viernes, 25 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 40





Paula corrió al vestuario femenino, dejó la bolsa de deporte en un banco y empezó a ponerse la ropa de gimnasia. Se había retrasado. Eliana ya estaba fuera, en la pista. Donna había convocado una reunión urgente para organizar la fiesta de fin de estudios. Sólo faltaban diez días para el acontecimiento.


La venta de entradas se disparó cuando corrió la voz de que Alan Chaney iba a asistir. El mago y humorista criado en Houston se estaba haciendo cada vez más célebre.


Nadie se podía creer que un cómico en plena ascensión al estrellato fuera a asistir a una fiesta de instituto. A fin de cuentas, había sido él quien poco tiempo atrás estampó contra el suelo la cámara de un fotógrafo. El mejor de sus trucos era el de parecer encantador y sincero, cuando en realidad era un canalla sin escrúpulos.


Con una sonrisa sarcástica, Paula se puso las zapatillas y se sentó para abrochárselas. Le encantaba que el momento adecuado, los conocimientos y la suerte se combinasen para que algo ocurriera. Se había puesto en contacto con el agente de Alan, haciéndose pasar por Donna, y lo había convencido de que tenía que contrarrestar la publicidad negativa. Los medios de comunicación de Houston divulgarían el acontecimiento por todo el país, y la gente tendría la impresión de que era una buena persona, dispuesta a trabajar gratis a cambio de proporcionar a los adolescentes de su ciudad natal una noche memorable.


Se alegraba de que la negociación y otros aspectos de la organización de la fiesta las hubieran obligado a Donna y a ella a trabajar juntas. Al final habían hablado de Pedro, y al darse cuenta de que Paula se sentía mucho peor que ella, Donna acabó por reconocer que no tenía derecho a esperar nada, que él había sido sincero y ella se había obstinado en negarse a darse cuenta de que no tenían futuro.


Se subió los calcetines y se dirigió a la pista. Su futuro era una gran interrogación. El lunes siguiente al baile empezaría el juicio por asesinato de John Merrit. Esperar hasta entonces no suponía ningún problema, pero llegar sana y salva al juzgado no sería fácil. Como no habían conseguido encontrarla por el momento, era probable que volvieran a intentar asesinarla entonces.


Contuvo un estremecimiento y salió al sol de la tarde, aliviada. Se detuvo para acostumbrarse a la claridad, e inhaló el aroma de la hierba recién cortada. El viento le agitaba el pelo.


Se sentía mucho mejor. Era difícil creer en el hombre del saco en un ambiente tan normal.


La pista roja estaba llena. Miró a Eliana. Con los brazos levantados, volviendo de vez en cuando la cabeza para intercambiar algún comentario con los demás corredores, no parecía la tímida adolescente que apenas conseguía dar dos vueltas en enero.


Para empezar, ya sólo le sobraban cinco kilos, aproximadamente. A medida que su estructura facial y sus curvas empezaron a salir a la luz, dejó de necesitar que alguien la motivara para hacer ejercicio y comer bien.


Pero eran sólo cambios estéticos, positivos para ganar la aceptación en una sociedad que prestaba demasiada atención al aspecto, aunque no suficientes para alcanzar la felicidad. Paula había trabajado con muchas mujeres bellísimas cuya vida era un desastre.


Se sentía muy orgullosa de la profunda transformación de su joven amiga. Tenía mucha más confianza en sí misma que antes. Ahora parecía ir por el mundo convencida de que merecía la pena conocerla, y no de que no valía nada, como antes.


Era una lástima que aún no tuviera suficiente valor para pedir a un chico que la acompañara al baile. Se negaba a ir sola, como había hecho Paula en su momento.


Se dijo, con sarcasmo, que no podía esperar otra cosa, después de haber dicho a Eliana lo mal que se sintió.


Ocupó su lugar junto a Eliana, olvidando la culpa de momento. Su amiga la saludó con una sonrisa retadora.


Paula empezó a correr lentamente para calentar. 


No tenía tiempo para ejercitarse más, pero no podía pasar por alto el desafío.


Cuando Eliana llegó a su lado, ya tenía los músculos desentumecidos.


—Hola —saludó, aumentando lentamente la velocidad—. ¿Cuántas vueltas has dado?


—Diez cuando llegue a la marca. ¿Quieres que hagamos una carrera en las dos que me quedan?


—De acuerdo. Pero si gano tendrás que ir al baile.


Eliana levantó las cejas.


