sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 28





—No me gusta hacer un juicio hasta que no conozco lo hechos —le dijo Pedro a Brian—. ¿Hay algo más acerca de ese Eric Saunders, alias Larry Cobbs?


—Nada aparte de otro montón de alias.


—Compruébalos.


Brian hizo una mueca.


— ¿Todos?


—¿Cómo si no vamos a saber quién era en realidad? Todos, naturalmente.


—Me va llevar mucho trabajo, jefe.


—¿Y? Para eso te pagan, ¿no?


Brian se quedó algo desconcertado. Aquel comportamiento no era típico de Pedro, tampoco que le mandara seguir pistas que no parecían tener la menor importancia, pero...


—De acuerdo, me pondré con ello ahora mismo —dijo, recogió su abrigo, su cartera y se marchó. Puede que no hubiera ninguna razón en especial, pero se preguntó a qué venía tanto jaleo por un asunto relativamente poco importante y por qué el jefe estaba dé tan mal humor últimamente.


Ya solo, Pedro se paseó incómodo por el despacho y se quedó mirando por la ventana. 


Qué extraño. Muchas mujeres habían entrado y salido de su vida sin que él se preocupara de mirar atrás, pero con Paula Chaves era distinto. 


No podía dejarla marchar. Una mujer que le había quitado... Interrumpió sus pensamientos. 


Habría dado aquello y mucho más por saber que no era quien era. Una mentirosa, una artista del engaño. Pero tenía que estar seguro, tenía que saberlo todo.


Incluso así, no podía soportar la idea de hacer que alguien la siguiera. No tenía los mismos escrúpulos a la hora de seguir la pista de Eric Saunders. Si había alguna conexión entre él y Paula... ¿Qué? ¿Qué haría?


No quería pensar, pero tenía que saberlo. Tal vez entonces pudiera hacer otra cosa, dedicarse a su trabajo. Mientras tanto... Bueno, gracias a Dios que tenía muchos artículos adelantados.


Levantó el teléfono y llamó a la oficina de Paula.


Dio su nombre y esperó a que la secretaria pasase la llamada. La voz de Paula revelaba su alegría por la llamada.


Pedro, ¿cómo estás? ¿Qué pasa?


—Creo que me gustaría dar esa vuelta por tu oficina que nos ofreciste el otro día.


—Ajá, así que quieres conocernos antes de escribir sobre nosotros.


Así pues había estado esperando su columna.


—Es mi procedimiento habitual, ¿te importa?


—Claro que no. Me encantará. Dime cuando quieres que sea y lo arreglaré. Y trataré de que sólo vayamos por este condado, ya sabes que estamos en todo el estado.


—No me preocupa que sea cerca o lejos —le dijo Pedro—. Y no quiero que conciertes ninguna visita. Quiero que me lleves, si puede ser, a algunas empresas a las que hayáis concedido algún préstamo. ¿Es posible?


¿Estaba siendo demasiado brusco? 


¿Sospecharía ella algo?


—Sí —dijo Paula sin la mínima perturbación—. Algo inusual, pero posible para un columnista tan importante como Pedro Alfonso. Y, para decirte la verdad, tengo mis favoritos. Deja que consulte mi agenda y te llamo.



Al día siguiente lo llamó con una lista de algunas empresas locales y al cabo de unos días comenzaron la inspección.


Pedro se dio cuenta de que, efectivamente, Paula tenía sus lugares favoritos. El primer lugar al que le llevó fue a una vieja casa de Oakland. No era una zona pobre, pero desde luego no era un lugar ideal. Había casas bien cuidadas junto a verdaderas chabolas, una tienda, un bar y un pequeño restaurante y los niños jugaban por las calles. Paula aparcó detrás de una furgoneta y llamó a la puerta de una casa de dos pisos.


Una mujer pelirroja despeinada y con un cigarrillo en la boca les abrió.


—Señorita Chaves —exclamó la mujer, contenta de ver a Paula—. Estamos preparando la maqueta de la edición de este mes. ¿Quiere verla?


