lunes, 14 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 4





—Kim, ¿te importaría cerrar la puerta? —preguntó a la alta morena que estaba sentada en la primera fila—. Tony, Jesica, sentaos, por favor.


Tony lo miró con cara de pocos amigos; resultaba evidente que se había creído la falsa acusación de Wendy, pero Pedro lo comprendió perfectamente, porque Wendy era su novia.


—Bueno, sacad el trabajo que teníais que hacer durante las navidades.


Como sospechaba, se elevó un murmullo de protesta que al menos sirvió para que dejaran de mirar a Eliana. La joven aprovechó el momento para sentarse, visiblemente aliviada.


Pedro aún esperó unos segundos antes de hablar de nuevo. Tenía intención de soltar el típico discursito de bienvenida después de unas vacaciones, pero acababa de abrir la boca cuando la puerta de la clase se abrió.


Una joven de pelo rojo entró en la clase y se detuvo. Llevaba un jersey de color verde lima, y una pequeña mochila amarilla.


—Siento llegar tarde, señor Alfonso. El instituto es muy grande, y he tenido que pasar por secretaría para arreglar el papeleo antes de venir.


La joven se acercó al profesor y le dio un documento para que lo firmara, con tanta naturalidad como si pensara que interrumpir su clase era la cosa más normal del mundo, como si la corta explicación que acababa de dar lo arreglara todo. Para empeorar las cosas, llevaba una falda tan corta que Pedro no pudo evitar admirar sus piernas.


—¿Le importaría firmarlo, por favor? —preguntó, con una voz sorprendentemente madura.


Pedro comprendió en aquel momento que no estaba mirando, precisamente, el documento de la secretaría del instituto. Levantó la mirada, avergonzado, pero se encontró con unos ojos azules con cierto tono violeta que lo dejaron aún más anonadado.


No había visto unos ojos tan bellos en toda su vida. Hasta entonces, ni siquiera sabía que existieran.


La joven arqueó una ceja y lo miró con impaciencia.


—Me han dicho que tienen que firmarlo todos los profesores. Hay algún problema, ¿señor Alfonso?


—No, en absoluto —respondió, carraspeando, mientras se disponía a firmar—. Bienvenida a Texas, Sabrina. Como es tu primer día de clase, olvidaré que has llegado tarde. Pero espero que a partir de ahora llegues a tiempo.


—Haré lo que pueda.


Un segundo murmullo, esta vez de aprobación, se elevó en la clase.


—Mira, sé que eres nueva en este lugar, y hasta es posible que las cosas fueran de otro modo en California. Pero la puntualidad es la primera norma que exijo en mis clases. Sin excepciones de ninguna clase. Si llegas tarde, tendrás que asumir las consecuencias. ¿Está claro?


—No exactamente.


Pedro no podía creerlo.


—¿Qué es lo que no has entendido?


—Lo de las consecuencias. Mi profesora de literatura, en California, siempre decía que la claridad es la base de la comunicación. ¿No podrías ser un poco más específico? —preguntó, tuteándolo por primera vez.


Entre el murmullo de los alumnos se alzó la inconfundible risa de Beto García. La recién llegada sonrió y miró a sus compañeros de soslayo, con complicidad. Pedro empezaba a pensar que estaba tomándole el pelo.


—Las consecuencias por llegar tarde son muy simples. Por cada minuto de retraso, te quedarás quince minutos después de clase.


—¿Está hablando en serio? —preguntó la joven, cuya sonrisa se había esfumado.


Pedro ni siquiera se molestó en responder.


—¿No se da cuenta de lo lejos que está el gimnasio? —preguntó la joven, mirándolo con rabia—. Se tarda cinco minutos en llegar, y eso cuando los pasillos no están llenos de gente. Haré lo que pueda para llegar a tiempo, pero puede que sea físicamente imposible.


—En tal caso, vas a tener que quedarte muchos días después de clase —declaró él, mirándola a los ojos—. ¿Ya has terminado?


La joven apretó los labios, se tragó su orgullo y asintió.


Pedro hizo un esfuerzo para que los alumnos no notaran su tensión y dijo:
—Sabrina, el mundo es un lugar absolutamente injusto. Si no te gusta, intenta cambiarlo. Pero en cualquier caso, tendréis que aprender a enfrentaros a la adversidad. De lo contrario os convertiréis en las típicas personas que se pasan la vida culpando a los demás por sus problemas, tengan razón o no.


Pedro tomó un ejemplar extra de Las uvas de la ira y se lo dio.


—Por favor, siéntate en el pupitre libre de la quinta fila y empieza a leer el primer capítulo. Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijo Pedro, hablando para toda la clase—. A menos, claro está, que prefiráis hacer las presentaciones de vuestros trabajos...


Un tercio de los alumnos apartó la mirada. Cinco o seis más gruñeron entre dientes y los demás abrieron la novela de Steinbeck con absoluto desinterés.


Pero a Pedro no le importó. Había conseguido su objetivo, aunque fuera a costa de sacrificar su popularidad.


Era una cuestión profesional, de principios. Y a veces pensaba que esos principios eran lo único que se interponía entre él y el inquieto desconocido que habitaba en su interior.


A veces, la confianza era lo único que se interponía entre Paula y el vacío interior que se burlaba de la imagen de valentía que daba.


En cualquier caso, su primer objetivo aquella mañana era iniciar el curso sin sobresaltos, pero el profesor, el señor Alfonso, había decidido ponerla en su sitio y ella no había sido capaz de contenerse. Había cometido un error, y de paso le había dado un buen motivo para vigilarla con atención.


—No mires a tus compañeros, Beto —declaró Pedro Alfonso—. Si hubieras hecho tu trabajo, ahora no tendrías que intentar copiar.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario