miércoles, 17 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 42




Paula se sumergió en el negocio de Pedro, llamando a diseñadores y haciendo más prendas con la tela, principalmente para mantener la mente ocupada. El tiempo transcurría. El lunes apareció y se fue y la semana pasó volando. Llegó el sábado y el momento de la fiesta en el jardín de su madre.


No había tenido ni una oportunidad de ver a Pedro. Sus ocupadas agendas no coincidían. 


Quizá había decidido que no quería ir, después de todo. Debería preguntárselo para cerciorarse.


Fue a su casa y suspiró aliviada al ver el coche en la entrada de vehículos. Con la boca seca, llamó a la puerta. Tenía ganas de verlo, de oír su voz sexy. Él no contestó. Giró el pomo y descubrió que estaba abierta.


Probablemente estaba enfrascado en algo y había aislado de su mente todo lo demás. No lo habría molestado, pero necesitaba una respuesta. Se preguntó a quién quería engañar. 


Quería verlo.


Empujó la puerta y llamó.


—¡Pedro!


—Arriba —respondió.


Sonó distraído… y sexy.


—Espero no molestarte.


—No lo haces. Sube.


Al llegar a su habitación, lo vio sentado ante la ventana, con unas hojas en la mano y el ordenador portátil en las rodillas.


—Pareces ocupado.


—Terminaba un artículo para una revista. Nada importante.


Ella respiró hondo.


—Bueno. Me preguntaba si aún seguía en pie que me acompañaras a la fiesta de mi madre. Entendería…


Él dejó los papeles.


—¿Y dejarte a merced de tu madre? —movió la cabeza—. Imposible. Iré. Además, apuesto que hay una comida rica y me estoy muriendo de hambre. No he desayunado.


—Oh. Me alegro.


—¿Paula? —su voz se tornó ronca.


Sin saber por qué, ella se preparó para lo peor.


—¿Sí?


—¿Te has mantenido alejada de mí porque querías o porque pensabas que necesitaba espacio?


Ella avanzó mientras él cerraba la tapa del portátil y lo dejaba junto a la silla. Al estar más cerca, vio las líneas de tensión alrededor de sus ojos, de la boca.


—Creí que necesitas espacio.


—El espacio es para los astronautas. Te echo de menos.


—Oh, Pedro —le tomó la mano entre las suyas. Él apartó la vista.


—No. Es verdad —cuando volvió a mirarla, lo hizo con expresión perdida—. Sé que vas a regresar a Nueva York, pero ahora estás aquí.


—Sí —sonrió.


—Así que no perdamos tiempo, ¿de acuerdo? —tiró de ella hasta que cayó sobre su regazo—. Eres preciosa, dulce y complicada —la acomodó con facilidad de costado.


Ella le acarició la cara y él la giró para pegar los labios en su palma, luego le enmarcó el rostro y la atrajo a un beso.


La dejó sin aliento y lo mismo sucedió con sus pensamientos conscientes. Y cuando creyó que ya no podría soportar mucho más, saqueó aún más profundamente, exigiendo más. Y ella se entregó sin cuestionar nada. Pedro le recorrió
el cuerpo con las manos mientras también ella realizaba algunas exploraciones por su propia cuenta.


Cuando al fin apartó la boca de ella, Paula tenía la blusa medio abierta y Pedro el pelo revuelto. 


No dijo nada, simplemente pegó la frente contra su mejilla y la abrazó mientras respiraba de forma entrecortada. Ella le acarició el pelo, el cuello, la espalda, recobrándose también, a pesar de que sus pensamientos se proyectaban al futuro.


En el breve tiempo que habían estado juntos, sentía como si realmente hubiera llegado a conocerlo. Entenderlo. Y, sin embargo, ésa era una parte de él que no había esperado. Algo más profundo, más emocional, más… complicado.


Pedro giró la cara para poder frotarle el cabello.


—Empieza a gustarme lo desordenado —comentó con sorprendente emoción.


—Pero no es algo a lo que estés acostumbrado.