—Por eso hemos venido —dijo Paula—. Sé que está ocupada, pero espero que tenga tiempo de contarle al señor Alfonso cómo funciona su empresa. Puede que consiga mucha publicidad en su columna del Chronicle. Pedro, ésta es Vera Cox, que publica una revista mensual —dijo Paula con una sonrisa radiante—. Pensé que te gustaría ver cómo funciona.


La señora Cox se quitó el cigarrillo de la boca y le tendió la mano.


—Encantada. Pase y venga a echar un vistazo — dijo y luego se dirigió a dos niños pequeños—. Os he dicho que os quedéis en el jardín hasta la hora de comer. ¡Venga!


Los niños, con unos caramelos que Paula les dio, desaparecieron y la señora Cox condujo a Paula y a Pedro a una habitación que había en la parte trasera de la casa. Una habitación que tenía una especie de desordenado orden y que olía a papel y pegamento. Había dos ordenadores, apagados, un hombre sentado a una mesa, usando uno de los tres teléfonos y dos mujeres trabajando con el pegamento y el papel.


—Ya hemos sacado los artículos de los ordenadores —explicó la señora Cox—. Ellas están preparando la maqueta.


Tomó una página para enseñársela. Tenía dos artículos, uno sobre las precauciones que debían tomar los ciclistas y otro con menús para el Día de Acción de Gracias. Y dos anuncios, uno de una zapatería de niños y otro de una frutería.


—Está muy bien —dijo Pedro antes de que se sentaran en el salón.


—Cuéntele al señor Alfonso cómo empezaste.


—Por necesidad —dijo la señora Cox encendiendo otro cigarrillo—. Discúlpenme si fumo, sé que es malo para mí pero no me puedo pasar sin ellos. Fue muy duro recuperarse de la muerte de Ken. El dinero del seguro no era suficiente, más bien era humillante. No quería dejar a los chicos, así que se me ocurrió publicar una revista local. Ken trabajaba para un periódico, ¿sabe? y yo sabía que el dinero proviene de los anuncios.


Continuó explicándoles que había empezado ella sola con una vieja máquina a escribir artículos de interés para amas de casa. Primero hacía unas cuantas copias que sus hijos repartían, andando muchas millas. Luego buscó suscriptores y gracias a eso logró que las tiendas locales le contrataran anuncios.


—Pagaban, pero no lo suficiente para poder sobrevivir, hasta que tuve que usar parte del dinero del seguro para financiar el material.


Entonces, continuó explicándoles, alguien le habló de la Comisión para el Desarrollo Económico.


—Gracias a Dios, conocí a la señorita Chaves —dijo dirigiéndole una sonrisa—. Porque el primer empleado de la agencia que vino aquí, no me hizo mucho caso. Si no hubiera sido por la señorita Chaves...


El préstamo de la agencia había servido para comprar material y emplear a los ayudantes.


—Contraté a dos ayudantes, un operador informático y esas mujeres que han visto, y chicos para repartir la revista. Que tiene seis páginas y bastante publicidad para darme de comer a mí y a mis hijos. Ah, y contrato artículos, sólo pago veinticinco dólares, pero le sorprendería saber el número de gente que escribe y a la que le encanta ver sus artículos impresos.


La señora Cox concluyó.


—Sí, señor, tengo un buen negocio en marcha, y si no hubiera sido por la señorita Chaves, todavía estaría con un periódico de dos páginas, y pagándolo con parte de la asignación del seguro. ¿No es así, señorita Chaves?


—No, se equivoca. Con sus ideas y su energía lo habría conseguido de cualquier modo. Nosotros sólo hemos hecho posible que lo haya logrado antes. Por no hablar de hasta dónde puede llegar.


La siguiente visita fue cerca de la primera. Otra gran casa, recién pintada y con columpios en el jardín. Aquella vez los recibió una anciana mujer de color.


—Señora Mary Ables —dijo Paula—. Señora Ables éste es Pedro Alfonso, que está muy interesado en ver sus instalaciones.


La señora Ables era muy activa, a pesar de su edad, y les enseñó todo el lugar. La casa había sido remodelada para acomodar a niños. Se habían tirado tabiques para hacer habitaciones más espaciosas, tenía sillas y mesas pequeñas y baños adecuados para niños.


El lugar entero estaba pintado en colores alegres. Algunos niños, cuidados por dos mujeres jóvenes, estaban concentrados con libros, pinturas y juguetes.


