sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 28





—No me gusta hacer un juicio hasta que no conozco lo hechos —le dijo Pedro a Brian—. ¿Hay algo más acerca de ese Eric Saunders, alias Larry Cobbs?


—Nada aparte de otro montón de alias.


—Compruébalos.


Brian hizo una mueca.


— ¿Todos?


—¿Cómo si no vamos a saber quién era en realidad? Todos, naturalmente.


—Me va llevar mucho trabajo, jefe.


—¿Y? Para eso te pagan, ¿no?


Brian se quedó algo desconcertado. Aquel comportamiento no era típico de Pedro, tampoco que le mandara seguir pistas que no parecían tener la menor importancia, pero...


—De acuerdo, me pondré con ello ahora mismo —dijo, recogió su abrigo, su cartera y se marchó. Puede que no hubiera ninguna razón en especial, pero se preguntó a qué venía tanto jaleo por un asunto relativamente poco importante y por qué el jefe estaba dé tan mal humor últimamente.


Ya solo, Pedro se paseó incómodo por el despacho y se quedó mirando por la ventana. 


Qué extraño. Muchas mujeres habían entrado y salido de su vida sin que él se preocupara de mirar atrás, pero con Paula Chaves era distinto. 


No podía dejarla marchar. Una mujer que le había quitado... Interrumpió sus pensamientos. 


Habría dado aquello y mucho más por saber que no era quien era. Una mentirosa, una artista del engaño. Pero tenía que estar seguro, tenía que saberlo todo.


Incluso así, no podía soportar la idea de hacer que alguien la siguiera. No tenía los mismos escrúpulos a la hora de seguir la pista de Eric Saunders. Si había alguna conexión entre él y Paula... ¿Qué? ¿Qué haría?


No quería pensar, pero tenía que saberlo. Tal vez entonces pudiera hacer otra cosa, dedicarse a su trabajo. Mientras tanto... Bueno, gracias a Dios que tenía muchos artículos adelantados.


Levantó el teléfono y llamó a la oficina de Paula.


Dio su nombre y esperó a que la secretaria pasase la llamada. La voz de Paula revelaba su alegría por la llamada.


Pedro, ¿cómo estás? ¿Qué pasa?


—Creo que me gustaría dar esa vuelta por tu oficina que nos ofreciste el otro día.


—Ajá, así que quieres conocernos antes de escribir sobre nosotros.


Así pues había estado esperando su columna.


—Es mi procedimiento habitual, ¿te importa?


—Claro que no. Me encantará. Dime cuando quieres que sea y lo arreglaré. Y trataré de que sólo vayamos por este condado, ya sabes que estamos en todo el estado.


—No me preocupa que sea cerca o lejos —le dijo Pedro—. Y no quiero que conciertes ninguna visita. Quiero que me lleves, si puede ser, a algunas empresas a las que hayáis concedido algún préstamo. ¿Es posible?


¿Estaba siendo demasiado brusco? 


¿Sospecharía ella algo?


—Sí —dijo Paula sin la mínima perturbación—. Algo inusual, pero posible para un columnista tan importante como Pedro Alfonso. Y, para decirte la verdad, tengo mis favoritos. Deja que consulte mi agenda y te llamo.



Al día siguiente lo llamó con una lista de algunas empresas locales y al cabo de unos días comenzaron la inspección.


Pedro se dio cuenta de que, efectivamente, Paula tenía sus lugares favoritos. El primer lugar al que le llevó fue a una vieja casa de Oakland. No era una zona pobre, pero desde luego no era un lugar ideal. Había casas bien cuidadas junto a verdaderas chabolas, una tienda, un bar y un pequeño restaurante y los niños jugaban por las calles. Paula aparcó detrás de una furgoneta y llamó a la puerta de una casa de dos pisos.


Una mujer pelirroja despeinada y con un cigarrillo en la boca les abrió.


—Señorita Chaves —exclamó la mujer, contenta de ver a Paula—. Estamos preparando la maqueta de la edición de este mes. ¿Quiere verla?