—No —respiró hondo y soltó el aire despacio—. Estoy acostumbrado a la cautela. A pensar bien las cosas. Mis padres jamás esperaron tener hijos. De modo que cuando llegué, se preocuparon por todo. Mi madre fue sobreprotectora. Por desgracia, nada era únicamente mío. Tenían que saber dónde estaba, qué hacía, en qué me metía, todo. Me volví introvertido para protegerme. Tú has sido la única persona que he dejado que se acercara tanto —volvió a respirar hondo—. Por eso Emilia y yo no duramos. No me abría y ella odiaba eso.


—¿Por qué es diferente conmigo?


—Lo es. Como he dicho, tienes algo que sobrepasa mis defensas. No puedo explicarlo.


—Yo siento lo mismo contigo. Estamos moldeados por la gente que nos rodea —murmuró, pensando en su madre, en la presión de hacerla feliz siempre—. Mi madre puede ser difícil, pero ella me empujó a tener éxito, lo que, supongo, puede ser un arma de doble filo. Todo lo que hacía tenía que ver con los concursos de belleza, hasta que sólo viví, respiré y comí concursos —se encogió de hombros—. Ese estilo de vida se convirtió en el mío —le acarició la cara y luego le alzó el mentón hasta que sus ojos se encontraron—. Pero siempre tendremos esta conexión.


Él asintió y luego miró el reloj.


—Falta una hora para esa fiesta, así que creo que será mejor que nos preparemos. Si llegas tarde, me lo achacará a mí.


Ella sonrió y asintió.


—¿Puedo conducir yo el cupé?


—¿Qué? No sé si es una buena idea dejar que lo lleves tú.


Paula hizo un mohín.


La acercó y le dio un beso lento en esa ocasión. 


Ella se relajó contra su cuerpo y se preguntó si alguna vez llegaría a cansarse de eso, de él. No lo creyó. Era una pena que estuvieran tan hechos el uno para el otro de esa manera, y no de ninguna otra. Si tan sólo se hubieran conocido en otras circunstancias…


«Este camino lleva a la locura, Paula». 


Reunirse con Pedro había sido estupendo en muchos y maravillosos sentidos, empezando por el mejor sexo que jamás llegaría a tener. Pero para su cordura era mejor callarse y disfrutarlo mientras durara. Mucho mejor que no haberlo experimentado jamás.


Pedro terminó el beso con un suspiro.


Paula se movió en su regazo.


—Vamos, Pedro. Por favor.


—No puedo oponerme a ti.


SUGERENTE: CAPITULO 41




Se levantaron y en silencio se vistieron. Ninguno pronunció palabra de camino a casa. Y cuando llegaron, Paula abrió la puerta, lo miró y le tendió la mano, enfrentándolo a su necesidad de estar solo, por un lado, y de disfrutar de la presencia de Paula, por otro. Ganó su amor por ella, al pensar Pedro que el tiempo del que disponían era finito. Los dos lo sabían.


Justo dentro de la casa, ella lo rodeó con los brazos. Dominado por una marejada de emociones, Pedro la abrazó y cerró los ojos, acariciándole la espalda desnuda. Subió la mano y le acarició la nuca y la oyó tragar saliva, comprendiendo que también ella sentía unas emociones descarnadas.


Le acarició la mejilla y, respirando hondo, le cubrió la boca con un beso suave, tratando de ofrecerle algo de consuelo. Por lo quieta que se quedó, supo que no esperaba eso y Pedro experimentó un toque de furia. Fue como si Paula esperara que la empujara y se marchara para estar solo.


Decidido a demostrarle que esa noche era especial para él, con tono imperativo le susurró sobre la boca:
—Ábrete a mí.


Ella cedió y Pedro adaptó la posición de la boca y profundizó el beso con minuciosa lentitud. Bebió de ella y disfrutó de su sabor. Paula volvió a contener el aliento, pero al final respondió y él enroscó los dedos en esas hebras sedosas de su cabello. Le masajeó la parte baja de la espalda y sintió que relajaba los músculos, como si acabara de liberar por completo la tensión que llevaba dentro.


Ella lo rodeó con un brazo e imitó su caricia, y Pedro soltó el aire contenido, con una debilidad eléctrica emanando de la parte inferior de su cuerpo. Paula lo repitió y él apretó más la mano que tenía en torno al cabello de ella, sintiendo que se ponía duro.