—No estoy dispuesta a ir sola. Ya te lo he dicho.


—Y no estoy sorda. Yo te proporcionaré el acompañante, y te prometo que será presentable. ¿Qué te parece? Nos estamos acercando a la marca.


—No vas a dejar de darme la lata con ese baile, ¿verdad?


—No —contestó con una sonrisa.


—De acuerdo, pero si gano yo, no quiero oír ni una palabra más. ¿Trato hecho?


—Trato hecho. Los pies deben estar en contacto con la pista todo el tiempo. No te mates intentando ganar. Para si no tienes más remedio.


—Más quisieras.


La carrera había comenzado. Paula no estaba acostumbrada a perder apuestas, pero se dio cuenta de que Eliana no se lo iba a poner fácil. Tenía las piernas muy largas, lo que constituía una gran ventaja, y por supuesto, estaba en plena forma después de dar diez vueltas. Empezó a pensar que había cometido un error.


Pero no se daría por vencida tan fácilmente. Tal vez fuera más baja y tuviera los músculos más tensos, pero era mayor y estaba más acostumbrada al deporte que su rival.


Aceleró la marcha, decidida. Eliana tenía las piernas demasiado largas. Por cada paso que daba, Paula tenía que dar dos.


En la primera vuelta iban a la par. Paula sentía que le ardían los músculos, y no tenía los pulmones mucho mejor. Si aceleraba acabaría por desmoronarse antes de llegar a la meta. Había empezado a sudar, y lo que era peor, tenían espectadores.


La gente que había cerca empezó a gritar sus nombres, animando a una u otra. Eliana fue la que recibió más gritos de ánimo. Paula se concentró en su objetivo, haciendo caso omiso al dolor. Pero Eliana tenía las piernas muy largas.


Habían llegado al tramo final. Aquél era el momento. Si Paula no crecía quince centímetros en unos segundos, Eliana se quedaría en casa durante la fiesta del instituto y se perdería toda la diversión. No asistiría a un baile con el que todo el mundo soñaba. No podía permitir que ocurriera aquello.


Se dijo que había llegado el momento de comerse la lata de espinacas, de meterse en la cabina telefónica a colocarse el traje de Superman. Hizo acopio de fuerzas y consiguió situarse a la cabeza en el último tramo.


—He ganado —proclamó al llegar a la meta.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 39





Marzo y abril fueron los dos meses peores y mejores de su vida. Lo peor empezaba al atardecer, cuando los demás se iban a casa con su familia, con su animal doméstico o al solitario remanso de paz que habían creado a su gusto, con sus recuerdos personales.


Paula se iba a un lugar decorado por otra persona, lleno de libros que habían dejado los inquilinos anteriores y fotografías de familias ajenas. Ni siquiera la ropa que llevaba era suya; pertenecía a la inexistente Sabrina, o en realidad, a Donna.


Cada vez sentía más deseos de irse a su casa, sentarse en los muebles que ella había comprado y leer los libros que ella había elegido; ver las fotografías de sus padres, de sus amigos y de su niñez.


Quería ponerse su ropa elegante de mujer adulta e ir de compras o al cine. A cualquier sitio que no fuera aquél. En cierto modo, se sentía identificada con las personas como Carolina. Su prisión, aunque privilegiada, se le hacía insoportable.


Siempre hacía lo mismo al salir de clase. Se duchaba con gel de melocotón y al frotarse reavivaba el recuerdo de las manos de Pedro en la piel. Después sacaba una cena congelada, la metía en el microondas y esperaba a que sonara el timbre.


Aquel sonido reavivaba el recuerdo de un timbre en un escritorio, lo que hacía que tardase quince minutos en cenar, en vez de diez. Si tenía suerte había acumulado bastante ropa sucia para poner una lavadora, y así mataba más tiempo.


Ya no le costaba tanto hacer los deberes como al principio, pero la distraía más que la televisión. Cuando tenía suerte le llevaban tres horas, o cuatro si tenía un examen al día siguiente. La profesora de literatura que había sustituido a Pedro, una joven deseosa de demostrar su valía, era una fanática de los exámenes sorpresa. Paula estudiaba diversas lecciones, reavivaba el recuerdo de la primera vez que Pedro las había explicado y a veces veía un poco la televisión.


Al final aceptaba lo inevitable, se lavaba los dientes y se introducía entre las sábanas frías, donde los recuerdos y la soledad eran más intensos. Se preguntaba cómo estaría Pedro, si era feliz y si la echaba de menos, aunque sólo fuera un poco; si estaba deslumbrado por las bellas mujeres que lo rodeaban, y que sin duda estarían deslumbradas por el nuevo guionista.


