jueves, 4 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 44




—Deben de ser las hormonas —se lamentó Soledad, apoyándose en la pared—. No recuerdo dónde me ha dicho Simón que iba a estar. ¿Has entrado en esa sala?


—No te preocupes, seguramente estará con los representantes oficiales. Vamos allí y…


—No, espera. Abre esa puerta, por favor.


Hasta el pasillo llegaban los gritos del público y la banda de música que tocaba en el campo.


—Voy, voy, pero no creo que esté aquí —exasperada. Paula abrió la puerta. La luz de la sala estaba apagada—. ¿Lo ves? No hay nadie…


No terminó la frase, llevándose una mano al corazón al ver a un hombre mirando por el cristal que daba al palco. Por un momento, su pelo oscuro y sus anchos hombros le habían recordado…


—¿Nadie? Esperaba que hubieras dejado de pensar en mí en esos términos.


Esa voz ronca la llenó de emoción y, en un segundo, su helado cuerpo volvió a la vida. 


Podía sentir que sus mejillas enrojecían y el calor entre las piernas que seguía a cualquier encuentro con Pedro Alfonso.


Entonces él dio un paso adelante…


Y el mundo se detuvo.


Por un momento sólo pudo mirar su rostro de guerrero, ahora un poco pálido, incapaz de creer que estuviera realmente allí.


—Perdona, no sabía… pensé que no había nadie. De haber sabido que estabas aquí… —Paula se dio la vuelta para salir, pero Pedro se lo impidió.


—Entonces habría viajado catorce mil kilómetros para nada.


—Has venido a ver el partido.


—No. he venido a verte a ti.


—¿A mí? Si querías verme, podrías haberme devuelto las llamadas.


Pedro puso las manos sobre sus hombros, mirándola a los ojos.


—¿Devolverte las llamadas…? ¿Es que me has llamado?


—Le dejé varios mensajes a Giselle.


El bajó las manos, suspirando.


—Debió de ser hace tiempo. Despedí a Giselle unos días después de que te fueras. ¿Cuál era el mensaje?


—Llamé para pedirte disculpas… por haber sacado conclusiones equivocadas. Por no confiar en ti.


—Evidentemente, eso debía de ser demasiado difícil de entender para Giselle —dijo Pedro, sarcástico—. ¿Alguna cosa más?


—Sí, le dije que te diera las gracias de mi parte por lo que habías hecho por Coronet. Yo no sabía que Raquel estuviera tras las copias de los diseños y, si tú no hubieras intervenido, lo habría perdido todo… —Paula se pasó una mano por el brazo, percatándose de la ironía de esas palabras.


Estaba sin él y lo había perdido todo.


—¿Nada más?


—Hay más, pero… ya no tiene importancia.


—¿No le dirías a Giselle que estabas loca por mí, que no podías vivir sin mí?


—No te preocupes, no le dije eso. Sé que me he portado mal contigo y lo siento mucho. Nos separan muchas cosas y lo nuestro no podría funcionar…


Se le rompió la voz al decir eso. Pero, a través de las lágrimas, vio ternura en su rostro mientras abría la puerta que daba al palco.


—En ese caso, estoy a punto de ser humillado públicamente.


Los jugadores del equipo de Los Pumas estaban saltando al campo en ese momento y el público empezó a aplaudir. Pero, de repente, uno por uno los jugadores se volvieron para mirar hacia el palco donde estaban ellos. En sus camisetas, en el sitio donde debería estar el nombre del patrocinador, cada uno llevaba escrita una palabra. Cuando el decimoquinto jugador, cuya camiseta llevaba un signo de interrogación, se unió a la fila, la frase estuvo completa:
PAULA CHAVES TE QUIERO CON TODA MI ALMA ¿QUIERES CASARTE CONMIGO AMOR MÍO?


Los jugadores esperaban, impasibles, con su mensaje de amor impreso en las camisetas mientras el público se quedaba en silencio, expectante. Paula se volvió para mirar a Pedro con los ojos llenos de lágrimas y abrió la boca para decir algo, pero ningún sonido salía de su garganta.


El tomo su cara entre las manos.


—No sabes lo que he tenido que cavilar para crear ese mensaje exactamente con trece palabras y dos signos de interrogación —murmuró antes de buscar sus labios en un beso lleno de desesperada ternura.


Cuando se apartó, en sus ojos había un brillo de amor que la emocionó.


