sábado, 7 de julio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 41





Cuando Paula por fin consiguió dejar de llorar, marcó el número de su padre en Londres. No le emocionaba hacer la llamada, pero no había mejor forma de encontrar un abogado criminalista. Claramente, Pedro había dejado de ser un recurso.


Habló con su padre y le contó cómo había conseguido hacer de su vida un desastre en menos tiempo del que necesitaba para elegir el color del esmalte de uñas. Él fue bastante atento, teniendo en cuenta que lo había despertado en mitad de la noche. Incluso se ofreció a volar a casa inmediatamente, pero ella le pidió que no cambiara sus planes; ahora que tenía ayuda con el abogado, podría manejar la situación.


Al día siguiente dejaría su coche en la casa del lago de sus padres y le pediría a uno de los oficiales de Carlos que la llevara al aeropuerto Grand Rapids, desde donde volaría a Miami. Allí estaría esperándola el abogado que su padre había contratado.


Después entregaría en PDA de Roxana a la policía de Miami y Paula prestaría declaración.


Permaneció en la cama de Pedro sin apenas dormir hasta las cinco de la mañana, y a esa hora se levantó. Carlos llegó a las siete, diciendo que la llevaría al aeropuerto él mismo. Cuando ella preguntó por Pedro, lo único que Carlos le dijo fue: «vas a tener que darle algo de tiempo».


Ya habían metido la maleta de Paula en el maletero de Carlos cuando apareció Pedro conduciendo su coche. Había pasado la noche en el antiguo granero de Carlos, convertido en un pequeño refugio. El corazón de Paula dio un vuelco, pero inmediatamente después se detuvo al ver la expresión de Pedro.


—Yo la llevaré —le dijo a Carlos.


—¿Estás seguro? —le preguntó él, observándolo con detenimiento.


—Sí.


Cambiaron la maleta de Paula al vehículo de Pedro, y ella se preparó para la que iba a ser la hora y media más larga de su vida. Después de veinte minutos de camino, por fin encontró el valor para hablar.


—No quiero dejar así las cosas entre nosotros —le dijo—. No puedo soportar sentir que me odias.


Pedro se quedó en silencio por un momento y después contestó:
—Paula, yo no te odio. Simplemente...


Ella sabía qué venía a continuación.


—No lo digas —no podría soportar escuchar que no la amaba—. Pero tal vez podría explicarte por qué me he comportado de esta manera.


—De acuerdo —contestó él simplemente.


—Cuando aún estaba creciendo, en la familia Chaves nada era incondicional, especialmente el amor. ¿Recuerdas el accidente que tuve a los dieciséis años? —él asintió con la cabeza—. Mi padre estaba furioso, y después de aquello intenté ganarme su amor a toda costa. Lo involucraba en cualquier decisión que tomaba. Seguía cada una de sus reglas, hasta pensar que me volvería loca, y después siempre terminaba haciendo algún acto de rebeldía. Por supuesto, después de cada rebelión, volvía a acceder a los planes de mi padre, y así casi terminé casándome con Wilson. Cuando me di cuenta de que iba a conseguir hacer infelices a dos personas en vez de a una sola, decidí acabar con aquello. Fue muy drástico, pero lo conseguí.


—Me alegro, pero no termino de comprender qué tiene que ver eso con lo que ha ocurrido esta semana —dijo Pedro.


—Cuando decidí que necesitaba valerme por mí misma, supongo que lo hice con la misma pasión que solía poner en ser la más devota seguidora de mi padre. En realidad nunca había pensado en ello hasta anoche, cuando te fuiste, pero ahora lo entiendo. Apartándote de mi vida, lo único que hice fue demostrar que me había movido demasiado lejos en la otra dirección. No quería que pensaras que seguía siendo la Paula débil que conociste. Ya eso hay que añadir el miedo que tenía de que, si te involucrabas conmigo, de alguna manera yo podría echar por tierra tus posibilidades de conseguir el trabajo de tus sueños. Y ahí lo tendríamos, otro típico desastre de Paula. De verdad que lo siento muchísimo.


Él asintió.


—Gracias. Y yo siento haberte espiado. Fue un gran error.


Paula tomó aire, reuniendo el valor necesario para continuar.


—Así que supongo que lo que necesito saber ahora es si puedes amarme, con todos mis defectos. Porque yo te amo.


—Paula... —Pedro sacudió la cabeza—. Demonios, esto es muy difícil. Te quiero, pero no puedo vivir contigo. Nunca he caído tan bajo como para espiar a alguien, y eso me asusta. No sé quién soy cuando estoy contigo.


