sábado, 26 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 43




—¡Donna! ¡Mi ropa! ¡Me has traído mi ropa!


Paula abrió la puerta de la casa de invitados y saludó a sus prendas como si fueran viejas amigas.


—Te dije que te la traería.


Había ido a Dallas el día anterior para asistir a un seminario, y se había ofrecido a pasar por la casa de Paula para recoger unas cuantas cosas.


—¿Viste a alguien?


Donna se dirigió al dormitorio y dejó caer la ropa en la cama.


—¿A las cinco de la mañana? No. No he traído muchas cosas. Si todo marcha bien, el lunes podrás volver a ser tú misma. ¿Es éste el vestido que me dijiste que querías ponerte?


—Exactamente.


Era un vestido sin mangas ni tirantes, de color rojo vivo. La falda larga tenía una pronunciada abertura.


—Es precioso. Estarás guapísima. Lo siento, pero tu ficus ha pasado a la historia. Ya que el ministerio de justicia te paga el alquiler, podrían mandar a alguien a regar las plantas de vez en cuando. Una casa muy bonita, por cierto.


—¿Cómo estaba la casa?


—Solitaria. Un poco polvorienta. Nada que no se pueda arreglar rápidamente. Pero no te pongas nostálgica ahora. Podrás volver dentro de muy poco.


Paula asintió.


—Ya lo sé. Es sólo que has hecho muchas cosas por mí, y ahora esto.


—Tú has hecho mucho por el instituto Roosevelt. Has conseguido que Alan Chaney asista a la fiesta y has cambiado a varios de tus compañeros. Todos echaremos de menos a Sabrina cuando se vaya. Pero se va a ir por todo lo alto.




—¿Qué demonios...?


Donna buscó el bolso, enterrado entre la ropa de la cama, y sacó una caja de cartón. Era tinte de pelo, negro azulado. Paula sonrió encantada. Volvería a ser ella misma, de la cabeza a los pies.


—¿De verdad crees que debería?


—Adelante. Estoy harta de verte con ese color pajizo. Nos vemos a las siete. No me hagas esperar. Ah, no te voy a traer flores, no te hagas ilusiones.


Paula aprovechó al máximo las seis horas siguientes. Se sintió feliz cuando terminó de enjuagarse la cabeza después de teñirse, pero cuando observó su reflejo se asustó. Parecía una desconocida. Tendría suerte si no salía con esquizofrenia de aquella experiencia.


Se pintó las uñas de rojo vivo, a juego con el jersey. Se depiló las piernas, se tomó un emparedado a media tarde y se echó una siesta para estar radiante a la hora del baile.


Aunque no iba a bailar, pensó dos horas después. Pero estaba deseando ver a sus amigos. No sabía qué opinarían de su pelo, pero ya era demasiado tarde para pensarlo.


Se encogió de hombros mientras se lavaba la cara con agua fría, y después se maquilló. Por primera vez en el papel de Sabrina utilizó todos los cosméticos que quiso. Cuando terminó aparentaba veintisiete años. En el baile de graduación no tenía importancia.


Casi todas las quinceañeras aparentarían veintiocho.


Pasó más tiempo del acostumbrado peinándose, experimentando con la espuma y las tenacillas. Al final consiguió un peinado perfecto.


Cuando se dio cuenta de que tendría que ir sin sujetador, porque allí no tenía ninguno sin tirantes, empezó a ponerse un poco nerviosa. 


Era traspasar el umbral entre llevar demasiado y no llevar lo suficiente.


Cuando se miró al espejo comprobó que tenía exactamente el aspecto que pretendía: el de una elegante buscona vestida para matar.


Su acompañante se mostró de acuerdo. De camino al hotel en el que se celebraba la fiesta, Donna no dejaba de mirarla de reojo.


—Por favor, no apartes la vista de la carretera —le rogó Paula.


—No debería perderte de vista esta noche, con tantas hormonas adolescentes desatadas. Debería ser ilegal vestirse así.


—¿Es que no te has mirado al espejo? Las empleadas de dirección tampoco tienen ese aspecto.


Donna se sonrojó.


—¿Recuerdas que te comenté que me encanta el vecino? Pues a lo mejor se pasa a ver el espectáculo de magia. Le dije que dejaría su nombre en la entrada.


—Ah —sonrió Paula—. Le encantará tu vestido.