—Por eso hemos venido —dijo Paula—. Sé que está ocupada, pero espero que tenga tiempo de contarle al señor Alfonso cómo funciona su empresa. Puede que consiga mucha publicidad en su columna del Chronicle. Pedro, ésta es Vera Cox, que publica una revista mensual —dijo Paula con una sonrisa radiante—. Pensé que te gustaría ver cómo funciona.


La señora Cox se quitó el cigarrillo de la boca y le tendió la mano.


—Encantada. Pase y venga a echar un vistazo — dijo y luego se dirigió a dos niños pequeños—. Os he dicho que os quedéis en el jardín hasta la hora de comer. ¡Venga!


Los niños, con unos caramelos que Paula les dio, desaparecieron y la señora Cox condujo a Paula y a Pedro a una habitación que había en la parte trasera de la casa. Una habitación que tenía una especie de desordenado orden y que olía a papel y pegamento. Había dos ordenadores, apagados, un hombre sentado a una mesa, usando uno de los tres teléfonos y dos mujeres trabajando con el pegamento y el papel.


—Ya hemos sacado los artículos de los ordenadores —explicó la señora Cox—. Ellas están preparando la maqueta.


Tomó una página para enseñársela. Tenía dos artículos, uno sobre las precauciones que debían tomar los ciclistas y otro con menús para el Día de Acción de Gracias. Y dos anuncios, uno de una zapatería de niños y otro de una frutería.


—Está muy bien —dijo Pedro antes de que se sentaran en el salón.


—Cuéntele al señor Alfonso cómo empezaste.


—Por necesidad —dijo la señora Cox encendiendo otro cigarrillo—. Discúlpenme si fumo, sé que es malo para mí pero no me puedo pasar sin ellos. Fue muy duro recuperarse de la muerte de Ken. El dinero del seguro no era suficiente, más bien era humillante. No quería dejar a los chicos, así que se me ocurrió publicar una revista local. Ken trabajaba para un periódico, ¿sabe? y yo sabía que el dinero proviene de los anuncios.


Continuó explicándoles que había empezado ella sola con una vieja máquina a escribir artículos de interés para amas de casa. Primero hacía unas cuantas copias que sus hijos repartían, andando muchas millas. Luego buscó suscriptores y gracias a eso logró que las tiendas locales le contrataran anuncios.


—Pagaban, pero no lo suficiente para poder sobrevivir, hasta que tuve que usar parte del dinero del seguro para financiar el material.


Entonces, continuó explicándoles, alguien le habló de la Comisión para el Desarrollo Económico.


—Gracias a Dios, conocí a la señorita Chaves —dijo dirigiéndole una sonrisa—. Porque el primer empleado de la agencia que vino aquí, no me hizo mucho caso. Si no hubiera sido por la señorita Chaves...


El préstamo de la agencia había servido para comprar material y emplear a los ayudantes.


—Contraté a dos ayudantes, un operador informático y esas mujeres que han visto, y chicos para repartir la revista. Que tiene seis páginas y bastante publicidad para darme de comer a mí y a mis hijos. Ah, y contrato artículos, sólo pago veinticinco dólares, pero le sorprendería saber el número de gente que escribe y a la que le encanta ver sus artículos impresos.


La señora Cox concluyó.


—Sí, señor, tengo un buen negocio en marcha, y si no hubiera sido por la señorita Chaves, todavía estaría con un periódico de dos páginas, y pagándolo con parte de la asignación del seguro. ¿No es así, señorita Chaves?


—No, se equivoca. Con sus ideas y su energía lo habría conseguido de cualquier modo. Nosotros sólo hemos hecho posible que lo haya logrado antes. Por no hablar de hasta dónde puede llegar.


La siguiente visita fue cerca de la primera. Otra gran casa, recién pintada y con columpios en el jardín. Aquella vez los recibió una anciana mujer de color.


—Señora Mary Ables —dijo Paula—. Señora Ables éste es Pedro Alfonso, que está muy interesado en ver sus instalaciones.


La señora Ables era muy activa, a pesar de su edad, y les enseñó todo el lugar. La casa había sido remodelada para acomodar a niños. Se habían tirado tabiques para hacer habitaciones más espaciosas, tenía sillas y mesas pequeñas y baños adecuados para niños.


