lunes, 14 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 5




Paula miró al alto hombre de hombros anchos mientras entregaba las hojas de un examen rápido a los alumnos. Todo el mundo escondía algo, algo que no mostraba ante la gente. De modo que siguió observándolo mientras simulaba leer el libro.


El corte de pelo, corto, le quedaba muy bien; pero resultaba evidente que su armario necesitaba modernizarse. Llevaba una camisa blanca, una corbata azul y unos pantalones que no hacían justicia al resto de su cuerpo; aquel hombre estaba hecho para llevar trajes más elegantes, que realzaran su figura.


—Muy bien, tenéis veinte minutos para responder a las cinco preguntas. Si termináis antes, traedme los exámenes y empezaremos con la lectura del capítulo cuatro —el profesor, mientras se sentaba detrás del escritorio—. Buena suerte.


Paula lo maldijo. No podía creer que un profesor se empeñara en que sus alumnos leyeran a Steinbeck durante las navidades. Sospechaba que no era un profesor muy popular; al menos, entre los chicos.


Estaba segura de que habría roto unos cuantos corazones con aquellos ojos intensos, con el pelo corto que le caía sobre la frente y con su fuerte y cuadraba mandíbula, que mostraba barba de dos días. Cuando levantó la mirada, vio que el profesor la estaba mirando.


—¿Ya has terminado de leer el capítulo? —preguntó.


Paula se ruborizó en contra de su voluntad. No sabía cómo lo había hecho, pero aquel hombre había logrado romper su habitual compostura. Y no podía pasar cuatro meses en aquel lugar si no mantenía la calma. Si se exponía, de cualquier modo, pondría en peligro su vida y el trabajo de su amiga Donna Kaiser, una de las socias más importantes del Instituto Roosevelt. 


Su amiga, que había estudiado con ella en la universidad, había pensado que el plan de Paula era excelente: aprovecharía su juvenil rostro para hacerse pasar por una jovencita de dieciocho años, aunque tuviera veintisiete y fuera una mujer de carrera.


Una semana atrás, Paula había estado de acuerdo con su amiga, pero ahora ya no estaba tan segura. El miedo podía quebrar el buen juicio de las personas.


Justo entonces, y sin poder evitarlo, comenzó a sufrir un ataque de pánico. Apenas podía respirar, y desde luego era incapaz de leer el libro. Una vez más, la asaltaron las imágenes de lo que había sucedido. Recordó el vaso y el plato que Miguel había dejado en el suelo, junto a un charco de sangre. Recordó el brillo de urgencia en los ojos de Luis, mientras moría. 


Recordó la sangre que tenía en las manos y en el albornoz, la sangre que manchaba la alfombra y hasta su alma; y sintió náuseas.


Sin darse cuenta, gimió.
—Sabrina, ¿te encuentras bien? —preguntó el profesor.


Paula levantó la cabeza. Y el inesperado brillo de preocupación que encontró en los ojos verdes de Pedro la confundió.


Paula reaccionó con rapidez y asintió. Pero el profesor siguió mirándola unos segundos, no muy convencido por su respuesta, así que la joven bajó la mirada y simuló que seguía leyendo. Pero no podía leer. La delicadeza que acababa de demostrar aquel hombre, con un simple gesto, la había emocionado aunque no supiera por qué; aunque fuera un desconocido.


Lentamente, y casi a regañadientes, alzó una vez más la mirada.


El profesor estaba escribiendo algo en su escritorio, y su concentración era tan intensa que Paula pensó que había imaginado aquel instante de compasión. Se sintió decepcionada, pero al oír a los otros estudiantes, que rellenaban sus exámenes, se dijo que era mejor así. No quería que aquel hombre se diera cuenta de que podía quebrar su aparente determinación.


Por primera vez, echó un vistazo al aula; no tenía ventanas, y resultaba demasiado seria, sin gracia, sin elegancia. Por lo que sabía hasta entonces, se parecía al profesor que daba clase en ella.


En una de las paredes había un tablero de corcho, con algunas notas, y la pizarra era de un color negro intenso, como si la lavaran en lugar de limpiarla con un trapo. Bajo el enorme reloj había un cartel que proporcionaba la única nota de color en la clase.


