Pedro, estremeciéndose al recordar los faros del coche que se metió en la acera a toda velocidad cuando él estaba a punto de entrar en la residencia universitaria. Benjamin Cruz, que salía justo en ese momento, literalmente voló hacia él y le hizo un placaje que consiguió apartarlos a ambos del camino del coche. Y de la muerte, si había que juzgar por el impacto del coche cuando se estrelló contra el edificio—. No lo hubiera contado de no ser por Benjamin.
—Y él hubiera perdido el mejor amigo que pueda tener un gorrón. ¿No fuiste tú quien pagó sus deudas de juego cuando lo perseguía la mafia? Ese tipo siempre estaba metido en líos.
—Sí, pero siempre eran líos interesantes. La universidad no hubiera sido lo mismo sin Benjamin —sonrió Pedro, recordando la gracia del espabilado chico, que no estudiaba allí, sino que hacía chapuzas en el campus universitario y servía la mesa en la residencia estudiantil—. Siempre estaba dispuesto a divertirse.
—Y tú a que te dieran un sablazo. Dime, ¿cuántas veces lo has visto desde Yale? —preguntó Sergio, tomando su palo de golf y siguiendo a Pedro al punto de salida del hoyo.
—Bueno, de vez en cuando.
—Siempre que necesitaba un accionista. Que yo sepa, dos veces, ¿no? Una pizzería y una bolera, y las dos fracasaron.
—Sí —asintió Pedro, dando un golpe con el palo— Benjamin no ha tenido mucha suerte invirtiendo el dinero.
—Quieres decir que es un perdedor nato.
—Pero un buen perdedor —dijo Pedro— Nunca pierde la sonrisa y siempre tiene una buena excusa para el fracaso. Benjamin siempre es optimista. Un tipo encantador.
—Todos los timadores lo son —replicó Sergio, moviendo la cabeza—. Y tú dejas que te time. Eres un incauto. Es por tu complejo de culpabilidad.
—¿Complejo de culpabilidad? —preguntó Pedro, enarcando una ceja.
—Claro. ¿Por qué naciste teniendo una fortuna cuando otros no tienen nada? Menos mal que la mayoría del oro de los Alfonso está invertido en fundaciones o cosas así, si no, lo regalarías todo.
—Bah, cállate.
—La verdad duele ¿eh? —Dijo Sergio mirándolo con seriedad—. Más vale que te enfrentes a ella. Benjamin Cruz es un timador y tú eres un buenazo. Vamos, que no has ido a su despedida de soltero, pero me apuesto la última peseta a que la has financiado.
Pedro no contestó, simplemente sonrió mientras colocaba la pelota en el punto de salida y miraba al horizonte. No tenía ninguna intención de contarle a Sergio qué más había financiado. Había enviado su regalo de boda, un cheque de doscientos cincuenta mil dólares, a la fiesta de despedida de soltero. Había retrasado el regalo hasta justo antes de la boda a propósito. Quería asegurarse de que Benjamin iba a casarse con la hija de su futuro socio, un hombre con treinta años de experiencia en la construcción. Una mujer y un buen socio deberían servir para mantener a Benjamin a raya. Esta vez sí era una buena oportunidad para Benjamin, pensó Pedro mientras lanzaba la pelota recta por la calle.
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