—Cariño…


—Lo único que he querido hacer durante estos cuatro meses era besarte, pero… ¿te das cuenta de que además de mí, otras cincuenta mil personas están esperando tu respuesta?


—Sí —murmuró Paula—. Mi respuesta es sí. Y ahora, por favor, ¿te importaría volver a besarme?


Pedro lo hizo. Apretándola fuertemente contra su pecho, sujetó su cabeza con una mano mientras hacía el signo de la victoria con la otra para que lo vieran los jugadores y las cámaras de televisión.


El público rugió, encantado con la romántica escena y Los Pumas se abrazaron unos a otros, contentos con su hazaña. En el palco de los mandatarios de la federación de rugby alguien descorchó una botella de champán y empezó a mojar a todos los presentes, como al término de una carrera de Formula 1, mientras los miembros de la delegación argentina estrechaban la mano de los Chaves.


Sin apartarse un centímetro, Pedro tomó a Paula en brazos para llevarla de vuelta a la sala y cerró la puerta mientras abajo empezaban a sonar los himnos.


—Sé que es poco respetuoso —le dijo con voz ronca—. Pero estoy seguro de que a nadie le importará que no me levante para escuchar el himno nacional.




miércoles, 3 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 43




Pedro cerró los ojos mientras escuchaba el estruendo del público que llenaba el estadio, contando los segundos que pasaban con cada latido de su corazón.


Los últimos minutos antes de que empezase un partido eran los peores, pero nunca en su vida había sentido aquella tensión. Sentado a solas en la oscura sala de invitados casi deseaba estar en el túnel, preparado para saltar al campo. Pero la competitividad que lo había empujado siempre había desaparecido. En unos minutos Argentina volvería a enfrentarse con Inglaterra y le daba igual quién ganase.


Era un partido de rugby, nada más.


En la mano sujetaba un papel que había cambiado su vida. La carta de Horacio Chaves le había llegado a través de un representante de la federación argentina de rugby durante la reunión en la que se decidiría quién iba a ser el patrocinador de los nuevos uniformes.


Esa carta explicaba la sorprendente oferta que había hecho… y de la que ahora no se sentía tan seguro.


Suspirando. Pedro enterró la cara entre las manos.


¿Qué le había hecho Paula Chaves? El control siempre había sido fundamental para él, el control y la responsabilidad. Y, sin embargo, ella lo había convertido en un hombre que hacía esperar a aviones, que no podía concentrarse en nada más que en recordar el tacto de su piel y su aroma, que sorprendía a los consejos de administración haciendo ofertas de patrocinio que dejaban a todos con la boca abierta… seguramente dudando de su cordura.


Abruptamente, se levantó para mirar por el cristal que separaba la sala del palco. Durante su carrera como deportista había soportado el dolor y las lesiones. Estaba acostumbrado al dolor físico, pero aquella agonía mental era diferente. Lo torturaba y, en los peores momentos, sabía que haría lo que fuera para librarse de ella.


Matar o curar.


Por eso estaba allí. Por eso estaba a punto de arriesgar su orgullo y su reputación ante el mundo entero.


Porque si Paula no lo quería, si no acudía a él, estaba hundido de todos formas.



A TU MERCED: CAPITULO 42




Cuatro meses después


El estadio de Twickenham desde siempre tenía ambiente de carnaval, pero aquella inesperada tarde de primavera todo el inundo parecía estar de particular buen humor. El Torneo de las Seis Naciones había terminado y el público parecía relajado y contento en las gradas, esperando que empezase el partido amistoso entre Los Pumas y un equipo inglés.


Los Pumas eran unos oponentes formidables y el partido prometía ser muy emocionante pero, en el lujoso confort de la sala de autoridades, Paula no participaba de ese buen ambiente.


A su lado, Soledad, con un plato sobre su ya muy abultado abdomen, no dejaba de comer.


—Espero que el equipo médico del estadio tenga experiencia en partos —murmuró, cerrando los ojos.


Paula la miró, alarmada.


—¿No pensarás que…?


—No, no, tranquila. La verdad, yo creo que este niño no va a nacer nunca. Sencillamente voy a seguir engordando hasta que no pueda moverme. Ah, por cierto, ¿te importaría traerme uno de esos canapés de anchoas tan ricos?


