domingo, 13 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 1




Ya no tenía miedo. De hecho, sólo la certeza de saber que el asesino de Juan Merrit deseaba acabar con su vida evitaba que muriera de aburrimiento.


Paula Chaves se ajustó su camisón de franela, apretó el cinturón del albornoz y abrió la puerta del cuarto de baño, lleno de vapor, para dirigirse al salón. La sala era bastante impersonal, a pesar del árbol de Navidad que decoraba una de las esquinas. Sobre la desgastada alfombra de color crema descansaba la chaqueta negra de un traje de esquiar, y sobre la mesa había una bolsa de patatas fritas, abierta.


Sonrió y negó con la cabeza. Miguel, uno de los dos policías que velaban por su seguridad, había vuelto del supermercado. A juzgar por los sonidos que procedían de la cocina, su agente preferido estaba preparando algo de cenar. En cuanto a Luis, supuso que se habría retirado a dormir.


Paula se sentó en el sofá y extendió una mano para tomar el mando a distancia de la televisión, pero no lo encontró en su sitio.


—Eh, ¿dónde está el mando a distancia? —preguntó.


En la cocina se hizo el silencio.


—No lo sé. Supongo que estará donde lo dejaste.


Paula vivía sola, o más bien había vivido sola hasta entonces, y no estaba acostumbrada a los pequeños problemas y roces de la convivencia. 


Deseó volver a llevar una vida normal, la vida que llevaba en su inmaculada casa de Dallas.


Trabajaba en relaciones públicas, y había alcanzado el éxito en su profesión, pero sabía que su carrera no resistiría cuatro meses más de ausencia; estaba tan desesperada que pensó que si las cosas seguían así se pegaría un tiro y evitaría las molestias al asesino.


El sonido del triturador de basuras interrumpió los pensamientos de Paula.


Cuando el teléfono sonó, segundos más tarde, dejó que Luis contestara en el dormitorio. Sólo podía ser algún agente del departamento de policía. No permitían que Paula recibiera llamadas, ni que las hiciera.


Paula intentó no sentir lástima de sí misma, por su penosa situación, y buscó el mando a distancia entre los cojines del sofá. La puerta de la cocina se abrió poco después, y Miguel apareció con un plato y un vaso de leche.


—He preparado una tortilla de muerte —declaró—. Si te portas bien, te daré un poco.


Paula miró la tortilla, que tenía demasiado aceite.


—Desde luego que es de muerte. Tú eres el que necesitas que te protejan. Si sigues comiendo esas cosas te dará un infarto.


—Hablas como si estuvieras realmente hambrienta —dijo el agente de mediana edad, mientras se sentaba en un sillón cercano—. Según el último examen médico que pasé, tengo el cuerpo y la salud de un treintañero.


—Sí, y el cerebro de un niño de dos años —se burló Paula.


Los ojos marrones de Miguel brillaron con ironía.


—Las mujeres hambrientas siempre están de mal humor. ¿Seguro que no quieres probar la tortilla?


—No, gracias —mintió.


El policía se inclinó hacia delante y le pasó el plato por delante de la cara, para provocarla.


—Tiene buen aspecto, ¿no te parece? Venga, da un bocado. ¿Qué daño te puede hacer?


Paula estaba realmente hambrienta, pero no quería probar la tortilla. Un hombre que comía como Miguel no podía entender su miedo a dejarse llevar, primero con un bocado, luego con otro, hasta despertar una mañana y descubrir que su precioso cuerpo se había convertido en una bola de grasa.


—No tengo hambre —insistió.


Miguel se llevó el tenedor a la boca. En cuestión de segundos había desaparecido la mitad de la tortilla.


Paula se resignó a su suerte y pasó una mano por detrás del cojín más alejado.


El mando a distancia estaba detrás, y en un rápido movimiento encendió la televisión y comenzó a cambiar de canal.


—¡Espera! Vuelve al canal anterior —ordenó Miguel.


—No, de eso nada, me niego a ver otro partido de baloncesto.


—No es ningún partido, te lo aseguro —prometió, mientras tomaba un poco de leche.


Paula arqueó una ceja, pero obedeció.


—Sí, ya veo que no es un partido. Supongo que no todos los espacios publicitarios responden a una confabulación para sembrar el caos en el país y destruir a las familias —comentó ella, con ironía.


—Y que lo digas. Mi ex esposa era adicta a la teletienda.


Paula observó la pantalla. Una mujer con cierto parecido a Claudia Schiffer estaba presentando ropa interior femenina.


—Y pensar que todos estos años podría haber sido alta, rubia y atractiva si me hubiera comprado un camisón como ese... —comentó con sarcasmo—. Rápido, dame el teléfono y me lo compraré.


—No te hagas la graciosa. Sé que sólo quieres que te haga un cumplido. Aunque estarías preciosa con ese atuendo.


Paula rió.


—Oh, vamos, parecería una niña jugando a disfrazarse de mujer, y lo sabes.


Paula pensó que el maquillaje y la ropa adecuada ayudaban mucho, aunque en muchos locales no podía pedir una cerveza sin que le pidieran el carnet de identidad. Lo que había resultado molesto cuando tenía veintiún años, resultaba realmente irritante a los veintisiete.


Miguel dejó el plato vacío y el vaso en el suelo y la miró, pensativo.


—Hazme caso: agradecerías esa cara de ángel que tienes si...


El policía no terminó la frase. Volvió la cabeza hacia atrás y sonrió.


—Hola, Luis, ¿qué sucede?


Paula también miró al hombre de pelo rojo que estaba en el umbral del salón. Sus pecas contrastaban abiertamente con su pálida piel, y llevaba una bata; por su aspecto, parecía que hubiera tenido una pesadilla.


—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel, de nuevo—. ¿No podías dormir?


—El teléfono me ha despertado.


Miguel se puso en tensión, al igual que su compañero. Era una tensión tan palpable que Paula se estremeció. Entonces, Luis sacó una pistola de uno de los bolsillos de la bata.


Paula lo miró, confusa. Por un momento, pensó que era algún tipo de broma; pero aquello iba en serio.


—Levanta las manos lentamente, Miguel. Si haces algo raro, dispararé. Y tú, Paula, no te muevas.


Paula no habría podido moverse aunque hubiera querido. De hecho, se había quedado sin respiración.


—Cometes un error —dijo Miguel, a modo de advertencia—. Vamos, deja esa pistola y charlemos un rato. No queremos que alguien salga herido.


Paula pensó que estaba ocurriendo otra vez, y el pánico atenazó sus sentidos. La pistola de Luis se convirtió en un cuchillo; su pelo rojo, en rubio; y sus ojos azules, en un pálido reflejo de la luz de la luna. La escena la había devuelto al pasado; una vez más se encontraba en el jardín trasero de Juan Merrit; sabía que su cliente estaba en peligro, pero no podía hacer nada salvo permanecer escondida detrás de unos arbustos, contemplando el cuchillo que atravesó su pecho, algo que no olvidaría en toda su vida.


—No —susurró ella, mientras se levantaba del sofá.


Paula miró a Miguel, y acto seguido se interpuso deliberadamente entre los dos hombres.


Luis gritó.


Miguel echó mano a su cartuchera y empujó a Paula para apartarla de la línea de fuego.





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