El lugar entero estaba pintado en colores alegres. Algunos niños, cuidados por dos mujeres jóvenes, estaban concentrados con libros, pinturas y juguetes.


—La señora Ables recibía el subsidio de la seguridad social —le explicó Paula cuando se marcharon.Se presentó con sus tres nietos en la oficina diciendo que quería montar un negocio ocupándose de cuidar a los niños de parejas trabajadoras y cómo podíamos ayudarla —dijo Paula y rompió a reír—. Cuando le dijimos que hacía falta un aval, nos preguntó si servía su casa, que se estaba cayendo a trozos. De todas formas, no pudimos librarnos de ella y ya ves los resultados.



—Estoy pensando que eras tú la que no podía librarse de ella —dijo Pedro—. ¿No es demasiado mayor para recibir un préstamo? ¿Es que todos tus clientes cobran el subsidio de la seguridad social?


Paula lo miró haciendo una mueca con la nariz.


—Está bien, tuve que mover algunos hilos. ¿Pero no es mejor que pague impuestos a que reciba el subsidio? ¿Y no es un lugar fantástico?


Pedro tuvo que admitir que era cierto.


—Ahora voy a llevarte a un sitio donde puedes decir que los que han recibido el préstamo son menores de edad.


Fueron hasta una comunidad de viejas granjas, algunas de ellas renovadas.


—Muy bien —dijo Pedro—, pero me parece que estas granjas no pueden competir con las grandes granjas comerciales.


—Bueno, te voy a llevar a una y te vas a quedar muy sorprendido de cómo la llevan.


Pedro, efectivamente, se quedó muy sorprendido. Asombrado en realidad al llegar al patio de una granja lleno de automóviles y dos tractores. Bueno, no exactamente lleno. Había otros diez coches en un garaje, reconvertido en taller.


—Éste es Keith Johnson —dijo Paula presentándole a un chico con la cara llena de pecas. No debía tener ni veintiún años, pensó Pedro mientras el chico se limpiaba una mano grasienta en los pantalones. Gracias a Dios, de todas formas, no se la ofreció para estrechársela—. El señor Alfonso, Keith, es un amigo mío. Está interesado en tu negocio y le gustaría verlo.


—Por supuesto, señorita Chaves —dijo Keith sonriendo—. Cualquier amigo suyo es amigo nuestro.


Mientras metían el coche, Paula le habló de Keith.


—Es muy listo. Dice que nunca le gustó el trabajo de una granja, pero que le encantaba la mecánica. Trabajaba en un taller en Vallejo, pero no ganaba mucho dinero. Cuando murió su padre, utilizó el dinero del seguro para avalar un préstamo y abrir el negocio, en la vieja propiedad de la familia.


Parecía un negocio floreciente. La zona que había junto al granero estaba pavimentada y llena de coches que no cabían en el mismo. El granero estaba bien equipado como taller. Otros dos chicos, más jóvenes que Keith, estaban trabajando en un motor. Levantaron la vista para saludar a Paula. Había dos chicas en la oficina, también la conocían.


—Hola Paula. ¿Qué tal? ¿Sabes? Me apunté a las clases de informática que me dijiste y ahora manejo este cacharro sin problemas.


Pedro observó a Paula mientras ésta hablaba con la chica, escuchándola y animándola. Igual que había hecho con uno de los chicos que trabajaban en el taller. Era obvio que se sentía muy a gusto con aquellos chicos, igual que con la señora Ables y con la señora Cox. Paula tenía... ¿qué había dicho su madre? Encanto, sí. 


Y no se trataba de ninguna fachada. Era la clase de encanto que la hacía aceptar a la gente por lo que era, lo que le confería una dignidad y una gracia que emergía de ella incluso ante los rudos hombres del Spike's Bar.


El recuerdo de aquel lugar le irritó. Cuando abandonaron el taller y Paula le preguntó su opinión, dijo que Keith le parecía demasiado joven para que le cargaran con tanta responsabilidad.


Ella le dijo que Keith tenía veintitrés años, dos más de la edad necesaria.


Él le dijo que uno de los chicos, el que llevaba pendiente, le recordaba a uno al que había sorprendido robándole los tapacubos de su coche hacía unos meses.


—No es él —dijo Paula—. Pero si lo era, ¿no te ha gustado verlo trabajando en lugar de robando?




BAILARINA: CAPITULO 27





Incluso en el avión que la llevaba a Seattle, Paula no podía pensar en otra cosa que no fuera Pedro Alfonso. Era un verdadero enigma para ella. 


Siempre con aquel aspecto relajado e informal, hiciera lo que hiciera: bailar, jugar al ajedrez o simplemente, estar en su barco, con unos vaqueros y un polo viejos, removiendo un cazo de sopa. Era difícil creer que se trataba del esforzado periodista que había escrito sobre revoluciones y golpes de estado que había visto en cualquier parte del mundo. Devoraba sus artículos, tan inmersa en lo que decía como en lo que era... un hombre alto, apuesto y libre, moreno y siempre despeinado con una perenne sonrisa amplia y radiante. Tenía unos ojos oscuros que la miraban con tal intensidad que algunas veces llegaba a pensar que quería horadar su alma.


—¿Vive en Seattle? —le preguntó el hombre que viajaba a su lado.


—No, sólo voy de visita —replicó ella, fingiendo estar absorta en la revista que tenía abierta sobre las piernas.


No quería hablar con un extraño, sólo quería pensar en Pedro. Le gustaba el modo en que la hablaba, en que la escuchaba, con total concentración. Y cuando la besaba... Cerró los ojos, recordando. Su cuerpo se derretía, respondiendo a la demanda suave y apasionada de sus labios y reviviendo con sus caricias. Lo deseaba. Deseaba estar entre sus brazos, rendirse al deseo excitante y erótico que evocaban sus caricias. Deseaba...


Se incorporó, pasó la página y la miró. ¿Qué iba a hacer con Pedro Alfonso? ¿Cuándo podría decírselo?


Pero no podía hacerlo. Otras personas dependían de ello. Su madre, por ejemplo. Su madre había llevado una vida muy dura, bailado en lugares en los que ella ni siquiera se atrevería a entrar. Sí, el bar de Spike le había abierto los ojos, revelando algo que nunca había sabido. Pero Delia era muy honesta y nunca perdonaría a una mujer que había engañado a un hombre para que le diera una suma tan enorme de dinero.


Sí, también le había mentido a su madre.


¿Y Juan Goodrich? ¿Cómo había podido no desmayarse cuando la madre de Pedro se lo presentó en aquella fiesta? Guardó la compostura al darle la mano, pero no pudo evitar sonrojarse de la cabeza a los pies. Si llegara a saber que ella era Deedee Divine...


Si su madre se enteraba de lo que había hecho.


Si lo sabía Pedro. Y lo sabría si alguna vez conocía a su madre. Podía oír a Delia, decirle con toda su sinceridad: «Soy bailarina, sí. Y apuesto a que he dado la vuelta al país varias veces», diría y se reiría, entonces él le haría preguntas y lo averiguaría todo.


Pedro y su madre no debían conocerse. Tal vez debiera buscar otro empleo, salir de San Francisco. Pero amaba su trabajo y amaba a Pedro.


Había arruinado su vida con una sarta de mentiras.


Su madre tenía un aspecto magnífico, radiante.



—Me siento maravillosamente, Paula.


—Cuánto me alegro —dijo abrazándola. Aquello valía más que un millón de mentiras.


—Los doctores quieren que me quede por aquí algunos meses más. Pero no ven ninguna complicación y están asombrados por mis rápidos progresos. Debo escribir al señor... ¿Cómo se llama? ¿Goodlaw? Si no hubiera sido por él...


—Oh, mamá, la gente como ésa ni repara en todas las personas a las que ayudan.


—¿No? Yo creía que se alegraría de saber lo que su amabilidad ha supuesto para mí. Sé que no ha respondido a la primera carta que le envié, pero...


—¡Mamá! Probablemente ni siquiera la vio. Esa gente está rodeada de secretarias, contables y... abogados. Nueve de cada diez veces ni siquiera saben dónde va su dinero.