Sabía que estaba viviendo en la casa de Hollywood del director, y que colaboraban estrechamente, aunque no siempre en armonía, con los arreglos. No había escrito ni la había llamado desde que se marchó. La poca información que tenía la había obtenido de Carolina, con cuidado de evitar que dijera a su hermano que Sabrina había pedido detalles.


Cuando tenía suerte no daba demasiadas vueltas en la cama, ni se levantaba desvelada a prepararse un té. Cuando tenía suerte se quedaba dormida a una hora razonable y se levantaba descansada.


Aquello estaba bien, porque las mejores horas de aquellos días interminables empezaban por la mañana, en el instituto.


Ya se sentía más cómoda en el papel de Sabrina Davis, que se fundía con su antigua personalidad para formar una nueva. Un proceso muy adecuado para la primavera, cuando las mariposas salían de sus capullos, los árboles se cubrían de hojas y el rejuvenecimiento estaba a la orden del día.


El resultado era una Paula Chaves menos negativa, menos propensa a pensar que las apariencias eran sólo las máscaras de la persona que se deseaba ocultar al mundo. A veces era así, pero no siempre. No normalmente.


Había necesitado conocer a muchos alumnos del instituto Roosevelt para recuperar la fe en la gente y sentirse orgullosa de su profesión.


Si no hubiera tenido a sus compañeros aquella primavera fatídica se habría vuelto loca.



jueves, 24 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 38





Había muchas cosas que no habían resultado fáciles a Paula a la hora de entrar en el instituto a los veintisiete años, como la estructuración del horario, los deberes y la actitud condescendiente de los supuestos adultos. Tampoco encajaba en la compleja jerarquía social que determinaba la felicidad de los alumnos. Todos aquellos factores, combinados con el miedo a que se descubriera su tapadera, habían hecho que los meses de enero y febrero le resultaran muy difíciles de sobrellevar.


Sin embargo, la clase de literatura era algo que siempre la animaba. Al principio porque era un cambio agradable en la rutina cotidiana, y más adelante, porque la hacía pensar y a veces la emocionaba. Era lógico que se hubiera enamorado.


Además, como había comprobado personalmente, la visión de Pedro no era simplemente agradable. Merecía figurar en un calendario. Durante las dos semanas transcurridas desde que hicieron el amor había pasado horas imaginándolo en doce poses distintas.


Tenía una noche de recuerdos maravillosos. 


Debería conformarse con aquello, porque los dos habían convenido en que no sería aconsejable repetir, aunque ninguno de ellos había explicado por qué.


Los motivos de Paula no tenían nada que ver con la ética, sino con el miedo. Pedro había decidido marcharse, y ella tenía que respetarlo. Ahora, por las noches, cuando se apartaba las mantas dispuesta a ir a casa de Pedro y meterse en su habitación por la ventana, cerraba los ojos y se imaginaba de rodillas en el suelo, rogándole que no se fuera. Aquello era bastante para disuadirla.


El último día de clase de Pedro, a finales de febrero, pensaba que estaba preparada para apartarse de él. Lo había animado a irse. Incluso había ayudado a organizar la fiesta de despedida.


Aunque los alumnos se quejaran de él por lo estricto que era, las notas que escribieron en la tarjeta denotaban afecto y respeto. La visión de Pedro Alfonso emocionado provocó una epidemia de ojos acuosos.


Hasta Tony se había puesto melancólico. Habría sido un buen anuncio si alguien lo hubiera fotografiado. Un momento casi tan impresionante como el de la despedida de Pedro y Paula.


Pedro estaba en el vestíbulo, con las cosas que había recogido de su mesa. Estaban rodeados de gente. Paula lo miró a los ojos y murmuró unas palabras que había olvidado en el acto.


Pero no olvidaría nunca la desesperación que había sentido al oír los escuetos buenos deseos de Pedro para el futuro, y su recomendación de que tuviera cuidado.


Tampoco olvidaría la angustia de verlo subir a su coche con intención de irse a Los Ángeles por la mañana. Los separaban tantos kilómetros de hielo que no se podrían derretir en toda una vida.


Creía que estaba preparada para separarse de él.


Pero se equivocaba.




BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 37





Tenía que marcharse. Casi era media noche y no quería que Carolina y su madre sospecharan algo raro, cosa que seguramente harían si volvía por la mañana, a tiempo de dirigirse al instituto. 