Empezaba a pensar que aquel hombre era el típico profesor exigente y lleno de manías, empeñado en que sus alumnos llegaran con puntualidad marcial, con poco sentido del humor y poco comunicativo. Un profesor con un concepto bastante conservador de la enseñanza, que seguramente pensaba que las ropas ajustadas no eran muy adecuadas en las chicas, porque rompían la concentración de sus compañeros.


Sin poder evitarlo, sonrió. Y la idea le pareció tan divertida que la sonrisa se convirtió en una carcajada, muy a su pesar.


Fue como si hubiera empezado a reír en una iglesia. Todos los alumnos, y desde luego el profesor, se volvieron hacia ella. Beto la miró y sonrió, y Alfonso hizo sonar su campanilla para que siguieran haciendo el examen.


—Está prohibido reír durante el examen —dijo Alfonso, muy serio.


Paula no pudo evitarlo. Ya no podía controlarse, y volvió a reír.


El profesor se inclinó hacia delante y comenzó a dar golpecitos con los dedos sobre el escritorio.


—Te importaría decirnos qué te resulta tan gracioso, ¿Sabrina?


Como relaciones públicas, y de cierto prestigio, siempre había aconsejado a sus clientes que expresaran su opinión manteniendo la mirada, con educación y con absoluta sinceridad. Así que decidió aplicar su teoría.


—No, gracias.


Alfonso palideció.


—En realidad, no es nada gracioso —añadió Sabrina.


—¿Por qué no permites que seamos los demás quienes lo juzguemos? —preguntó Alfonso.


—Si se empeña... me estaba riendo de la campanilla.


—¿De la campanilla? —preguntó él.


—Sí. Hace un ruido tan gracioso... me ha sorprendido, eso es todo —respondió.


La respuesta de Paula, que había decidido no empeorar la situación, satisfizo al profesor.


—Es posible, pero resulta muy efectiva para impedir los comportamientos inadecuados.


—Yo diría que ese sonido distrae más a los estudiantes, durante un examen, que las risas.


Sus compañeros de clase la miraron con evidente asombro. Y Paula comprendió, aunque demasiado tarde, que había cometido otro error.


Alfonso se levantó y caminó hacia ella muy despacio. La lentitud de sus movimientos era más inquietante que cualquier demostración de enojo.


—Haz el favor de salir un momento al pasillo, Sabrina. Quiero hablar contigo.


Paula se levantó del pupitre, haciendo una demostración de serenidad que, en todo caso, no podía competir con el aplomo de Alfonso. 


Tuvo que echar mano de todo su control para llegar a la puerta de la clase; afortunadamente para ella, había aprendido muy bien las lecciones de asertividad.


Se dijo que superaría aquel momento, de algún modo. Se dijo que lograría enfrentarse a Alfonso sin derrumbarse por completo. Pero entonces notó el aroma de su loción de afeitado, un aroma que reconoció de inmediato; era la loción que siempre había usado su abuelo.


Se volvió hacia el profesor, lo miró, y tuvo que hacer otro esfuerzo extraordinario para no sufrir otro ataque de risa.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 4





—Kim, ¿te importaría cerrar la puerta? —preguntó a la alta morena que estaba sentada en la primera fila—. Tony, Jesica, sentaos, por favor.


Tony lo miró con cara de pocos amigos; resultaba evidente que se había creído la falsa acusación de Wendy, pero Pedro lo comprendió perfectamente, porque Wendy era su novia.


—Bueno, sacad el trabajo que teníais que hacer durante las navidades.


Como sospechaba, se elevó un murmullo de protesta que al menos sirvió para que dejaran de mirar a Eliana. La joven aprovechó el momento para sentarse, visiblemente aliviada.


Pedro aún esperó unos segundos antes de hablar de nuevo. Tenía intención de soltar el típico discursito de bienvenida después de unas vacaciones, pero acababa de abrir la boca cuando la puerta de la clase se abrió.


Una joven de pelo rojo entró en la clase y se detuvo. Llevaba un jersey de color verde lima, y una pequeña mochila amarilla.


—Siento llegar tarde, señor Alfonso. El instituto es muy grande, y he tenido que pasar por secretaría para arreglar el papeleo antes de venir.


