sábado, 26 de mayo de 2018
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 43
—¡Donna! ¡Mi ropa! ¡Me has traído mi ropa!
Paula abrió la puerta de la casa de invitados y saludó a sus prendas como si fueran viejas amigas.
—Te dije que te la traería.
Había ido a Dallas el día anterior para asistir a un seminario, y se había ofrecido a pasar por la casa de Paula para recoger unas cuantas cosas.
—¿Viste a alguien?
Donna se dirigió al dormitorio y dejó caer la ropa en la cama.
—¿A las cinco de la mañana? No. No he traído muchas cosas. Si todo marcha bien, el lunes podrás volver a ser tú misma. ¿Es éste el vestido que me dijiste que querías ponerte?
—Exactamente.
Era un vestido sin mangas ni tirantes, de color rojo vivo. La falda larga tenía una pronunciada abertura.
—Es precioso. Estarás guapísima. Lo siento, pero tu ficus ha pasado a la historia. Ya que el ministerio de justicia te paga el alquiler, podrían mandar a alguien a regar las plantas de vez en cuando. Una casa muy bonita, por cierto.
—¿Cómo estaba la casa?
—Solitaria. Un poco polvorienta. Nada que no se pueda arreglar rápidamente. Pero no te pongas nostálgica ahora. Podrás volver dentro de muy poco.
Paula asintió.
—Ya lo sé. Es sólo que has hecho muchas cosas por mí, y ahora esto.
—Tú has hecho mucho por el instituto Roosevelt. Has conseguido que Alan Chaney asista a la fiesta y has cambiado a varios de tus compañeros. Todos echaremos de menos a Sabrina cuando se vaya. Pero se va a ir por todo lo alto.
—¿Qué demonios...?
Donna buscó el bolso, enterrado entre la ropa de la cama, y sacó una caja de cartón. Era tinte de pelo, negro azulado. Paula sonrió encantada. Volvería a ser ella misma, de la cabeza a los pies.
—¿De verdad crees que debería?
—Adelante. Estoy harta de verte con ese color pajizo. Nos vemos a las siete. No me hagas esperar. Ah, no te voy a traer flores, no te hagas ilusiones.
Paula aprovechó al máximo las seis horas siguientes. Se sintió feliz cuando terminó de enjuagarse la cabeza después de teñirse, pero cuando observó su reflejo se asustó. Parecía una desconocida. Tendría suerte si no salía con esquizofrenia de aquella experiencia.
Se pintó las uñas de rojo vivo, a juego con el jersey. Se depiló las piernas, se tomó un emparedado a media tarde y se echó una siesta para estar radiante a la hora del baile.
Aunque no iba a bailar, pensó dos horas después. Pero estaba deseando ver a sus amigos. No sabía qué opinarían de su pelo, pero ya era demasiado tarde para pensarlo.
Se encogió de hombros mientras se lavaba la cara con agua fría, y después se maquilló. Por primera vez en el papel de Sabrina utilizó todos los cosméticos que quiso. Cuando terminó aparentaba veintisiete años. En el baile de graduación no tenía importancia.
Casi todas las quinceañeras aparentarían veintiocho.
Pasó más tiempo del acostumbrado peinándose, experimentando con la espuma y las tenacillas. Al final consiguió un peinado perfecto.
Cuando se dio cuenta de que tendría que ir sin sujetador, porque allí no tenía ninguno sin tirantes, empezó a ponerse un poco nerviosa.
Era traspasar el umbral entre llevar demasiado y no llevar lo suficiente.
Cuando se miró al espejo comprobó que tenía exactamente el aspecto que pretendía: el de una elegante buscona vestida para matar.
Su acompañante se mostró de acuerdo. De camino al hotel en el que se celebraba la fiesta, Donna no dejaba de mirarla de reojo.
—Por favor, no apartes la vista de la carretera —le rogó Paula.
—No debería perderte de vista esta noche, con tantas hormonas adolescentes desatadas. Debería ser ilegal vestirse así.
—¿Es que no te has mirado al espejo? Las empleadas de dirección tampoco tienen ese aspecto.
Donna se sonrojó.
—¿Recuerdas que te comenté que me encanta el vecino? Pues a lo mejor se pasa a ver el espectáculo de magia. Le dije que dejaría su nombre en la entrada.
—Ah —sonrió Paula—. Le encantará tu vestido.
Cuando llegaron a la puerta del hotel, varios hombres se volvieron para mirarlas mientras caminaban hacia la sala de baile. Dentro, la decoración era perfecta, sacada de un cuento de hadas.
El techo estaba lleno de globos de helio plateados y negros.
En los centros de mesa había pequeños sombreros de copa y conejos de chocolate, con envolturas plateadas y negras.
De todas partes colgaban estrellas de cartón.
La cara que ponían los asistentes al entrar merecía todas las horas que habían pasado planeando la fiesta. El aspecto de Paula también causó sensación.