—No puedo creerlo. Yo creo que le gustaría saber el milagro que ha hecho para mí, y voy a escribirle.


—De acuerdo, mamá. Si así te sientes mejor, yo la echaré al correo.


Otra mentira más. Cambió de tema y se puso a hablar de Angie y del nuevo piso.


—¿Qué hay de tu vida social? —le preguntó la tía Mariana—. ¿Algún hombre nuevo?


—No muchos —le replicó ella. Sólo uno y no quería hablar de él. Volvió a cambiar de tema y se puso a hablar de su trabajo y de sus clientes.


Su madre puso un interés particular en Joe Daniels y su estudio de baile.


—A lo mejor me da trabajo.


—Mamá, no necesitas volver a trabajar.


—Bailar no es un trabajo. Y enseñar podría ser fantástico, no como ir por ahí bailando en cualquier parte.


— Ya veremos —dijo y volvió a cambiar de tema.


Les habló del asunto Saunders y de la conferencia de prensa. Recordó que Pedro no había escrito una sola palabra de la misma y se preguntó por qué.



viernes, 9 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 26




Pedro agarró a Paula por el brazo con un gesto posesivo, evitando a sus admiradores, y la condujo al exterior del edificio.


—Me has impresionado —le dijo al llegar a la acera.


—¿Sí, de verdad?


—Oh, sí, ha sido una gran interpretación.


Una interpretación maravillosa, pensó Pedro, incapaz de ocultar sus sospechas.


—Estaba muy nerviosa, pero... ¿Crees que ha salido todo bien? ¿Qué tendremos buenos comentarios?


—Por supuesto. Se han tragado todo lo que les has dicho —dijo Pedro. Paula no parecía darse cuenta de sus insinuaciones.


—No lo sé. Esa reportera que no dejaba de mover las gafas me parecía muy reticente. ¿Quién era?


—Sally Eastern, del Chronicle —dijo Pedro. Una mujer, pensó, y por tanto no caía seducida por la belleza del rostro de otra mujer, o por su suave voz—. No te preocupes por ella. Has estado muy convincente... muy creíble.


—Me alegro —dijo Paula y suspiró—. El asunto Saunders era una amenaza.


—Sí, te dejaba muy expuesta, ¿verdad? Podía haber abierto la caja de los truenos.


—Pues, sí, supongo que sí —dijo Paula pensativamente—. Pero la verdad es que es un incidente aislado y sin precedentes.


Hablaba con tal candor que Pedro se preguntó por qué continuaba insistiendo. ¿Por qué no se decidía a enfrentarse con ella abiertamente?


—Esta mañana tenía mucho miedo. El señor Anderson, mi jefe, quería que yo llevara el peso en la rueda de prensa y yo sabía que había mucho en juego, ¿comprendes?


Lo miraba con ansiedad y Pedro se dio cuenta de por qué no quería que todo saliera a la luz. 


Porque no quería correr el riesgo de que sus sospechas se confirmaran. Lo único que quería era tomar aquel rostro inocente entre sus manos y besarla en la boca. Allí mismo en mitad de la calle, rodeados de gente. Al infierno con ellos y al infierno con sus dudas.


Paula se detuvo.


—No tengo mucho tiempo, tengo que volver al trabajo. Hay un vegetariano a la vuelta de la esquina, podemos tomar una ensalada, ¿vale?


—Vale.


Pedro le daba igual cualquier sitio con tal de ir con ella.


Una vez en el restaurante, Paula siguió hablando de la agencia, sin probar la ensalada.


—Es muy importante, ¿sabes? Es increíble la gente que viene a pedir préstamos. No podrías creer la cantidad de proyectos interesantes que nos presentan. Sería una pena que no se llevaran a cabo. Espero que los periodistas hayan captado el mensaje. Estamos bajo sospecha y necesitamos el apoyo de la prensa.


Pedro asintió, escuchando. ¿Era un mensaje para él? ¿Era él uno de los periodistas sobre los que quería influir? Nunca antes le había hablado de su trabajo. Ni siquiera le dijo que trabajaba para la Comisión para el Desarrollo Económico. 