Finalmente, la tomó en brazos y subió por las escaleras hasta su dormitorio.


La tumbó en la cama, se quitó la ropa y luego la desnudó a ella. Se echó a su lado y la recuperó para sus brazos.


Le besó la oreja y trazó su forma con la punta de la lengua, antes de bajar a su cuello. La respiración de Paula se tornó irregular. 


Encontró el pezón compacto y duro y lo frotó con el dedo pulgar.


Ella gritó y le tomó la mano, pegándosela contra el pecho hasta que Pedro pudo sentir el latir frenético bajo la palma. La asió por las caderas, rodó con ella y la situó debajo. Apoyando su peso en los codos, le enmarcó el rostro entre las manos y la besó con una pasión que hizo que su propio corazón se saltara algunos latidos. La deseaba locamente.


Flexionó las caderas y ella subió a su encuentro, contrajo los músculos alrededor de él y la mente de Pedro se nubló por el deseo. Lo más probable era que se fuera a la tumba sin haber llegado a saciar ese deseo.




martes, 16 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 40




Cuando abrió la puerta del estudio, Paula se había envuelto en una sábana blanca. Miraba el boceto que Sheila Bowden tenía en las manos. 


Giraron las cabezas cuando él entró.


—Ahí estás —comentó la artista—. He de volver abajo a atender a mis invitados. Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites, Paula —dijo, mirando significativamente a Pedro.


Éste ni siquiera se dio cuenta cuando se marchó y cerró a su espalda.


—Hice algo malo —dijo Paula.


—Yo no puedo hacer lo que haces tú. Quitarme la ropa sin un preparativo previo va más allá de mí.


—Oh. Lo siento.


La voz que empleó era distante, como nunca antes Pedro había oído. Ni con él ni con nadie más.


Apretó los labios. Le partió el corazón.


Sin otra cosa que la tenue sábana y la piel que no se cansaba de acariciar, lo miró fijamente, sin moverse, esperando la reacción de él.


—Sé que lo sientes —susurró Pedro—. Nuestras vidas han cambiado tanto desde que teníamos dieciséis años… Me pregunto qué habría pasado si tu madre no hubiera interferido.


—Nunca lo sabremos, Pedro. Tenemos que tratar con el presente. Con estos sentimientos que tenemos por el otro y la realidad. Ojalá las cosas fueran de otra manera, pero queremos cosas diferentes y no estoy segura de que podamos solucionar eso.


—Tal vez. Tal vez no. Lo único que sé es que eres una mujer asombrosa. Haces que quiera ser un hombre diferente, que desee correr riesgos por lo que creo, sin importar las consecuencias. No sé si llevo eso dentro de mí.


—No todo el mundo puede cambiar, algunas personas simplemente no quieren. Les gusta donde están. Yo jamás te forzaría a cambiar lo que eres, Pedro.


Él asintió. Debería decirle en ese momento que la amaba, pero temía lo que significaba. Temía avanzar debido a lo desconocido. Siempre protegía lo que quería. Atesoraba su tranquilidad y soledad. Paula era la única persona que alguna vez había logrado que deseara romper esos viejos hábitos. El miedo creció en su interior. Le gustaba tener su red de seguridad y esa relación con Paula no la tenía. Le inspiraba demasiado miedo dar ese primer paso. Si pronunciara sus sentimientos en voz alta, conduciría a un cambio. Y el cambio tenía consecuencias.


—Lo que tenemos es muy especial para mí. La conexión que tuvimos de niños se ha convertido en algo más rico y hermoso. Siempre atesoraré este tiempo que hemos tenido juntos —dijo ella.


—Y yo.


La tomó por la nuca y la abrazó con fuerza. 


Cerró los ojos y la oleada de sensaciones que experimentó lo obligó a apretar los dientes. El corazón le martilleó en el pecho y sintió un nudo en la garganta. Ella se movió y eso le provocó una oleada de calor, ya que sentir ese cuerpo apenas cubierto era demasiado después del descubrimiento de que la amaba desde hacía tanto tiempo.


Se obligó a permanecer inmóvil. Cada músculo de su cuerpo le exigía que se moviera, y sentía los nervios a flor de piel, pero intentó obviar los sentimientos que vibraban en su interior. Paula no tenía ni idea de lo que le hacía, pero él era demasiado consciente de lo que estaba pasando.