La quería, pero...


Más amor incondicional.


—Entiendo —dijo Paula, y centró su atención en la ventanilla. No volvió a hablar, excepto para decirle a Pedro con qué compañía volaba.


Él se ofreció a acompañarla a la terminal, pero ella le dijo que no era necesario. Pedro detuvo el coche junto al bordillo, apagó el motor y sacó la maleta de Paula del maletero.


—¿Puedo darte un último abrazo? Lo necesito de verdad —dijo ella.


Pedro la envolvió en sus brazos y Paula sintió que el corazón le daba un vuelco cuando él la besó en la cabeza.


—Ha sido interesante, princesa. Contigo siempre es interesante.




LA TENTACION: CAPITULO 40




—¿Seguirme?


—Sí. Un Taurus de color verde oscuro con dos ocupantes.


—¿Estás seguro? —preguntó ella.


—Quiero que vengas conmigo —dijo. La tomó de la muñeca y la llevó a su despacho, donde sacó unos cuantos papeles—. He cargado en mi ordenador un programa de seguimiento para ver lo que has estado haciendo. No sé qué has estado haciendo exactamente, pero no tiene nada que ver con vender casas. No me gusta que me sigan, así que, ¿vas a decirme lo que está pasando?


Horrorizada, Paula tomó los papeles de su mano.


—¿Has estado espiándome? ¿Cómo has podido hacerlo?


Él se frotó el entrecejo con los dedos de la mano derecha.


—¿Qué otra opción me has dado?


—Todo lo que tenías que hacer era haberme pedido que me fuera —dijo ella.


Pedro se acercó a la ventana para bajar la persiana.


—Eso dejó de ser una opción.


—¿Y espiarme sí que lo era? —preguntó Paula, echando los papeles a la papelera que había junto a la mesa.


—No, pero hablaremos de mis pecados más tarde. Por ahora, y ya que puedo garantizarte que vamos a tener algunos visitantes en un futuro cercano, creo que sería mejor que me contaras qué está pasando. Y cuando lo hayas hecho, llamaré a Carlos para que venga.


Pedro tomó la silla que había bajo la mesa y se sentó.


Paula estaba hecha un lío. Por un lado se sentía traicionada, pero por otro sentía alivio. 


Agarrándose una mano con la otra para ocultar su temblor, empezó a hablar.


—Roxana, mi compañera de trabajo, desapareció justo antes de que yo viniera a Sandy Bend. Las circunstancias no eran las mejores. Ella estaba con un par de tipos cuyo aspecto no me gustaba. Recibí una amenaza por teléfono y vi que había más tipos en mi casa. No estaba segura de lo que estaba pasando, pero sí sabía que no era nada bueno.


Hizo una pausa, buscando algún signo de comprensión en Pedro, pero su rostro no reflejaba nada.


—Continúa —dijo él.


—Contraté un detective privado a través de una amiga, y él me sugirió que estaría bien que dejara la ciudad. Elegí Sandy Bend porque nadie esperaría encontrarme aquí.


—Y desde que estás aquí, ¿has sabido algo de tu compañera? ¿Te ha dicho algo el detective?


—He descubierto que Roxana ha estado moviendo grandes cantidades de dinero a través de nuestra cuenta para los clientes. Posiblemente esté metida en algo raro. Roxana no es precisamente un ángel.


—Lo sé todo sobre Roxana.


—¿Cómo?


—Lo he averiguado por los procedimientos usuales. ¿Dónde está Roxana ahora?


—No estoy segura —admitió—. Recibí un e-mail suyo el jueves por la noche diciéndome que volviera a casa porque necesitaba algo que yo tenía y, que de todas formas, sus socios sabían dónde estaba. En cuanto lo recibí me puse en contacto con Claudio.


—¿Claudio?


—El detective privado.


—¿Llamaste a ese tipo a Florida en vez de mirar al otro lado de la almohada y hablar conmigo?


—No quería involucrarte.


—Seguro que no se te ha escapado que tú y yo ya estamos involucrados —replicó él.


—Ya sabes lo que quiero decir. Además, no había pruebas sólidas de que el remitente fuera realmente Roxana.


—No importa quién lo enviara. Paula, era una amenaza.


—Lo sé, y pensé que podría manejarlo sola. Pero la otra noche en la playa y hoy de nuevo en la boda vi a una mujer que me parece que estaba con aquellos matones en mi casa de Florida.