La cara de estupor de Wendy, seguida por una mirada asesina, resultó particularmente satisfactoria. Sobre todo cuando se volvió hacia Tony, que lanzaba a Paula una sonrisa deslumbrante. Sus amigos se quedaron boquiabiertos y se deshicieron en alabanzas, las chicas más que los chicos. Beto, Derek y Fred la rodearon como si fueran sus orgullosos hermanos mayores.
—¿Qué pasa? Vuestras acompañantes se van a enfadar.
—No podemos dejarte sola con esa pinta. Como nos alejemos se te van a echar encima.
Paula miró hacia un grupo de chicos sin acompañante que la miraban con deseo. Tendría que ser inhumana para no sentirse halagada.
—Os agradezco la preocupación, pero sé cuidarme. Id a divertiros. Por cierto, ¿alguien ha visto a Eliana?
Nadie la había visto, y el corazón de Paula dio un vuelco. Se preguntó si algo habría salido mal. Pasó un cuarto de hora con la vista clavada en la puerta, y de repente llegaron, causando un revuelo considerable. No era para menos.
Juntos tenían un aspecto impresionante.
El pelo rubio de Greg contrastaba con el traje negro. Todos los compañeros de clase de Eliana, que sólo la habían visto con ropa ancha, repararon por primera vez en su belleza. El aspecto de universitario de Greg hizo subir considerablemente la posición social de Eliana.
Lo mejor era que parecía embelesado con ella.
Cuando Eliana miró a Paula, al otro lado de la habitación, y le lanzó una sonrisa, estaba claro que la velada sería un éxito.
La presencia de Alan Chaney había atraído a las cámaras de televisión, por lo que se vio obligado a esmerarse. Ya podía desechar otra preocupación. Observó que el vecino de Donna había aparecido. En efecto, era muy guapo.
La euforia de Paula duró hasta el principio del baile, que fue rápido y divertido. Aceptó unas cuantas invitaciones a la pista, pero las rechazó cuando su humor empezó a cambiar.
El baile se hizo más lento. Más meloso y romántico.
Y de repente ya no era divertido.
Fred y Carolina bailaban metidos en una burbuja, ajenos al mundo. Wendy y Tony estaban en la cama, aunque de pie.
El príncipe azul trataba a Eliana con infinita delicadeza, como si tuviera miedo de que se le rompieran las zapatillas de cristal. Y si no era Donna la que demostraba en la pista ser la mejor vecina del mundo, Paula era una calabaza.
Encadenada a su lugar junto al ponche, sintió una punzada de melancolía. No podía pensar en nada peor que estar sola, rodeada de parejas; nada más hiriente que saber que la pareja perfecta prefería estar en otro lugar antes que seguir con ella. Si había algo más doloroso, prefería no experimentarlo en toda su vida.
Una noche mágica para recordar se convirtió en una ocasión de sufrimiento.
Quería marcharse, pero si pedía a alguien que la llevara a casa le estropearía la velada. Como una idiota, no se le había ocurrido llevar dinero para el taxi. Tendría que esperar.
Y mirar. Y sufrir.
Volvió la espalda a la pista de baile y se sirvió una copa de ponche. Fingió admirar la decoración, soportó la música y echó de menos a un hombre que se encontraba a miles de kilómetros. Dejó la copa y se dirigió a la pared.
Todo era distinto, y sin embargo, todo seguía igual. Siempre sería una flor de pared.
Lentamente, con reticencia, volvió a mirar hacia la pista de baile. Observó el escenario en el que Alan había actuado y se dijo que era una buena profesional. Miró hacia los jóvenes a los que había ayudado a tener confianza y se sintió orgullosa. Contempló la decoración y sintió la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero no era suficiente. El vacío seguía en su interior. Hasta que miró hacia la puerta.
Y encontró su pareja.
El grito involuntario que dejó escapar acompañó al vuelco de su corazón. Era Pedro. Paula recobró la vida. El hombre llevaba unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y unas botas de motociclista, pero aventajaba a todos los hombres bien vestidos de la sala.
Estaba mirando a su alrededor, desde la puerta, hasta que encontró a quien buscaba.Paula sintió la descarga eléctrica cuando sus ojos entraron en contacto. El mundo desapareció. Sólo existía aquel hombre. Para siempre. Se detuvo a un metro de ella y le tendió la mano.
—¿Me concede este baile?
Paula aceptó su ofrecimiento, feliz.
—Creía que no me lo pedirías.
El impecable y rígido Pedro Alfonso se había presentado en vaqueros entre sus alumnos ataviados con esmoquin, sin prestar atención a los murmullos, y había sacado a la pista a una supuesta menor de edad. Bailaron abrazados delante de todo el instituto.
Las preguntas y las respuestas podían esperar.
Por ahora tenía bastante con sentir los brazos de Pedro alrededor del cuerpo y mirar sus ojos.
Era todo lo que necesitaba.
Hasta que Pedro bajó la cabeza y susurró:
—Te amo, Paula.
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