Necesitó un rato, pero al final recobró el control. 


Suspiró y la abrazó aún con más fuerza y simplemente la mantuvo así. Era tan condenadamente hermosa para él…Y vulnerable. Lo había necesitado desesperadamente al aparecer en Cambridge y una vez más había estado ahí para ella. 


Experimentó una sacudida al darse cuenta de que se había sentido muy feliz de ser él.


Incapaz de contener el impulso, abrió un poco las piernas, pegándola contra su dura protuberancia al tiempo que apoyaba la cara contra el cuello de Paula y apretaba los dientes.


Ella se quedó quieta en sus brazos, luego emitió un sonido bajo y desesperado y giró la cabeza, con la boca súbitamente ardiente y urgente contra la suya. La sensación lo dejó sin aliento. 


Tembló y abrió más la boca, alimentándose de la desesperación que fluía entre ellos. Ella emitió otro sonido y lo agarró con fuerza, y el movimiento los unió como a dos mitades de un todo. Pero el sabor a lágrimas atravesó sus sentidos y apartó la boca de ella.


La miró y vio sus ojos luminosos y llenos de emoción. Pasó los dedos pulgares por debajo de esos ojos, luchando para respirar.


—Está bien —le susurró sobre el pelo.


Ella lo abrazó con más fuerza, como si tratara de penetrar en él. Había tanta desesperación en un sonido leve, tanto fuego; era como un cuchillo en su pecho. Luego se movió contra él, suplicándole en silencio, suplicándole con el cuerpo… y cualquier conexión que Pedro hubiera tenido con el raciocinio se hizo añicos.


La sensación de su calor contra él fue demasiado. La tomó por las caderas, pegándola bruscamente contra él. Necesitaba eso… su calor, su peso. La necesitaba a ella.


Paula emitió otro sonido bajo y luego se subió sobre su erección, la voz quebrándosele en un tenue sollozo de alivio.


—Por favor, Pedro —otra vez se movió contra él.


Pedro la apretó aún más en respuesta involuntaria. Cuerpo contra cuerpo, calor contra calor, y de repente ya no hubo posibilidad de marcha atrás.


Le cubrió la boca con un beso ardiente y profundo y ella se abrió a él con apetito urgente. 


Pedro la sujetó por detrás de la rodilla y le subió la pierna alrededor de su cadera. Con un movimiento, su calor duro quedó contra Paula. Le aferró los glúteos y ella lo cabalgó. Pero tampoco eso fue suficiente. Estuvo a punto de volverse loco, convencido de que estallaría si no la penetraba.


Emitiendo sonidos incoherentes, Paula se liberó y Pedro experimentó una sacudida violenta cuando ella se puso a soltarle el botón y la cremallera de los vaqueros. En cuanto le tocó el pene duro y palpitante, gimió su nombre y la soltó, desesperado por librarse de la ropa.


Paula soltó, tiró y subió hasta dejarlo desnudo. 


Luego cerró la mano sobre su pene y Pedro perdió el último atisbo de control que podía quedarle. Le apartó la mano y la hizo retroceder contra el sofá. Cerró los ojos y la embistió, incapaz de contenerse un segundo más. La sensación de tenerla a su alrededor, compacta y húmeda, lo dejó sin aire.


Paula lo rodeó con las piernas y lo instó a continuar. Pedro sólo podía sentir el calor que lo invadía. La embistió una y otra vez mientras la presión no dejaba de crecer en su interior. Emitió un sonido gutural y su liberación estalló en un torrente cegador que continuó y continuó, tan poderoso que sintió como si lo estuvieran volviendo del revés. Tuvo ganas de dejarse llevar, pero se obligó a proseguir con los movimientos, sabiendo que ella se hallaba al borde del orgasmo. Paula gritó y le aferró la espalda, luego se quedó rígida en sus brazos y, finalmente, se convulsionó alrededor de él, dejándolo seco con los espasmos que la sacudieron.


Con el corazón palpitándole con frenesí y la respiración tan laboriosa que se sentía mareado, débilmente apoyó la cabeza contra la de ella, con todo el cuerpo trémulo. Sentía como si lo hubieran partido en dos.