Cuando llegaron a la puerta del hotel, varios hombres se volvieron para mirarlas mientras caminaban hacia la sala de baile. Dentro, la decoración era perfecta, sacada de un cuento de hadas.


El techo estaba lleno de globos de helio plateados y negros. 


En los centros de mesa había pequeños sombreros de copa y conejos de chocolate, con envolturas plateadas y negras. 


De todas partes colgaban estrellas de cartón.


La cara que ponían los asistentes al entrar merecía todas las horas que habían pasado planeando la fiesta. El aspecto de Paula también causó sensación.


La cara de estupor de Wendy, seguida por una mirada asesina, resultó particularmente satisfactoria. Sobre todo cuando se volvió hacia Tony, que lanzaba a Paula una sonrisa deslumbrante. Sus amigos se quedaron boquiabiertos y se deshicieron en alabanzas, las chicas más que los chicos. Beto, Derek y Fred la rodearon como si fueran sus orgullosos hermanos mayores.


—¿Qué pasa? Vuestras acompañantes se van a enfadar.


—No podemos dejarte sola con esa pinta. Como nos alejemos se te van a echar encima.


Paula miró hacia un grupo de chicos sin acompañante que la miraban con deseo. Tendría que ser inhumana para no sentirse halagada.


—Os agradezco la preocupación, pero sé cuidarme. Id a divertiros. Por cierto, ¿alguien ha visto a Eliana?


Nadie la había visto, y el corazón de Paula dio un vuelco. Se preguntó si algo habría salido mal. Pasó un cuarto de hora con la vista clavada en la puerta, y de repente llegaron, causando un revuelo considerable. No era para menos. 


Juntos tenían un aspecto impresionante.


El pelo rubio de Greg contrastaba con el traje negro. Todos los compañeros de clase de Eliana, que sólo la habían visto con ropa ancha, repararon por primera vez en su belleza. El aspecto de universitario de Greg hizo subir considerablemente la posición social de Eliana. 


Lo mejor era que parecía embelesado con ella. 


Cuando Eliana miró a Paula, al otro lado de la habitación, y le lanzó una sonrisa, estaba claro que la velada sería un éxito.


La presencia de Alan Chaney había atraído a las cámaras de televisión, por lo que se vio obligado a esmerarse. Ya podía desechar otra preocupación. Observó que el vecino de Donna había aparecido. En efecto, era muy guapo.


La euforia de Paula duró hasta el principio del baile, que fue rápido y divertido. Aceptó unas cuantas invitaciones a la pista, pero las rechazó cuando su humor empezó a cambiar.


El baile se hizo más lento. Más meloso y romántico.


Y de repente ya no era divertido.


Fred y Carolina bailaban metidos en una burbuja, ajenos al mundo. Wendy y Tony estaban en la cama, aunque de pie. 


El príncipe azul trataba a Eliana con infinita delicadeza, como si tuviera miedo de que se le rompieran las zapatillas de cristal. Y si no era Donna la que demostraba en la pista ser la mejor vecina del mundo, Paula era una calabaza.


Encadenada a su lugar junto al ponche, sintió una punzada de melancolía. No podía pensar en nada peor que estar sola, rodeada de parejas; nada más hiriente que saber que la pareja perfecta prefería estar en otro lugar antes que seguir con ella. Si había algo más doloroso, prefería no experimentarlo en toda su vida.


Una noche mágica para recordar se convirtió en una ocasión de sufrimiento.


Quería marcharse, pero si pedía a alguien que la llevara a casa le estropearía la velada. Como una idiota, no se le había ocurrido llevar dinero para el taxi. Tendría que esperar.


Y mirar. Y sufrir.


Volvió la espalda a la pista de baile y se sirvió una copa de ponche. Fingió admirar la decoración, soportó la música y echó de menos a un hombre que se encontraba a miles de kilómetros. Dejó la copa y se dirigió a la pared. 



Todo era distinto, y sin embargo, todo seguía igual. Siempre sería una flor de pared.


Lentamente, con reticencia, volvió a mirar hacia la pista de baile. Observó el escenario en el que Alan había actuado y se dijo que era una buena profesional. Miró hacia los jóvenes a los que había ayudado a tener confianza y se sintió orgullosa. Contempló la decoración y sintió la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero no era suficiente. El vacío seguía en su interior. Hasta que miró hacia la puerta.


Y encontró su pareja.