Paula tomó el plato, alegrándose de tener una excusa para estar un rato a solas. Se sentía inquieta, nerviosa. La sala, con un balcón que daba al campo, estaba llena de mandatarios de las federaciones inglesa y argentina, todos ellos conocidos de Pedro. Y, sin poder evitarlo, se encontraba aguzando el oído con la esperanza de escuchar su nombre.


—¿Sólo el canapé de anchoas o quieres también un kiwi y un poco de mayonesa? —bromeó—. No, espera, no tienes que contestar siquiera. Me he convertido en una experta en tus dementes antojos.


—Ríete de mí todo lo que quieras, pero ya verás cuando te toque a ti. Un día tu trasero será del tamaño de Dinamarca y tu nevera estará llena de mayonesa… y ese día te tomaré el pelo como tú me lo tomas a mí.


Cuando se dirigía a la mesa donde habían servido el bufé, la sonrisa de Paula desapareció. 


Le resultaba imposible creer que algún día fuera a estar embarazada. Sobrevivir era lo máximo que podía esperar y eso en los momentos más optimistas. Había destrozado su oportunidad de ser feliz al juzgar mal al hombre que tenía esa posibilidad en sus manos.


—Paula…


Ella se sobresaltó al oír la voz de su padre.


—Por favor, cariño, no te vayas. Sólo quiero decir cuánto me alegra que hayas venido. Y lo orgulloso que estoy de ti.


—Al menos el encargo de Los Pumas es algo que conseguí por mis propios méritos —replicó ella.


—Perdóname, hija —suspiró Horacio Chaves—. Mira, sé que no es el momento, pero no has querido hablar conmigo desde que volviste a casa. Sé que estás enfadada y sólo quiero decirte cuánto lo siento.


—Sí, claro.


—Tu madre siempre dice que tengo que dejarte en paz, que debo dejar que hagas las cosas por tu cuenta, pero… lo hice una vez y no he podido perdonarme a mí mismo desde entonces.


Paula suspiró, mientras dejaba el plato sobre la mesa.


—Todo tiene que ver con el accidente, ¿verdad?


—Fue culpa mía y siempre me sentiré responsable por ello. Pero el accidente también me hizo ver lo frágil que eras bajo ese duro exterior… y cuánto te quería. Quise envolverte entre algodones después de eso porque no podía soportar que lo pasaras mal. Sólo quería que estuvieras a salvo, Paula. Y pensar que alguien puede hacerte daño…


—Tú me hiciste daño, papá. Tú dejaste claro que no me creías capaz de triunfar por mí misma… de ser amada por quien soy, con cicatrices y todo.


Le quemaba la garganta por el esfuerzo de contener los sollozos. Cada palabra la llevaba de vuelta a Pedro, a lo mal que lo había juzgado. 


Había sido tan tierno, tan dulce con ella. Y en el espacio de una noche mágica, le había enseñado tanto.


Cuando llegó a Inglaterra descubrió que todas las acciones de Coronel estaban a su nombre y que Raquel había desaparecido. Pedro había visto lo que estaba delante de ella desde el principio: que era su socia quien la traicionaba.


No él


—Lo sé y te pido perdón —dijo su padre—. ¿Aceptas mis disculpas?


—No ha sido culpa tuya —admitió Paula—. Pero tienes que prometerme que nunca…


No terminó la frase porque Soledad se acercaba a ellos, o más bien el enorme abdomen de Soledad se acercaba, con su hermana a cierta distancia.


—Ay, perdón. He interrumpido algo, ¿verdad?


—No. no pasa nada. Sólo estaba advirtiéndole a papá que, si vuelve a interferir en mi vida, cambiaré mi apellido y me iré a vivir al otro lado del mundo.


Horacio y Soledad intercambiaron una mirada.


—Bueno, el partido está a punto de empezar—dijo su hermana con sorprendente alegría, empujando a Paula hacia la puerta—. Creo que deberíamos ir a buscar a Simon.


—¿Para qué?


—Estará tomando champán por ahí y no quiero que se pierda el momento en el que aparezcan tus camisetas. ¿No tienes ganas de verlas?


A Paula se le encogió el estómago mientras salía al pasillo.


Las camisetas que no había visto y cuya producción no había podido controlar ya que Pedro no le devolvía las llamadas. Las camisetas que había diseñado pensando en él. 


Las camisetas que, en unos minutos, estarían riéndose de ella.


En realidad, no tenía ganas de verlas. Se sentía como un conductor mirando los restos del coche que había estado a punto de matarla.


Fascinada, quizá. Pero totalmente abatida.