Nunca había mencionado su empleo, no había dicho ni una sola palabra.


Y en aquellos momentos no paraba de hablar.


¿Por qué? ¿Porque había descubierto donde trabajaba y podía hacer conexiones y llegar a conclusiones que podían afectarla?


No, no. Ella no sabía que él la había reconocido, de eso estaba seguro.


—Está muy callado, señor Alfonso —dijo Paula, sonriendo de aquella manera tan especial. La misma sonrisa que le había dirigido a Sam Wells—. ¿Qué vas a escribir sobre la conferencia?


—Nada. Quiero decir, no lo sé —respondió Pedro, y maldijo en silencio. Estaba tartamudeando como un imbécil. No, como un estúpido en manos de una bruja muy seductora.


No era un periodista de investigación, pero ¿y su responsabilidad con los lectores?


Cuando terminaron de comer se alegró. Tal vez cuando se alejara de Paula podría empezar a pensar con claridad.


Pero cuando ella se levantó para marcharse corriendo a su oficina, le tomó la mano, deseando detenerla.


—Vayámonos, señor Alfonso, no tengo tiempo para soñar —dijo Paula sonriendo—. Y tengo una pesada carga que llevar.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Tan pesadas son las solicitudes?


—Sí. ¿Y tú qué? ¿No tienes ninguna materia pesada sobre la que pontificar? ¿Alguna revolución, algún golpe de estado? ¿O alguna conferencia de prensa?


—Vale, vale —dijo él sin soltarle la mano. Paula era para él una trampa y un gozo—. ¿Quedamos el domingo? Podríamos ir a Tahoe.


Paula se disculpó diciendo que tenía que ir a Seattle el viernes y que no volvería hasta el domingo por la tarde. Pedro la dejó marchar, preguntándose qué diablos había en aquella ciudad.




BAILARINA: CAPITULO 25




Ella lo sabía. Por dentro estaba temblando como una flan. Había demasiado en juego: su reputación, su trabajo, y la propia supervivencia de la agencia. Pero, extrañamente, no pensaba en ninguna de aquellas cosas mientras forzaba una apariencia calmada y hacía acopio de valor para la batalla. Estaba pensando en la viuda Eliza Carr, cuyo negocio de animales disecados iba viento en popa con unos beneficios que iban mucho más allá de los necesarios para sostener a su familia; y en Joe Daniels, cuyo estudio de baile alentaba su orgullo así como sus ingresos. 


Pensaba en las peticiones de préstamos que había sobre su mesa, en la gente que esperaba la concesión del dinero, gente trabajadora, con ideas, talento y ambiciones, que sólo necesitaba un empujón. Como una madre que defendiera a sus cachorros, Paula se había puesto en pie, lista para proteger a aquella gente contra la nube que representaba Eric Saunders.


No mencionó a Saunders en su charla, sólo se fijó en lo positivo. Habló acerca de Eliza Carr y Joe Daniels. Detalló las actividades de Sue y Anna Carroll, las dos hermanas que habían construido un imperio multimillonario a partir de una tienda de botas para la nieve. Habló de su enorme cantidad de empleados, de sus numerosos proveedores, todos empresas californianas. Citó estadísticas, éxitos de pequeñas empresas, número de empleos generados, beneficios fiscales. Finalmente, habló de los procedimientos de concesión de los préstamos, del cuidadoso estudio de los solicitantes, de las oportunidades que les daba la agencia.


Pero, a pesar de su exposición, gran número de preguntas malintencionadas llovieron sobre ella. 


Que sólo llevara seis meses en la agencia despertó el escepticismo de todos.


—¿Y cómo puede ser la responsable de la concesión de préstamos?


Paula estaba preparada para responder aquella pregunta.


— Heredé el puesto. Fui contratada como ayudante del señor Jason, pero él dejó de trabajar con nosotros a las seis semanas de mi llegada.


—Ya veo —dijo un reportero con un traje gris y un extraño brillo en la mirada—. Entonces fue usted quien aprobó el préstamo al señor Saunders.


—Por supuesto, junto a muchos otros.