—¿Caucásica, pelo castaño corto, unos cuarenta años de edad? —preguntó él. Paula asintió con la cabeza y él soltó un juramento—. ¿Y tampoco me lo contaste? —Pedro se levantó. Estaba claramente furióso—. No has cambiado. No puedo creerlo, pero no has cambiado nada. Sigues siendo la misma persona mimada y egoísta, ¿verdad?


—Eso no es justo, Pedro.


—Pero es cierto. Vamos a ceñirnos a los hechos —comenzó a caminar por la habitación—. Huiste de Florida porque tu compañera desaparecida está involucrada en algo que parece criminal. Recibes un e-mail suyo diciendo que sus socios saben dónde estás. Te siguen y aun así no te molestas en contármelo. ¿En qué estabas pensando?


—Esto no tiene nada que ver contigo —Paula inspiró profundamente y dejó escapar el aire despacio—. Cuando llegué, no sabía con seguridad que estaba ocurriendo algo malo. Podría ser simplemente que Roxana hubiera decidido repentinamente tomarse unas vacaciones. No sería la primera vez.


—¿Y los hombres que había en tu casa que te asustaron tanto como para que te marcharas? Tal vez fueran vendedores de biblias, ¿no? Y cuando descubriste que te estaban buscando, ¿por qué no recurriste a mí? ¡Paula, has arriesgado tu vida!


—Lo sé —se enjugó una lágrima que le caía del ojo derecho—. Al menos, lo sé ahora, pero no quería meterte en el lío. Y esto es lo último que sé: por error, terminé con el PDA de Roxana cuando me marché. Claudio cree que en él hay un archivo oculto y que eso es lo que quiere. Y cree que tiene algo que ver con una gran cantidad de títulos al portador que algún traficante de droga ha perdido.


Pedro salió de la habitación y unos minutos después Paula lo oyó hablar con Carlos por teléfono. Se metió en el baño y agarró algunos pañuelos de papel. Preparándose para la tormenta que se avecinaba, se sentó en el salón y esperó. Carlos llegó unos quince minutos después, con otra oficial a quien le presentó como Cathy.


—Cathy se quedará aquí esta noche —le dijo Carlos a Paula—. Es por simple precaución. Y estoy intentando saber si los tipos que os han seguido son de alguna otra rama de protección de la ley. Normalmente nos hacen una visita de cortesía cuando están por aquí, pero no siempre.


Paula asintió, apretando con fuerza los pañuelos de papel.


—De acuerdo.


Pedro apareció con una bolsa en la mano.


—¿Te vas a algún sitio? —le preguntó Paula. Él evitó mirarla a los ojos.


—Aquí estarás segura.


A ella no le importaba que la viera con un ataque de pánico. Lo único que quería era que se quedara.



—No me dejes esta noche. Por favor.


—Tengo que hacerlo. Ahora no puedo tratar contigo —se pasó una mano por la cara—. Mañana, ¿de acuerdo? —dijo, y se marchó.


Pero se había olvidado de que al día siguiente ella se iba.



LA TENTACION: CAPITULO 39





Paula se despertó y encontró a Pedro sentado en el borde de la cama. Tenía una taza de café en la mano. Cuando se incorporó, él se la tendió, diciendo:
—Tendrás que arriesgarte a tomar café hecho en casa, ya que el Village Grounds cierra hoy.


—Gracias. Seguro que está bueno —tomó un sorbo—. ¿Qué hora es?


—Las diez —contestó él, mirando el reloj.


—¿Las diez? —Paula le devolvió la taza—. ¡La boda es dentro de una hora! —apartó rápidamente las sábanas—. No sé qué ponerme y el único regalo que tengo para ellos es una tarjeta de felicitación.


—Relájate. Es una boda informal, no tienes que encerrarte en el baño durante horas. Y el regalo que les he comprado puede ser de parte de los dos. Olvidé comprarles una tarjeta, así que podemos usar la tuya.


—Gracias —le dijo, tomando de nuevo la taza.


—Mientras corría esta mañana estuve pensando, y esto es lo que me gustaría hacer: quiero que el día de hoy sea especial... memorable. Acepto tu plan de marcharte mañana, pero no dejemos que eso interfiera en el día de hoy, ¿de acuerdo?


Ella asintió con la cabeza.


—Eso también me gustaría.


—Asistimos a la boda de Jim y Lisa y después cenamos en casa de Carlos. Luego tengo intención de traerte aquí y hacerte el amor hasta que cambies de opinión sobre lo de mañana.


