domingo, 13 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 3





Casi todos los ciudadanos de Houston pensaban que los estudiantes del instituto Roosevelt sólo eran un atajo de niños ricos y mimados; no obstante, y por razones evidentes, el pequeño grupo de personas con grandes mansiones, piscinas y criados, no compartía la opinión de la mayoría. Era un detalle lógico, pero Pedro Alfonso creía que generalizar era injusto.


Al menos, casi siempre.


En aquel momento, no era capaz de ponerse en el lugar de aquellos chicos; no podía ser objetivo. Sobre todo cuando consideraba que el precio de la ropa que llevaba alguno de los estudiantes de la clase habría bastado para pagar la universidad de su hermana Carolina, en el caso de que Carolina quisiera ir a la universidad. 


Pero no quería.


Frunció el ceño, tomó el lápiz que había dejado sobre su desgastado escritorio y se concentró en el plan de lecciones. Dudaba que algún estudiante hubiera leído Las uvas de la ira durante las vacaciones navideñas, exceptuando a Eliana Harper, pero no estaba dispuesto a olvidar el trabajo que les había encargado sólo porque era el primer día de clase. Aunque, por otra parte, era lo que habían hecho profesores de las otras asignaturas.


Mientras echaba un vistazo al plan, escuchó fragmentos de las conversaciones que mantenían los estudiantes que iban entrando en clase. Se quejaban sobre lo aburrida que había sido la temporada de esquí en Veil, o hablaban sobre lo “guay” que era el coche o el equipo de música que les habían regalado.


En aquel momento, Pedro se puso en tensión. 


Carolina le había pedido el año anterior que le regalara unos discos. Él había comentado que tal vez al año siguiente, pero lo había olvidado por completo, y el sentimiento de culpabilidad incrementó su irritación.


Las conversaciones de aquel grupo de niños de papá lo enojaron tanto que escribió la palabra “niñatos” en la hoja de papel que tenía entre las manos, y lo hizo con tanta fuerza que rompió el lapicero, así que tomó otro mientras se servía una taza de café. Entonces, sonrió. La taza se la había regalado Beto García, un alumno de quinto y a la sazón uno de los peores estudiantes que había conocido. Pero tenía sentido del humor, y el recuerdo consiguió animarlo.


Intentó convencerse de que aquellos adolescentes no eran, necesariamente, un grupito de niñatos. Se dijo que sólo eran adolescentes normales, con los problemas típicos de su edad, pero con recursos económicos de los que no disponía la mayoría. 


Si conseguía que demostraran tanto entusiasmo por el aprendizaje como el que demostraban por sacarle dinero a sus familias, no tendría que darles algunas lecciones sobre la vida, además de las lecciones de lengua y literatura inglesa. 


Alguien tenía que hacerlo, antes de que tuvieran que enfrentarse a un mundo lleno de jefes exigentes, en el ámbito del trabajo, o de profesores impersonales y abúlicos en la universidad. Antes de que incrementaran la larga lista de personas infelices de una generación desilusionada.


Antes de que renunciaran a sus sueños.


Miró el reloj que había en la pared e hizo sonar la campanilla para que supieran que sólo tenían un minuto más para entrar. Los cuatro chicos que estaban en la entrada lo miraron con desagrado, pero entraron de todos modos y se dirigieron a sus pupitres como si sentarse hubiera sido idea suya. En pocos segundos, el aula se comenzó a llenar.


Eliana, la empollona del curso, apretaba los libros contra su pecho; intentaba sentarse en su pupitre, pero Jesica Bates estaba de pie, charlando con una amiga, y no le dejaba pasar. Eliana decidió dar la vuelta, pero se topó con Tony Baldovino. Pedro pensó que si no le dejaba pasar, se encargaría de que no aprobara la asignatura.


Pero su mejor alumna decidió abrirse camino entre dos pupitres. Lamentablemente, se enganchó en uno de ellos y todos sus libros cayeron al suelo. La pobre chica se ruborizó y se inclinó para recogerlos.


Pedro ya se había levantado de su silla, para echarle una mano, cuando se acordó de Wendy Johnson y decidió permanecer en el sitio. 


Wendy, la chica más «popular» de la clase, lo había acusado por acoso sexual el año anterior, y desde entonces hacía lo posible por no acercarse a ninguna de las alumnos. Por suerte, habían trasladado a Wendy a otra clase; había recibido la notificación de que su puesto lo ocuparía una chica nueva, procedente de California, pero aún no había llegado.



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