miércoles, 3 de octubre de 2018
A TU MERCED: CAPITULO 42
Cuatro meses después
El estadio de Twickenham desde siempre tenía ambiente de carnaval, pero aquella inesperada tarde de primavera todo el inundo parecía estar de particular buen humor. El Torneo de las Seis Naciones había terminado y el público parecía relajado y contento en las gradas, esperando que empezase el partido amistoso entre Los Pumas y un equipo inglés.
Los Pumas eran unos oponentes formidables y el partido prometía ser muy emocionante pero, en el lujoso confort de la sala de autoridades, Paula no participaba de ese buen ambiente.
A su lado, Soledad, con un plato sobre su ya muy abultado abdomen, no dejaba de comer.
—Espero que el equipo médico del estadio tenga experiencia en partos —murmuró, cerrando los ojos.
Paula la miró, alarmada.
—¿No pensarás que…?
—No, no, tranquila. La verdad, yo creo que este niño no va a nacer nunca. Sencillamente voy a seguir engordando hasta que no pueda moverme. Ah, por cierto, ¿te importaría traerme uno de esos canapés de anchoas tan ricos?
Paula tomó el plato, alegrándose de tener una excusa para estar un rato a solas. Se sentía inquieta, nerviosa. La sala, con un balcón que daba al campo, estaba llena de mandatarios de las federaciones inglesa y argentina, todos ellos conocidos de Pedro. Y, sin poder evitarlo, se encontraba aguzando el oído con la esperanza de escuchar su nombre.
—¿Sólo el canapé de anchoas o quieres también un kiwi y un poco de mayonesa? —bromeó—. No, espera, no tienes que contestar siquiera. Me he convertido en una experta en tus dementes antojos.
—Ríete de mí todo lo que quieras, pero ya verás cuando te toque a ti. Un día tu trasero será del tamaño de Dinamarca y tu nevera estará llena de mayonesa… y ese día te tomaré el pelo como tú me lo tomas a mí.
Cuando se dirigía a la mesa donde habían servido el bufé, la sonrisa de Paula desapareció.
Le resultaba imposible creer que algún día fuera a estar embarazada. Sobrevivir era lo máximo que podía esperar y eso en los momentos más optimistas. Había destrozado su oportunidad de ser feliz al juzgar mal al hombre que tenía esa posibilidad en sus manos.
—Paula…
Ella se sobresaltó al oír la voz de su padre.
—Por favor, cariño, no te vayas. Sólo quiero decir cuánto me alegra que hayas venido. Y lo orgulloso que estoy de ti.
—Al menos el encargo de Los Pumas es algo que conseguí por mis propios méritos —replicó ella.
—Perdóname, hija —suspiró Horacio Chaves—. Mira, sé que no es el momento, pero no has querido hablar conmigo desde que volviste a casa. Sé que estás enfadada y sólo quiero decirte cuánto lo siento.
—Sí, claro.
—Tu madre siempre dice que tengo que dejarte en paz, que debo dejar que hagas las cosas por tu cuenta, pero… lo hice una vez y no he podido perdonarme a mí mismo desde entonces.
Paula suspiró, mientras dejaba el plato sobre la mesa.
—Todo tiene que ver con el accidente, ¿verdad?
—Fue culpa mía y siempre me sentiré responsable por ello. Pero el accidente también me hizo ver lo frágil que eras bajo ese duro exterior… y cuánto te quería. Quise envolverte entre algodones después de eso porque no podía soportar que lo pasaras mal. Sólo quería que estuvieras a salvo, Paula. Y pensar que alguien puede hacerte daño…
—Tú me hiciste daño, papá. Tú dejaste claro que no me creías capaz de triunfar por mí misma… de ser amada por quien soy, con cicatrices y todo.
Le quemaba la garganta por el esfuerzo de contener los sollozos. Cada palabra la llevaba de vuelta a Pedro, a lo mal que lo había juzgado.
Había sido tan tierno, tan dulce con ella. Y en el espacio de una noche mágica, le había enseñado tanto.
Cuando llegó a Inglaterra descubrió que todas las acciones de Coronel estaban a su nombre y que Raquel había desaparecido. Pedro había visto lo que estaba delante de ella desde el principio: que era su socia quien la traicionaba.
No él
—Lo sé y te pido perdón —dijo su padre—. ¿Aceptas mis disculpas?
—No ha sido culpa tuya —admitió Paula—. Pero tienes que prometerme que nunca…
No terminó la frase porque Soledad se acercaba a ellos, o más bien el enorme abdomen de Soledad se acercaba, con su hermana a cierta distancia.
—Ay, perdón. He interrumpido algo, ¿verdad?
—No. no pasa nada. Sólo estaba advirtiéndole a papá que, si vuelve a interferir en mi vida, cambiaré mi apellido y me iré a vivir al otro lado del mundo.
Horacio y Soledad intercambiaron una mirada.
—Bueno, el partido está a punto de empezar—dijo su hermana con sorprendente alegría, empujando a Paula hacia la puerta—. Creo que deberíamos ir a buscar a Simon.
—¿Para qué?
—Estará tomando champán por ahí y no quiero que se pierda el momento en el que aparezcan tus camisetas. ¿No tienes ganas de verlas?
A Paula se le encogió el estómago mientras salía al pasillo.
Las camisetas que no había visto y cuya producción no había podido controlar ya que Pedro no le devolvía las llamadas. Las camisetas que había diseñado pensando en él.
Las camisetas que, en unos minutos, estarían riéndose de ella.
En realidad, no tenía ganas de verlas. Se sentía como un conductor mirando los restos del coche que había estado a punto de matarla.
Fascinada, quizá. Pero totalmente abatida.
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