Si lo hacía, tendría que responder a demasiadas preguntas. Y ya tenía suficientes problemas con la venta del guión.


La luz de la luna se filtraba entre las ramas del roble que había junto a la ventana, dando un tono plateado a la mujer que dormía a su lado. 


Paula parecía una escultura clásica, muy distinta de la joven pelirroja y llena de energía que había conocido. La observó durante unos segundos con la admiración de un asiduo visitante de museos, pero con el apasionamiento de todo amante.


Era perfecta.


Su mirada recorrió todo el cuerpo de Paula, hasta llegar a su precioso perfil, para volver a bajar más tarde a la estrechísima cintura que cabía entre sus manos. Entonces notó que estaba excitado otra vez. Su prolongada abstinencia, empero, no podía justificar el insaciable deseo que sentía hacia aquella mujer. Había imaginado que las relaciones sexuales con ella serían maravillosas, pero no había imaginado que fueran tan intensas.


Durante unos minutos se limitó a observar su respiración, escuchando el sonido, un sonido que podría oír todos los días si se marchaba a Dallas con ella en lugar de dirigirse a Los Angeles.


Pedro apartó la mirada y volvió a mirar por la ventana. Sentía un intenso vacío, y no estaba seguro de haber tomado la decisión acertada.


Carolina y Valeria tendrían una situación económica muy acomodada, y Paula tenía razón en lo relativo a su relación. 


Dependían demasiado de él, y en cierto modo había resultado contraproducente. Su marcha les dolería, pero aprenderían a vivir por su cuenta.


En cuanto al instituto, sabía que la dirección tendría problemas para encontrar a otro profesor cuando sólo faltaban tres meses para que terminara el curso, pero no era la primera vez que se marchaba un profesor y siempre habían solucionado los problemas.


No obstante, la perspectiva de marcharse sin ver cómo terminaban los estudios sus alumnos le resultaba demasiado dolorosa. Pero, tal y como Paula había insinuado, les había dado todo lo que podía darles. Y tal vez merecieran librarse de sus estrictas normas. Tal y como la propia Paula había comentado en otra ocasión, Pedro sentía celos de ellos, celos de su juventud y de su libertad.


Pero, en realidad, su verdadero dilema se encontraba más cerca, a su lado, en aquella cama. No creía que llegaran a odiarse si decidía permanecer con ella; sin embargo, tampoco quería arriesgarse a cometer un error. 


Lamentablemente, sospechaba que su corazón no resistiría la separación de Paula.


Entonces la miró y vio que se había despertado y que lo estaba observando con una sonrisa.


La excitación de Pedro se desató de inmediato. 


Quería hacerlo otra vez, pero tenía que contenerse. Habían hecho el amor muchas veces durante la noche, y Paula ya no podía más.


—No tienes prisa por marcharte, ¿verdad? —preguntó ella.


—Bueno...


Paula se levantó de la cama y abrió la puerta del dormitorio.


—Espera, Pedro.


La mujer desapareció en el interior del cuarto de baño, y apareció segundos más tarde con una sonrisa maliciosa en los labios.


—He pensado que podríamos usar esto, si estás dispuesto a colaborar.


Pedro estaba tan concentrado en la belleza del cuerpo de Paula que tardó más de lo normal en entender lo que decía. 


Entonces vio el pequeño frasco que llevaba en una mano, un pequeño frasco con una etiqueta en la que se veían unos melocotones. Se acercó y vio que era aceite para dar masajes.


Acto seguido, Pedro levantó la mirada, excitado, y sonrió.


—Desde luego. No tengo ninguna prisa.




BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 36





Al parecer, Pedro no sólo pretendía clavarle una flecha en el corazón, sino que se despidiera de él con una sonrisa cuando hiciera las maletas.


La expresión del profesor evocaba su alegría por lo conseguido y la confusión de tener que elegir. Pero en lugar de ir a casa para contárselo a su madre y a su hermana, había decidido hablar con ella en primer lugar, tal vez porque necesitaba su apoyo y su comprensión.


Paula hizo un esfuerzo e intentó encontrar la energía necesaria para seguir hablando con él, la energía para soportar que se alejara de ella y que saliera de su vida.


—¿Qué quieres decir con eso, Pedro? Márchate a Los Ángeles, es evidente. Si quieres hacerme alguna pregunta, que sea más inteligente, por favor.