La joven se acercó al profesor y le dio un documento para que lo firmara, con tanta naturalidad como si pensara que interrumpir su clase era la cosa más normal del mundo, como si la corta explicación que acababa de dar lo arreglara todo. Para empeorar las cosas, llevaba una falda tan corta que Pedro no pudo evitar admirar sus piernas.


—¿Le importaría firmarlo, por favor? —preguntó, con una voz sorprendentemente madura.


Pedro comprendió en aquel momento que no estaba mirando, precisamente, el documento de la secretaría del instituto. Levantó la mirada, avergonzado, pero se encontró con unos ojos azules con cierto tono violeta que lo dejaron aún más anonadado.


No había visto unos ojos tan bellos en toda su vida. Hasta entonces, ni siquiera sabía que existieran.


La joven arqueó una ceja y lo miró con impaciencia.


—Me han dicho que tienen que firmarlo todos los profesores. Hay algún problema, ¿señor Alfonso?


—No, en absoluto —respondió, carraspeando, mientras se disponía a firmar—. Bienvenida a Texas, Sabrina. Como es tu primer día de clase, olvidaré que has llegado tarde. Pero espero que a partir de ahora llegues a tiempo.


—Haré lo que pueda.


Un segundo murmullo, esta vez de aprobación, se elevó en la clase.


—Mira, sé que eres nueva en este lugar, y hasta es posible que las cosas fueran de otro modo en California. Pero la puntualidad es la primera norma que exijo en mis clases. Sin excepciones de ninguna clase. Si llegas tarde, tendrás que asumir las consecuencias. ¿Está claro?


—No exactamente.


Pedro no podía creerlo.


—¿Qué es lo que no has entendido?


—Lo de las consecuencias. Mi profesora de literatura, en California, siempre decía que la claridad es la base de la comunicación. ¿No podrías ser un poco más específico? —preguntó, tuteándolo por primera vez.


Entre el murmullo de los alumnos se alzó la inconfundible risa de Beto García. La recién llegada sonrió y miró a sus compañeros de soslayo, con complicidad. Pedro empezaba a pensar que estaba tomándole el pelo.


—Las consecuencias por llegar tarde son muy simples. Por cada minuto de retraso, te quedarás quince minutos después de clase.


—¿Está hablando en serio? —preguntó la joven, cuya sonrisa se había esfumado.


Pedro ni siquiera se molestó en responder.


—¿No se da cuenta de lo lejos que está el gimnasio? —preguntó la joven, mirándolo con rabia—. Se tarda cinco minutos en llegar, y eso cuando los pasillos no están llenos de gente. Haré lo que pueda para llegar a tiempo, pero puede que sea físicamente imposible.


—En tal caso, vas a tener que quedarte muchos días después de clase —declaró él, mirándola a los ojos—. ¿Ya has terminado?


La joven apretó los labios, se tragó su orgullo y asintió.


Pedro hizo un esfuerzo para que los alumnos no notaran su tensión y dijo:
—Sabrina, el mundo es un lugar absolutamente injusto. Si no te gusta, intenta cambiarlo. Pero en cualquier caso, tendréis que aprender a enfrentaros a la adversidad. De lo contrario os convertiréis en las típicas personas que se pasan la vida culpando a los demás por sus problemas, tengan razón o no.


Pedro tomó un ejemplar extra de Las uvas de la ira y se lo dio.


—Por favor, siéntate en el pupitre libre de la quinta fila y empieza a leer el primer capítulo. Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijo Pedro, hablando para toda la clase—. A menos, claro está, que prefiráis hacer las presentaciones de vuestros trabajos...


Un tercio de los alumnos apartó la mirada. Cinco o seis más gruñeron entre dientes y los demás abrieron la novela de Steinbeck con absoluto desinterés.


Pero a Pedro no le importó. Había conseguido su objetivo, aunque fuera a costa de sacrificar su popularidad.


Era una cuestión profesional, de principios. Y a veces pensaba que esos principios eran lo único que se interponía entre él y el inquieto desconocido que habitaba en su interior.


A veces, la confianza era lo único que se interponía entre Paula y el vacío interior que se burlaba de la imagen de valentía que daba.


En cualquier caso, su primer objetivo aquella mañana era iniciar el curso sin sobresaltos, pero el profesor, el señor Alfonso, había decidido ponerla en su sitio y ella no había sido capaz de contenerse. Había cometido un error, y de paso le había dado un buen motivo para vigilarla con atención.


—No mires a tus compañeros, Beto —declaró Pedro Alfonso—. Si hubieras hecho tu trabajo, ahora no tendrías que intentar copiar.




domingo, 13 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 3





Casi todos los ciudadanos de Houston pensaban que los estudiantes del instituto Roosevelt sólo eran un atajo de niños ricos y mimados; no obstante, y por razones evidentes, el pequeño grupo de personas con grandes mansiones, piscinas y criados, no compartía la opinión de la mayoría. Era un detalle lógico, pero Pedro Alfonso creía que generalizar era injusto.


Al menos, casi siempre.


En aquel momento, no era capaz de ponerse en el lugar de aquellos chicos; no podía ser objetivo. Sobre todo cuando consideraba que el precio de la ropa que llevaba alguno de los estudiantes de la clase habría bastado para pagar la universidad de su hermana Carolina, en el caso de que Carolina quisiera ir a la universidad. 


Pero no quería.


Frunció el ceño, tomó el lápiz que había dejado sobre su desgastado escritorio y se concentró en el plan de lecciones. Dudaba que algún estudiante hubiera leído Las uvas de la ira durante las vacaciones navideñas, exceptuando a Eliana Harper, pero no estaba dispuesto a olvidar el trabajo que les había encargado sólo porque era el primer día de clase. Aunque, por otra parte, era lo que habían hecho profesores de las otras asignaturas.


Mientras echaba un vistazo al plan, escuchó fragmentos de las conversaciones que mantenían los estudiantes que iban entrando en clase. Se quejaban sobre lo aburrida que había sido la temporada de esquí en Veil, o hablaban sobre lo “guay” que era el coche o el equipo de música que les habían regalado.


En aquel momento, Pedro se puso en tensión. 


Carolina le había pedido el año anterior que le regalara unos discos. Él había comentado que tal vez al año siguiente, pero lo había olvidado por completo, y el sentimiento de culpabilidad incrementó su irritación.


Las conversaciones de aquel grupo de niños de papá lo enojaron tanto que escribió la palabra “niñatos” en la hoja de papel que tenía entre las manos, y lo hizo con tanta fuerza que rompió el lapicero, así que tomó otro mientras se servía una taza de café. Entonces, sonrió. La taza se la había regalado Beto García, un alumno de quinto y a la sazón uno de los peores estudiantes que había conocido. Pero tenía sentido del humor, y el recuerdo consiguió animarlo.


Intentó convencerse de que aquellos adolescentes no eran, necesariamente, un grupito de niñatos. Se dijo que sólo eran adolescentes normales, con los problemas típicos de su edad, pero con recursos económicos de los que no disponía la mayoría. 


Si conseguía que demostraran tanto entusiasmo por el aprendizaje como el que demostraban por sacarle dinero a sus familias, no tendría que darles algunas lecciones sobre la vida, además de las lecciones de lengua y literatura inglesa. 


Alguien tenía que hacerlo, antes de que tuvieran que enfrentarse a un mundo lleno de jefes exigentes, en el ámbito del trabajo, o de profesores impersonales y abúlicos en la universidad. Antes de que incrementaran la larga lista de personas infelices de una generación desilusionada.


Antes de que renunciaran a sus sueños.


Miró el reloj que había en la pared e hizo sonar la campanilla para que supieran que sólo tenían un minuto más para entrar. Los cuatro chicos que estaban en la entrada lo miraron con desagrado, pero entraron de todos modos y se dirigieron a sus pupitres como si sentarse hubiera sido idea suya. En pocos segundos, el aula se comenzó a llenar.


Eliana, la empollona del curso, apretaba los libros contra su pecho; intentaba sentarse en su pupitre, pero Jesica Bates estaba de pie, charlando con una amiga, y no le dejaba pasar. Eliana decidió dar la vuelta, pero se topó con Tony Baldovino. Pedro pensó que si no le dejaba pasar, se encargaría de que no aprobara la asignatura.