Pedro, no puedo...


El levantó una mano.


—No. Nada de negativas.


—De acuerdo.


El se levantó.


—Estaré en el porche trasero. Ven cuando estés preparada.


Paula se duchó, se recogió el pelo y se puso una blusa de seda sin mangas y una falda vaporosa de flores, perfecta para una boda en la pradera. Fue a buscar a Pedro y ambos se dirigieron juntos hacia el evento.


Alrededor del cenador de la pradera habían atado un ancho lazo blanco que brillaba a la luz del sol. Las sillas plegables estaban cubiertas de tela blanca y cada una tenía otro lazo en la parte trasera. El pasillo estaba señalado con cestas de flores que contenían rosas blancas, lirios japoneses de color púrpura y algunas margaritas. En el fondo del cenador, un arpista tocaba.


Era perfecto, pensó Paula. Pedro la tomó de la mano y juntos subieron la suave pendiente hasta llegar a la zona preparada para los asientos. 


Algunas personas a las que Paula conocía los observaban.


Dana y Carlos estaban sentados a unas cuantas filas del fondo. Dana los vio y los saludó con la mano. Cuando el acomodador se acercó para tomar a Paula del brazo, ella le dijo que les gustaría sentarse junto a la otra pareja. Dana y Carlos se levantaron al verlos acercarse.


Carlos se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla, lo que fue una de las mayores sorpresas que había tenido Paula en toda su vida.


—Me alegro de verte —le dijo Carlos.


Paula se lo agradeció educadamente mientras se sentaba. Así que era eso lo que se sentía al pertenecer a una familia... Era una pena que lo estuviera descubriendo cuando ya era demasiado tarde.


—La cena es a las siete —le dijo Dana.


—¿Llevo algo? —preguntó Paula, una vez recuperado el aplomo.


—Con que vengáis vosotros, es suficiente.


Charlaron hasta que un violinista se acercó y comenzó a tocar. El novio, el padrino y el pastor ocuparon su lugar. Las tres damas de honor entraron por el pasillo y empezó a sonar la tradicional marcha nupcial. Todo el mundo se levantó y se giró. Lisa estaba, sencillamente, preciosa.


Paula normalmente no lloraba en las bodas, pero empezaron a saltársele las lágrimas. Hizo todo lo que pudo para contenerlas y que no le estropearan el maquillaje, pero fue en vano.


Cuando Lisa se unió a Jim en el altar, Paula sintió una tela en la mano. Pedro le estaba dando un pañuelo y le dio también un suave beso en la sien. Le iba a resultar muy difícil dejar a ese hombre.


Después de la ceremonia todos se reunieron en la carpa que habían montado. Paula intentó estar alegre, felicitó a los recién casados y les dio las gracias por haberla invitado. Comió más de lo que podía comer y evitó el alcohol; ya tenía bastantes ganas de llorar. Cuando la pequeña orquesta empezó a tocar en el cenador, bailó con Pedro y Carlos. Seguía sintiéndose abrumada.


Mientras Pedro bailaba con Dana, Paula se apartó un poco del grupo, en busca de un sitio con menos gente y menos ruidoso. Miró al otro lado de la calle, hacia el Village Grounds, en cuyo escaparate alguien había escrito con letras rojas «Recién casados». Sonrió al verlo. 


Entonces vio algo que hizo que su sonrisa se desvaneciera. Era la mujer de la noche anterior... y de la semana anterior. Estaba pasando por delante del Village Grounds. 


Asustada, Paula volvió rápidamente a la recepción, donde se quedó junto a Pedro. Un poco después ya se había calmado lo suficiente como para soltarle la mano.


Dana y Carlos se marcharon a las cuatro, y poco después la recepción comenzó a animarse más, con más gente y más comida. Eran casi las seis y media cuando Pedro sugirió volver a su casa, tomar el coche y dirigirse a casa de Dana y Carlos.


Quince minutos después ya estaban en la carretera. Carlos y Dana vivían en la granja familiar de los Alfonso, en pleno campo, a unos cuantos kilómetros del pueblo: Paula se sintió aliviada al alejarse de Sandy Bend y de la misteriosa mujer. Se inclinó hacia atrás en su asiento, cerró los ojos y dejó su destino en manos de Pedro durante unos minutos.


Ya habían abandonado Sandy Bend cuando Pedro hizo un giro brusco a la derecha y se metió en un camino de tierra. Paula se incorporó y se agarró al salpicadero.


