miércoles, 3 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 41




Cuando Paula llegó al aeropuerto, el último vuelo a Londres estaba completo. Pero, incapaz de soportar la idea de esperar allí durante toda la noche, sencillamente preguntó qué vuelos había disponibles antes de comprar un billete para Barcelona.


Mientras se dejaba caer sobre el asiento, el terrible dolor que sentía en el corazón se convirtió en un dolor general que se extendía por todo su cuerpo.


El avión tardaba una eternidad en despegar y los pasajeros empezaron a impacientarse, mientras las azafatas iban de un lado a otro intentando calmar los nervios. Pero, de repente, hubo una conmoción en la puerta y todos miraron, perplejos, a un hombre uniformado que se acercaba por el pasillo.


—Lady Chaves, acompáñeme, por favor.


Atónita, Paula se levantó del asiento sin fijarse en las miradas de curiosidad de los otros pasajeros. Su corazón latía como si fuera a estallar mientras seguía al guardia hasta la puerta del avión… donde se encontró con Pedro.


—No me lo digas, de repente te ha entrado un deseo urgente de conocer Barcelona —su voz sonaba perfectamente controlada, pero tensa como alambre de espino.


—No, más bien he sentido el urgente deseo de volver a casa para intentar salvar lo que quede de mi negocio. Claro que debería haber imaginado que no sería tan sencillo —Paula señaló al hombre que la había acompañado y que, discretamente, se había alejado unos metros—. La corrupción es como una segunda naturaleza para ti, ¿verdad? Sobornar a un oficial de aduanas para que impida el despegue de un avión debe de ser algo normal para un hombre dispuesto a acostarse con alguien mientras intenta robarle todo lo que es suyo.


Los ojos de Pedro se oscurecieron y un músculo latía en su mandíbula. Tenía la misma expresión de calma letal que había visto durante el partido de polo.


—Sólo quería ayudarte…


Una azafata apareció entonces, muy agitada.


—Debo rogarles que se den prisa —empezó a decir—. Tenemos que despegar lo antes posible.


—¿Intentando ayudarme? —repitió Paula—. ¿Cómo, quitándome la empresa? Mi contable nunca había visto una adquisición tan rápida y tan artera, pero no me sorprende. Eres tan frío como despiadado.


—Me emociona que pienses tan bien de mí —dijo él, sarcástico—. Debería haber imaginado que tú sólo aceptas ayuda si luego parece que lo has hecho todo tú sola. Un error por mi parte…


—¿De qué estás hablando?


—Dijiste que habías tenido que competir con otras empresas para conseguir el encargo de los uniformes, pero no es verdad. Tu propuesta fue la única que pasó por el consejo de administración.


—¡Eso no es cierto!


El piloto apareció entonces con cara de pocos amigos.


Pedro, tengo que despegar. No puedo retrasarlo ni un minuto más.


El asintió con la cabeza, sus ojos clavados en Paula. Durante casi un minuto, se miraron el uno al otro sin decir nada. Ella sentía como si estuviera cayendo… cayendo. En alguna parte debía de haber un cabo del que podría tirar para abrir el paracaídas, pero no sabía cómo encontrarlo.


Pedro estaba lívido, con líneas de fatiga alrededor de los ojos. Y luego, con un suspiro, se dio la vuelta y bajó del avión.


Ella se quedó sin aliento. Quería decir algo, hacer que se volviera de alguna forma, pero la azafata la tomó suavemente del brazo para llevarla de vuelta al asiento.


Los pasajeros lanzaron un grito de triunfo cuando el avión despegó cinco minutos después. Pero mientras ascendían hasta el cielo, la sensación que había experimentado antes se incrementaba. Era algo irreal, absurdo, pero Paula cerró los ojos y esperó, aterrada, el momento de estrellarse contra el suelo.



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