Pero su mejor alumna decidió abrirse camino entre dos pupitres. Lamentablemente, se enganchó en uno de ellos y todos sus libros cayeron al suelo. La pobre chica se ruborizó y se inclinó para recogerlos.


Pedro ya se había levantado de su silla, para echarle una mano, cuando se acordó de Wendy Johnson y decidió permanecer en el sitio. 


Wendy, la chica más «popular» de la clase, lo había acusado por acoso sexual el año anterior, y desde entonces hacía lo posible por no acercarse a ninguna de las alumnos. Por suerte, habían trasladado a Wendy a otra clase; había recibido la notificación de que su puesto lo ocuparía una chica nueva, procedente de California, pero aún no había llegado.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 2





Un segundo más tarde, y mientras Paula caía, se oyó una fuerte detonación. La mujer permaneció en el suelo unos instantes, hecha un ovillo y temblando.


—¿Paula?


Paula gimió, pero siguió en posición fetal.


—Ya ha terminado, pequeña.


Era Miguel.


Paula suspiró y levantó la mirada. Por alguna razón, captó todos los detalles con sorprendente claridad. Notó la pequeña gota de leche que Miguel tenía sobre el labio, unas cuantas migas en su jersey y, sobre todo, el brillo de preocupación de sus ojos marrones.


Sin embargo, Miguel no guardó la pistola. Y algo hizo que Paula empezara a comprender.


—La llamada telefónica... —dijo ella—. Era para ti, ¿verdad?


Miguel asintió de forma amistosa.


—Sí, pero esperaba que llamaran mañana. Luis ha estado actuando de forma extraña últimamente; supongo que se ha hecho pasar por mí, y que el cretino que ha llamado ha caído en la trampa. Maldita sea... odio trabajar con aficionados.


—Oh, claro. Supongo que los canallas profesionales tenéis que mantener cierto nivel de calidad —comentó ella, con ironía.


La amistosa expresión de Miguel se desvaneció, pero Paula no se preocupó demasiado. De todas formas sabía que le quedaban pocos minutos de vida. Así que se incorporó y se sentó en el sofá.


—Por curiosidad, ¿cuánto valgo? —preguntó ella, intentando mantener la compostura—. Supongo que lo suficiente como para sufragar los gastos de tu ex mujer.


—Ah, Paula... creo que voy a echar de menos tu lengua viperina. Pero te diré que vales más de lo que piensas. Lo suficiente para pagar una pequeña fortuna en deudas de juego, por no mencionar mi cuello. Y ahora, pórtate bien y levántate.


Miguel se acercó a ella, la levantó y le puso el cañón de la pistola en la sien.


—Se suponía que la bala debía salir de la pistola de Luis, pero te prometo que no te dolerá si te quedas ahí, sin moverte. Cierra los ojos, pequeña —dijo, casi en un susurro.


—No —espetó ella, mirándolo a los ojos—. Quiero que te lleves a la tumba el recuerdo de lo que vas a hacer.


Miguel la soltó y se apartó de ella.


Justo entonces sonó otro disparo. Miguel miró hacia atrás, por última vez, y se derrumbó a los pies de Paula, con un brillo de sorpresa en sus ojos. Un segundo disparo acabó con su vida.


Paula sentía un intenso frío. Un frío insoportable.


—Paula... —dijo Luis, con voz débil.


Paula saltó por encima del cadáver de Miguel y se inclinó sobre el joven policía, que estaba tendido boca arriba.


Había sangre por todas partes. Paula se quitó el albornoz, se arrodillo, y apretó la tela contra la herida de su pecho.


—Te pondrás bien —murmuró ella—. Aguanta, Luis. Voy a llamar a comisaría. Vuelvo enseguida.


Pero Luis la agarró por la muñeca con una fuerza sorprendente para un hombre que agonizaba.


—No, no hay tiempo para eso —dijo, con un esfuerzo evidente—. Él va a venir... no confíes en nadie, Paula... escóndete hasta el día del juicio...


Luis la miró con intensidad y añadió, en voz más alta:
—¡Huye!


—¿Qué huya? ¿A dónde? ¿Quién va a venir, Luis? ¡Contéstame! —preguntó ella, presa del pánico.


Pero Luis dejó de respirar en aquel instante.