—¿Dónde vas?


Él la miró brevemente.


—He decidido tomar el camino más pintoresco.


A los lados de la pequeña carretera había campos de espárragos y de otros cultivos. La vista era bonita, pero pronto Paula se dio cuenta de que Pedro estaba conduciendo a lo largo de un gran cuadrado que los llevaría de nuevo a la calle principal de Sandy Bend. En un determinado momento redujo la velocidad para dejar que una camioneta los adelantara.


—Seguramente podrías ir un poco más rápido —le dijo ella, pensando que llegarían tarde a la cena con Dana y Carlos.


Pedro no respondió. Cuando regresaron a la carretera principal, él tomó de nuevo el camino del este que se adentraba en el campo. Paula se relajó, pero sólo hasta que Pedro tomó otra carretera que bordeaba el pueblo, haciendo forma de U.


—¿Dónde vamos? —le preguntó.


—No hables.


Un minuto después Pedro soltó un juramento. 


Parecía furioso, y Paula comenzó a asustarse.


Pedro, ¿qué ocurre?


—He dicho que no hables.


—Pero vas por el camino equivocado, y nos están esperando.


Por toda respuesta, él la miró.


Unos miputos después tomaron el camino que llevaba a Dollhouse Cottage. Pedro aparcó el coche frente a su casa y se dirigió a la puerta principal, mirando por encima del hombro para decirle a Paula que se apresurara. Una vez dentro la llevó a la cocina, se asomó por la puerta trasera, la cerró y se volvió hacia Paula.


—¿Hay alguna razón por la que alguien quiera seguirte?



viernes, 6 de julio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 38





El sábado Pedro se despertó a las siete. Su cama estaba demasiado vacía para sentirse cómodo en ella, ya que Paula había decidido dormir en el sofá.


Estaba a punto de salir por la puerta principal para correr un poco por la mañana, pero se detuvo para mirarla. Tenía la sábana enrollada en las piernas y no parecía muy cómoda.


Pedro se acercó al sofá, se inclinó y la besó en la frente. Cuando ella abrió los ojos, él le dijo:
—Te vas a mudar —sin darle tiempo para protestar, la tomó en brazos, la llevó a su dormitorio y la dejó en la cama—. Volveré más tarde. Duerme un poco; apuesto a que no has pegado ojo en toda la noche.


Después de calentar un poco, comenzó su carrera habitual, hacia el centro del pueblo y después hacia la playa. Las preparaciones para la boda de Lisa y Jim, que era a las once, estaban en pleno apogeo. Pedro cruzó la calle para observarlas más de cerca. Habían montado una gran carpa de color blanco en la pradera y estaban colocando mesas y sillas. Pasó por delante de una furgoneta con el logo de una floristería, aparcada a una manzana de la pradera. Sonrió a la mujer que estaba en el asiento del conductor, y ella le devolvió una rápida sonrisa.


Continuó corriendo, pero la florista se le había quedado grabada en la mente. Había visto a esa mujer antes, y no había sido en una floristería. 


Pedro sabía que la mejor forma de recordar dónde había sido era no pensar en ello y dejar que el subconsciente lo descubriera por sí solo. 


Tarde o temprano lo recordaría. Siempre era así.




LA TENTACION: CAPITULO 37




La cena se terminó y Paula tuvo la sensación de que su fantasía de una vida idílica en Dollhouse Cottage también había acabado. Pero Pedro era un hombre generoso, lo suficiente como para mantener una conversación animada cuando en realidad los dos se habían quedado sin palabras.


—Vamos a dar un paseo hacia el lago —sugirió él—. El sol se pondrá pronto.


Paula asintió, ya que no estaba preparada para volver a la casa. No había planeado decirle a Pedro tan pronto que se marchaba, pero cuando había intentado regalarle el collar de su madre, no había tenido alternativa. Aceptarlo no habría estado bien, ni tampoco involucrar a Pedro en sus problemas.


Se dirigieron a una zona de la playa con un pequeño paseo marítimo que quedaba al oeste del Nickerson Inn. Mientras caminaban, Paula sintió la necesidad de tomar la mano de Pedro o de agarrarlo del brazo, cualquier cosa para recuperar la conexión que parecía estar desvaneciéndose. Cuando entraron en el muelle, encontró la excusa perfecta para hacerlo.


—¿Te importa? —preguntó, tomándolo de la mano—. Los tacones altos y yo no nos llevamos muy bien.