¿Cómo podía olvidarlo? Fue durante la época horrible en que su madre se puso enferma.


—Gracias —dijo el hombre y se sentó triunfalmente, como si hubiera demostrado algo.


Una mujer agitó sus gafas en el aire como si moviera una bandera.


—Cuando considera la concesión de un préstamo, ¿inspecciona personalmente las premisas del negocio?


—No siempre, sólo cuando hay razones para dudar.


Y en aquella época le habría resultado muy difícil, con dos trabajos y la preocupación constante por su madre.


—¿Inspeccionó el taller de cerámica del señor Saunders antes de aprobar el préstamo?


—No —no pudo contener el rubor de sus mejillas. No haber visto el taller no le hacía sentirse mejor, probablemente, se habría llevado tan buena impresión como John Drew—. Le inspeccionó otro empleado de la agencia en el que tengo plena confianza.


La mujer sonrió con desdén.


—¿Debo suponer que también tenía plena confianza en que el señor Saunders pudiera hacer frente al crédito?


—La misma que el banco en el que tenía depositados los fondos como garantía de nuestro préstamo — dijo Paula.


Luego le tocó preguntar a un hombre en mangas de camisa.


—¿Inspeccionó el crédito de Larry Cobs?


Aquella cuestión despertó un murmullo generalizado. Aquél era uno de los pseudónimos de Saunders, que había salido a la luz recientemente.


Paula se puso tensa, pero respondió con aplomo.


—Por supuesto que no. Sólo debíamos ocuparnos de Eric Saunders.


Pedro no podía soportarlo. La estaban crucificando. Tenía ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y defenderla contra los periodistas que habían encontrado un blanco para sus acusaciones. Era tan vulnerable, tan...


«¿Qué clase de imbécil eres, Pedro Alfonso? Cuando sabes muy bien qué clase de mujer es». 


Aquel asunto podía ser muy bien un engaño, planeado por dos personas que cambiaban de identidad con tanta facilidad como de chaqueta. 


Tal vez, ella se hizo pasar por algún tiempo por la bailarina Deedee Divine con el propósito de conseguir más dinero. De otro modo, ¿por qué una mujer con un máster en administración de empresas estaría bailando en un tugurio como aquél?


Las credenciales del taller de cerámica de Eric Saunders podían ser falsas. Aunque la verdad era que Paula no tenía aspecto de estar mintiendo. No podía evitar cierto orgullo al ver con qué valor se enfrentaba a las preguntas. 


Respondía a todos con rapidez, precisión y dignidad. Parecía una mujer con experiencia en el mundo de los negocios. Si sólo estaba representando un papel, lo estaba haciendo muy bien.


Tan bien como bailaba la danza del vientre.


Pero los artistas de la estafa saben desempeñar cualquier papel. ¿Cómo podían si no engañar a todos? De igual forma Paula convencía a los reporteros con sus razones. A todos menos a Sally Eastern, del Chronicle, que no dejaba de agitar las gafas en el aire, como si no creyera una palabra de lo que oía. Si Sally supiera lo que él sabía...


Pero, ¿qué sabía en realidad? Debía haber alguna razón...


Fascinado, vio cómo Paula Chaves manejaba al público. Antes de que terminara la conferencia de prensa, los tenía a todos en el bolsillo. Sí, el caso de Eric Saunders era una aberración, un fraude planeado con antelación. Habían pillado a la agencia desprevenida, y ella asumía la responsabilidad. Había sido un error, pero también un aviso. Había que estudiar con mayor cuidado las solicitudes, pero había que conservar la agencia, mantenerla abierta a todo aquel que merecía sus servicios. Invitó a todos a visitar la oficina, pero los préstamos no podían inspeccionarse, había que mantener la intimidad de los clientes. Pero sí se podían visitar las empresas a las que la agencia había ayudado, y ella se ofrecía personalmente a acompañar a cualquiera que lo solicitase.


Tomó asiento y el presidente se levantó para secundar su invitación y para concluir la reunión.


