viernes, 25 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 39





Marzo y abril fueron los dos meses peores y mejores de su vida. Lo peor empezaba al atardecer, cuando los demás se iban a casa con su familia, con su animal doméstico o al solitario remanso de paz que habían creado a su gusto, con sus recuerdos personales.


Paula se iba a un lugar decorado por otra persona, lleno de libros que habían dejado los inquilinos anteriores y fotografías de familias ajenas. Ni siquiera la ropa que llevaba era suya; pertenecía a la inexistente Sabrina, o en realidad, a Donna.


Cada vez sentía más deseos de irse a su casa, sentarse en los muebles que ella había comprado y leer los libros que ella había elegido; ver las fotografías de sus padres, de sus amigos y de su niñez.


Quería ponerse su ropa elegante de mujer adulta e ir de compras o al cine. A cualquier sitio que no fuera aquél. En cierto modo, se sentía identificada con las personas como Carolina. Su prisión, aunque privilegiada, se le hacía insoportable.


Siempre hacía lo mismo al salir de clase. Se duchaba con gel de melocotón y al frotarse reavivaba el recuerdo de las manos de Pedro en la piel. Después sacaba una cena congelada, la metía en el microondas y esperaba a que sonara el timbre.


Aquel sonido reavivaba el recuerdo de un timbre en un escritorio, lo que hacía que tardase quince minutos en cenar, en vez de diez. Si tenía suerte había acumulado bastante ropa sucia para poner una lavadora, y así mataba más tiempo.


Ya no le costaba tanto hacer los deberes como al principio, pero la distraía más que la televisión. Cuando tenía suerte le llevaban tres horas, o cuatro si tenía un examen al día siguiente. La profesora de literatura que había sustituido a Pedro, una joven deseosa de demostrar su valía, era una fanática de los exámenes sorpresa. Paula estudiaba diversas lecciones, reavivaba el recuerdo de la primera vez que Pedro las había explicado y a veces veía un poco la televisión.


Al final aceptaba lo inevitable, se lavaba los dientes y se introducía entre las sábanas frías, donde los recuerdos y la soledad eran más intensos. Se preguntaba cómo estaría Pedro, si era feliz y si la echaba de menos, aunque sólo fuera un poco; si estaba deslumbrado por las bellas mujeres que lo rodeaban, y que sin duda estarían deslumbradas por el nuevo guionista.


Sabía que estaba viviendo en la casa de Hollywood del director, y que colaboraban estrechamente, aunque no siempre en armonía, con los arreglos. No había escrito ni la había llamado desde que se marchó. La poca información que tenía la había obtenido de Carolina, con cuidado de evitar que dijera a su hermano que Sabrina había pedido detalles.


Cuando tenía suerte no daba demasiadas vueltas en la cama, ni se levantaba desvelada a prepararse un té. Cuando tenía suerte se quedaba dormida a una hora razonable y se levantaba descansada.


Aquello estaba bien, porque las mejores horas de aquellos días interminables empezaban por la mañana, en el instituto.


Ya se sentía más cómoda en el papel de Sabrina Davis, que se fundía con su antigua personalidad para formar una nueva. Un proceso muy adecuado para la primavera, cuando las mariposas salían de sus capullos, los árboles se cubrían de hojas y el rejuvenecimiento estaba a la orden del día.


El resultado era una Paula Chaves menos negativa, menos propensa a pensar que las apariencias eran sólo las máscaras de la persona que se deseaba ocultar al mundo. A veces era así, pero no siempre. No normalmente.


Había necesitado conocer a muchos alumnos del instituto Roosevelt para recuperar la fe en la gente y sentirse orgullosa de su profesión.


Si no hubiera tenido a sus compañeros aquella primavera fatídica se habría vuelto loca.



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