El le apretó la mano y después se la puso en su brazo. Pasaron junto a un grupo de pescadores y otras parejas que también paseaban. Algunos saludaron a Pedro, y él les devolvió el saludo.


Al final del muelle se quedaron un poco apartados de un grupo que estaba contemplando la puesta de sol.


—¿A qué hora tienes planeado irte el domingo? —le preguntó Pedro en voz baja.


Ella no quería hablar de eso. Ya había hecho bastante por arruinar sus últimas horas en el pueblo.


—No lo sé... Tal vez a media tarde.


Apareció más gente que se reunió en el muelle a ver el atardecer. Paula empezó a sentirse fuera de lugar y, aparentemente, Pedro también.


—Volvamos a tierra —sugirió él.


Cuando pasaron junto a una zona de picnic, Paula dudó. En una de las mesas había sentados un hombre y una mujer. Él estaba ojeando una revista y ella hablaba por el móvil. 


Paula estaba segura de que no había visto antes al hombre, pero la mujer le resultaba vagamente familiar. Al pasar junto a ellos, Paula la observó con detenimiento. Mediana edad, pelo castaño, expresión anodina...


Pensó que sería alguien a quien le había enseñado alguna casa pero, cuando hubieron caminado algunos metros, se detuvo y miró hacia atrás. Al reconocerla sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Su pierna mala le falló un poco y sintió que se le doblaba el tobillo.


Pedro la sostuvo.


—¿Estás bien?


—Lo siento. Estúpidos zapatos... —murmuró, intentando parecer casual.


Había visto a aquella mujer hacía tan sólo unos días, pero a miles de kilómetros de distancia... en Coconut Grove. Paula estaba casi segura de que era la misma mujer a la que había visto en la furgoneta azul la noche que Roxana había desaparecido.


LA TENTACION: CAPITULO 36




Les adjudicaron una mesa en el porche acristalado, un cómodo lugar desde donde había una fantástica vista del lago Michigan. Durante la cena hablaron de los viejos tiempos y de los viejos amigos, y por un momento Pedro pudo imaginarse cómo sería la vida entre ellos cuando solucionaran todos sus problemas.


Esperó a que les recogieran la mesa para darle el collar.


—Tengo algo para ti —dijo, sacando la caja del bolsillo y poniéndosela delante.


A Paula se le encendieron ligeramente las mejillas.


—¿De verdad es para mí?


Él asintió. Paula parecía tan asombrada que Pedro se preguntó si todos los tipos con los que había salido se habrían enfrentado al mismo problema: no saber qué regalarle a una mujer que lo tenía todo.


Paula abrió despacio la caja, y después pasó suavemente un dedo por el collar. Su evidente placer le resultó a Pedro muy gratificante.


—Es precioso, y tan delicado...


—Era de mi madre —dijo Pedro, sintiendo la garganta seca.


—¿De tu madre? —repitió ella. De repente, Paula pareció consternada—. Pedro, no puedo aceptarlo.


—¿Por qué?


Ella bajó la mirada hacia el mantel, y luego volvió a mirarlo a él.


—Debería quedarse en tu familia. No sería justo que yo lo aceptara.


—Pero tú eres la mujer que quiero que lo tenga.


—Yo... me voy el domingo —dijo en un impulso—. ¿Recuerdas que te dije que tenía un problema en el trabajo? —él asintió con la cabeza—. Tengo que solucionarlo ahora. Mi vida va a estar patas arriba durante una temporada. No sé cuánto tiempo pasará hasta que pueda volver a Michigan y, además, comprendo que estés muy ocupado con tu trabajo y las clases. Es... un mal momento. Para los dos.


Paula cerró la caja y se la devolvió. Pedro la dejó sobre la mesa. Si no hubiera leído el e-mail de Paula y la búsqueda que había estado haciendo en Internet, pensaría que lo estaba rechazando. Pero lo había hecho, y reconocía las palabras de Paula como una oportunidad que le estaba dando para que él abandonara la relación.


El problema era que él no tenía intención de hacer eso. La curiosidad y la sensación de que estaban jugando a una especie de política arriesgada lo llevaron a preguntar:
—¿Y si yo quisiera ir a Florida?


Ella pareció estar a punto de echarse a llorar.


—No lo sé, Pedro. Como te he dicho, tengo muchas cosas que solucionar. Esperemos y veremos qué ocurre.


Pedro sabía que aquella cena le había dejado una moraleja. Los chicos malos no merecían ser felices. Tomó el collar y se lo metió en el bolsillo.