jueves, 24 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 36





Al parecer, Pedro no sólo pretendía clavarle una flecha en el corazón, sino que se despidiera de él con una sonrisa cuando hiciera las maletas.


La expresión del profesor evocaba su alegría por lo conseguido y la confusión de tener que elegir. Pero en lugar de ir a casa para contárselo a su madre y a su hermana, había decidido hablar con ella en primer lugar, tal vez porque necesitaba su apoyo y su comprensión.


Paula hizo un esfuerzo e intentó encontrar la energía necesaria para seguir hablando con él, la energía para soportar que se alejara de ella y que saliera de su vida.


—¿Qué quieres decir con eso, Pedro? Márchate a Los Ángeles, es evidente. Si quieres hacerme alguna pregunta, que sea más inteligente, por favor.


Pedro se cruzó de brazos. Estaba muy atractivo.


—Ya. ¿Y cómo se las arreglarán mi madre y mi hermana sin mí? No pueden permanecer diez minutos en la misma habitación sin acabar discutiendo. ¿Y qué harán mis alumnos? Si me marcho, tendrán que cambiar de profesor en mitad del curso. Beto y Tony van algo atrasados, y Jesica podría empeorar de nuevo si no me encargo de ella...


—Espera un momento. Enfréntate a las cosas una a una. Siéntate, te serviré un café e intentaremos analizar la situación con objetividad.


Pedro asintió, aunque no parecía demasiado convencido, y se sentó en una silla, desde la que observó a Paula. La joven estaba haciendo verdaderos esfuerzos para controlar su emoción y su nerviosismo, para no preguntar lo que deseaba.


«¿Y qué hay de mí? ¿No soy importante en tu vida?».


Poco después sirvió el café, se sentó a la mesa y lo miró. 


Estaban tan cerca que sus piernas casi se tocaban.


—Veamos, Pedro. Aunque creas lo contrario, nada es imposible. Las personas somos increíblemente flexibles. Tu madre y Carolina te echarán de menos, desde luego, y seguro que se pelearán a menudo cuando no estés a su lado. Pero con el tiempo se acostumbrarán y aprenderán a convivir. Lo digo en serio, Pedro. Dependen demasiado de ti y tal vez sea contraproducente. Cuando no cuenten contigo no tendrán más remedio que hacer las cosas sin ayuda.


—No todas las personas son tan fuertes e independientes como tú, Paula.


—Las personas son tan fuertes como tienen que ser. Todo depende de las circunstancias —declaró—. Cuando te marches a Los Angeles, aprenderán a vivir sin ti. Ya lo verás. Y en cuanto a tus alumnos... se adaptarán a su nuevo profesor. Sobre todo si te llevas esa maldita campanilla.


—Sospecho que vas a echar de menos esa maldita campanilla —dijo él—. Ya lo verás.


Paula hizo caso omiso del comentario, aunque le dolió.


—Al margen de tu familia y de tus alumnos, ¿hay alguna persona más que necesites para poder vivir?


Pedro la observó con detenimiento, mientras tomaba un poco de cafe.


—Dímelo tú.


Paula supo en aquel momento que Pedro sabía que estaba enamorada de él. Se sintió tan humillada que estuvo a punto de perder los estribos. Pero en lugar de eso, se levantó, tomó las dos tazas ya vacías y las llevó a la pila.


—Hablar contigo ha sido muy agradable, Pedro, pero creo que será mejor que te marches. Vete a casa y cuéntale la buena noticia a tu madre y a tu hermana. Así podrás romper dos corazones más.


Pedro se levantó, la siguió, y la abrazó por detrás.


—Deja esas tazas a un lado.


Paula se estremeció.


—Venga, déjalas a un lado. De lo contrario me las vas a tirar encima y me mancharás la ropa que llevo. Me ha costado un mes de sueldo, y sólo la compré para impresionarte.


—Ahora eres rico, así que podrás comprarte todos los trajes que quieras —espetó, antes de caer en la cuenta de lo que había dicho—. ¿Lo compraste para impresionarme?


Pedro se encogió de hombros.


—Sí, pero antes no me habría importado que me mancharas con el café. Venga, deja las tazas.


—No.


—Paula...


—Dame una buena razón para hacerlo.


—¿Una buena razón? Necesito que las dejes en la pila para que puedas darte la vuelta. Necesito ver tus ojos —dijo, con tanta tristeza como delicadeza.


—¿Por qué?


—Porque has insinuado que he roto tu corazón y no puedo soportarlo.


—¿Por qué?


—Porque eres una mujer maravillosa, llena de sensibilidad, de fuerza y de valentía. Y romper tu corazón sería un delito espantoso.


—¿Lo sería?


—Lo sería.


—¿Por qué? —volvió a preguntar.


—Porque si te rompiera el corazón, me rompería el mío. ¿Es eso lo que querías escuchar?