A TU MERCED: CAPITULO 41




Cuando Paula llegó al aeropuerto, el último vuelo a Londres estaba completo. Pero, incapaz de soportar la idea de esperar allí durante toda la noche, sencillamente preguntó qué vuelos había disponibles antes de comprar un billete para Barcelona.


Mientras se dejaba caer sobre el asiento, el terrible dolor que sentía en el corazón se convirtió en un dolor general que se extendía por todo su cuerpo.


El avión tardaba una eternidad en despegar y los pasajeros empezaron a impacientarse, mientras las azafatas iban de un lado a otro intentando calmar los nervios. Pero, de repente, hubo una conmoción en la puerta y todos miraron, perplejos, a un hombre uniformado que se acercaba por el pasillo.


—Lady Chaves, acompáñeme, por favor.


Atónita, Paula se levantó del asiento sin fijarse en las miradas de curiosidad de los otros pasajeros. Su corazón latía como si fuera a estallar mientras seguía al guardia hasta la puerta del avión… donde se encontró con Pedro.


—No me lo digas, de repente te ha entrado un deseo urgente de conocer Barcelona —su voz sonaba perfectamente controlada, pero tensa como alambre de espino.


—No, más bien he sentido el urgente deseo de volver a casa para intentar salvar lo que quede de mi negocio. Claro que debería haber imaginado que no sería tan sencillo —Paula señaló al hombre que la había acompañado y que, discretamente, se había alejado unos metros—. La corrupción es como una segunda naturaleza para ti, ¿verdad? Sobornar a un oficial de aduanas para que impida el despegue de un avión debe de ser algo normal para un hombre dispuesto a acostarse con alguien mientras intenta robarle todo lo que es suyo.


Los ojos de Pedro se oscurecieron y un músculo latía en su mandíbula. Tenía la misma expresión de calma letal que había visto durante el partido de polo.


—Sólo quería ayudarte…


Una azafata apareció entonces, muy agitada.


—Debo rogarles que se den prisa —empezó a decir—. Tenemos que despegar lo antes posible.


—¿Intentando ayudarme? —repitió Paula—. ¿Cómo, quitándome la empresa? Mi contable nunca había visto una adquisición tan rápida y tan artera, pero no me sorprende. Eres tan frío como despiadado.


—Me emociona que pienses tan bien de mí —dijo él, sarcástico—. Debería haber imaginado que tú sólo aceptas ayuda si luego parece que lo has hecho todo tú sola. Un error por mi parte…


—¿De qué estás hablando?


—Dijiste que habías tenido que competir con otras empresas para conseguir el encargo de los uniformes, pero no es verdad. Tu propuesta fue la única que pasó por el consejo de administración.


—¡Eso no es cierto!


El piloto apareció entonces con cara de pocos amigos.


Pedro, tengo que despegar. No puedo retrasarlo ni un minuto más.


El asintió con la cabeza, sus ojos clavados en Paula. Durante casi un minuto, se miraron el uno al otro sin decir nada. Ella sentía como si estuviera cayendo… cayendo. En alguna parte debía de haber un cabo del que podría tirar para abrir el paracaídas, pero no sabía cómo encontrarlo.


Pedro estaba lívido, con líneas de fatiga alrededor de los ojos. Y luego, con un suspiro, se dio la vuelta y bajó del avión.


Ella se quedó sin aliento. Quería decir algo, hacer que se volviera de alguna forma, pero la azafata la tomó suavemente del brazo para llevarla de vuelta al asiento.


Los pasajeros lanzaron un grito de triunfo cuando el avión despegó cinco minutos después. Pero mientras ascendían hasta el cielo, la sensación que había experimentado antes se incrementaba. Era algo irreal, absurdo, pero Paula cerró los ojos y esperó, aterrada, el momento de estrellarse contra el suelo.



martes, 2 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 40




Cuando Pedro colgó el teléfono, le dolía la cabeza y tenía los hombros rígidos por la tensión. Menudo día.


Eran más de las cinco y no había parado de trabajar desde que dejó a Paula por la mañana. 


Estaba muerto de hambre y el sitio en el que habían desayunado sería perfecto para cenar y celebrar con champán el nuevo comienzo de Coronet.


La respuesta a los problemas de Paula había estado dando vueltas en su cabeza, pero había tomado la decisión esa misma mañana, cuando volvió a estudiar la información que había recabado sobre Coronet en Internet. Una llamada a Raquel Fielding, fingiéndose un comprador de Dubai interesado en vender diseños falsos de Coronet en su tienda, había dado resultados inmediatos.


