lunes, 14 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 5




Paula miró al alto hombre de hombros anchos mientras entregaba las hojas de un examen rápido a los alumnos. Todo el mundo escondía algo, algo que no mostraba ante la gente. De modo que siguió observándolo mientras simulaba leer el libro.


El corte de pelo, corto, le quedaba muy bien; pero resultaba evidente que su armario necesitaba modernizarse. Llevaba una camisa blanca, una corbata azul y unos pantalones que no hacían justicia al resto de su cuerpo; aquel hombre estaba hecho para llevar trajes más elegantes, que realzaran su figura.


—Muy bien, tenéis veinte minutos para responder a las cinco preguntas. Si termináis antes, traedme los exámenes y empezaremos con la lectura del capítulo cuatro —el profesor, mientras se sentaba detrás del escritorio—. Buena suerte.


Paula lo maldijo. No podía creer que un profesor se empeñara en que sus alumnos leyeran a Steinbeck durante las navidades. Sospechaba que no era un profesor muy popular; al menos, entre los chicos.


Estaba segura de que habría roto unos cuantos corazones con aquellos ojos intensos, con el pelo corto que le caía sobre la frente y con su fuerte y cuadraba mandíbula, que mostraba barba de dos días. Cuando levantó la mirada, vio que el profesor la estaba mirando.


—¿Ya has terminado de leer el capítulo? —preguntó.


Paula se ruborizó en contra de su voluntad. No sabía cómo lo había hecho, pero aquel hombre había logrado romper su habitual compostura. Y no podía pasar cuatro meses en aquel lugar si no mantenía la calma. Si se exponía, de cualquier modo, pondría en peligro su vida y el trabajo de su amiga Donna Kaiser, una de las socias más importantes del Instituto Roosevelt. 


Su amiga, que había estudiado con ella en la universidad, había pensado que el plan de Paula era excelente: aprovecharía su juvenil rostro para hacerse pasar por una jovencita de dieciocho años, aunque tuviera veintisiete y fuera una mujer de carrera.


Una semana atrás, Paula había estado de acuerdo con su amiga, pero ahora ya no estaba tan segura. El miedo podía quebrar el buen juicio de las personas.


Justo entonces, y sin poder evitarlo, comenzó a sufrir un ataque de pánico. Apenas podía respirar, y desde luego era incapaz de leer el libro. Una vez más, la asaltaron las imágenes de lo que había sucedido. Recordó el vaso y el plato que Miguel había dejado en el suelo, junto a un charco de sangre. Recordó el brillo de urgencia en los ojos de Luis, mientras moría. 


Recordó la sangre que tenía en las manos y en el albornoz, la sangre que manchaba la alfombra y hasta su alma; y sintió náuseas.


Sin darse cuenta, gimió.
—Sabrina, ¿te encuentras bien? —preguntó el profesor.


Paula levantó la cabeza. Y el inesperado brillo de preocupación que encontró en los ojos verdes de Pedro la confundió.


Paula reaccionó con rapidez y asintió. Pero el profesor siguió mirándola unos segundos, no muy convencido por su respuesta, así que la joven bajó la mirada y simuló que seguía leyendo. Pero no podía leer. La delicadeza que acababa de demostrar aquel hombre, con un simple gesto, la había emocionado aunque no supiera por qué; aunque fuera un desconocido.


Lentamente, y casi a regañadientes, alzó una vez más la mirada.


El profesor estaba escribiendo algo en su escritorio, y su concentración era tan intensa que Paula pensó que había imaginado aquel instante de compasión. Se sintió decepcionada, pero al oír a los otros estudiantes, que rellenaban sus exámenes, se dijo que era mejor así. No quería que aquel hombre se diera cuenta de que podía quebrar su aparente determinación.


Por primera vez, echó un vistazo al aula; no tenía ventanas, y resultaba demasiado seria, sin gracia, sin elegancia. Por lo que sabía hasta entonces, se parecía al profesor que daba clase en ella.


En una de las paredes había un tablero de corcho, con algunas notas, y la pizarra era de un color negro intenso, como si la lavaran en lugar de limpiarla con un trapo. Bajo el enorme reloj había un cartel que proporcionaba la única nota de color en la clase.


Empezaba a pensar que aquel hombre era el típico profesor exigente y lleno de manías, empeñado en que sus alumnos llegaran con puntualidad marcial, con poco sentido del humor y poco comunicativo. Un profesor con un concepto bastante conservador de la enseñanza, que seguramente pensaba que las ropas ajustadas no eran muy adecuadas en las chicas, porque rompían la concentración de sus compañeros.


Sin poder evitarlo, sonrió. Y la idea le pareció tan divertida que la sonrisa se convirtió en una carcajada, muy a su pesar.


Fue como si hubiera empezado a reír en una iglesia. Todos los alumnos, y desde luego el profesor, se volvieron hacia ella. Beto la miró y sonrió, y Alfonso hizo sonar su campanilla para que siguieran haciendo el examen.


—Está prohibido reír durante el examen —dijo Alfonso, muy serio.


Paula no pudo evitarlo. Ya no podía controlarse, y volvió a reír.


El profesor se inclinó hacia delante y comenzó a dar golpecitos con los dedos sobre el escritorio.


—Te importaría decirnos qué te resulta tan gracioso, ¿Sabrina?


Como relaciones públicas, y de cierto prestigio, siempre había aconsejado a sus clientes que expresaran su opinión manteniendo la mirada, con educación y con absoluta sinceridad. Así que decidió aplicar su teoría.


—No, gracias.


Alfonso palideció.


—En realidad, no es nada gracioso —añadió Sabrina.


—¿Por qué no permites que seamos los demás quienes lo juzguemos? —preguntó Alfonso.


—Si se empeña... me estaba riendo de la campanilla.


—¿De la campanilla? —preguntó él.


—Sí. Hace un ruido tan gracioso... me ha sorprendido, eso es todo —respondió.


La respuesta de Paula, que había decidido no empeorar la situación, satisfizo al profesor.


—Es posible, pero resulta muy efectiva para impedir los comportamientos inadecuados.


—Yo diría que ese sonido distrae más a los estudiantes, durante un examen, que las risas.


Sus compañeros de clase la miraron con evidente asombro. Y Paula comprendió, aunque demasiado tarde, que había cometido otro error.


Alfonso se levantó y caminó hacia ella muy despacio. La lentitud de sus movimientos era más inquietante que cualquier demostración de enojo.


—Haz el favor de salir un momento al pasillo, Sabrina. Quiero hablar contigo.


Paula se levantó del pupitre, haciendo una demostración de serenidad que, en todo caso, no podía competir con el aplomo de Alfonso. 


Tuvo que echar mano de todo su control para llegar a la puerta de la clase; afortunadamente para ella, había aprendido muy bien las lecciones de asertividad.


Se dijo que superaría aquel momento, de algún modo. Se dijo que lograría enfrentarse a Alfonso sin derrumbarse por completo. Pero entonces notó el aroma de su loción de afeitado, un aroma que reconoció de inmediato; era la loción que siempre había usado su abuelo.


Se volvió hacia el profesor, lo miró, y tuvo que hacer otro esfuerzo extraordinario para no sufrir otro ataque de risa.



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