Paula dejó las tazas en la pila.


Pedro le dio la vuelta y la miró con intensidad. 


Paula había bajado todas sus defensas, y se mostró ante él tal y como era, con su corazón roto, con aquel corazón que sólo le pertenecía, irremisiblemente, a él.


—¿Es que no lo sabías? —preguntó ella, apoyando las manos en su pecho.


Pedro negó con la cabeza.


—No, no lo he sabido hasta ahora. Llamaré a Irving y le diré que me quedo aquí. Eso no afectará a la venta del guión. Sencillamente, tendrán que encontrar a otra persona para cambiarlo.


—No, no harán tal cosa. Lo harás tú, y lo harás muy bien. Tienes que ir a Los Ángeles. Es una oportunidad maravillosa. La oportunidad que esperabas para desarrollar tu talento.


Pedro bajó la cabeza y apoyó la frente en la frente de Paula.


—Paula, Paula... no puedo marcharme ahora. No puedo.


—Puedes y debes hacerlo, Pedro. Si te quedas, terminarás odiándome y odiándote á ti mismo por no haberlo hecho —dijo, con una sonrisa débil—. Sé que lo que estoy diciendo suena a película mala, pero es cierto. Aunque no me vendría mal que alguien me revisara los guiones.


—Si lo deseas, acabas de conseguir a un guionista maravilloso. Dime cómo quieres que se desarrolle la escena y te lo concederé.


—Sólo sé que no quiero sentimientos de culpabilidad ni rencores entre nosotros —dijo ella, en un murmullo—. Y no quiero arrepentimientos, ni dolor. Esto es una escena de amor, Pedro. Un hombre y una mujer que disponen de una noche antes de que él se marche. No saben lo que les deparará el futuro, así que deciden disfrutar del tiempo que tienen, sin ataduras, sin promesas que tal vez no puedan cumplir.


Paula se detuvo un momento antes de continuar.


—Deciden hacer algo hermoso, para poder recordarlo cuando estén separados. Un recuerdo que les haga sonreír cuando envejezcan —dijo—. Esa es la escena que quiero. ¿Crees que podrás hacerlo?


Pedro respondió con un beso apasionado, pero esta vez no se abrió ninguna puerta, nadie los interrumpió. Eran dos adultos que tenían tiempo e intimidad para hacer lo que quisieran.


—Eres tan maravillosa —dijo él, mientras la acariciaba—. Nunca me cansaré de ti.


—Inténtalo.


Los bíceps de Pedro eran tan duros como parecían, al igual que su espalda. Paula lo acarició, algo que había deseado hacer durante mucho tiempo, y bajó una mano hacia su entrepierna.


—Espera —dijo él.


Pedro se desabrochó los pantalones, y después le quitó la ropa a Paula con una rapidez sorprendente.


En cuestión de minutos, Paula estaba en la cocina en paños menores. Sólo llevaba el sujetador y unas braguitas a juego. 


Sintió vergüenza y quiso taparse, pero él se lo impidió.


—No lo hagas. Eres perfecta. He esperado tanto este momento, y te deseo tanto... que creo que ha llegado el momento de buscar otra localización para nuestra escena.


Pedro la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. 


Una vez allí, la dejó sobre la cama.


—Desnúdate —dijo ella.


Él obedeció sin vergüenzas de ninguna clase, sin dejar de mirarla, y Paula pudo contemplar su erección. Aquella visión fue el mejor cumplido que le habían dedicado en toda su vida, y Pedro lo descubrió cuando por fin le quitó el sostén y las braguitas y comprobó la excitación de su amante.


—Ven aquí —dijo ella.


Pedro se tumbó a su lado y Paula comenzó a besarlo con apasionamiento.


—Tranquila...


—No, no quiero que lo hagamos con delicadeza. Te deseo demasiado, Pedro. Quiero hacer el amor ahora mismo. Pedro, por favor... deja que te demuestre lo mucho que te quiero.


—No, yo tengo una idea mejor. Deja que nos lo demostremos el uno al otro.


Pedro se colocó sobre ella y la penetró. En aquel instante, Paula supo que no lo olvidaría nunca.


Y entonces comenzó el sensual baile de los amantes, en un ritmo sin tiempo, tan emocionante como descender los rápidos de un río. Gimieron, giraron el uno sobre el otro y rieron, hasta que Paula alcanzó el éxtasis y susurró el nombre del profesor entre espasmos. Pedro alcanzó el clímax pocos segundos después, y se tumbó sobre ella, apretando la cabeza contra su cuello.


Paula se dejó llevar por la maravillosa sensación y lo acarició con suavidad. Sabía que el dolor llegaría más tarde, cuando se marchara, y que sería insoportable. Pero tenían toda una noche por delante, y un montón de recuerdos por crear.


Y estaba dispuesta a hacer una escena que Pedro no pudiera olvidar.




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