Raquel no pudo negar las acusaciones después de eso y tampoco pudo rechazar que comprase sus acciones, que ahora estaban registradas a nombre de una de sus empresas, esperando para devolvérselas a Paula.


Paula…


Pedro estiró los brazos, recordándola mientras montaban a caballo con la niebla ante ellos, el calor de su piel, la emoción que había en sus ojos…


Inmediatamente su cuerpo se puso en estado de alerta y después de apagar el ordenador se levantó, impaciente por volver a verla. Y no tenía nada que ver con las acciones de su compañía.



A TU MERCED: CAPITULO 39




—Tengo que hablar con Pedro.


Giselle se levantó de un salto, colocándose frente a la puerta del despacho como un perro guardián dispuesto a atacarla.


—Me temo que está ocupado, pero le diré que quiere verlo.


—Es muy urgente.


Giselle se encogió de hombros.


—Lo siento —le dijo, con un brillo de malicia en los ojos—. Es un asunto muy importante y me ha pedido que no la dejase entrar.


Sí claro, pensó Paula. «Giselle lo sabe». Había intuido desde el principio que la odiaba y ahora veía que estaba en lo cierto. La ayudante de Pedro estaba involucrada desde el principio.


Pedro no se ha parado a pensar que yo podría descubrir lo «importante» que era ese asunto —replicó—. Estaba dispuesta a pedirle una explicación, pero me temo que no voy a esperar mientras él se queda con todo lo que es mío. Despídame de su jefe.


—Desde luego. ¿Quiere alguna cosa más?


Paula vaciló.


—Sí. Puede pedirme un coche para ir al aeropuerto. Estoy segura de que le alegrará mucho hacerlo.



A TU MERCED: CAPITULO 38




El primer pensamiento de Paula cuando despertó fue que lo había soñado todo. Le había ocurrido tantas veces… la noche de pasión entre los brazos de Pedro Alfonso rota por la alarma del despertador. Abriría los ojos y se encontraría sola en la habitación, teniendo que enfrentarse a otra mañana gris…


El vestido de seda verde y los pantalones de montar estaban en el sofá, al pie de la cama, de modo que no era un sueño. Estirándose perezosamente, Paula respiró el aroma a Pedro que había quedado entre las sábanas, incrédula.


No era un sueño, era real. Pero le parecía demasiado perfecto, demasiado increíble.


Cuando miró el reloj, se quedó asombrada al comprobar que era casi mediodía. Nerviosa, saltó de la cama y se envolvió en una toalla para volver a su habitación.


Todo estaba como lo había dejado la noche anterior, cuando se cambió para ir a la fiesta, con el corazón pesándole en el pecho. Mientras se movía por la habitación, recogiendo ropa y cosas tiradas por el suelo, sentía una burbuja de felicidad dentro de ella. Tantas cosas habían cambiado desde entonces… era como si unas pesadas cortinas se hubieran abierto y su vida estuviese frente a ella, llena de promesas.


Distraídamente, tomó su móvil para comprobar si tenía alguna llamada. Soledad la había llamado varias veces y su padre también. 


Paula dejó escapar un suspiro al imaginar su reacción si supiera cómo había pasado las últimas doce horas. Y se lo diría, con el tiempo. 


Por el momento sólo quería hablar con alguien que compartiese su alegría.


Pero cuando estaba a punto de llamar a Soledad, el teléfono cobró vida entre sus manos, sonando y vibrando simultáneamente. Riendo. 


Paula se lo llevó a la oreja. Era Julio Atkinson, su contable.


—Dime. Julio.


—Tenemos un problema —dijo el hombre, sin preámbulo alguno.


—¿Qué clase de problema?


—Aún no estoy seguro del todo… pero es muy extraño que haya tanta actividad financiera en tan corto período de tiempo. Sigo intentando entender cómo puede haber pasado, pero he pensado que debías saberlo lo antes posible.


—¿Debía saber qué exactamente? —preguntó Paula.


—Ha habido una gran actividad en el mercado de valores en lo que se refiere a Coronet. Muchas de las acciones que había disponibles se han vendido de repente.


—Bueno, pero ésa es una buena noticia, ¿no? No puede haber muchas acciones disponibles y, aunque las hubiera comprado una sola persona, eso no es una amenaza para la empresa. Raquel y yo somos las socias mayoritarias.