—La señora Ables recibía el subsidio de la seguridad social —le explicó Paula cuando se marcharon.Se presentó con sus tres nietos en la oficina diciendo que quería montar un negocio ocupándose de cuidar a los niños de parejas trabajadoras y cómo podíamos ayudarla —dijo Paula y rompió a reír—. Cuando le dijimos que hacía falta un aval, nos preguntó si servía su casa, que se estaba cayendo a trozos. De todas formas, no pudimos librarnos de ella y ya ves los resultados.



—Estoy pensando que eras tú la que no podía librarse de ella —dijo Pedro—. ¿No es demasiado mayor para recibir un préstamo? ¿Es que todos tus clientes cobran el subsidio de la seguridad social?


Paula lo miró haciendo una mueca con la nariz.


—Está bien, tuve que mover algunos hilos. ¿Pero no es mejor que pague impuestos a que reciba el subsidio? ¿Y no es un lugar fantástico?


Pedro tuvo que admitir que era cierto.


—Ahora voy a llevarte a un sitio donde puedes decir que los que han recibido el préstamo son menores de edad.


Fueron hasta una comunidad de viejas granjas, algunas de ellas renovadas.


—Muy bien —dijo Pedro—, pero me parece que estas granjas no pueden competir con las grandes granjas comerciales.


—Bueno, te voy a llevar a una y te vas a quedar muy sorprendido de cómo la llevan.


Pedro, efectivamente, se quedó muy sorprendido. Asombrado en realidad al llegar al patio de una granja lleno de automóviles y dos tractores. Bueno, no exactamente lleno. Había otros diez coches en un garaje, reconvertido en taller.


—Éste es Keith Johnson —dijo Paula presentándole a un chico con la cara llena de pecas. No debía tener ni veintiún años, pensó Pedro mientras el chico se limpiaba una mano grasienta en los pantalones. Gracias a Dios, de todas formas, no se la ofreció para estrechársela—. El señor Alfonso, Keith, es un amigo mío. Está interesado en tu negocio y le gustaría verlo.


—Por supuesto, señorita Chaves —dijo Keith sonriendo—. Cualquier amigo suyo es amigo nuestro.


Mientras metían el coche, Paula le habló de Keith.


—Es muy listo. Dice que nunca le gustó el trabajo de una granja, pero que le encantaba la mecánica. Trabajaba en un taller en Vallejo, pero no ganaba mucho dinero. Cuando murió su padre, utilizó el dinero del seguro para avalar un préstamo y abrir el negocio, en la vieja propiedad de la familia.


Parecía un negocio floreciente. La zona que había junto al granero estaba pavimentada y llena de coches que no cabían en el mismo. El granero estaba bien equipado como taller. Otros dos chicos, más jóvenes que Keith, estaban trabajando en un motor. Levantaron la vista para saludar a Paula. Había dos chicas en la oficina, también la conocían.


—Hola Paula. ¿Qué tal? ¿Sabes? Me apunté a las clases de informática que me dijiste y ahora manejo este cacharro sin problemas.


Pedro observó a Paula mientras ésta hablaba con la chica, escuchándola y animándola. Igual que había hecho con uno de los chicos que trabajaban en el taller. Era obvio que se sentía muy a gusto con aquellos chicos, igual que con la señora Ables y con la señora Cox. Paula tenía... ¿qué había dicho su madre? Encanto, sí. 


Y no se trataba de ninguna fachada. Era la clase de encanto que la hacía aceptar a la gente por lo que era, lo que le confería una dignidad y una gracia que emergía de ella incluso ante los rudos hombres del Spike's Bar.


El recuerdo de aquel lugar le irritó. Cuando abandonaron el taller y Paula le preguntó su opinión, dijo que Keith le parecía demasiado joven para que le cargaran con tanta responsabilidad.


Ella le dijo que Keith tenía veintitrés años, dos más de la edad necesaria.


Él le dijo que uno de los chicos, el que llevaba pendiente, le recordaba a uno al que había sorprendido robándole los tapacubos de su coche hacía unos meses.


—No es él —dijo Paula—. Pero si lo era, ¿no te ha gustado verlo trabajando en lugar de robando?




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