Hubo un murmullo general. Algunos salieron a toda velocidad para llevar las grabaciones a la redacción, otros charlaban entre sí y otros se acercaban a la mesa para solicitar más información. Pedro notó que muchos hombres se dirigían a Paula. Sam Wells, cuyas dotes de seducción eran bien conocidas, se levantó y se acercó a ella inmediatamente. Pedro lo vio inclinarse hacia adelante y decirle algo. 


Paula sonrió y asintió, con aquel brillo seductor en la mirada. Sintió un arrebato de furia. Le hervía la sangre. Aquella sonrisa, aquella mirada seductora... ¡No tenía ningún derecho!


«Si tú, Sam Wells, la conocieras. Si supieras que es una mujer mentirosa y llena de ardides...» Tal vez debía decírselo, o hacer que ella lo hiciera. Acercarse a ella, agarrarla por el cuello y sacudirla hasta que confesara a todos que estaba mintiendo, engañándoles, seduciéndolos...


Llegó a su lado y le tendió la mano.


—Hola, Pedro. Qué sorpresa me he llevado. No tenía ni idea de que vendrías.


Entonces fue a él a quien miró con aquella sonrisa, y él se derritió.


—Hola, Paula, ¿te apetece que comamos juntos?





BAILARINA: CAPITULO 24





Saludó a los reporteros que conocía y fue a sentarse junto a Sam Wells, del Tribune. 


Estaban inmersos en una discusión sobre quién ganaría el playoff del Open de la Asociación de Golfistas profesionales cuando los miembros de la agencia ocuparon sus lugares en el estrado. Pedro iba a responderle a Sam que, al contrario que él, no le daba a Watson ninguna oportunidad, cuando vio que una mujer tomaba asiento junto al presidente de la mesa. Una mujer que llevaba un elegante vestido negro con un pañuelo que acentuaba el atractivo de sus ojos azules. Una mujer con un rostro encantador y una melena corta y rizada. 


Paula Chaves.


¿Qué diablos estaba haciendo allí?


El presidente se levantó para saludar a los presentes y presentó a su colegas, de los cuales a Pedro sólo le interesó uno.


—La señorita Paula Chaves, jefa de la sección de concesión de préstamos.


Aturdido, Pedro trató de conciliar aquel puesto con la bailarina de un tugurio. ¿Qué le había dicho Paula de su trabajo?


No mucho. Tan poco como del resto de su vida. 


Sólo, que trabajaba para el Estado de California.


Pero él la había imaginado en algún puesto sin importancia y había llegado a pensar que trabajaba como bailarina para conseguir unos ingresos suficientes para sostener el lujoso piso que compartía con Angie. Hasta que le quitó los cuatrocientos mil dólares, lo que ya suponía un suplemento espléndido a sus ingresos.


«Tranquilízate», se dijo al darse cuenta de que respiraba apresuradamente. Debía haber alguna razón, alguna explicación para lo que había hecho. Algo que la disculpara, o eso quería creer. Aunque quererlo, pensaba con desconsuelo y contrariamente a las opiniones de Angie, no bastaba para que fuera realidad.


Paula lo había visto y lo saludó con una sonrisa. 


Él se la devolvió y asintió, esperando que la expresión de su rostro no revelara las conjeturas en que estaba sumido. Jefa de la sección de concesión de préstamos.


Era un puesto clave. El más conveniente para quien se propusiera estafar al gobierno, y alguien tan malvado como Deedee Divine...


No escuchó una palabra de la charla del presidente, ninguna pregunta de los demás periodistas, ninguna respuesta de los empleados del Estado. Nada, hasta que el presidente se refirió a Paula.


—La señorita Paula Chaves, que empezó a trabajar con nosotros gracias a excelentes recomendaciones y después de hacer un máster en la Universidad de Stanford, viene haciendo un trabajo excelente y está aquí para explicarles nuestra política de préstamos y responder a las preguntas que puedan tener.


Paula se levantó para hacer frente al público. 


Era una Paula Chaves que él no conocía. Era una mujer competente y con gran seguridad en sí misma, eficaz y, para su sorpresa, muy tranquila. ¿Acaso no sabía que se enfrentaba a una sala llena de tiburones, listos para comérsela viva gracias al asunto de Eric Saunders?