Al otro lado del océano, Julio Atkinson se aclaró la garganta.


—Parece que no es ése el caso. Hace dos horas se vendió otro paquete de acciones y, que yo sepa, sólo pueden ser tuyas o de Raquel.


—Pero Raquel no haría eso sin decirme nada…


—En fin, ya te he dicho que es todo muy extraño. Sigo intentando entender la información que me llega, pero me temo que estamos hablando de una adquisición hostil.


—¿Pero quién haría eso? ¿Y por qué?


—No lo sé. Te llamaré en cuanto sepa algo más —suspiró Julio—. Paula, lo siento.


Ella se quedó mirando el teléfono, atónita. 


Seguramente estaba exagerando, pensó. Era un hombre tan cauto. Sí, seguro que la llamaría en un par de horas para decirle que todo se había solucionado.


Paula dejó escapar un grito cuando, de repente, el teléfono volvió a sonar.


—¡Julio!


—No. cariño, soy yo —era su padre—. ¿Ya te has olvidado de mí? Claro que no me sorprende, hace una semana que no sabemos nada de ti.


—Hola, papá. Perdona, es que esperaba que fuese Julio Atkinson.


—Ah. ¿Algún problema?


—No lo sé. Me ha dicho algo sobre unas acciones de Coronet que se han vendido de golpe, pero seguramente está exagerando. No sé quién querría comprar la empresa en esta época de crisis. Pero además de eso, estoy bien —suspiró ella—. El diseño del uniforme de Los Pumas ya está en marcha, pero Pedro me ha pedido que diseñe también el del equipo de polo de San Silvana.


Se había puesto colorada al pronunciar su nombre y se alegró de que su padre no pudiera verla. Los nervios la hacían hablar demasiado y tenía que parar antes de contar más de lo que sería sensato. Pero no debería haberse preocupado porque al otro lado de la línea hubo un silencio y cuando Horacio habló de nuevo su voz era fría y distante, casi como si no hubiera estado escuchándola:
—¿Atkinson sabe quién ha comprado esas acciones?


—No. todavía no. Cree que Raquel podría haber vendido las suyas, pero eso es imposible. Raquel nunca haría algo así sin consultármelo.


—A menos que alguien le haya pedido que no te lo cuente.


—¿Y quién iba a hacer eso?


Su padre suspiró profundamente.


—Alguien que sepa que estás fuera del país y que quiera hacerte daño.


—Ah, ya entiendo —dijo Paula—. Estás intentando decir que ha sido Pedro. Papá, por favor, ya sé que no te cae bien, pero…


—No es eso. Es que tiene razones para querer vengarse de mí, hija. No quería contártelo, pero quizá debería haberlo hecho antes de que te fueras a Argentina.


—¿Qué tenías que contarme, papá?


—Las circunstancias en las que Pedro dejó el equipo de Inglaterra. Fue por lo que ocurrió esa noche en Harcourt Manor… por ti.


—¿Por mí? —repitió ella, sin entender.


—No confiaba en ese hombre y, sobre todo, no confiaba en lo que podría hacer contigo. Yo sabía que estabas loca por él. Todas esas fotografías en tu habitación y el repentino interés por el rugby…


—¿Qué hiciste, papá?


—Yo sabía que Pedro te haría daño y esa noche, en casa, cuando lo pillé saliendo del invernadero…


—¿Lo echaste del equipo por eso?


—Sí.


—¡Pero es totalmente injusto!


—Lo siento, hija. Estaba intentando protegerte. Lo hice mal y ahora me doy cuenta.


—¿Crees que ha comprado esas acciones para hacerme daño? —preguntó Paula entonces—. ¿Perdió su trabajo por mi culpa y ahora está intentando quitarme la empresa?


—Podría equivocarme —dijo su padre—. Podría no haber sido él. Yo sólo quiero advertirte…


—Muy bien, papá, estoy advertida.


Cerrando los ojos, Paula cortó la comunicación y se dejó caer sobre la cama. Se sentía enferma y se quedó allí durante largo rato, esperando algo… sin saber qué era.


Y luego el teléfono sonó de nuevo. Era Julio Atkinson.


—He descubierto quién ha comprado las acciones de Raquel —le dijo, como era habitual en él sin preámbulo alguno—. Es una compañía con base en Buenos Aires. Se llama Inversiones San Silvana.