martes, 2 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 38




El primer pensamiento de Paula cuando despertó fue que lo había soñado todo. Le había ocurrido tantas veces… la noche de pasión entre los brazos de Pedro Alfonso rota por la alarma del despertador. Abriría los ojos y se encontraría sola en la habitación, teniendo que enfrentarse a otra mañana gris…


El vestido de seda verde y los pantalones de montar estaban en el sofá, al pie de la cama, de modo que no era un sueño. Estirándose perezosamente, Paula respiró el aroma a Pedro que había quedado entre las sábanas, incrédula.


No era un sueño, era real. Pero le parecía demasiado perfecto, demasiado increíble.


Cuando miró el reloj, se quedó asombrada al comprobar que era casi mediodía. Nerviosa, saltó de la cama y se envolvió en una toalla para volver a su habitación.


Todo estaba como lo había dejado la noche anterior, cuando se cambió para ir a la fiesta, con el corazón pesándole en el pecho. Mientras se movía por la habitación, recogiendo ropa y cosas tiradas por el suelo, sentía una burbuja de felicidad dentro de ella. Tantas cosas habían cambiado desde entonces… era como si unas pesadas cortinas se hubieran abierto y su vida estuviese frente a ella, llena de promesas.


Distraídamente, tomó su móvil para comprobar si tenía alguna llamada. Soledad la había llamado varias veces y su padre también. 


Paula dejó escapar un suspiro al imaginar su reacción si supiera cómo había pasado las últimas doce horas. Y se lo diría, con el tiempo. 


Por el momento sólo quería hablar con alguien que compartiese su alegría.


Pero cuando estaba a punto de llamar a Soledad, el teléfono cobró vida entre sus manos, sonando y vibrando simultáneamente. Riendo. 


Paula se lo llevó a la oreja. Era Julio Atkinson, su contable.


—Dime. Julio.


—Tenemos un problema —dijo el hombre, sin preámbulo alguno.


—¿Qué clase de problema?


—Aún no estoy seguro del todo… pero es muy extraño que haya tanta actividad financiera en tan corto período de tiempo. Sigo intentando entender cómo puede haber pasado, pero he pensado que debías saberlo lo antes posible.


—¿Debía saber qué exactamente? —preguntó Paula.


—Ha habido una gran actividad en el mercado de valores en lo que se refiere a Coronet. Muchas de las acciones que había disponibles se han vendido de repente.


—Bueno, pero ésa es una buena noticia, ¿no? No puede haber muchas acciones disponibles y, aunque las hubiera comprado una sola persona, eso no es una amenaza para la empresa. Raquel y yo somos las socias mayoritarias.


Al otro lado del océano, Julio Atkinson se aclaró la garganta.


—Parece que no es ése el caso. Hace dos horas se vendió otro paquete de acciones y, que yo sepa, sólo pueden ser tuyas o de Raquel.


—Pero Raquel no haría eso sin decirme nada…


—En fin, ya te he dicho que es todo muy extraño. Sigo intentando entender la información que me llega, pero me temo que estamos hablando de una adquisición hostil.


—¿Pero quién haría eso? ¿Y por qué?


—No lo sé. Te llamaré en cuanto sepa algo más —suspiró Julio—. Paula, lo siento.


Ella se quedó mirando el teléfono, atónita. 


Seguramente estaba exagerando, pensó. Era un hombre tan cauto. Sí, seguro que la llamaría en un par de horas para decirle que todo se había solucionado.


Paula dejó escapar un grito cuando, de repente, el teléfono volvió a sonar.


—¡Julio!


—No. cariño, soy yo —era su padre—. ¿Ya te has olvidado de mí? Claro que no me sorprende, hace una semana que no sabemos nada de ti.


—Hola, papá. Perdona, es que esperaba que fuese Julio Atkinson.


—Ah. ¿Algún problema?


—No lo sé. Me ha dicho algo sobre unas acciones de Coronet que se han vendido de golpe, pero seguramente está exagerando. No sé quién querría comprar la empresa en esta época de crisis. Pero además de eso, estoy bien —suspiró ella—. El diseño del uniforme de Los Pumas ya está en marcha, pero Pedro me ha pedido que diseñe también el del equipo de polo de San Silvana.


Se había puesto colorada al pronunciar su nombre y se alegró de que su padre no pudiera verla. Los nervios la hacían hablar demasiado y tenía que parar antes de contar más de lo que sería sensato. Pero no debería haberse preocupado porque al otro lado de la línea hubo un silencio y cuando Horacio habló de nuevo su voz era fría y distante, casi como si no hubiera estado escuchándola:
—¿Atkinson sabe quién ha comprado esas acciones?


—No. todavía no. Cree que Raquel podría haber vendido las suyas, pero eso es imposible. Raquel nunca haría algo así sin consultármelo.


—A menos que alguien le haya pedido que no te lo cuente.


—¿Y quién iba a hacer eso?


Su padre suspiró profundamente.


—Alguien que sepa que estás fuera del país y que quiera hacerte daño.


—Ah, ya entiendo —dijo Paula—. Estás intentando decir que ha sido Pedro. Papá, por favor, ya sé que no te cae bien, pero…


—No es eso. Es que tiene razones para querer vengarse de mí, hija. No quería contártelo, pero quizá debería haberlo hecho antes de que te fueras a Argentina.


—¿Qué tenías que contarme, papá?


—Las circunstancias en las que Pedro dejó el equipo de Inglaterra. Fue por lo que ocurrió esa noche en Harcourt Manor… por ti.


—¿Por mí? —repitió ella, sin entender.


—No confiaba en ese hombre y, sobre todo, no confiaba en lo que podría hacer contigo. Yo sabía que estabas loca por él. Todas esas fotografías en tu habitación y el repentino interés por el rugby…


—¿Qué hiciste, papá?


—Yo sabía que Pedro te haría daño y esa noche, en casa, cuando lo pillé saliendo del invernadero…


—¿Lo echaste del equipo por eso?


—Sí.


—¡Pero es totalmente injusto!


—Lo siento, hija. Estaba intentando protegerte. Lo hice mal y ahora me doy cuenta.


—¿Crees que ha comprado esas acciones para hacerme daño? —preguntó Paula entonces—. ¿Perdió su trabajo por mi culpa y ahora está intentando quitarme la empresa?


—Podría equivocarme —dijo su padre—. Podría no haber sido él. Yo sólo quiero advertirte…


—Muy bien, papá, estoy advertida.


Cerrando los ojos, Paula cortó la comunicación y se dejó caer sobre la cama. Se sentía enferma y se quedó allí durante largo rato, esperando algo… sin saber qué era.


Y luego el teléfono sonó de nuevo. Era Julio Atkinson.


—He descubierto quién ha comprado las acciones de Raquel —le dijo, como era habitual en él sin preámbulo alguno—. Es una compañía con base en Buenos Aires. Se llama Inversiones San Silvana.



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