El terrible silencio se rompió entonces. Paula recobró el sentido de la realidad y oyó la televisión, que aún estaba encendida. Estaban pasando un anuncio de joyas, y una voz de barítono recomendaba que se regalaran en Navidad. Paula se volvió y miró la pantalla.


Tenía frío. Un frío insoportable.


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 1




Ya no tenía miedo. De hecho, sólo la certeza de saber que el asesino de Juan Merrit deseaba acabar con su vida evitaba que muriera de aburrimiento.


Paula Chaves se ajustó su camisón de franela, apretó el cinturón del albornoz y abrió la puerta del cuarto de baño, lleno de vapor, para dirigirse al salón. La sala era bastante impersonal, a pesar del árbol de Navidad que decoraba una de las esquinas. Sobre la desgastada alfombra de color crema descansaba la chaqueta negra de un traje de esquiar, y sobre la mesa había una bolsa de patatas fritas, abierta.


Sonrió y negó con la cabeza. Miguel, uno de los dos policías que velaban por su seguridad, había vuelto del supermercado. A juzgar por los sonidos que procedían de la cocina, su agente preferido estaba preparando algo de cenar. En cuanto a Luis, supuso que se habría retirado a dormir.


Paula se sentó en el sofá y extendió una mano para tomar el mando a distancia de la televisión, pero no lo encontró en su sitio.


—Eh, ¿dónde está el mando a distancia? —preguntó.


En la cocina se hizo el silencio.


—No lo sé. Supongo que estará donde lo dejaste.


Paula vivía sola, o más bien había vivido sola hasta entonces, y no estaba acostumbrada a los pequeños problemas y roces de la convivencia. 


Deseó volver a llevar una vida normal, la vida que llevaba en su inmaculada casa de Dallas.


Trabajaba en relaciones públicas, y había alcanzado el éxito en su profesión, pero sabía que su carrera no resistiría cuatro meses más de ausencia; estaba tan desesperada que pensó que si las cosas seguían así se pegaría un tiro y evitaría las molestias al asesino.


El sonido del triturador de basuras interrumpió los pensamientos de Paula.


Cuando el teléfono sonó, segundos más tarde, dejó que Luis contestara en el dormitorio. Sólo podía ser algún agente del departamento de policía. No permitían que Paula recibiera llamadas, ni que las hiciera.


Paula intentó no sentir lástima de sí misma, por su penosa situación, y buscó el mando a distancia entre los cojines del sofá. La puerta de la cocina se abrió poco después, y Miguel apareció con un plato y un vaso de leche.


—He preparado una tortilla de muerte —declaró—. Si te portas bien, te daré un poco.


Paula miró la tortilla, que tenía demasiado aceite.


—Desde luego que es de muerte. Tú eres el que necesitas que te protejan. Si sigues comiendo esas cosas te dará un infarto.


—Hablas como si estuvieras realmente hambrienta —dijo el agente de mediana edad, mientras se sentaba en un sillón cercano—. Según el último examen médico que pasé, tengo el cuerpo y la salud de un treintañero.


—Sí, y el cerebro de un niño de dos años —se burló Paula.


Los ojos marrones de Miguel brillaron con ironía.


—Las mujeres hambrientas siempre están de mal humor. ¿Seguro que no quieres probar la tortilla?


—No, gracias —mintió.


El policía se inclinó hacia delante y le pasó el plato por delante de la cara, para provocarla.


—Tiene buen aspecto, ¿no te parece? Venga, da un bocado. ¿Qué daño te puede hacer?


Paula estaba realmente hambrienta, pero no quería probar la tortilla. Un hombre que comía como Miguel no podía entender su miedo a dejarse llevar, primero con un bocado, luego con otro, hasta despertar una mañana y descubrir que su precioso cuerpo se había convertido en una bola de grasa.


—No tengo hambre —insistió.


Miguel se llevó el tenedor a la boca. En cuestión de segundos había desaparecido la mitad de la tortilla.


Paula se resignó a su suerte y pasó una mano por detrás del cojín más alejado.


El mando a distancia estaba detrás, y en un rápido movimiento encendió la televisión y comenzó a cambiar de canal.


—¡Espera! Vuelve al canal anterior —ordenó Miguel.


—No, de eso nada, me niego a ver otro partido de baloncesto.