No supo cuánto tiempo yació allí, con ella temblando en sus brazos, sin una pizca de fuerza.


No fue hasta que Paula se movió y él le pegó la cara a la suya cuando se dio cuenta de que tenía la mejilla húmeda por las lágrimas. Giró la cabeza y la besó, con una abrumadora sensación de protección. Era imposible que la dejara ir. Aún no. Aguardó un momento hasta que el nudo de emoción se disolvió.



SUGERENTE: CAPITULO 39





Era incómodo estar en esa sala, pero a medida que pasaba el tiempo y Sheila acomodaba a Paula en una posición de perfil, no pudo dejar de mirarla, el sonrojo reemplazado por un fuego lento en su interior.


Envidió su abandono natural y se dio un festín visual con esos pechos altos y firmes, de pezones de color frambuesa bajo la luz tenue. 


La caja torácica esbelta fluía hasta las caderas estrechas y descendía por esas piernas largas y de dureza exquisita. Con los ojos le acarició el trasero hermoso.


Contuvo el aliento al comprender en ese momento súbito que la amaba, y con desesperación. Ella iba a regresar a Nueva York a reanudar su sueño… ¿y él cómo podía detenerla? No era más que un punto insignificante en el radar de Paula, un momento divertido en Cambridge mientras se recuperaba para otro asalto con la industria de la moda.


Cerró los ojos al experimentar un aguijonazo de dolor. Siempre había estado enamorado de ella y era lo bastante inteligente para no tratar de negarlo. Siendo adolescente la había amado desde lejos y una vez que había tenido el placer de amarla de cerca siendo un hombre, se sentía despojado al pensar que se iba a marchar.


No sabía cómo retenerla, encajarla en su vida o si alguna vez podría encajar en la de Paula. 


Sabía que la iba a perder, que tenía que contener en su interior ese amor desesperado y mantenerlo oculto. Era el único modo en que sabía funcionar. Ella jamás debería saberlo, jamás debería sentir pena.


En ese instante Paula lo miró y sonrió. En el estado mental en el que se hallaba, no estaba preparado para el caudal de emociones que le disparó. Lo abrumó. Ella alargó la mano y dijo:
Pedro, ven. Sheila quiere que posemos para ella. Juntos.


No. No estaba preparado para eso. Ni siquiera le había pedido su permiso. No iba a ponerse a posar por un capricho.


Tenía que pensarlo.


Necesitaba aire, sentía que se ahogaba en los sentimientos intensos que tenía por Paula. 


Llevó la mano hacia atrás y tanteó en busca del pomo de la puerta. La abrió y salió al pasillo, donde respiró hondo.


Ella no entendía su necesidad de intimidad. 


Debería haber comprendido que su deseo por Paula lo desorientaría y le haría perder el control.


Era la única mujer que podía lograr eso, conseguir que olvidara todo. Subió las escaleras y volvió a la galería y salió a la calle. El aire estival lo refrescó.


La esperaría ahí, con los pensamientos agitados.


No creía que su intelecto fuera a librarlo de ésa. Incluso en ese instante, quería estar inmerso en ella… y al siguiente huir como perseguido por mil demonios.


Pero no podía huir. Era demasiado tarde.




SUGERENTE: CAPITULO 38




Al llegar, aparcó en el solar de la galería y tomados de la mano atravesaron las puertas del Estudio 10. El edificio albergaba otros nueve estudios, empezando con el número uno y terminando con la elegante galería que ocupaba toda la planta baja.


En el interior había una luz suave y unas cuantas personas se mezclaban en una atmósfera de fiesta de cóctel. Muchas tenían copas de champán y de vino en las manos mientras caminaban entre los cuadros, las esculturas y los objetos de arte allí expuestos en pedestales o en las paredes.


Paula recogió dos copas de champán de un camarero que pasó junto a ellos y le pasó una a él.


Terminaron por separarse y enfrascarse en diversas conversaciones sobre arte con otras personas. Al final, Pedro se dirigió hacia la colección de Sheila Bowden en la pared más alejada.


Mientras Paula mantenía una ávida conversación con una morena alta, se puso a buscarlo con la vista y al final sus miradas se encontraron.