Pedro se cruzó de brazos. Estaba muy atractivo.


—Ya. ¿Y cómo se las arreglarán mi madre y mi hermana sin mí? No pueden permanecer diez minutos en la misma habitación sin acabar discutiendo. ¿Y qué harán mis alumnos? Si me marcho, tendrán que cambiar de profesor en mitad del curso. Beto y Tony van algo atrasados, y Jesica podría empeorar de nuevo si no me encargo de ella...


—Espera un momento. Enfréntate a las cosas una a una. Siéntate, te serviré un café e intentaremos analizar la situación con objetividad.


Pedro asintió, aunque no parecía demasiado convencido, y se sentó en una silla, desde la que observó a Paula. La joven estaba haciendo verdaderos esfuerzos para controlar su emoción y su nerviosismo, para no preguntar lo que deseaba.


«¿Y qué hay de mí? ¿No soy importante en tu vida?».


Poco después sirvió el café, se sentó a la mesa y lo miró. 


Estaban tan cerca que sus piernas casi se tocaban.


—Veamos, Pedro. Aunque creas lo contrario, nada es imposible. Las personas somos increíblemente flexibles. Tu madre y Carolina te echarán de menos, desde luego, y seguro que se pelearán a menudo cuando no estés a su lado. Pero con el tiempo se acostumbrarán y aprenderán a convivir. Lo digo en serio, Pedro. Dependen demasiado de ti y tal vez sea contraproducente. Cuando no cuenten contigo no tendrán más remedio que hacer las cosas sin ayuda.


—No todas las personas son tan fuertes e independientes como tú, Paula.


—Las personas son tan fuertes como tienen que ser. Todo depende de las circunstancias —declaró—. Cuando te marches a Los Angeles, aprenderán a vivir sin ti. Ya lo verás. Y en cuanto a tus alumnos... se adaptarán a su nuevo profesor. Sobre todo si te llevas esa maldita campanilla.


—Sospecho que vas a echar de menos esa maldita campanilla —dijo él—. Ya lo verás.


Paula hizo caso omiso del comentario, aunque le dolió.


—Al margen de tu familia y de tus alumnos, ¿hay alguna persona más que necesites para poder vivir?


Pedro la observó con detenimiento, mientras tomaba un poco de cafe.


—Dímelo tú.


Paula supo en aquel momento que Pedro sabía que estaba enamorada de él. Se sintió tan humillada que estuvo a punto de perder los estribos. Pero en lugar de eso, se levantó, tomó las dos tazas ya vacías y las llevó a la pila.


—Hablar contigo ha sido muy agradable, Pedro, pero creo que será mejor que te marches. Vete a casa y cuéntale la buena noticia a tu madre y a tu hermana. Así podrás romper dos corazones más.


Pedro se levantó, la siguió, y la abrazó por detrás.


—Deja esas tazas a un lado.


Paula se estremeció.


—Venga, déjalas a un lado. De lo contrario me las vas a tirar encima y me mancharás la ropa que llevo. Me ha costado un mes de sueldo, y sólo la compré para impresionarte.


—Ahora eres rico, así que podrás comprarte todos los trajes que quieras —espetó, antes de caer en la cuenta de lo que había dicho—. ¿Lo compraste para impresionarme?


Pedro se encogió de hombros.


—Sí, pero antes no me habría importado que me mancharas con el café. Venga, deja las tazas.


—No.


—Paula...


—Dame una buena razón para hacerlo.


—¿Una buena razón? Necesito que las dejes en la pila para que puedas darte la vuelta. Necesito ver tus ojos —dijo, con tanta tristeza como delicadeza.


—¿Por qué?


—Porque has insinuado que he roto tu corazón y no puedo soportarlo.


—¿Por qué?


—Porque eres una mujer maravillosa, llena de sensibilidad, de fuerza y de valentía. Y romper tu corazón sería un delito espantoso.


—¿Lo sería?


—Lo sería.


—¿Por qué? —volvió a preguntar.


—Porque si te rompiera el corazón, me rompería el mío. ¿Es eso lo que querías escuchar?


Paula dejó las tazas en la pila.


Pedro le dio la vuelta y la miró con intensidad. 


Paula había bajado todas sus defensas, y se mostró ante él tal y como era, con su corazón roto, con aquel corazón que sólo le pertenecía, irremisiblemente, a él.


—¿Es que no lo sabías? —preguntó ella, apoyando las manos en su pecho.


Pedro negó con la cabeza.