El grito involuntario que dejó escapar acompañó al vuelco de su corazón. Era Pedro. Paula recobró la vida. El hombre llevaba unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y unas botas de motociclista, pero aventajaba a todos los hombres bien vestidos de la sala.


Estaba mirando a su alrededor, desde la puerta, hasta que encontró a quien buscaba.Paula sintió la descarga eléctrica cuando sus ojos entraron en contacto. El mundo desapareció. Sólo existía aquel hombre. Para siempre. Se detuvo a un metro de ella y le tendió la mano.


—¿Me concede este baile?


Paula aceptó su ofrecimiento, feliz.


—Creía que no me lo pedirías.


El impecable y rígido Pedro Alfonso se había presentado en vaqueros entre sus alumnos ataviados con esmoquin, sin prestar atención a los murmullos, y había sacado a la pista a una supuesta menor de edad. Bailaron abrazados delante de todo el instituto.


Las preguntas y las respuestas podían esperar. 


Por ahora tenía bastante con sentir los brazos de Pedro alrededor del cuerpo y mirar sus ojos. 


Era todo lo que necesitaba.


Hasta que Pedro bajó la cabeza y susurró:
—Te amo, Paula.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 42




Pedro se echó unas gotas de aceite en la palma y se frotó las manos.


Miró con avidez a la mujer que esperaba su contacto. No sabía por dónde empezar; estaba llena de curvas, todas ellas tentadoras. Tenía la piel pálida y suave, iluminada por la luna. Se preguntó cómo cambiaría el aceite su contacto. 


Extendió la mano, y...


—¿Pedro?


Pedro parpadeó. La luz del sol deshizo la visión. 


Estaba de vuelta en Los Angeles, comiendo al aire libre con Gail Powers, productora ejecutiva de Swan, y con Daniel Harris, director de Free Fall.


—Perdona, ¿has dicho algo?


Gail levantó una ceja perfilada.


—He dicho que deberías probar uno de estos daiquiris de melocotón y de repente has desaparecido.


Pedro sintió un escalofrío. El fuerte aroma de los melocotones era un tormento incapaz de pasar por alto.


—Perdona —tomó su cerveza—. Ya he vuelto.


Pero no del todo. A medida que pasaba el tiempo y se iba familiarizando con la ciudad, una parte de sí se negaba a abandonar Houston.


Gail lo miró pensativa por encima del vaso, se apoyó en la silla y se cruzó de piernas. Con más de sesenta años, seguía teniendo unas piernas preciosas.


—Daniel dice que no duermes muy bien. Pareces cansado.


Pedro miró sorprendido al director, que se encogió de hombros.


—El dormitorio de Consuelo está al lado de la cocina. Te oye levantarte varias veces todas las noches. Además, pareces un muerto viviente. Eres el único habitante de Los Angeles que no está bronceado.


—¿Se puede saber a qué vienen tantas críticas? Creía que estabas contento con mi trabajo.


—No es para menos. La última escena que has remodelado va a dejar al público boquiabierto. El otro día le comentaba a Robert de Niro que tienes mucho futuro. Está impaciente por leerse el guión —tomó su martini y se puso a juguetear con la aceituna—. Eres un tipo decente. No quedan muchos como tú en esta ciudad. Pero algo te preocupa. Se lo comenté a Gail y propuso que comiéramos juntos, simplemente por comer. A veces nos concentramos tanto en el trabajo que nos olvidamos de la vida personal.


—¿Qué tal está tu familia? —intervino Gail—. Tu madre y tu hermana viven en Houston, ¿verdad?


Pedro sintió una punzada de nostalgia.


—Sí. Están bien. Esta noche mi hermana irá al baile de graduación. Me encantaría poder verla. Pero estoy segura de que mi madre le hará un montón de fotografías.


—¿Por qué no le haces unas cuantas tú también? —propuso Gail.


Pedro la miró extrañado.


—Tengo entendido que Houston tiene aeropuerto —continuó la mujer—. Si te das prisa puedes llegar a tiempo. ¿Por qué no te vas a pasar el fin de semana?


—Necesito también el lunes.


En cuanto lo dijo, Pedro se dio cuenta de que había tomado la decisión antes. No podía permitir que Paula fuera sola al juicio por asesinato. No era guardaespaldas, pero le daba igual. Daría la vida por protegerla si era necesario.