Entusiasmada, ella le indicó que se acercara. 


Cuando llegó a su lado, se volvió hacia la mujer alta y lo presentó.


Pedro, te presento a Sheila Bowden. Pedro es un gran entusiasta de tu obra. Tiene uno de tus desnudos encima de su cama.


—¿Sí? Veo que eres un buen conocedor del arte, entonces —comentó con un leve acento inglés.


—Me gusta mucho tu trabajo.


Pedro, Sheila nos ha invitado a mirar su estudio. Tiene el número siete.


—¿No es un abuso?


—Claro que no. Vamos.


Fueron hacia una puerta lateral del amplio espacio de la galería, que Sheila abrió con una llave que sacó del bolsillo. Conducía a una escalera y a su estudio.


Abrió esa puerta y encendió una luz, apartándose para dejarlos pasar. Era una habitación grande con numerosos óleos apoyados contra una pared. El denso olor a pintura impregnaba el aire junto con la fragancia persistente de café.


Las paredes, las vigas vistas y el techo estaban pintados de un tono azul suave. Cerca de la pared del fondo había un sofá tapizado con una tela de color azul mediterráneo, un rincón acogedor para relajarse.


Sheila fue hasta una mesa larga para recoger un cuaderno y un carboncillo. Paula fue al sofá.


—Paula, ¿te importaría quitarte el vestido y posar para mí ahora?


Antes de que Pedro pudiera parpadear, se bajó las tiras del vestido negro por los hombros y sobre los generosos pechos hasta que el material suave quedó como un charco oscuro a sus pies. Se inclinó, lo recogió, lo alisó y lo depositó sobre el sofá. Se agachó para desprenderse de las sandalias, pero Sheila dijo:
—No, déjatelas puestas, y también las medias. Por ahora, en todo caso.


Pedro se movió, retrocediendo hasta topar con la pared. Miró a Sheila, quien estudiaba la forma de Paula con ojo de artista.


—Veo por qué te hiciste modelo, Paula. Tienes un cuerpo con una proporción perfecta —comentó, acercando el taburete al sofá.


Paula miró a Pedro.


—¿No te parece maravilloso? Dijo que quería dibujarme.




lunes, 15 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 37




Las palabras de su madre escocieron y se le humedecieron los ojos. No había imaginado que tenía esas palabras dentro. ¿Había tratado de vivir una vida que había querido su madre y no la suya propia? Se sentó, con el corazón martilleándole en el pecho, en parte por la adrenalina provocada por la idea de que tal vez ésa no habría sido la vida que ella hubiera escogido para sí misma. Quizá la habían empujado e instado y ordenado que se inscribiera en los concursos de belleza y ser modelo había parecido el siguiente paso lógico, pero ¿era lo que ella quería?


De pronto comprendió que en realidad no sabía lo que quería. En su interior se abrió un vacío oscuro que le aceleró el corazón. Asustaba demasiado mirar en ese vacío y tratar de crear algo que lo llenara. Por supuesto, se hallaba en el camino correcto. Llevaba haciendo eso desde los seis años. Debería ser la elección correcta. 


Si lo dejaba en ese momento, habría fracasado.


Se debía a sí misma una segunda oportunidad de éxito. Quizá entonces sería capaz de pensar qué otra cosa podría funcionar para ella.


Cerró los ojos para contener las lágrimas y sintió un nudo en la garganta.


Respiró hondo, calmándose. Giró la cabeza y supo que no podría acabar ese trabajo en un día, ni siquiera con la ayuda de Naomi. Salió al pasillo, recogió el bolso y sacó el número de Betty Sue, con quien había compartido espera y pasarela en muchos concursos de belleza.


Se había casado con un profesor de Harvard y había vuelto a instalarse en Cambridge. Y en más de una ocasión le había dicho que la llamara cuando quisiera y que podría contar con la presencia de todo el grupo de RBU, Reinas de Belleza Unidas.


Y eso pensaba hacer.


Tuvo el pensamiento fugaz de que en el pasado jamás habría solicitado ayuda, pero su amistad con Naomi le había enseñado que pedirla no era lo mismo que fracasar. Las amistades eran algo rico y fuerte, llenas de cariño y amabilidad. 