—No, no lo he sabido hasta ahora. Llamaré a Irving y le diré que me quedo aquí. Eso no afectará a la venta del guión. Sencillamente, tendrán que encontrar a otra persona para cambiarlo.


—No, no harán tal cosa. Lo harás tú, y lo harás muy bien. Tienes que ir a Los Ángeles. Es una oportunidad maravillosa. La oportunidad que esperabas para desarrollar tu talento.


Pedro bajó la cabeza y apoyó la frente en la frente de Paula.


—Paula, Paula... no puedo marcharme ahora. No puedo.


—Puedes y debes hacerlo, Pedro. Si te quedas, terminarás odiándome y odiándote á ti mismo por no haberlo hecho —dijo, con una sonrisa débil—. Sé que lo que estoy diciendo suena a película mala, pero es cierto. Aunque no me vendría mal que alguien me revisara los guiones.


—Si lo deseas, acabas de conseguir a un guionista maravilloso. Dime cómo quieres que se desarrolle la escena y te lo concederé.


—Sólo sé que no quiero sentimientos de culpabilidad ni rencores entre nosotros —dijo ella, en un murmullo—. Y no quiero arrepentimientos, ni dolor. Esto es una escena de amor, Pedro. Un hombre y una mujer que disponen de una noche antes de que él se marche. No saben lo que les deparará el futuro, así que deciden disfrutar del tiempo que tienen, sin ataduras, sin promesas que tal vez no puedan cumplir.


Paula se detuvo un momento antes de continuar.


—Deciden hacer algo hermoso, para poder recordarlo cuando estén separados. Un recuerdo que les haga sonreír cuando envejezcan —dijo—. Esa es la escena que quiero. ¿Crees que podrás hacerlo?


Pedro respondió con un beso apasionado, pero esta vez no se abrió ninguna puerta, nadie los interrumpió. Eran dos adultos que tenían tiempo e intimidad para hacer lo que quisieran.


—Eres tan maravillosa —dijo él, mientras la acariciaba—. Nunca me cansaré de ti.


—Inténtalo.


Los bíceps de Pedro eran tan duros como parecían, al igual que su espalda. Paula lo acarició, algo que había deseado hacer durante mucho tiempo, y bajó una mano hacia su entrepierna.


—Espera —dijo él.


Pedro se desabrochó los pantalones, y después le quitó la ropa a Paula con una rapidez sorprendente.


En cuestión de minutos, Paula estaba en la cocina en paños menores. Sólo llevaba el sujetador y unas braguitas a juego. 


Sintió vergüenza y quiso taparse, pero él se lo impidió.


—No lo hagas. Eres perfecta. He esperado tanto este momento, y te deseo tanto... que creo que ha llegado el momento de buscar otra localización para nuestra escena.


Pedro la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. 


Una vez allí, la dejó sobre la cama.


—Desnúdate —dijo ella.


Él obedeció sin vergüenzas de ninguna clase, sin dejar de mirarla, y Paula pudo contemplar su erección. Aquella visión fue el mejor cumplido que le habían dedicado en toda su vida, y Pedro lo descubrió cuando por fin le quitó el sostén y las braguitas y comprobó la excitación de su amante.


—Ven aquí —dijo ella.


Pedro se tumbó a su lado y Paula comenzó a besarlo con apasionamiento.


—Tranquila...


—No, no quiero que lo hagamos con delicadeza. Te deseo demasiado, Pedro. Quiero hacer el amor ahora mismo. Pedro, por favor... deja que te demuestre lo mucho que te quiero.


—No, yo tengo una idea mejor. Deja que nos lo demostremos el uno al otro.


Pedro se colocó sobre ella y la penetró. En aquel instante, Paula supo que no lo olvidaría nunca.


Y entonces comenzó el sensual baile de los amantes, en un ritmo sin tiempo, tan emocionante como descender los rápidos de un río. Gimieron, giraron el uno sobre el otro y rieron, hasta que Paula alcanzó el éxtasis y susurró el nombre del profesor entre espasmos. Pedro alcanzó el clímax pocos segundos después, y se tumbó sobre ella, apretando la cabeza contra su cuello.


Paula se dejó llevar por la maravillosa sensación y lo acarició con suavidad. Sabía que el dolor llegaría más tarde, cuando se marchara, y que sería insoportable. Pero tenían toda una noche por delante, y un montón de recuerdos por crear.


Y estaba dispuesta a hacer una escena que Pedro no pudiera olvidar.