—Vaya, no hemos tenido que presionar mucho —dijo Daniel—. Claro, tómate también el lunes libre. La verdad es que creo que hasta el miércoles no te necesitaré para nada.


—Ya tienes mejor aspecto —dijo Gail—. ¿Cómo se llama?


—¿Mi hermana? Carolina.


Gail alzó la vista.


—Me refiero a la mujer de Houston de la que estás enamorado.


Pedro estuvo a punto de atragantarse con la cerveza. El insomnio, el desinterés por el sueldo, las imágenes y los olores que lo sumían en ensoñaciones los habían llevado a una conclusión que no podía negar.


—Se llama Paula Chaves. Pero algunas personas la llaman Sabrina.



viernes, 25 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 41





El sábado, Paula tuvo que salir. Si había algún asesino al acecho, cosa muy poco probable, le pegaría un tiro con mucha facilidad. Había prometido a algunos de sus compañeros que iría con ellos al centro comercial, para echarles una mano con los preparativos del baile. Había hecho lo que había podido, enseñándoles fotografías de revistas y catálogos con estilos y peinados que creía que les sentarían bien, pero de algunas cosas se tenía que encargar personalmente. No estaba dispuesta a defraudarlos en el último momento.


Carolina no estaba segura sobre el color del vestido que había encargado. Fred había accedido por fin a cortarse el pelo, pero Paula no confiaba en que supiera dar las instrucciones al peluquero. Eliana necesitaba una varita mágica para convertirse en princesa cuando el príncipe azul la acompañara al baile. Sonriendo para sí, Paula buscó un sitio libre en el aparcamiento. Estaba más orgullosa de haber convencido a Eliana que de haber conseguido que un mago y humorista famoso amenizara la velada.


Greg Lake, el alumno de la universidad de Rice que cuidaba el césped y el jardín de los Kaiser, le había preguntado la noche anterior si la casa de huéspedes quedaría libre cuando se marchara. Aquella mañana se le había ocurrido una idea. Había convencido a la señora Kaiser de la conveniencia de alquilar la casa, y le había recomendado a Greg como inquilino, a cambio de que él acompañase a una bella muchacha a una fiesta a ver a Alan Chaney.


Tanto la señora Kaiser como Greg estaban encantados con el acuerdo. Eliana no estaba tan entusiasmada, porque la idea de ir al baile con un desconocido la ponía nerviosa, pero Paula había ganado la carrera.


Paula vio que una mujer cargaba el maletero de un coche, y encendió los intermitentes para indicar que quería ocupar aquel espacio. Cinco minutos después entró en el centro comercial.


La libertad era maravillosa, aunque sólo fuera durante un día. Se quedó parada para absorber las visiones, los sonidos y los olores que tanto había echado de menos durante varios meses.


Una madre que empujaba un carrito de bebé, una pareja que miraba el escaparate de una joyería, un hombre, con expresión aburrida, sentado en un banco junto a un montón de paquetes, hasta que se animó cuando una atractiva joven pasó a su lado.


Aquello le encantaba. Todo estaba lleno de cosas interesantes. No entendía cómo en el pasado le molestaban los centros comerciales.


—¡Estás aquí! —la voz de Fred interrumpió sus pensamientos—. Habíamos quedado delante del cine.


Paula sonrió y se acercó al grupo.


—Ya te dije que probablemente estaría aquí —dijo Eliana.


Los tres la miraron, y Paula aprovechó para observarlos. 


Había decidido que el estilo deportivo encajaría con la constitución de Fred y realzaría su imagen. En efecto, estaba muy guapo con la camisa vaquera, los téjanos negros y las botas de montar. Pero el cambio más sorprendente se había producido cuando se cambió las gafas por lentillas. Se alegraba de que Carolina hubiera visto la luz después de que él defendiera su honor. Desde que empezó a arreglarse, las chicas del instituto se habían olvidado de que lo consideraban poco interesante, y ahora envidiaban a Carolina.


La joven estaba más guapa que nunca, sobre todo porque últimamente sonreía mucho. En ausencia de Pedro, la compañía de Fred había ejercido una buena influencia sobre ella. Se adoraban, y los dos estaban radiantes de felicidad por la admiración que despertaban en el otro. De repente, querían tener buen aspecto. La actitud positiva de Carolina, que también había subido la nota, hacía que su madre estuviera de mejor humor.