Decidió que era algo a lo que podría acostumbrarse con facilidad.


Sonrió mientras marcaba. Las RBU irían a su rescate.


Y se presentaron en masa, cinco mujeres y un hombre muy hermoso. La ayudaron con el trabajo mientras Naomi preparaba café y supervisaba.


El hombre, una drag queen llamada Dany, realizaba tres actuaciones los sábados en un club de Boston. Las entretuvo con imitaciones de Barbara Streisand y Liza Minnelli. Paula tuvo que llevarse las manos al estómago para tratar de respirar entre las carcajadas.


Después de aproximadamente una hora de trabajo, Dany dijo:
—Paula, cariño, ¿de dónde has sacado esa blusa? Sencillamente, es divina.


El resto del grupo de las RBU asintió. Todas exclamaron que quería saber dónde podía comprar una.


Aturdida, Paula respondió:


—No la podéis comprar en ninguna tienda. La hice yo misma con la tela que estamos grapando y enviando ahora mismo.


—Entonces, ¿qué patrón usaste? A mí se me da de miedo coser —indicó Dany.


—Ninguno. La diseñé yo misma.


—Bueno, cariño, te has equivocado de negocio —afirmó Dany—. No deberías lucir la ropa. Deberías estar diseñándola.


Paula movió la cabeza y sonrió.


—No, Yo no. Sólo es algo que he probado. No tiene tanta importancia.


—Oh, cariño. Te aseguro que no pararías de ganar dinero si hicieras más blusas como ésa. De hecho, ¿podrías hacerme una?


—Podría, si de verdad la quieres. Es lo mínimo que puedo hacer por la ayuda que me habéis prestado hoy. La tela es tan cómoda y agradable…


—Eso sería maravilloso, cariño.



*****


Pedro no podía quitar la vista de la mujer deslumbrante que bajaba por las escaleras.


Literalmente, le quitaba el aire.


Había esperado que estuviera bien. Paula siempre estaba bien, pero el vestido negro centelleante y ceñido que llevaba era despampanante, combinado con el maquillaje aplicado con arte que resaltaba sus ojos azules pero sin ocultar el resto de sus facciones. 


Llevaba recogidas las trenzas rubias de una moda sensual que exhibía su cuello y sus hombros hasta la base de la espalda. Luego estaban esos zapatos sexys con apenas unas tiras que lograban que sus piernas enfundadas en medias parecieran imposiblemente largas.


Y cuando sus miradas se encontraron en el recibidor tenuemente iluminado, Pedro sintió que su corazón descendía en caída libre.


Le tomó la mano y esas uñas impecablemente pintadas de rojo lo excitaron. 


—Estás arrebatadora.


La boca hermosa, pintada con una leve y brillante tonalidad de miel, se curvó en una sonrisa.


—Gracias… por el cumplido y la invitación. Había olvidado lo divertido que es arreglarse.


—De nada… por el cumplido y por la invitación.


Pedro le ofreció el brazo y, con una risita, lo aceptó.


—Eres todo un caballero.


Su tía asomó la cabeza desde la cocina.


—Que te diviertas, querida.


—Gracias —dijo en el momento en que Naomi se materializó al lado de ella con una manzana en la mano.


—Vaya, estás fabulosa. Esas sandalias son fantásticas con el vestido.


Su tía le guiñó un ojo y Pedro la condujo a través de la puerta.


Paula se detuvo en la puerta y sonrió.


—Has traído el cupé. En alguna parte ahí dentro, llevas un salvaje. Reconócelo.


—Reconozco que el coche se conduce de ensueño y que es adictivo. El dinero sirve para algo.


—Es agradable saber que las cosas materiales te afectan, Pedro. Te vuelve más…


—Humano.


—No, como los demás. Superficial.


—Tú no eres superficial, Paula.


Lo miró de reojo mientras le abría la puerta.


—Bromeaba.


—Oh.


Después de ayudarla a sentarse, se situó ante el volante. El entusiasmo que le provocaba el poderoso motor bajo su control jamás dejaba de estimularlo.


—¿Cómo ha ido el proyecto de las muestras?


—Lo conseguí con ayuda.