—No es ningún partido, te lo aseguro —prometió, mientras tomaba un poco de leche.


Paula arqueó una ceja, pero obedeció.


—Sí, ya veo que no es un partido. Supongo que no todos los espacios publicitarios responden a una confabulación para sembrar el caos en el país y destruir a las familias —comentó ella, con ironía.


—Y que lo digas. Mi ex esposa era adicta a la teletienda.


Paula observó la pantalla. Una mujer con cierto parecido a Claudia Schiffer estaba presentando ropa interior femenina.


—Y pensar que todos estos años podría haber sido alta, rubia y atractiva si me hubiera comprado un camisón como ese... —comentó con sarcasmo—. Rápido, dame el teléfono y me lo compraré.


—No te hagas la graciosa. Sé que sólo quieres que te haga un cumplido. Aunque estarías preciosa con ese atuendo.


Paula rió.


—Oh, vamos, parecería una niña jugando a disfrazarse de mujer, y lo sabes.


Paula pensó que el maquillaje y la ropa adecuada ayudaban mucho, aunque en muchos locales no podía pedir una cerveza sin que le pidieran el carnet de identidad. Lo que había resultado molesto cuando tenía veintiún años, resultaba realmente irritante a los veintisiete.


Miguel dejó el plato vacío y el vaso en el suelo y la miró, pensativo.


—Hazme caso: agradecerías esa cara de ángel que tienes si...


El policía no terminó la frase. Volvió la cabeza hacia atrás y sonrió.


—Hola, Luis, ¿qué sucede?


Paula también miró al hombre de pelo rojo que estaba en el umbral del salón. Sus pecas contrastaban abiertamente con su pálida piel, y llevaba una bata; por su aspecto, parecía que hubiera tenido una pesadilla.


—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel, de nuevo—. ¿No podías dormir?


—El teléfono me ha despertado.


Miguel se puso en tensión, al igual que su compañero. Era una tensión tan palpable que Paula se estremeció. Entonces, Luis sacó una pistola de uno de los bolsillos de la bata.


Paula lo miró, confusa. Por un momento, pensó que era algún tipo de broma; pero aquello iba en serio.


—Levanta las manos lentamente, Miguel. Si haces algo raro, dispararé. Y tú, Paula, no te muevas.


Paula no habría podido moverse aunque hubiera querido. De hecho, se había quedado sin respiración.


—Cometes un error —dijo Miguel, a modo de advertencia—. Vamos, deja esa pistola y charlemos un rato. No queremos que alguien salga herido.


Paula pensó que estaba ocurriendo otra vez, y el pánico atenazó sus sentidos. La pistola de Luis se convirtió en un cuchillo; su pelo rojo, en rubio; y sus ojos azules, en un pálido reflejo de la luz de la luna. La escena la había devuelto al pasado; una vez más se encontraba en el jardín trasero de Juan Merrit; sabía que su cliente estaba en peligro, pero no podía hacer nada salvo permanecer escondida detrás de unos arbustos, contemplando el cuchillo que atravesó su pecho, algo que no olvidaría en toda su vida.


—No —susurró ella, mientras se levantaba del sofá.


Paula miró a Miguel, y acto seguido se interpuso deliberadamente entre los dos hombres.


Luis gritó.


Miguel echó mano a su cartuchera y empujó a Paula para apartarla de la línea de fuego.





BAJO OTRA IDENTIDAD: SINOPSIS




Paula Chaves era la única testigo de un brutal asesinato. Después de que el asesino atentara contra su vida, la policía la colocó bajo protección; pero uno de los agentes la traicionó y se vio obligada a ocultarse en un lugar donde nadie la pudiera encontrar. La solución de Paula era sencilla: el instituto Roosevelt. Se haría pasar por una estudiante de bachillerato e intentaría confundirse entre los alumnos.


Pero "la chica de California" era demasiado original para pasar desapercibida. Sobre todo ante Pedro Alfonso, su profesor de literatura. En circunstancias normales, Pedro sería el hombre perfecto para ella; pero Pedro no estaba dispuesto a tratarla como a una mujer a menos que revelara su verdadera identidad. 


Lamentablemente, Paula sabía que podía poner su vida en peligro si le decía la verdad.