Eliana llevaba unos vaqueros y una camisa muy anchos. Un mes atrás le estarían ajustados. Cuando alcanzara su peso ideal, sus padres le renovarían el guardarropa con mucho gusto. Estaban orgullosos de su disciplina durante los últimos cuatro meses. Antes tenía el pelo precioso, largo y rizado, pero el corte por los hombros resultaba muy elegante y enmarcaba a la perfección su rostro ovalado. Con un poco de suerte encontrarían un vestido que resaltara sus mejores características.


—Vaya, nos está mirando con esa cara —advirtió Eliana a sus amigos.


—¿A quién querrá cambiar ahora? —preguntó Carolina.


—¡Deprisa! —bromeó Fred—. El último en llegar a Sam Goody será su conejillo de indias.


—Muy bien, listillo —Paula se acercó y lo tomó del brazo—. Empezaremos por tu corte de pelo.


Las tres lo acompañaron a la peluquería. Paula pasó diez minutos dando instrucciones al peluquero.


Tres cuartos de hora después, todos convinieron en que sabía lo que hacía. Fred estaba arrebatador, con el pelo negro más corto, pero no mucho, revuelto como si el viento se lo hubiera alejado.


—No te voy a perder de vista —le advirtió Carolina mientras salían de la peluquería. Fred se volvió para mirar a Paula y le agradeció el favor con una sonrisa.


A continuación fueron a ver el vestido de Carolina, aunque ella insistió en que Fred esperase fuera. Quería sorprenderlo el día de la fiesta.


Al verla con el vestido verde esmeralda, sin tirantes, Paula declaró que, sin lugar a dudas, lo sorprendería. Aquel color encajaba muy bien con su pelo y resaltaba el verde de sus ojos. Le recomendó que se lo comprara.


Ya iban dos. Sólo faltaba una.


Los enamorados se fueron al cine. Paula y Eliana se quedaron a solas. Después de dos horas, cuando estaban al borde de la desesperación, dieron en el blanco.


Encontraron un vestido de color marrón otoñal, con el corpiño ceñido y la falda de mucho vuelo. El color era perfecto, como si lo hubieran hecho para encajar con su pelo. Por primera vez desde que había perdido la apuesta se le iluminaron los ojos ante la perspectiva de ir a la fiesta.


Fue entonces cuando Paula lo supo. Hiciera lo que hiciera en el futuro, se dedicaría a ayudar a los adolescentes a sentirse bien. El trabajo de relaciones públicas la llenaba de orgullo, pero no la hacía feliz.


Era curioso que hubiera tenido que convertirse en adolescente para crecer.




BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 40





Paula corrió al vestuario femenino, dejó la bolsa de deporte en un banco y empezó a ponerse la ropa de gimnasia. Se había retrasado. Eliana ya estaba fuera, en la pista. Donna había convocado una reunión urgente para organizar la fiesta de fin de estudios. Sólo faltaban diez días para el acontecimiento.


La venta de entradas se disparó cuando corrió la voz de que Alan Chaney iba a asistir. El mago y humorista criado en Houston se estaba haciendo cada vez más célebre.


Nadie se podía creer que un cómico en plena ascensión al estrellato fuera a asistir a una fiesta de instituto. A fin de cuentas, había sido él quien poco tiempo atrás estampó contra el suelo la cámara de un fotógrafo. El mejor de sus trucos era el de parecer encantador y sincero, cuando en realidad era un canalla sin escrúpulos.


Con una sonrisa sarcástica, Paula se puso las zapatillas y se sentó para abrochárselas. Le encantaba que el momento adecuado, los conocimientos y la suerte se combinasen para que algo ocurriera. Se había puesto en contacto con el agente de Alan, haciéndose pasar por Donna, y lo había convencido de que tenía que contrarrestar la publicidad negativa. Los medios de comunicación de Houston divulgarían el acontecimiento por todo el país, y la gente tendría la impresión de que era una buena persona, dispuesta a trabajar gratis a cambio de proporcionar a los adolescentes de su ciudad natal una noche memorable.


Se alegraba de que la negociación y otros aspectos de la organización de la fiesta las hubieran obligado a Donna y a ella a trabajar juntas. Al final habían hablado de Pedro, y al darse cuenta de que Paula se sentía mucho peor que ella, Donna acabó por reconocer que no tenía derecho a esperar nada, que él había sido sincero y ella se había obstinado en negarse a darse cuenta de que no tenían futuro.


Se subió los calcetines y se dirigió a la pista. Su futuro era una gran interrogación. El lunes siguiente al baile empezaría el juicio por asesinato de John Merrit. Esperar hasta entonces no suponía ningún problema, pero llegar sana y salva al juzgado no sería fácil. Como no habían conseguido encontrarla por el momento, era probable que volvieran a intentar asesinarla entonces.


Contuvo un estremecimiento y salió al sol de la tarde, aliviada. Se detuvo para acostumbrarse a la claridad, e inhaló el aroma de la hierba recién cortada. El viento le agitaba el pelo.


Se sentía mucho mejor. Era difícil creer en el hombre del saco en un ambiente tan normal.


La pista roja estaba llena. Miró a Eliana. Con los brazos levantados, volviendo de vez en cuando la cabeza para intercambiar algún comentario con los demás corredores, no parecía la tímida adolescente que apenas conseguía dar dos vueltas en enero.


Para empezar, ya sólo le sobraban cinco kilos, aproximadamente. A medida que su estructura facial y sus curvas empezaron a salir a la luz, dejó de necesitar que alguien la motivara para hacer ejercicio y comer bien.


Pero eran sólo cambios estéticos, positivos para ganar la aceptación en una sociedad que prestaba demasiada atención al aspecto, aunque no suficientes para alcanzar la felicidad. Paula había trabajado con muchas mujeres bellísimas cuya vida era un desastre.


Se sentía muy orgullosa de la profunda transformación de su joven amiga. Tenía mucha más confianza en sí misma que antes. Ahora parecía ir por el mundo convencida de que merecía la pena conocerla, y no de que no valía nada, como antes.


Era una lástima que aún no tuviera suficiente valor para pedir a un chico que la acompañara al baile. Se negaba a ir sola, como había hecho Paula en su momento.


Se dijo, con sarcasmo, que no podía esperar otra cosa, después de haber dicho a Eliana lo mal que se sintió.


Ocupó su lugar junto a Eliana, olvidando la culpa de momento. Su amiga la saludó con una sonrisa retadora.


Paula empezó a correr lentamente para calentar. 


No tenía tiempo para ejercitarse más, pero no podía pasar por alto el desafío.


Cuando Eliana llegó a su lado, ya tenía los músculos desentumecidos.


—Hola —saludó, aumentando lentamente la velocidad—. ¿Cuántas vueltas has dado?


—Diez cuando llegue a la marca. ¿Quieres que hagamos una carrera en las dos que me quedan?


—De acuerdo. Pero si gano tendrás que ir al baile.


Eliana levantó las cejas.


—No estoy dispuesta a ir sola. Ya te lo he dicho.


—Y no estoy sorda. Yo te proporcionaré el acompañante, y te prometo que será presentable. ¿Qué te parece? Nos estamos acercando a la marca.


—No vas a dejar de darme la lata con ese baile, ¿verdad?


—No —contestó con una sonrisa.


—De acuerdo, pero si gano yo, no quiero oír ni una palabra más. ¿Trato hecho?


—Trato hecho. Los pies deben estar en contacto con la pista todo el tiempo. No te mates intentando ganar. Para si no tienes más remedio.


—Más quisieras.


La carrera había comenzado. Paula no estaba acostumbrada a perder apuestas, pero se dio cuenta de que Eliana no se lo iba a poner fácil. Tenía las piernas muy largas, lo que constituía una gran ventaja, y por supuesto, estaba en plena forma después de dar diez vueltas. Empezó a pensar que había cometido un error.


Pero no se daría por vencida tan fácilmente. Tal vez fuera más baja y tuviera los músculos más tensos, pero era mayor y estaba más acostumbrada al deporte que su rival.


Aceleró la marcha, decidida. Eliana tenía las piernas demasiado largas. Por cada paso que daba, Paula tenía que dar dos.


En la primera vuelta iban a la par. Paula sentía que le ardían los músculos, y no tenía los pulmones mucho mejor. Si aceleraba acabaría por desmoronarse antes de llegar a la meta. Había empezado a sudar, y lo que era peor, tenían espectadores.


La gente que había cerca empezó a gritar sus nombres, animando a una u otra. Eliana fue la que recibió más gritos de ánimo. Paula se concentró en su objetivo, haciendo caso omiso al dolor. Pero Eliana tenía las piernas muy largas.


Habían llegado al tramo final. Aquél era el momento. Si Paula no crecía quince centímetros en unos segundos, Eliana se quedaría en casa durante la fiesta del instituto y se perdería toda la diversión. No asistiría a un baile con el que todo el mundo soñaba. No podía permitir que ocurriera aquello.


Se dijo que había llegado el momento de comerse la lata de espinacas, de meterse en la cabina telefónica a colocarse el traje de Superman. Hizo acopio de fuerzas y consiguió situarse a la cabeza en el último tramo.


—He ganado —proclamó al llegar a la meta.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 39





Marzo y abril fueron los dos meses peores y mejores de su vida. Lo peor empezaba al atardecer, cuando los demás se iban a casa con su familia, con su animal doméstico o al solitario remanso de paz que habían creado a su gusto, con sus recuerdos personales.


Paula se iba a un lugar decorado por otra persona, lleno de libros que habían dejado los inquilinos anteriores y fotografías de familias ajenas. Ni siquiera la ropa que llevaba era suya; pertenecía a la inexistente Sabrina, o en realidad, a Donna.


Cada vez sentía más deseos de irse a su casa, sentarse en los muebles que ella había comprado y leer los libros que ella había elegido; ver las fotografías de sus padres, de sus amigos y de su niñez.


Quería ponerse su ropa elegante de mujer adulta e ir de compras o al cine. A cualquier sitio que no fuera aquél. En cierto modo, se sentía identificada con las personas como Carolina. Su prisión, aunque privilegiada, se le hacía insoportable.


Siempre hacía lo mismo al salir de clase. Se duchaba con gel de melocotón y al frotarse reavivaba el recuerdo de las manos de Pedro en la piel. Después sacaba una cena congelada, la metía en el microondas y esperaba a que sonara el timbre.


Aquel sonido reavivaba el recuerdo de un timbre en un escritorio, lo que hacía que tardase quince minutos en cenar, en vez de diez. Si tenía suerte había acumulado bastante ropa sucia para poner una lavadora, y así mataba más tiempo.


Ya no le costaba tanto hacer los deberes como al principio, pero la distraía más que la televisión. Cuando tenía suerte le llevaban tres horas, o cuatro si tenía un examen al día siguiente. La profesora de literatura que había sustituido a Pedro, una joven deseosa de demostrar su valía, era una fanática de los exámenes sorpresa. Paula estudiaba diversas lecciones, reavivaba el recuerdo de la primera vez que Pedro las había explicado y a veces veía un poco la televisión.


Al final aceptaba lo inevitable, se lavaba los dientes y se introducía entre las sábanas frías, donde los recuerdos y la soledad eran más intensos. Se preguntaba cómo estaría Pedro, si era feliz y si la echaba de menos, aunque sólo fuera un poco; si estaba deslumbrado por las bellas mujeres que lo rodeaban, y que sin duda estarían deslumbradas por el nuevo guionista.


Sabía que estaba viviendo en la casa de Hollywood del director, y que colaboraban estrechamente, aunque no siempre en armonía, con los arreglos. No había escrito ni la había llamado desde que se marchó. La poca información que tenía la había obtenido de Carolina, con cuidado de evitar que dijera a su hermano que Sabrina había pedido detalles.


Cuando tenía suerte no daba demasiadas vueltas en la cama, ni se levantaba desvelada a prepararse un té. Cuando tenía suerte se quedaba dormida a una hora razonable y se levantaba descansada.


Aquello estaba bien, porque las mejores horas de aquellos días interminables empezaban por la mañana, en el instituto.


Ya se sentía más cómoda en el papel de Sabrina Davis, que se fundía con su antigua personalidad para formar una nueva. Un proceso muy adecuado para la primavera, cuando las mariposas salían de sus capullos, los árboles se cubrían de hojas y el rejuvenecimiento estaba a la orden del día.


El resultado era una Paula Chaves menos negativa, menos propensa a pensar que las apariencias eran sólo las máscaras de la persona que se deseaba ocultar al mundo. A veces era así, pero no siempre. No normalmente.


Había necesitado conocer a muchos alumnos del instituto Roosevelt para recuperar la fe en la gente y sentirse orgullosa de su profesión.


Si no hubiera tenido a sus compañeros aquella primavera fatídica se habría vuelto loca.